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cinemático.

A veces el presente quema y arde como los pensamientos autogenerados de un futuro incierto, que entre blancos y negros, que entre los cuerpos abocados a los disturbios de las olas del mar. Como el reloj se queda sin escarcha, y nosotros no sabemos lo que nos deparará esos rastros de humo derrapado en un revólver partido. Hablar de una pistola sin libertad es lo mismo que pintar un pájaro sin alma. La frescura del invierno en sus alas. El aposento del otoño entre los ojales que son el descansillo del dobladillo  de la camisa. El contrapunto torpe de mis manos cuando tengo que morderme los labios  para reprimirme las ganas de besarle. Ella me hablaba de la fugacidad de los momentos felices, pero me hacía desear su sustancia filosófica con tanta fuerza, que casi no me quedaban días para retirar las primeras hojas del verano  de su rostro.

Luego él, él, él, él, tantos artículos descompuestos, tantos adverbios sin primavera para no poder describir el inicio de una nevada. Los copos empiezan a caer, pero el pájaro de hielo sigue ahí parado, muerto de nieve, con la libertad subiéndose por las paredes, y las alas marcando cada cerrojo del suelo. Un epicentro entre la locura y la cordura. Sus labios son la frescura de abril, y tantos paisajes de marzo sobresalen de su frente. Hay días que me gustaría ser mar en calma para poder navegar de forma quieta por su azulado rostro. Tan lleno de metáforas y pensamientos cobrizos. De orquídeas y lirios en blanco. Los claroscuros que a mí me fulminan son su sol más abierto. Podría estar en un laberinto de estancias negras y podría ser mi estrella fugaz.
Podría pensar en un cuerpo dentro de una pantalla, un espejo sobre una radio gris. Cada espacio roto, cada cuerda vieja, cada hebra muerta es una colina que se va abriendo en su pecho, conforme respira. Y yo voy palpando sus horizontes con mis dedos como si fuera experta en el delirio de mis manos sobre su pecho. Su espalda enseguida acude a mi abrigo a respaldarme el ancho caído, a sostenerme la altura quebrada. Y entonces veo el atisbo del sol recíen horneado del calor de sus mejillas en sus ojos azulados. Y mis ojos de oscuro cobre se dejan empapar por sus mareas.

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