15. Cerdos
"Viviendo de la miseria ajena,
sin importarle los daños".
"El doctor Edgar Hyde se ha quitado la vida esta mañana"
En la televisión, en cada canal, se plasmaba esa falsa noticia. Mi padre estaba muerto, sí, su cuerpo había estado descomponiéndose junto a otros en la sala de casa; pero recién en ese instante lo daban a saber. Eso era un decir, en las pantallas no se mostraba otra cosa más que un enorme circo, una gran falsedad. ¡Mentían descaradamente y me daría un infarto ante la desfachatez!
"Un tiro en la cabeza, estaba pasando por un cuadro depresivo, su familia lo velará a cajón cerrado, todo el mundo está de luto, su única hija y heredera no ha querido hacer declaraciones".
—¡Basta! —grité apagando la televisión—. ¡Tengo que hablar con los medios! ¡Tengo que decir la verdad!
Quise salir corriendo, ir a decir a todo el mundo lo que sabía, lo que había visto, pero Morgan me tomó de los brazos, y todos me impidieron el paso.
—¡Déjenme! —ordené con fiereza.
—¡¿Eres idiota?! —Dalila me abofeteó con demasiada fuerza—. ¡¿Crees que lo medios inventaron la noticia?! ¡Los medios son los títeres de quienes poseen el poder! Cualquiera con dos dedos de frente lo sabe.
—Si te acercas a una cámara será para problemas —añadió Mamba—, o serás tratada como loca. Alguien se ocupó de los cuerpos en tu hogar, alguien ha movido piezas en la policía, en los medios de comunicación, ¿crees que puedes con eso? No seas ingenua.
—¡No lo sé! —grité queriendo zafarme, tensándome por completo—. Sé que, a pesar que dejamos miles de huellas, esas personas aún no pretenden matarnos
—Claro que no, Conejita —Paris puso sus ojos en blanco—. ¡Quieren meternos en una probeta, en un tubo de ensayo! Es una trampa.
—Tengo que aprovechar esta oportunidad —gruñí, sintiendo como una vena se hinchaba en mi sien y el párpado derecho comenzaba a latirme—. ¡Tengo que abrir los ojos a la gente!
—¿Piensas ir contra la mass media? —indagó Dalila, sonriendo como hiena—. Tu padre era el genio, tú, Alegra Hyde, no eres nadie. Ni siquiera eres inteligente. ¿Criminóloga? ¡Eres un asco! Ve a que te maten y así por fin ya no seremos tus niñeros.
—¡Cierra la puta boca! —La insulté porque me sacaba de quicio y porque me quitaba los argumentos.
Caí bajo.
La odiaba por ello, odiaba que tuviera razón, odiaba que tuviera motivos para abofetearme otra vez. Mi abuelo comenzaba a despertarse y a maldecir por lo bajo.
—¡Hey, hey! —Mamba se puso en medio de todos—. Alegra, tranquila. Esto no cambia nada, al menos tu padre será sepultado y tu casa quedará limpia —dijo como si eso importara—. Enfoquémonos en el plan. Íbamos a lo del doctor Dorsett.
—También hay que analizar lo embriones antes de que se pudran —farfulló Bran, sacando otra vez la furia en mí.
—¡¿De qué embriones hablas, idiota?!
—¡No insultes a Bran! —se interpuso Dalila—, ¡y date cuenta de una vez que tu padre te tenía reclusa por el mismo motivo que a nosotros! ¡Eres otra rata de laboratorio, solo debes revisar esos apuntes que tomas! ¡Quítate la venda, me exasperas!
Apreté mis puños tanto como pude, podía aceptar miles de cosas, pero lo que Dalila pretendía que creyera superaba cualquier límite. Literalmente me decía que había estado embarazada de cuatrillizos, y que todo era producto de un experimento de mi ¿padre? Era demasiado para ser cierto.
No le daría el gusto de confiar en ella.
Morgan me soltó y contuve las ganas de destruir todo a mi alrededor, de matarlos, de golpearlos y de huir hasta un acantilado en donde arrojarme.
La curiosidad por Daniel Dorsett me mantenía con vida esta vez, a lo mejor podía tener un aliado. A lo mejor este psiquiatra podría deshacer las paparruchadas que decían los "anómalos" o enterrarme para siempre en la miseria. Tenía que averiguarlo.
Nos alejamos de la pestilente granja de mi abuelo, dejándolo deleitarse con las noticias amarillistas de la muerte de su hijo, el único que tenía y del que siempre renegaba.
Las manos me temblaban, los pies. Las duras palpitaciones golpeaban contra mi pecho haciendo descender el sudor desde mi cabello. No soportaba los nervios que me carcomían por dentro, creía estar a punto de desmayarme o entrar en una crisis de pánico.
—¡Conejita, te estás poniendo azul! —reía el imbécil de Paris. Lo dejaba conducir porque yo tenía pavor que me diera una embolia en medio del camino—. Las preocupaciones no tienen ningún sentido, sea que tengan solución o no.
—Déjala —farfulló Dalila con su vista en la ventanilla—. A los Homo Sapiens les gusta complicarse la vida, por eso inventaron la Filosofía y el trabajo.
—A esta altura dudo que Alegra sea un Homo Sapiens —musitó Morgan, sonsacándome de mis pensamientos.
—Pero no reúne los requisitos de un anómalo —concluyó Bran, dejándome más tranquila.
Tragué duro y cerré mis ojos para calmarme. Pero los pensamientos no dejaban de arremolinarse y crear tifones en mi mente y mi estómago. La indignación me brotaba sola. ¿Cómo podían los medios falsear la información hasta tales puntos? Sabía que no debía creer en la caja boba, sin embargo no imaginaba hasta qué punto toda la sociedad debía ignorarla. ¡Y no era solo eso! ¡Era todo en mi vida! Todo estaba tan mal, al punto que no sabía si llorar a mi padre muerto, enojarme por su secuestro u horrorizarme por la pirámide de carne descompuesta en mi sala. Tampoco sabía si debía escaparme de los psicópatas, violadores, ladrones y esquizofrénicos epilépticos que me rodeaban, o si debía creer que traían embriones en la conservadora.
—Una vez que llegues a casa de Dorsett —comenzó diciéndome Mamba—, es mejor que algunos nos quedemos fuera. Frank llamará demasiado la atención, todos lo haremos.
Asentí, no solo intimidarían a Dorsett, sino que los imaginaba trayéndome más complicaciones.
Salimos de Marimé cuando las luces del centro comercial comenzaban a destellar. En otro momento habría apreciado los altos rascacielos, los carteles de neón y las variadas tiendas de novedades, no ahora, a lo mejor cuando volviera a nacer en una familia más convencional y mis preocupaciones fueran conseguir un trabajo de medio tiempo para pagar los libros de la universidad.
Una vez que cruzamos la gran ciudad, los pueblos de casas bajan volvían a verse decorando el calmo panorama. Más allá de todo, estaba el barrio residencial y la clínica del psiquiatra Daniel Dorsett.
Un pulcro y blanco edificio de dos plantas se ubicaba al final de la calle principal. Pero antes, Paris aparcó a una distancia prudente para no ser vistos.
—Daremos algunas vueltas, Conejita —dijo Paris sin detener el motor—. He visto una preciosa cafetería a unas cuadras, si me das dinero nos portaremos bien.
De mala gana revolví mis bolsillos y le di un manojo de billetes para que se desaparecieran de mi vista por algunas horas, y si era posible que se desaparecieran para siempre. Extrañaría a Frank, pero lo nuestro era imposible, no insistiría.
Bajé del vehículo con el paso trastabillante, así como el de un venadito recién nacido. Caminé sin mirar atrás, sin saludarlos o decirles adiós, a pesar que me desearon suerte.
Al llegar a la puerta del edificio, noté la placa dorada con inscripción en cursiva: "Daniel Dorsett, psiquiatra", si no tenía información al menos podía pedirle una sesión, la necesitaba con urgencia.
Acerqué mi dedo vacilante al timbre, pero la puerta se abrió antes que hiciera contacto.
—¡Alegra! —clamó aquél hombre, como si me esperara más que nadie.
Parpadeé rápido, que alguien me llamara por mi nombre y yo no supiera de quien se trataba se sentía extraño, aunque podía sospechar que era Dorsett, lucía algo mayor pero conservaba los rasgos de las fotografías. Tenía la apariencia de un viejo como mi padre; alto, canoso, arrugado, de lentes pequeños, y vestido de traje gris.
Él me tomó de los hombros y palpó mi espalda en un abrazo que me dejó rígida y sin habla.
—Disculpa mi efusividad —dijo recomponiendo su postura y carraspeando su voz—. Soy Daniel, un viejo amigo de Edgar. ¿Estás sola? —inquirió avistando los alrededores.
—Sí... —suspiré un poco más calmada—. Hoy visité a mi abuelo y averigüe sobre usted. No recuerdo que mi padre me hablara de la relación que tenían, lo siento.
Daniel abrió sus ojos y acomodó sus anteojos, de inmediato irguió su postura. Supuse haberlo incomodado, sonaba descortés, pero era la verdad. De inmediato hizo un ademán con su mano.
—Por favor, pasa —dijo, y yo acepté—. Tenemos que hablar, ¿no es así?
Asentí y lo seguí por aquel lugar.
Parecía ser su casa y también su consultorio. Mientras caminaba tras su espalda podía ver una sala de estar, un bar con bebidas, amplios espacios decorados en tonos claros y plantas de interior. Todo tenía un aroma familiar, como un perfume que había percibido antes, sin recordar de dónde.
¿Eran flores, azúcar tostada, pimientos? Quizás un poco de todo.
—Aquí es —Daniel se detuvo frente a una puerta de madera dorada.
Ingresé y el clima cálido me invadió, así como ese bálsamo que se intensificaba. Era agradable, casi sedativo. Todo acompañaba ese recinto de paredes machimbradas y barnizadas, ese diván verde, las bibliotecas con tomos y colecciones enteras de libros gruesos de Wundt, Freud, Watson, Neisser...; y al final de la sala se ubicaba el escritorio con la silla giratoria, apuntes y demás papeleríos.
Daniel comenzó a servir café que dejó sobre el escritorio, ambos nos sentamos enfrentados.
—No se suicidó —lancé sin poder soportarlo más—. Algo horrible pasó...
—Lo sé —interrumpió deteniendo mis palabras—. Jugó con fuego mucho tiempo, sobrevivió más de lo esperado.
<<¡¿Qué, qué, qué?!>> Lo último que quería era que me dieran la razón.
—¿Perdón? —parpadeé rápido.
Daniel encogió su ceño, y antes de seguir me hizo una pregunta muy concisa:
—¿Qué es lo que sabes de tu padre, Alegra?
Abrí la boca para hablar, pero las palabras no fluyeron. Se suponía que debía saberlo todo, que era la pregunta más fácil para una hija, hasta ahora.
¿Qué sabía de mi padre? ¿Sabía algo? No. Era hora de quitarme la venda, no sabía nada y por eso mismo lo buscaba a él.
—Nada —admití con culpa, con amargura y algo de vergüenza—, desde que me encerró en un sótano supe que no sabía nada. Ni de él, ni de mí.
La suerte estaba echada, todos lo sabían y esta vez necesitaba confiar en alguien más, que no fuera Frank para esconderme tras su espalda.
Yo debía dar el primer paso, y lo di. Dije todo, no omití detalle alguno. Lo del encierro, lo de los anómalos, lo de mi casa, lo de Max... ¡incluso la locura de los embriones! Todo. Era como vomitar toneladas de cemento que aliviaban mi cuerpo, y si mis problemas no se solucionaban al menos me sentía menos ansiosa. Daniel no hacía expresiones de asco o de nada, me psicoanalizaba y llegaba a su conclusión más obvia: estaba loca.
Una vez que concluí mi extenso relato, Daniel dio un largo suspiro y tomó su móvil, que comenzó a sonar sin control. Tragué saliva cuando lo vi marcar algo, pensé que llamaría a la policía, pero de inmediato lo volvió a guardar, y me miró para mostrarme una sonrisa apretada.
—Es cierto —afirmó haciendo que todo el peso volviera en mí—. Fui su amigo y aliado cuando comenzó con esto de los anómalos. Me pidió recomendaciones, trabajamos junto a su equipo.
—¡¿Qué?! —Me levanté de mi silla casi de un brinco—. ¿Me está diciendo que mi padre fue capaz de...?
—Sí, Alegra, y esto comenzó mucho antes de que nacieras —confesó reafirmando todo lo que me venían diciendo—. Trastocó la información genética de los hijos de muchos pacientes, yendo más allá de lo permitido, experimentando sin consentimiento durante cuarenta y cinco años.
Inspiré llenando mis pulmones tanto como pude, ya no sabía cómo tomarlo.
—¡¿Cuarenta y cinco años?!
Al fin, después de muerto, conocía a mi padre.
Daniel notó mi consternación y continuó:
—Su mente no podía quedarse quieta, no podía ignorar su deseo de ir más allá de sus límites. Era un hombre brillante, un científico excepcional. La sociedad y sus normas lo aprisionaban no dejándole otra opción que actuar en las sombras.
No podía concebir lo que oía, Daniel justificaba la parte más oscura de mi padre, la que me negaba a aceptar.
—Fue un criminal... —siseé, sintiendo dolor que me agarrotaba la garganta—. Abusó de la gente que buscó una ayuda en él, creó psicópatas dispuestos a extinguirnos.
—¡No son psicópatas! —Daniel se ofuscó y tuve que callar, espantada—. Son una especie con otra estructura mental y biológica, son el próximo eslabón. Edgar, a través de ellos, le dio una segunda oportunidad a la humanidad, al mundo mismo que estamos destruyendo. Ellos son esperanza...
—¡¿De qué hablas?! —Golpeé el escritorio con ambas palmas—. ¡Ellos piensan en asesinar sin piedad a cualquiera que se les cruce! ¡No tienen remordimientos, no tienen sentimientos! ¡Violan, torturan y asesinan a sangre fría!
—Pulsión e instinto —dijo sereno—. Biológicamente necesitan asesinar a quien consideren amenaza, se alimentan y deleitan con ello, les genera increíbles descargas de dopamina y adrenalina, orgasmos constantes. No pueden sentir culpa por algo que su naturaleza les demanda, no los compares con psicópatas, sus mentes son claras, no instrumentalizan ni pretenden manipular a nadie; además, son empáticos con quien lo merece. Ellos son hijos sanos de su creador.
—¿Su... creador? —La pregunta brotó por sí sola, la manera que Daniel hablaba era sombría—. ¿Usted apoyó todo esto?
—Sí, me interesaba estudiar la estructura y psiquis de esta nueva especie —respondió, tomado su taza de café para sorber un poco del mismo—. Me fascinaba su trabajo, desde jóvenes nos entendimos muy bien y supo que podía guardar su secreto conmigo. Fuimos grandes aliados.
—¿Y luego? —indagué revuelta por dentro—. ¿Por qué nunca más se vieron?
—Hubo una fuga de información, y de anómalos. Él intentó resguardarme de los problemas que acontecerían —Daniel dejó la taza de lado, y un gesto amargo invadió su imperturbabilidad—. Hicimos de cuenta que solo éramos viejos conocidos, al final, lo que tanto temía sucedió.
—¿Quiénes provocaron esa fuga? —pregunté de inmediato, esa era la duda principal—. ¿La policía?
—No, no —él negó con la cabeza, frunciendo el ceño—. En realidad los anómalos fueron tomados por dos de sus posibles enemigos...
—¿Dos posibles enemigos?
—Sí, bueno —vaciló Daniel—, sobre eso hay mucho que ha...
—¡Conejita! —La puerta del despacho de Daniel se abrió de sopetón, Paris me llamaba a los gritos—. ¡Nos vamos!
Ni siquiera pudimos reaccionar que el ruido de los tiros me sacudió en mi lugar y tropecé con mis tobillos. Caí de rodillas al piso, y Paris corrió a atraparme entre sus brazos, alejándome de Daniel quien seguía paralizado en su lugar.
Paris comenzó a correr por la casa, yo me aferré a su cuello con el pánico impostado.
—¡Daniel está en su despacho! —grité—. ¡Hay que salvarlo!
—¡Olvídate de él! —gritó Paris—. ¡Es una trampa!
—¡¿Una trampa?!
Eso era, debí suponerlo en el momento que oí la insensibilidad con la que Daniel hablaba de las atrocidades de mi padre.
Al llegar a la puerta de la morada, unos diez tipos armados ingresaban trotando, armados de cabeza a pies con fusiles y chalecos antibalas.
<<Estamos muertos...>>
Yo pensé eso, pero dudaba que Paris tuviera esa idea en mente. Él me arrojó por el suelo, lejos de la entrada, como si fuera un saco de papas.
—¡No usen las balas! —exclamó alguien, era Daniel saliendo de su despacho—. ¡No hieran a Alegra!
<<Viejo traidor...>>
Apreté mis puños desde el suelo y quise ir a ahorcarlo, sin embargo esta vez me preocupaba Paris. Él ensanchaba su sonrisa, como cuando estaba por cometer una atrocidad. Creí oírlo lanzar un burbujeante gruñido, y, como una fiera desatada, se lanzó sobre los hombres que lucharían a puño limpio.
—Deténganlo —gritaban algunos.
Todos rodearon a Paris, lo envolvieron entre puñetazos, pero él se libraba lanzando golpes más feroces y mucho más certeros. París era rápido y violento como un tornado. La sangre salpicaba, no podían retenerlo, era una bestia desatada que se escurría de todas las manos que querían atajarlo.
Paris se divertía, lo gozaba, los huesos de sus oponentes tronaban con cada golpe, y él no solo les pegaba; ya comenzaba a lanzar mordiscones que desgarraban la carne de cuajo de sus oponentes.
Tapé mis oídos ante los gritos desgarradores. Era una masacre, y ya no tuve miedo por Paris, sino lástima por nuestros verdugos.
Mis tripas se revolvieron al ver a Paris masticar y escupir el trozo de oreja de un tipo que pegó un grito al cielo. Luego mordió a otro en el cuello, arrancándole la piel, la carne. Un chorro de sangre brotó como grifo averiado.
Rojo, rojo, todo se iba tiñendo de rojo.
Su fuerza era bestial.
—¡No podemos con él! —gritó uno, espantado al ven a sus compañeros.
De inmediato tomó el arma desoyendo a Daniel, intentó disparar a Paris, pero éste le lanzó el cuerpo de uno de los suyos y luego intentó quitarle el arma.
El "soldado de Daniel" comenzó a disparar de forma errática, preso del pánico que generaba el anómalo, y los tiros comenzaron a volar por todos lados, chocando y rebotando sobre los muros, las pinturas, las botellas del bar.
Grité como loca, tapaba mi cabeza y aplastaba mi cara al suelo; algunos cuerpos caían, podía percibirlo, y Daniel gritaba diciendo que parara, que soltara el arma, que no nos podían matar.
Sus palabras llegaron al fin cuando una bala quedó clavada en su cabeza.
Paris giró el cuello de su último oponente y el estruendo de los huesos nos dieron a entender que todo acababa al fin.
—¡Vamos, vamos! — me apuró Paris, teñido de carmesí.
No pude levantarme del suelo por cuenta propia, mi cuerpo no respondía, lloraba entre respiraciones agarrotadas. Un nuevo horror se sumaba a la lista.
Paris me volvió a alzar entre sus brazos y me sacó de ese nefasto lugar, llevándome a la camioneta la cual estaba vacía.
Me envolví como un ovillo. Titiritaba, y no podía pensar.
Oí el motor rugir, y a los demás regresar al vehículo, ¿dónde habían estado? En el momento no me importaba. La camioneta comenzó a moverse, la música a sonar, yo lloraba y lloraba, por lo sucedido y porque ahora lo sabía..., todo era verdad, y si mi vida quería conservar debía mantenerme al lado de los anómalos, mis únicos aliados en un mundo de humanos despreciables.
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