• Aniversario.
Me postraré como un perro ante el altar de tus mentiras.
Te confesaré mis pecados y tú podrás afilar el cuchillo.
Bríndame la muerte inmortal.
Oh, buen Dios, permíteme entregarte mi vida.
Andaba ella aquel día con una monocromática camiseta a rayas y unos deshilachados pantalones acampanados de talle alto. Traía su cabello, puramente negro, oculto por completo bajo una delicada y sombría gorra de tela a cuadros y de color gris, algo amarillenta y roída en determinados sitios, aunque dependía aquello del ángulo y poco se advertía su descuidada apariencia, a la cual, sobre la unión de la visera y la copa, la cruzaba una delgada trenza y la sujetaba un ostentoso botón marrón. Su oscuro calzado con tacón de ¾ emitía cierto retintín a cada paso que daba sobre el inmaculado piso de granito, y con el suave vaivén de su particular andar sus brazaletes de plata resonaban acompasados cual campanillas al viento. Tenía en mano un folleto al cual observaba con interés y por instantes; alternaba ella la mirada sobre el fino papel y las obras de arte.
Nos hallábamos en un pequeño y casi destartalado museo en el corazón de la ciudad. La encontré por azar en una insignificante sección de arte —una minúscula habitación oculta al final del pasillo y a la derecha de la bifurcación— donde exhibían las obras de un selecto puñado de jóvenes, todavía artistas de espíritu mediocre, que aún indignos yacían en descuido y acumulando polvo. He de confesar ahora que la joven al instante me causó interés, sentía por ella cierta curiosidad. Me causaba gracia, a decir verdad, presenciar el singular ir y venir de aquella hermosa mujer a la que, a medias encantada, en parte conmovida, se le veía ahí extrañamente a gusto, y me pregunté el porqué.
Una vez por semana, y sin falta, visitaba yo aquel anticuado museo —por costumbre, iba entre las dos y las cuatro de la tarde—. Últimamente me tropezaba con ella cada que hacía mi visita de rutina; casi siempre la veía en la misma apartada sección de arte poco virtuoso, muy pocas veces llegué a verla en las grandes exhibiciones. De vez en cuando cruzaba con la joven un par de miradas —furtiva y tímidamente—, y deseé fervientemente entablar con ella una charla, aunque banal y breve, no obstante, me acobardaba siempre, nunca me animaba a acercarme, ni siquiera uno o dos simples pasos, y es que el interactuar con la gente jamás había sido mi punto fuerte. Preferí, pues, ser discreto.
Me conformé con aquellas miradas vacías que coincidían por intervalos insignificantes. Sus saludos de cortesía me eran entonces suficientes; el escuchar su voz, de timbre dulce y melodioso, apaciguaba mis nervios. Su mera presencia para mí era suficiente, encontrándonos tan solo a unos pasos de distancia, imperando entre nosotros un silencio absoluto. Ello me satisfacía, por lo menos al principio.
Una mañana, armándome de valor, no pudiendo aplacar mucho más mis ansias por ella, ni acallar las voces que me rogaban y me forzaban a proceder, decidí esperarla al pie de la escalinata para por fin hablarle e invitarla a cenar. Permanecí en la entrada desde las dos hasta las ocho, aguardé pacientemente, pero jamás llegó. Asistí cada día con la esperanza de encontrármela deambulando en la minúscula habitación donde exhibían a los artistas jóvenes, pasionales y mediocres. Asistí cada día con la esperanza de encontrármela deambulando entre los umbríos pasillos de aquel museo, pero las semanas transcurrieron y ella jamás apareció.
Aun abatido e intranquilo, persistí, aunque con infructuosos resultados. Fue, en realidad, una dichosa tarde de mediados de julio, siendo ya un cuarto para las dos, que volví a ver a la joven. Afortunadamente me dirigía al museo cuando la vi al otro lado de la calle, ¡era ella!, era inconfundible. Llevaba su cabello negro recogido en una coleta alta y vestía una holgada camiseta blanca y un remendado overol. Eufórico, zigzagueé entre la multitud, corrí tras ella y rogué no perderle la pista. La joven dio vuelta en la esquina y entró a una pequeña librería; parecía, por lo que vi, que trabajaba allí. Sonreí aliviado. Me abrí paso entre el cúmulo de personas y a largas zancadas llegué a la rústica entrada de la tienda. Y aunque, estático, permanecí allí unos cuantos segundos, me animé finalmente a entrar, o eso me parece a mí, y caminé hacia el mostrador.
La joven se hallaba de espaldas, abstraída en su deber, acomodando, minuciosamente, un pequeño grupo de libros en la segunda hilera superior del gran repisero de madera; aquel que, empotrado a la pared, cubría el muro por completo. Se la veía tranquila, e incluso risueña, me atreveré a decir; advertí sus movimientos más sueltos; cualquiera —mínimamente atento— discerniría el cambio en el comportamiento de aquella al estar en su lugar de trabajo, ello si se le comparaba con la actitud que adquiría en el museo. Se la veía animada a más no poder, cual niño en una juguetería. Farfullaba, entretanto acomodaba, desempolvaba y anotaba, una canción que no pude reconocer, por mucho que me esforcé. Era una melodía suave, casi nostálgica, una fantasía; me percaté al instante de su interpretación con cierto deje de melancolía. Aquello me maravilló, y mi anhelo por ella incrementó a tal punto que, aunque tenía aún cierta pizca de temor, todavía muy tímido, me animé a hablarle.
Con un «disculpe usted» llamé su atención, y finalmente pude deleitarme a gusto con esa profunda mirada grisácea con la que tanto había soñado en los últimos meses. Ciertamente era aquella una joven sumamente hermosa, una criatura sublime de rasgos angelicales. Me encontré absorto en su mirada, me hallé por un momento paralizado; al encontrarme fuera de mí, sin poder pronunciar al menos dos sílabas con siquiera algo de coherencia, me quedé irremediablemente petrificado y con el corazón latiendo intensamente, con una rapidez casi dolorosa. Ella, supongo yo, viéndome en apuros, me dedicó una lacónica sonrisa que terminó de fragmentar mi espíritu y me preguntó con delicadeza, y entre ligeras risas, como animándome a entrar en confianza, qué necesitaba.
La necesitaba a ella.
Ya por fin libre de mi estupor, le pregunté su nombre. Se llamaba Mikasa, me respondió. Le pregunté luego si querría salir algún día, que le invitaba un café aquella misma tarde luego del trabajo. Contestó que no podía, que por lo mucho que aún debía acomodar saldría tarde, y al terminar debía ir a casa de inmediato, sin embargo, me tranquilizó con un "quizá mañana". Y cuánto me alegré; tenía, pues, una oportunidad. Me despedí de ella y salí de la tienda, crucé la avenida con una sonrisa en los labios y me quedé en la cafetería al otro lado de la calle, diagonal a la pequeña librería. Pedí una bebida y decidí quedarme allí hasta que Mikasa terminara de trabajar, así, tan pronto saliera, iría y me ofrecería a acompañarla hasta su casa, pues una mujer hermosa como ella no podía andar sola por las calles, había por ahí un sinfín de locos que malvivían de la candidez de las jóvenes y su imprudencia.
Y Mikasa parecía ser una muchacha bastante imprudente y caprichosa; tal vez no sabía que su desdeñosa actitud le podría acarrear muchos problemas a futuro. Por ello yo debía velar, de ahora en adelante, por su bienestar.
Eran las seis menos diez cuando Mikasa salió de la tienda, tenía bajo el brazo su cartera y se hallaba frente a la puerta malabareando entre un delgado libro y el oxidado llavero en busca de la llave —entre el montón— con la que cerraría por fin la librería. Estaba por acercarme a ayudarla cuando finalmente la consiguió, cerró y guardó todo, y comenzó su caminata a casa entre las aceras aún congestionadas y las calles a poco de desbordar por el tráfico. La alcancé un par de calles más adelante. Le saludé, ella me respondió con una sonrisa. Le pregunté si podría acompañarla hasta su casa, y ella asintió con la cabeza. Caminábamos casi a la par; ella, que quería llegar a casa lo antes posible, caminaba adelante, y yo, que poco quería incomodarle —y así podía cuidarla mejor, más discretamente—, caminaba un par de pasos detrás de ella. El recorrido fue ameno, nos llevó aproximadamente veinte minutos llegar al complejo de apartamentos en el que vivía. Durante el trayecto hablamos muy poco, decíamos solo lo suficiente; ella de vez en cuando tarareaba y yo disfrutaba de la melodía. Cuando llegó el momento de separarnos me despedí de ella con cierto pesar; Mikasa, en cambio, únicamente asintió con su habitual sonrisa en los labios. Rebuscó en su bolso las llaves, atravesó la reja de metal, y desapareció por el pasillo.
Me quedé un momento frente al edificio de ladrillos para asegurarme de que, aquella ya sana y salva, había llegado por fin a su apartamento, y, efectivamente, después de unos minutos, por fin llegó. Una de las ventanas del tercer piso, la última del bloque de la derecha, se iluminó y vi a Mikasa acercarse para cerrar las cortinas; su sombra luego se desvaneció. Siendo franco, me hubiese gustado que aquel día me invitara a subir, a tomar algo o a charlar, pero quizá todavía era muy pronto —demasiado pronto—.
Con el tiempo me gané su confianza; me esforcé mucho por conseguirla. Tuve que cambiar toda mi rutina, y ahora mis días giraban en torno a ella.
Cada mañana me levantaba añorando su cercanía, su aroma, su voz, su calor. Cada mañana —bastante temprano, a eso de las siete u ocho— me arreglaba y caminaba a su residencia, esperaba pacientemente que saliera y la acompañaba al trabajo; como siempre, ella un par de pasos más adelante. No hablábamos mucho, ya era una costumbre nuestra; yo la oía cantar y ella de vez en cuando se giraba para mirarme y sonreír. Seguía sus pasos de cerca, cuidaba de ella. La acompañaba hasta la librería y luego me quedaba en la cafetería, ahí aguardaba por Mikasa hasta que terminara de trabajar. Algunas veces salía de imprevisto y yo, entre apuros, le seguía el rastro, rogando no perderle entre la multitud. A veces me enojaba, lo confieso. Me enfurecía. Ella debía permanecer en la librería donde podía observarla y sabía que nada le pasaría, debía permanecer allí hasta las seis. A esa hora partíamos juntos hasta su casa y yo me quedaba allí un par de minutos. ¿Por qué variar la rutina? Cambiar algo podría ponerla en peligro.
Me enfurecía. Ella me enloquecía.
Estaba completamente enamorado. La amaba tan intensamente que no sabía qué hacer con todas las emociones y los murmullos que aturdían mi cabeza. Mi deseo por ella incrementó a tal punto que no podía dormir, ni comer, ni concentrarme. La necesitaba con tal fuerza que estaba a punto de colapsar, y no pudiendo acallar las voces que me rogaban y me forzaban a proceder, un día decidí pedirle que fuese mía, oficialmente.
Una tarde, 26 de octubre de 1995 —mismo día en el que se cumplían ya dos años desde que la vi en el museo por primera vez—, cuando estábamos a poco de llegar a la entrada del edificio, me armé de valor para preguntarle, y es que ¿qué mejor momento que nuestro presunto aniversario para pedirle que fuese mi esposa? Así, pues, cuando llegamos a la reja de metal la detuve y le insté a mirarme a los ojos, y una vez más, aquella mirada gris me dejó sin aliento. Ahuequé su rostro entre mis manos y con mis labios a tentadores milímetros de los suyos, le pedí que se casara conmigo, y al recibir de ella un entrecortado sí, la besé.
La besé con afán, tomé en mi puño su cabello y profundicé el beso. Ahora me pertenecía; ya no podría mantenerse alejada de mí. Y yo ya no me iría hasta sellar nuestro pacto.
La hice mía.
Yo para siempre soy suyo.
. . .
Corría entonces el verano de 1996, y fui más feliz en aquellos días de estío de lo que había sido en toda mi vida. Los meses posteriores a la revelación fueron para nosotros, y lo confieso, idílicos, en demasía pacíficos: la monotonía del día a día me mantenía calmado y a Mikasa a salvo. Como era ya tradición, cada mañana, a razón de las ocho o nueve, le acompañaba del apartamento al trabajo, y a su vez, cada tarde, del trabajo al apartamento; habían días en los que Mikasa se percataba de mi presencia, y otras veces en las que pasaba para ella inadvertido, lo cierto era que yo la acompañaba a donde fuese, se percatara de mí o no —velaba yo por ella; la mantenía segura—. No fue sino hasta mediados de un agosto que se advertía particularmente tormentoso que nuestra rutina comenzó a variar y nuestra relación sufrió ciertos daños, y es que sin previo aviso apareció un antiguo amigo suyo, por lo que tenía entendido. Aquel era un muchacho delgado, de cabellos castaños y ojos verdes, que desde el primer instante sintió interés por Mikasa, y yo ante esto no pude mantener a raya ni mis celos ni mi odio.
Los días transcurrían y muy a pesar mío el muchacho se acercaba cada vez más a ella —buscaba, claro está, intimar con Mikasa—. Comenzó primero visitándola al trabajo, le invitaba luego al parque o a comer, y semanas después le colmaba de obsequios, y aunque mi hermosa Mikasa se negaba, él era insistente, y ella, por naturaleza poco prudente, empezaba a caer inevitablemente en sus redes. Ha de mencionarse aquí que mucho hablé con ella con respecto a aquello, por supuesto. Le planteé mis sospechas sobre él tan calmadamente como me fue posible, aunque de mi alma impía se desbordara por aquel entonces una furia de tal magnitud que me corroía por completo, aquella vesania me volvía, pues, ante todo y todos ciego.
Estuve muchas veces tentado a darle fin al muchacho: quería finiquitar tal situación de una buena vez, y el mismísimo cielo es único testigo de todo mi esfuerzo y mi martirio. Intenté mantener la calma. Intenté no someterme a los designios que mis demonios proferían a cada instante. Y lo intenté por ella; lo hice para no perder su amor, para que no huyera de mí. Pero no pude resistir mucho más. ¡Lo intenté!, y lo juro por ella. ¡Lo intenté! Pero una tarde colapsé.
Él me llevó a eso. ¡Él no debía entrometerse! Tú eras mía, y él quiso apartarte de mí, ¡maldición! Yo no quería que tú vieses este lado mío, pero enloquecí cuando aquel te robó un beso, y esa misma tarde se quedaron juntos en tu apartamento. ¡Enfurecí!, y lo que sucedería se debió a él, y a ti.
Al día siguiente, 26 de octubre de 1996, tenía para Mikasa, por nuestro aniversario, un obsequio singular.
Me adelanté un poco aquella tempestuosa tarde. Llegué antes a la entrada de su apartamento y dejé una nota en su puerta, me escondí luego en un recoveco al final del pasillo. Ah, la recuerdo bien, ¡cuán bella fue su sonrisa al leer la pintoresca tarjeta!, misma que rezaba la dirección del museo en el que nos conocimos, y le anunciaba la presencia de un importantísimo regalo para ella en la sección de arte que tanto frecuentaba. Segundos después la vi correr escaleras abajo, y ya en las calles la seguí de cerca durante todo el trayecto.
Quería ver su rostro cuando llegara al dichoso rincón del museo.
Y sí, ¡fue exquisito! Mi amada gritó de la emoción, no cabía en ella la felicidad. Al llegar quedó paralizada en la entrada de la habitación, observaba maravillada mi excelsa obra de arte.
Aquel muchacho impertinente yacía frente a sus ojos colgando del techo mediante numerosos ganchos que atravesaban su atezada piel: se hallaba él con los brazos bien extendidos, algunas partes despellejadas hasta el hueso, y sus piernas colgando inertes, apenas sujetas al cuerpo por delgados y sangrientos retazos de carne. Sanjado su aniñado rostro y con una gruesa brecha que iba de la garganta al estómago, era él la mayor obra de arte dentro de aquel anticuado museo; la máxima obra de arte pasional —algo divino, sublime—. Con su acuosa sangre repinté la pequeña habitación, ¡y le di vida!, embellecí aquel lugar sombrío que por mucho tiempo careció de carácter —nunca hubo ahí siquiera un atisbo de vigor—, y me tomé la libertad de regar en el suelo, y de colocar sobre las coloradas paredes, un sinfín de fotos a blanco y negro, todas ellas de mi bella Mikasa. Y finalmente admirado mi regalo, ya por completo complacido con sus alborozados chillidos, avancé unos pasos para alcanzarla y ya junto a ella le pregunté qué le parecía su precioso obsequio.
Ella me observó atónita; sin palabras; sin aliento. Llegué a ver en su profunda mirada cierta maravillosa desolación, un impronunciable pavor que me cautivó, y en sus ojos, aún veo en mis tormentos y en mis fantasías, relucieron un millar de lágrimas. E intenté tocarla, quería abrazarla, ¡cuánto anhelé tenerla en mis brazos!, pensé que, quizá, la emoción la había sobrepasado, pero al rozar siquiera su brazo rechazó mi tacto. Parecía no reconocerme, me observaba como si fuera un extraño, ¡como si fuera yo un monstruo!
―Mi amor..., soy yo, tu esposo, ¿no me reconoces? Yo armé este regalo para ti, ¡es nuestro aniversario! ―le expliqué, pero ella no reaccionó. No me reconoció.
Y entonces lloró. Gritó y gritó. Lloraba por él, por aquel muchacho de cabellos castaños y ojos verdes. Y me quedó claro, por supuesto, ella me había traicionado..., por él me había olvidado. Rompió descaradamente nuestro pacto.
Entonces entendí: si en vida su corazón no podía ser mío, con su muerte me aseguraría de que este me perteneciese, enteramente. Y así lo hice.
Mío fue su último suspiro.
Mío es y será siempre su corazón, aquel que ahora descansará eternamente en un frasco sobre el repisero de mi habitación.
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