2. Araña
"En su tela, a todos nos tenía atrapados".
Era obvio que en mi situación no podría pegar un ojo, ni siquiera probar un bocado de toda esa comida empaquetada. Pasé la noche contra la puerta sellada, de la cual analizaba unos rasguños. En tanto, me hallaba esperando a distinguir algún otro sonido.
Por momentos creía oír a alguien canturrear una melodía, algunas lejanas cacofonías del más allá. De haber alguien allí, ¿sería un guardia de seguridad? Suspiré intentando que las preguntas no volvieran a atormentarme.
No podía hacer más que esperar a encontrar una solución a la única pregunta importante: "¿cómo huir?". Si yo desaparecía del mapa no era como si alguien comenzara a buscarme. Sin madre, sin amigos, ni tíos ni hermanos.
El barrio cerrado en donde vivíamos, quedaba en la ciudad de Marimé, alejado del centro y de cualquier otra contaminada ciudad; los vecinos habituaban a verme poco, la zona residencial era menos amigable que las urbes. Tampoco era la mejor vecina del mundo, así que nadie haría la denuncia de mi desaparición. En la universidad, las pocas personas con las que me relacionaba, no me conocían en profundidad. Para colmo, mi noviazgo era historia desde hacía una semana, no le importaría a ese maldito infiel mientras ya no llenara su buzón de llamadas. Debía ser mi propia salvadora, si es que a mi padre no se le quitaba lo loco.
Entre divagues, el pitido de la computadora comenzó a sonar.
¡Pi, pi, pi!
Pegué un brinco y salté directo a la habitación.
Mi padre aguardaba del otro lado de la pantalla, pero antes que me dijera algo, y poniendo mi peor cara, hablé primero:
—¡¿Quién está del otro lado de la puerta?! —pregunté furiosa, antes de que pudiera abrir su boca.
—¿Estás bien? —me ignoró.
—¡¿Quién está del otro maldito lado?! —repetí con énfasis.
—Personas.
—¡¿Personas?!
—Personas peligrosas —remarcó haciendo un mohín resignado.
Moví mis labios sin saber qué decir, encogí mi entrecejo, ¿a qué jugaba?
—¿Me estás diciendo que estoy encerrada con "personas peligrosas" separada por una puerta? —pregunté riendo, creyendo haber entendido mal.
—No había otro lugar —dijo, y la ira se acrecentó en mí como una reacción de combustión.
Exploté.
—¡¿Qué es esto?! —grité alterada, a punto de romper todo—. ¡No sólo me has secuestrado a mí, sino que tienes recluidas a más personas! ¡¿Tienes mierda en la cabeza?!
—¡Alegra, calma! —No me calmé, pero escuché, él prosiguió—: No tenía otro sitio donde ubicarlos —se excusó y mi corazón se desbocó con más fuerza, mi sangre hervía, ¡no negaba tener personas secuestradas!—. Todo ha sido repentino, es por eso que trato de resguardarte lo mejor que puedo. Ellos están bien.
—¡Tú no estás bien! —solté conjunto a unas lágrimas—. ¡Eres un mentiroso demente! ¡Y esto no es repentino! ¡No me subestimes!
—No, no lo entiendes.
—Por supuesto —limpié mi rostro—, no entiendo porque no me dices nada. Estoy hablando con un desconocido.
Apreté mis puños y esperé a que respondiera. Él frotaba su entrecejo buscando algún tipo de palabra que me calmara. Sería difícil.
—Te dejaré que los veas —dijo, me aflojé de inmediato, ¿qué? Yo no pedía eso—. En la puerta contraria a donde están los reclusos hay una habitación cerrada, debes colocar un código. Seis-uno-cuatro-seis; es una sala de supervisión.
—¿Por... qué? —no tenía idea como actuar.
Hasta ese punto no entendía nada, y es que nada tenía una mierda de sentido. Jamás me había costado tanto atar cabos. Estaba envuelta en un verdadero enigma, resolviendo mi futura muerte.
Papá cortó la comunicación, entonces supe que de ahora en más sería así. De a poco, y a su conveniencia, me daría las pistas para armar el acertijo, pero ¿quería saber el final? ¿Y si la imagen armada me terminaba por arruinar la vida? Aún más...
En ese momento tenía otro asunto que resolver: seis-uno-cuatro-seis. ¿Abrir la puerta o no abrir la puerta? ¡Qué dilema! La curiosidad siempre ganaba. Me levanté rápido y fui hasta la puerta que se mantenía sellada, la del lado contrario a donde se habían oído los gritos.
Me dirigí al marcador sobre la cerradura y coloqué el código a la velocidad del sonido.
Seis-uno-cuatro-seis.
¡Clack!
El ruido de las cerraduras indicó que la puerta se había abierto, empujé la misma y ésta se abrió.
—No es posible —me dije y mis brazos cayeron abatidos a los lados.
La realidad me daba una dura bofetada que me dejaba estúpida y congelada. No conocía a mi padre, la persona que me había criado; no, no lo conocía en lo absoluto. Por ende, mi vida era una mentira.
Tras una decepción tan grande, mi mente traumada comenzaría a funcionar con absoluta reserva y desconfianza.
La frágil bola de cristal que habitaba caía al suelo y se convertía en finas astillas. La realidad se clavaba en mí, sangraba y dolía.
<<¿Creíste que podías resolver cualquier crimen cuando no tenías idea de estar envuelta en uno? Eres patética>>, me dije a mí misma.
Percibí la dureza en mi cuerpo, di pasos temblorosos hacia adentro. Era una pequeña habitación, lóbrega, con decenas de pantallas en los muros. Tres estaban encendidas, la demás apagadas. Una silla se ubicaba en el centro para un televidente o supervisor. Era eso, lo que mi padre había dicho: una sala de supervisión.
¿A quién vigilaba?
Tragué duro y caminé hacia las pantallas para ver mejor. Mi rostro se iluminó de azul pálido y mis pupilas hicieron foco en las imágenes.
Y temblé, temblé como un epiléptico electrocutado.
La imagen no era la más nítida, la distorsión era molesta. Las tonalidades se confundían, pero podía dilucidar las figuras antropomórficas.
Tres celdas de metal y vidrio. Tres celdas, una apartada de la otra. Ellos no se veían entre sí.
En la primera, distinguí una persona vestida con un camisón de enfermo. Tenía una mata de pelo ondeado claro, rubio o castaño. Daba pasos de un lado a otro, mientras sacudía sus manos como abanicos abiertos. En la segunda, se encontraba una persona durmiendo en un catre, tapada hasta la nariz, no podía decir más. En la tercera, alguien se arrinconaba en el suelo, tomando sus rodillas con sus manos, con el rostro contra el muro. Por su contextura, supuse que se trataba de un hombre.
Me mantuve espiándolos, sin obtener respuestas. El otro lado, tras la puerta, albergaba prisioneros en peores condiciones que las mías; mejor dicho, en condiciones verdaderas para un rehén.
Entonces, supe tres cosas más.
Uno: esas personas, mientras estuvieran encerradas, no significaban un peligro.
Dos: ya no podía confiar en mi padre.
Tres: la salida estaba de ese lado.
Hasta entonces, las únicas puertas que no había logrado abrir eran la de esa sala y la de las celdas. No hacía falta meditarlo mucho.
Concluí que mi única misión debía consistir en huir; huir de allí, de mi padre, de todo. Sus excusas no me alcanzaban. Me subestimaba demasiado, y si me protegía, como solía decir, el único que me causaría daño sería él por no actuar acorde a la lógica.
Cada acción conllevaba una reacción, eso era algo que un científico debía tenerlo muy en cuenta.
Ese día la pasé frente a los monitores. Los extraños convictos, o "peligrosas personas", se mantuvieron haciendo lo mismo: uno dando vueltas, otro durmiendo, otro arrinconado en una esquina.
Al final, llegué a simple conjetura: si mi padre no me iba a dar datos sobre que sucedía o quiénes eran ellos, debía preguntárselo yo misma.
Necesitaba abrir esa puerta.
Me acerqué a la misma y analicé la cerradura electrónica. Era idéntica a la otra, pero debía buscar algún desgaste en los botones, huellas dactilares que me indicaran cuales eran presionados con regularidad. A simple vista se veía un cierto desgaste en unos sectores más que en otros. Lancé un poco del vapor de mi boca y vi como tres números tenían más marcas que los demás no.
Cinco, cuatro, tres la clave era de cuatro números así que alguno debía repetirse.
Las combinaciones eran demasiadas, pero a pesar que mi padre era una eminencia científica, en algunos aspectos era un ser humano como todos, uno que elegía un número fácil de recordar, ¿y por qué elegiría un código fácil? Porque era un ciento por ciento probable que la salida estuviese de ese lado. No era casualidad que el número de mi vivienda fuera cinco-cinco-tres-cuatro.
¡Clack!
Eureka, la puerta misteriosa se abría ante mis ojos al primer intento.
No era un genio, cualquiera lo hubiese dilucidado.
Llegaba el momento de la gran verdad. Me mantuve en el marco de la entrada un instante, dudando de todo, sobre todo de mi cordura. Ese sitio no concordaba con el "pent-house" dispuesto para mí. Era una prisión de máxima seguridad. La escasa luz impregnaba todo de un azul oscuro, las paredes metálicas y grises emanaban frío. Un muro central bifurcaba el sitio en dos extensos pasillo.
Di un paso, y luego otro.
El eco de mis zapatos me recorrió la espina.
—Personas peligrosas... —balbuceé—. ¿Y por qué me pusiste tan cerca de ellos?
Por lo que había visto se encontraban en celdas con tres muros de metal y un vidrio duro que me permitía ver el interior de la misma. No podían dañarme.
Quería aguantar la respiración, aunque la presión me matara. Cada vez entendía menos todo, cada teoría que producía se licuaba y se escurría entre mis neuronas. Los nervios se acrecentaban.
¿Derecha o izquierda? ¿Qué camino debía tomar? ¿A cuál de las tres personas me encontraría primero?
Me fui por la derecha por pura corazonada.
Un largo túnel me mostraba la luz al final del pasillo.
Una blanca celda iluminada. Un catre, un retrete, un pequeño armario y... alguien arrinconado de cara al muro, en cuclillas, vistiendo un camisón de hospital, de un tono celeste tiza.
Me acerqué con cautela, a través de las pantallas lo había visto permanecer durante horas en el mismo lugar.
Inhalé, exhalé.
Me fui acercando y con ello vi más en detalle, lo cual me horrorizó.
<<Mierda, puta madre... ¿qué es esto?>>
Era un hombre, un hombre encogido en sí mismo, que temblaba. Estaba sobre un charco, se había orinado encima. Su camisón estaba manchado de sangre. Lo más probable es que estuviera lastimado, pero su piel no podía verla. Tan solo el matojo ébano y alborotado de su cabello desprolijo.
Permanecí paralizada, como la gran idiota que era. ¿Por qué estaba tan dañado, tan asustado?
—He... Hey... —musité, con las gotas de sudor resbalando por mi frente—. O...oye, dis-disculpa...
Agarré mi garganta con ambas manos, apreté mi cuello, me dolía hablar. El pánico me arrebataba la voz. Era como una pesadilla, esas en la que quieres gritar, pero sientes una bola de algodón justo entre tus cuerdas vocales.
Él no se movió.
—P-por favor... —supliqué tomando el valor que requería mi situación—. Necesito saber qué es este lugar, quién eres tú.
Esperé...
Y esperé...
No se movió.
<<¡Carajo! No puedo creerlo>>.
Tomé mi cabeza y revolví mis cabellos, estaba rebalsada de preguntas y carente de respuestas. Trataba de recordar los momentos en el que todo se había ido por la borda.
Me dejé caer de espadas a la celda, apreté mis ojos y suspiré haciendo memoria. No recordaba visitas o llamados extraños más que sus reuniones con los de "corbata verde", no recordaba ver a mi padre preocupado por ello, en actitudes sospechosas, o nervioso. No podía concluir que ese simple clan de intelectuales tuviera algo que ver con la magnitud de la situación que vivía.
Y bueno, yo también tenía mis cosas; el altercado con mi exnovio, el estudio, las series pendientes. Me culpaba por no haber notado nada en absoluto, me culpaba por haber estado más preocupada en acertijos banales más que en lo que sucedía en mis narices.
Abrí mis párpados, y casi vomito mi propio corazón al ver una sombra proveniente de la celda.
El recluso se había puesto de pie y se encontraba parado tras el vidrio que nos dividía.
Me levanté de sopetón, y todas las respuestas estuvieron presentes, aunque en ese instante no pude descifrarlo. El impacto de verlo cara a cara fue tal como un puñetazo a mi quijada.
Debía levantar mi vista si quería verlo a la cara, pues su cuerpo fornido de atleta era más alto que el mío. Su aura amedrentadora me atajaba en mi sitio. Y, con cada detalle que notaba de él, más y más se me iba la respiración.
Cicatrices, raspones, cortadas, algunos lunares esparcidos en su amarillenta y clara piel; cabello tan negro como una pesadilla, labios pálidos manchados de sangre en sus impecables comisuras, cejas pobladas y enojadas, y sus ojos... grises, grandes, brillantes, con algunos puntos negros y otros blancos. Los más raros que jamás había visto. Prodigiosos. ¿Cuántos años tendría? ¿Veintitrés, veinticinco? Quizás tenía mil años congelados en el tiempo.
Sus pupilas se contraían y se dilataban a mediada que analizaba cada nervio de mi ser.
Jamás me había sentido tan pequeña, jamás habría creído que una persona enjaulada fuera capaz de intimidarme con su sola presencia, pero sucedía.
Él era avasallante, resplandeciente.
—Ho... hola... —balbuceé desviando mi vista de su rostro. No podía hablarle y mirarlo a los ojos, algo estaba mal. Él era irreal. Pero luego vi su camisón orinado y ensangrentado, y volví a darle una tímida ojeada—. Ne-necesito ayuda.
Él no respondió, siquiera pestañeó.
—Sé... sé que es tonto pedírtelo a ti —siseé, pretendiendo no arruinarlo todo—. De verdad, aparecí aquí y no tengo idea porqué.
Aguardé por una respuesta, pero no hablaba. Ni siquiera despegaba sus labios resecos. Me miraba sin pestañear. Era aterrador, su extraña belleza me provocaba el vómito. Quería salir corriendo y gritando. Tenía terror de él, a pesar del grueso vidrio que nos dividía.
Volví a insistir:
—¿Qué te ha sucedido? ¿Quién te ha lastimado? —inquirí, pensando lo egoísta que era pidiéndole ayuda a alguien en su estado.
No habló, se volteó. Volvió a su hediondo rincón y allí se quedó.
<<Carajo, ¿qué dije?>>
Ese joven me generaba un terrible malestar. Era inútil seguir esperando algo de su parte. Intenté componer mi semblante luego de tal impresión y me dirigí para las siguientes celdas. Para ello debía regresar al punto de partida y tomar el lado de la izquierda.
Notaba como mis piernas tenían carne de gallina y temblaba como pollo en la freidora. Ese extraño me dejaba atontada por completo, por lo que la idea que me hacía de las próximas celdas no era nada alentadora.
Una pista me fue dada cuando oí un canturreo a medida que me acercaba, más y más, a una celda nueva.
Una sonrisa de lado a lado, una mirada de miel, ladina, pretenciosa, soberbia y que no profetizaba nada bueno.
Él cantó con más énfasis cuando nos vimos de frente.
Provocador, grandioso, único en su tipo.
—" Welcome to the jungle, we've got fun and games ..."
A pesar que mis tripas se revolvieron, éste tipo hablaba.
Era momento de adquirir nuevos datos para mi huida, a pesar que la cosa se tornaba más oscura con este sujeto.
¿Qué posibilidades existían, en un día, de ver a dos personas jodidamente agraciadas y fuera de lo común? Esas personas que te dejan embelesadas, sin habla, incluso con un mal sabor de inferioridad.
Es decir, los modelos perfectos abundaban en internet, Instagram o lo que fuera, por momentos los admiraba, luego me generaban rechazo, ¿por qué hacían alarde de una belleza imposible? Era molesto pensar que tenía que volver a nacer para merecerlos. Así y todo, en el fondo sabía que esos modelos de belleza no eran más que una mentira, eran cirugías, maquillaje y photoshop, a fin de mantenernos tristes, insatisfechos y consumistas; pero... esos reclusos eran reales, sin filtros, sin ediciones. Era aterrador.
A menudo viajaba en el metro, en el autobús, concurría lugares con mucha gente como la facultad, las cafeterías, las bibliotecas o los shoppings, con suerte veía tres personas apuestas por día, y al rato olvidaba sus rostros. Pero ahora... era la maldita segunda persona, de rostro excepcional, en menos de diez minutos, y sus fisonomías eran algo que no podría olvidar en mucho tiempo.
Me encontraba frente al joven, que en las pantallas daba vueltas y vueltas. Ensanchaba una sonrisa sublime que terminaba en hoyuelos. Sus ojos eran de un color miel intenso, casi como la última cerveza fría y espumosa en una noche de verano. Brillaban como dos soles que contrastaban con las pecas sobre el puente de su nariz recta. Su melena, de un castaño claro, alborotada, tenía rizos flojos de liviana caída. Era tan alto como el morocho y probablemente tendrían la misma edad, llevaba su piel un poco más trigueña y su camisón más limpio. Su porte era majestuoso.
—Pequeña Conejita... —suspiró entré ronroneos sugestivos, su voz era suave y profunda, pero lo que decía no era agradable—. He probado tantos cuerpos excepcionales, no podrás sacarme ni un dato con esa imagen tan desalineada y corriente.
<<¡Ugh!>>
Si quería destrozar mi autoestima su triunfo era total. Que un chico, que bien podría ganar millones solo con su rostro, me dijera desalineada y corriente era motivo para que me pusiera a llorar y salir corriendo como liebre herida.
No lo hice, la situación ameritaba madurez.
—Yo... —dije intentando mostrarme indiferente a su insolencia—. He aparecido en este sitio. ¿Sabes por qué nos tienen reclusos?
Él me miró analizándome en detalle, de arriba a abajo. Era un tanto denigrante, considerando que mi imagen era lo opuesto a una modelo de pasarela.
—¿Reclusos? —preguntó acercándose al vidrio que nos dividía, colocando sus manos en él—. ¿Por qué no estás en una celda?
—No lo sé.
—Mientes —sonrió.
—¡No, no miento! —solté desesperada.
—No dices la verdad, es lo mismo —él frunció su entrecejo y me miró directo a los ojos—. Puedo leer tus gestos. No entiendo bien cuál es el plan de enviarte a decir esto, pero no conseguirás una colaboración de mi parte si no veo sinceridad de tus palabras.
Resoplé, él tenía razón. No tenía remedio, debía guardarme algunas cosas; por ejemplo que mi padre era el secuestrador. Era un dato que, de revelarlo, me traería problemas con estas supuestas "personas peligrosas".
—No insistiré, me las apañaré sola como lo hice para ingresar aquí —espeté con la misma petulancia que él quería mostrar.
No le rogaría, no por el momento. Aún quedaba una celda que revisar. La celda de la última persona estaba en el fondo, y al final había una puerta. Esperaba que fuera la de salida.
Primero traté de buscar conversación con la persona que dormitaba tapada hasta la cabeza. Golpeé el vidrio, con la desesperanza que volvería a fracasar, pero para mi sorpresa la persona comenzó a removerse entre las sábanas.
—Hola —dije con claridad y menos temor que antes.
Ella comenzó a levantarse.
La tercera persona en cautiverio era una chica. Se levantaba de a poco y de mala gana. Su cabello era un revoltijo color paja, largo y lacio; y sus piernas extensas. Podía apreciar que era alta y delgada. Otra belleza..., y no se trataba que eso me generara algún tipo de celos, sino que empezaba a creer que había una relación escabrosa, un patrón, que esa hermosura irreal era otra pista obtenida en el maldito puzzle en el que me encontraba.
—¿Hola? —dijo ella, y sonó como una pregunta—. ¿Qué quieren ahora? ¿Otra sesión de terapia de shock? ¿Me meterán una sonda en el culo?
—¿Disculpa? —pregunté sin entenderla, ella se volvió ceñuda, sus irises pardos me traspasaron algo de su fastidio—. Mira, necesito saber por qué mierda estoy aquí, por qué están ustedes encerrados...
—Es extraño que lo pregunte alguien del otro lado del vidrio. —Ella me analizó tanto como lo hicieron los anteriores—. ¿De dónde saliste?
—Ayer aparecí aquí.
—¿Fuera de una celda?
—Mi "celda" está del otro lado de la puerta, logré abrirla hoy —mentí en parcialidad.
Ella no pareció tragarse lo que le decía, sin embargo parecía más abierta a discutir.
—Si eres parte de los captores te aviso que pierdes tu tiempo —soltó comenzando a peinarse su cabellera con los dedos—. No me han quitado una palabra con las torturas, menos lo harán con tu psicología inversa.
—No hay psicología inversa —siseé procesando lo de las "torturas"—. Los han lastimado, ¿verdad? Hay un chico en condiciones deplorables.
—¿A ti que te parece?
Me quedé muda. ¿Torturas? ¿Mi padre torturaba a estas personas? De ser así era tan terrible que mi mente no podría comprenderlo. ¿Con qué fin lo haría? ¿Qué buscaba de ellos? Ninguno quería hablar, contar el secreto que los envolvía, que los unía, el motivo por el cual estaban cautivos. ¿Y yo? ¿Qué pieza del juego era? Me costaba creer que era un peón.
Sin embargo, algo me quedaba claro, si estas personas, a pesar de ser torturadas y encerradas, no habían hablado de nada, menos me dirían algo a mí. Era obvio que antes sus ojos yo representaba una amenaza, una trampa. Los entendía, y a la vez, la inverosimilitud que estaba pasando no me dejaba caer en cuenta de lo que hacía mi padre. Según él, ellos eran personas peligrosas, pero ¿sus acciones se justificaban? No.
—Querida —musitó la rubia viéndome pensar—. ¿Sabes qué? Creo en ti, lo cual es peor.
—¿Por qué es peor? —pregunté de inmediato.
—Te usan para un propósito —afirmó con claridad—. Quizás como otra estrategia para que hablemos, o algo tan vil que ni siquiera yo puedo imaginar. Por eso, de todos, prefiero resguardarme de ti.
<<¿Un propósito?>>
No sonaba ilógico, de todas formas prefería sostener la idea de que mi padre me protegía de un mal mayor. Aquella joven regresó a su cama en donde se recostó. No diría más nada. Por mi parte, traté de abrir la puerta al final del pasillo, esta tenía un cerrojo normal, uno sellado. Me di por vencida, al menos por el momento.
Consiguiendo más dudas que respuestas regresé por donde venía, con la esperanza de poder conversar con mi padre.
Cuando crucé el umbral que separaba las celdas, la ansiedad no aplacó el hambre que comenzaba a agarrarme. Mi barriga gruñía, y eso se debía a que mi dieta se basaba en comerme las uñas.
Mi mente vagaba en miles de pensamientos, sin llegar a ninguna certeza absoluta. De mala gana, tomé una de las bandejas de plástico envueltas en papel que contenía un sándwich. Lo comí rápido, sin reparar en los sabores, mastiqué y tragué. Una vez satisfecha, con muy poco, me dirigí al baño. Llené la bañera con agua tan caliente que desprendiera una capa de mi piel, y allí me sumergí. Necesitaba relajarme. No podía escapar por el momento, no tenía caso renegar con los prisioneros, o con mi padre. Estaba sola, en un gran problema que se iría solucionando con dedicación y calma.
Para cuando salí y me cambié, me senté frente al monitor, esperando la llamada de mi padre. No supe cuánto tiempo permanecí allí, hasta que mis párpados comenzaron a cerrarse por sí solos. Y, antes que mi cara fuera directo a las teclas...
¡Pi! ¡Pi! ¡Pi!
—¡Papá! —grité presionando en "contestar", con una baba cayéndome de la boca—. ¡¿Qué hiciste papá?!
—¿Te divertiste, Alegra? —me reprochó—. ¡Son peligrosos! ¡¿Sabes lo que podrían hacerte si se enteran que eres mi hija?!
—No —solté—, porque tú no me lo dices. Y si no puedo hacerte hablar a ti, los haré hablar a ellos!. ¿Qué esperabas de mí?
—¡¿Crees que te dirán algo?! —Estaba enojado, o pretendía parecerlo.
—¡Usando métodos de tortura no! —grité al punto de escupir la pantalla—. ¡Tú debes saberlo! ¡Hay un chico muerto del miedo!
—¡No tienes idea!
—¡Dímelo! —rogué hasta desgarrar mi garganta—. ¿Qué mierda está pasando? ¡¿Cómo pretendes que me quede sin hacer nada al respecto?! ¡¿Me estás probando?! ¡No tiene lógica tu accionar!
—¡Quieren robar el trabajo de toda mi vida, Alegra! —lanzó en una abrupta confesión—. ¡Soy un maldito Nobel y no tengo respaldo de los míos! ¡Todos son traidores!
—¿Robar tu trabajo? —indagué aún alterada—. ¡Dáselos, maldita sea! Si no tienes respaldo, si no puedes llamar a la policía, ¡entrega todo de una vez! ¡¿Acaso lo que estás haciendo lo vale?! ¡Me privas de la libertad! ¡Tienes rehenes, los torturas! ¡Eres un maldito criminal!
—Tú no tienes idea lo que vale —rumió con sus ojos en llamas, y me pareció ver al diablo en él—. La gloria requiere sacrificios, la genialidad conlleva soltar las normas de lo demás. Ir por delante de todos, aunque eso signifique quedarse solo. Ellos no lo entienden, no puedo dejar que sigan poniendo sus manos en el trabajo de toda mi vida.
—¡¿Qué mierda dices, papá?! ¡Me tienes secuestrada!
—¡Te protejo, entiéndelo!
Y, como siempre, él cortó la llamada sin un adiós.
—¡Eres una mierda! —grité en vano.
Había sido la charla más intensa hasta ahora, pero al menos adquiría un dato revelador: querían robarle el trabajo, ¿qué trabajo? ¿Su empresa? ¿Sus fundaciones? Mi padre era reconocido a nivel mundial, ¿cómo no iba a tener respaldo? Pertenecía a la sociedad de los nobeles. ¿Cómo podían robarle algo que, claramente, era suyo?
A los diez años, condecorado con honores en sus estudios; a los quince, considerado una promesa para la ciencia; a los veinte, ganador del premio Nobel...; a los veinticinco un millonario; a los treinta "el hombre del siglo". Mi padre era de ese ínfimo porcentaje que sirve a la humanidad, un hombre hecho para triunfar, un creador de la historia. Ahora, a los sesenta y cinco, seguía trabajando, arrollando, viajando de conferencia en conferencia, siendo premiado, entrevistado y que sé yo cuanto más.
No podía explicarme nada, empezaba a creer que deliraba, que su cabeza sobrecalentada comenzaba a freír a las neuronas en sus jugos. No encontraba otra excusa, no quería asumir que yo no valía tanto para él. Que sus logros académicos eran mucho más importantes que mi vida.
Al final resolví acostarme. Mi padre no me volvería a llamar, no pretendía interrogar a los reclusos otra vez. No tenía nada más que hacer que despejar mi mente para el siguiente día. No me daría por vencida.
Saldría de ahí y conseguiría las respuestas como fuera.
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