10. Pez linterna
"Una incandescente luminiscencia lo rodeaba,
me atraía, y cuando estuve lo suficientemente
cerca me mostró su monstruosidad,
el pez linterna me llevó profundo y allí me devoró".
Fue durante mis primeras clases de Criminalística, en la universidad de Marimé, comencé en el segundo cuatrimestre cuando los días comenzaban a alargarse y los brotes de los árboles a florecer.
Tenía tiempo de sobra, a pesar de haber estudiado con anterioridad, no trabajaba. Mi padre se hacía cargo de mis pocos gastos con gusto. Por ello decidía utilizar mi tiempo de manera responsable, desde temprano adelantaba algunos textos en la biblioteca del campus. No existía lugar más bello y tranquilo que los pasillos rodeados de añejos libros.
Habiendo llegado temprano lograba conseguir la vista daba al pequeño jardín y al estacionamiento. Siempre me ubicaba en una minúscula mesa de madera, en la que cabían mis cuadernos y los libros. Hasta ese instante imaginaba un pasaje tranquilo, un futuro brillante... no tanto como el de mi padre.
Cierto día, el rugir de un motor dilapidó mi pequeña ambición. Esperaba a que ese sonido se calmara, y así podría retomar mi lectura, pero no lo hizo, sino que la cuestión empeoró cuando las voces y risas, de un grupo de gente maleducada, emprendieron a hacerme hervir la sangre.
La indignación en mí fue desmedida, la ira me era difícil de controlar.
Miré por la ventana y los vi, un grupo de ingresantes sin consciencia, que ya debían actuar como adultos, y eso implicaba no parlotear y carcajear en frente de la biblioteca, eso también implicaba no hacer rugir sus motores como idiotas. Se trataba de maduración, de empatía, no solo con los estudiantes, sino con las aves, los gatos, incluso los insectos del campus.
Cerré mi libro con furia. Empezaba a transpirar, a temblar, el enojo podía consumirme con voracidad, y el veneno solo me perjudicaba a mí, porque, a pesar que me imaginaba asesinando a esas personas no podía hacerlo. Era una persona sana. Todo lo sádico quedaba en el inconsciente luego de un par de calmantes.
Guardé todo en mi cartera y decidí partir de allí, los malditos no tenían intenciones de irse.
Al salir de la biblioteca, noté como la cosa era peor de lo que creía. ¿Qué hacían esas personas en el campus? ¿En serio? Un tipo musculoso, de cabello oscuro como su ropa, se posaba en su descapotable rojo; en una mano llevaba una cerveza y en la otra una mochila. No me gustaba juzgar, pero no era la clase de personas que estudiara. Ir al gimnasio y preparar exámenes finales no eran actividades compatibles. No tenía nada que hacer allí, más bien parecía ganarse el pan de stripper. Él se rodeaba de tipos con la misma pinta de maleantes y de algunas mujeres vestidas como para una fiesta.
<<Idiotas...>> dije dentro mío.
Pocos de mis compañeros de secundaria estaban en la universidad, y la mayoría había desistido de las conductas patéticas como la de esos simios con esteroides. Se notaba a leguas que no sabían de noches de insomnio por ansiedad y exceso de café antes de un coloquio. La vida universitaria era angustiante a fin de convertirte en un perfecto adulto productivo, y sin esperanza de algo mejor.
Lamentaba no tener el valor de decírselos en la cara, lamentaba tener que ser yo la que tuviera que buscar otro sitio. Así era el mundo desde el origen de los tiempos: el fuerte sometía al débil.
Cuando tuve que pasar al lado de "esos" traté de mirarlos con molestia. Fruncí mi ceño y encogí mis labios, lanzando mi peor mirada a quien estaba en el centro de todos.
<<¿Te crees muy lindo, imbécil?>>
Porque había algo más que odiaba... a los chicos lindos, vanidosos, aquellos que se creían el centro del universo, a lo mejor porque nunca sería parte de su mundo de belleza, excesos y diversión.
Él me miró y su sonrisa se esfumó, quise pensar que se daba cuenta que molestaba, que no lo miraba de babosa, sino de odiosa. Volteé mis ojos con rapidez y seguí mi camino, no podía sostenerle la mirada mucho más sin sentirme nerviosa e intimidada.
Pensaba que sería cosa de una vez, pero a él volví a encontrármelo, día tras día; en las clases, en la biblioteca, en las escaleras, siempre cruzábamos miradas, ya sin enojo. Simplemente a donde viera estaba él.
No me atrevía a pensar lo impensado, qué él se estuviera fijando en mí. A lo mejor era yo la que me fijaba en él, y sin querer lo acosaba con mi mirada; a lo mejor era yo la que conocía por donde iba e inconscientemente lo buscaba. ¿Por qué? No existían chances entre nosotros. Nunca nadie había visto la mujer tras mi rostro de niña. Nadie me había hecho una declaración de amor. Hacía tiempo estaba resignada al celibato involuntario por mi falta de atractivo y carisma. Al compararme con las chicas que se rodeaba me preguntaba: ¿por qué me elegiría? ¿Por mi personalidad? ¿Por mis sentimientos? ¿Por qué prefería a las petisas a las modelos? De ningún modo, era decepcionante en todas las formas posibles.
Veinte años de soledad, y la resolución a la que llegué era simple: era fea, antipática, desagradable y no estaba hecha para el romance. Al menos tenía salud y dinero, mucho dinero con el cual me animaría a pagar un bailarín erótico cuando lo apeteciera.
Fue un día en la biblioteca. Podía aprovechar a leer sin ninguna irrupción, hasta que él llegó.
—Hola, disculpa —dijo, y ese día todo cambió—. Soy Max. ¿Estás en la clase de Derecho, verdad?
El segundo que tardé en reaccionar pareció eterno, ¿me hablaba? ¿A mí? Creí haber puesto la cara más deforme e idiota, y luego intenté mostrarme natural.
Max me pidió ayuda, y no me negué, ¿por qué lo haría? Me avergonzaba en haberlo juzgado mal, el chico malo quería aprender y esta vez me necesitaba.
En ese momento conversamos de la carrera, a dónde queríamos llegar y por qué los crímenes nos apasionaban. Más tarde me invitó un café de agradecimiento y luego confesó que cada vez que me veía por los pasillos no podía dejar de ver hacia mí.
Se disculpó por parecer acosador, y entonces una sonrisa se dibujó en mi rostro.
Lo sentía, la dopamina haciendo explosiones en mi cuerpo como fuegos artificiales, la sangre corriendo caliente por mis venas. ¿Le gustaba? ¿Y yo? ¿Por qué lo miraba tanto? Era lindo, más lindo de lo que hubiera pretendido y a pesar que estaba en boca de todas las chicas, él prefería quedarse a mi lado. Todo mi rechazo hacia él se esfumaba tras unas pocas palabras, mi nivel de patetismo no tenía comparación.
Tardé unos pocos días en aceptarlo. Max me buscaba para que lo ayudara con los estudios, y luego paseábamos en su auto. Íbamos al centro comercial, a la plaza, a la cafetería.
Hasta esa noche, en la que me llevó al mirador de Marimé. El clima era fresco, de igual modo caminamos fuera del vehículo. Me abracé a mí misma y caminé en silencio. Con Max éramos amigos, pero ambos lo sabíamos, queríamos ir por más.
Él me abrazó por detrás, y mi descocado corazón atentó con delatar el hecho que era el primero en tocarme así, en estar tan pegado a mi piel.
—Hace frío, ¿verdad? —preguntó estrechándome contra su cuerpo fornido y caliente—. Fui un idiota por traerte aquí, hay demasiado viento.
—Bueno... —balbuceé a punto del infarto—, ¿y por qué me trajiste?
Max rió bajito.
—Alegra... —susurró a mi oído, y se dio la vuelta para verme a los ojos—, me gustas... ¿no te das cuenta? Estoy enamorado de ti desde el primer instante.
Abrí la boca tratando de darle una respuesta. Me incendiaba por dentro, él sostenía una amable sonrisa, me miraba con sus brillantes ojos que no parpadeaban ni un segundo. Mi pecho latía contra el suyo, ¿qué debía decir?
Nada. No pude decir nada porque él se acercó más a mi rostro, hasta que sentí la tierna y suave piel de sus labios contra los míos, dejándome sin habla.
Max me besaba con cuidado, Max me daba mi primer beso... y era devastador.
Me movía con su ritmo, iba hacia donde me llevaba, y poco a poco me animaba a tocarlo, a tocar sus brazos duros, a tocar su cabello oscuro, a rozar mi lengua con la suya.
Desde ese entonces ya no fuimos ni compañeros, ni amigos. Él me propuso ser su novia, y yo acepté. Estaba bien con ello, me sentía feliz, esperanzada, las cosas cambiarían para mí, todo sería mejor.
Así fue el principio de lo que creía una relación sin fin.
Regalos suntuosos, salidas, y besos, tantos besos y caricias que creía enloquecer.
A cada instante sentía que era hora de dar el siguiente paso, él se encargaba de hacérmelo saber, no con palabras. Era sensato. Max me rozaba con sus manos hasta quitarme el aliento, hasta que sentía que mi ropa era una prisión de la que quería escapar. Pero no, no me lo pedía, sabía que yo jamás había tenido un momento íntimo con nadie, sabía que él era mi primer beso, mi primer novio.
Hasta que la tensión tuvo que destrozarse, como un chicle que venía estirándose, en un momento se rompió.
La ocasión era perfecta para que sucediera, mi padre se iría a una conferencia y lo invité a conocer mi morada. Ya creía que iba siendo hora, tres semanas de relación me parecía bastante tiempo para que pudiéramos dar un paso más.
Pedimos pizzas y buscamos una película para mirar en la cama. Una excusa idiota, no tenía interés en nada que no fuera comer sus labios y mirar su cuerpo.
¿Insegura? Lo estaba, pero las ganas me fortalecían, y él sabía llevarme.
La televisión era un ligero barullo, la pizza se enfriaba. No importaba más.
Max me llenaba de besos ardientes la boca, el cuello. Creía que me devoraría, que el choque de nuestros alientos nos asfixiaría. Él deshacía los botones de mi pantalón, de mi blusa... exploraba mi cuerpo meciendo su manos sobre mi contorno, hundiendo sus dedos en mis piernas. Se quitaba su camiseta y por fin podía apreciar su torso, la piel que me prendía y me dejaba sin aliento. Me humedecía al instante, me provocaba un dolorcillo en el vientre y un cosquilleo entre las piernas.
Y luego el tiempo se aceleró.
Temblé llena de miedos e inseguridades cuando lo vi colocarse un condón. Él se adentró en mí, suponía que era tarde para decir que parara, que me estaba doliendo.
Aguanté, solté lágrimas y quejidos de dolor, quise concentrarme en su aroma masculino, en su agarre, en su piel. Solo él lo disfrutaba, pensé que la próxima vez también lo gozaría yo. Era falta de práctica, no debía actuar como una niña. Era mi culpa tener veinte años y nada de experiencia.
Eso creía.
A él no le importó, no era mi culpa y debí quitármelo de encima.
A lo mejor lo hubiera notado, la farsa tras sus buenos tratos, su forma desconsiderada de tomar mi primera vez.
Max me dejó con un beso en la boca al día siguiente. Tras esa noche sus mensajes fueron simples y cortantes. No lo vi el lunes, ni el martes, tampoco el miércoles.
No quería parecer una desquiciada, pero no era justo que me ignorara luego de aquella noche, no era justo que de un día para otro ya no supiera nada de él. Max, en solo tres días, pretendía esfumarse como si nada. Quise buscarlo y caí en cuenta que poco y nada sabía de él. ¿Dónde vivía? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Cómo eran sus padres?
Las redes sociales no decían nada, en el campus solo estaba conmigo. Sus amigos no aparecían desde entonces.
Max dejó de contestarme los mensajes.
Max dejó de aparecer.
Tras una semana, Max se evaporó de mi vida.
La amargura y la desesperación me absorbían, ¿por qué? ¿Qué le había sucedido? ¿Cómo era posible que no tuviera noticias de él?
Ya no podía seguir llenando su buzón de mensajes, debía buscarlo por cuenta propia, que pusiera fin al ghosting, si era necesario lo buscaría por todo Marimé para acabar con ese frustrante sentimiento que me hacía repasar toda mi vida, que me hundía en la culpa, en la ansiedad.
Por la mañana lo busqué en el centro comercial, por la tarde en las calles y cafeterías sin caso.
Era sábado por la noche y una fiesta se daba en el mirador donde se me había declarado. Yo estaba llegando con mi auto y ya podía oír la música de los vehículos estacionados en el acantilado, las fogatas lanzando sus humos, las luces, la preciosa juventud siendo feliz.
Me detuve de golpe cuando vi el descapotable rojo más llamativo de todo Marimé: el auto de Max. Debía aparcar y caminar hasta allí. La sangre me descendió y sentí mi cabeza dar vueltas, era una situación de mierda, pero como siempre, quería llegar al fin del asunto.
Me enojaba, me entristecía y me preocupaba a la vez, ¿qué excusa tenía para mí? Solo necesitaba saber por qué o no podría dormir nunca más.
¡Tan ingenua y estúpida! Me sumergí entre el tumulto alborotado. Bailaban y bebían cerveza, en el ambiente se olía la marihuana con cada ventada marina. Quería llorar, porque a lo mejor ya sabía que él estaba dentro del auto, y no estaba solo.
Era cierto, tenía una mujer encima, una mujer con la que se besaba, una mujer que mecía sus caderas como odalisca.
Casi lo sentí, el crujido de mi corazón rompiéndose. Todos reían y yo lloraba. Lágrimas cayeron a cántaros, ¿por qué me hacía eso...? Yo no le había hecho ningún mal. ¿Acaso no le gustaba? ¿Ni siquiera sentía una pizca de remordimiento? ¿Por qué me había llevado tan lejos si me iba a descartar como basura?
—¡¿Qué mierda haces, Max?! —grité a pesar que quería irme corriendo.
Max se sobresaltó en su lugar, así también lo hizo la chica. Todas las miradas cercanas se pusieron sobre nosotros, sobre mi miseria.
—¡Diablos, Alegra! —bufó enfurecido—. ¡Lárgate de aquí, maldita sea!
—¡¿Por qué, Max?!
Lloré con fuerza, haciendo un espectáculo de mi infortunio.
—¡Porque no me interesas! —soltó, y vi a la chica soltar una risita, oí a todo el mundo murmurar sobre mis espaldas—. ¡Lárgate ya!
No podía creerlo, no podía concebirlo ¿cómo pasaba eso tan de repente? Jamás me había dado una señal, ¿acaso yo no lo había querido ver? ¡No, no! ¡Él no había dado ningún indicio! ¡¿Por qué?! No tenía sentido alguno.
Me alejé de allí sabiendo que no obtendría más respuestas. Miré a los rostros de todos, algunos quedaron en mi mente. Se burlaban de mí, o eso creía en mi dolor. Si lo pensaba con claridad, ni siquiera tenían idea de mi existencia.
No pude superarlo tan fácil, y eso se debía a que Max dejaba miles de incógnitas en mí, unas incógnitas que debía resolver para continuar con mi vida, para poder confiar otra vez en alguien. Debía resolver el crimen de mi corazón muerto.
Seguí las pistas, y fui descubriendo todo ese mundo que desconocía de él.
Habitante de los suburbios, luchador libre, apodado el "invicto", mujeriego a más no poder, derrochador de dinero, apostador, familia conflictiva, violento. El Max que se construía a base de testimonios no se parecía en absoluto a mi novio. Nada concordaba, faltaban piezas. Entonces busqué la posibilidad de hablar con él como personas civilizadas, consiguiendo que me repeliera como escoria.
Al final, terminé por aceptar la idea de ser un pasatiempo de un tipo acostumbrado a no ser rechazado por nadie. Era una vaga conclusión que me daba algo de paz. Aún me faltaba muchísimo por aprender. Desde ese entonces, debía haberme dado cuenta que las cosas iban en picada. De haber resuelto el caso de Max, a lo mejor, me habría salvado de lo que estaba viviendo, de lo que estaba a punto de vivir.
Todo se conectaba de una forma retorcida.
En la actualidad, Max seguía con la actitud repelente hacia mí, pero ya no estaba sola. Paris lo desafiaba en el cuadrilátero y las chicas comenzaban a silbarlo a medida que se quitaba la chaqueta y desnudaba su torso marcado. El ego de Paris explotaba como un volcán. ¿Sería capaz de vencer al invicto Max? Ese era mi mayor deseo, no solo conseguiría información, sino que me daría el gusto de verlo vencido y apaleado.
A un lado Max, al otro Paris. Ambos sonreían de manera provocadora, endureciendo sus músculos, dando saltos para entrar en calor, compitiendo por quién era más macho. Todo el mundo gritaba y aplaudía con fervor, a mí me consumía el nerviosismo. Todas mis esperanzas estaban depositadas en un psicópata que recién conocía.
La campanilla sonó, comenzaría el primer round.
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