05
Eran las seis de la mañana y ya me encontraba en la puerta de los Swan con mi caña de pescar en el maletero. El cielo había adquirido un tono más claro pero aún faltaba un rato para que el sol saliera, si es que conseguía atravesar el denso manto de nubes que se estaba formando. Un viento frío se había levantado mientras esperaba a que abrieran la puerta, removiendo mis rizos.
No me sorprendió que fuera Charlie el que abriera. Me miró de arriba abajo en silencio. Me había cambiado de ropa, agradecido de haber llevado una pequeña maleta en el coche antes de iniciar mi viaje y llevaba unos vaqueros junto con una sudadera beige. No sentir el frío no significaba que no tuviera que fingir delante del resto.
-Buenos días, jefe Swan. –saludé con mis mejores modales tejanos. Podía escuchar los movimientos de Bella en el piso de arriba.
-Vas a llevar a mi niña a pescar, ¿no es cierto? –me preguntó ignorando mi saludo.
-Así es. Bella me dijo que podía enseñarme.
Eso lo hizo sonreír con cierto humor. Cuando lo hacía se parecía un poco más a su hija.
-Es buena sólo que la naturaleza y ella no se llevan bien.
-¡Papá! –se quejó Bella que bajaba los escalones con toda la rapidez que podía sin caerse rodando para hacer callar cualquier otro comentario de su padre.
Éste alzó las manos en son de paz. La tensión del día que me había pedido ayuda había desaparecido en parte. Para él era un alivio que Bella le gritara. Eso significaba que reaccionaba. Que estaba viva.
La observé. Era cierto que había un brillo diferente en ella. Tenía la energía que daba el hacer algo que nunca se ha hecho. Como enseñar a tu excuñado vampiro a pescar, por ejemplo. Se había recogido el pelo en una coleta y había optado por un look similar al mío. Salvo que la sudadera era de un color marrón oscuro, similar a sus ojos.
Me pilló mirándola y una sonrisa insegura se extendió por su rostro. Estaba esperando que le dijera que era mala idea.
-¿Estás lista?
Ella asintió y cogió una nevera portátil junto con su caña de pescar y una mochila antes de despedirse y salir por la puerta. Antes de poder girarme la voz de Charlie me paró.
-Se le olvidan las sillas. –comentó con una diversión mal disimulada mientras me tendía las dos sillas plegables. Las cogí pero su mirada me retuvo.- Eh, Jasper...
-¿Sí, señor?
Se rascó la nuca con la preocupación emanando de él mientras veía cómo Bella se acercaba a mi coche.
-No dejes que se ahogue, ¿vale?
La indignación llegó a mí antes que la voz de Bella.
-¡Sé nadar, papá! –abrió la puerta del copiloto con fuerza y se metió dentro, aún refunfuñando pero sin poder disimular sus mejillas rojas por la vergüenza. Una carcajada espontánea salió de mis labios.
-La mantendré sana y salva, lo prometo.
-Más te vale. –me advirtió con su mejor tono de policía antes de hacerme un gesto para que me largara. No sabía si en algún momento algún miembro de nuestra familia le caería bien de nuevo. Me parecía justo. Su hija había estado más cerca de la muerte que cualquier ser humano y siempre por nuestra culpa.
Me subí al coche, donde una Bella aún sonrojada mi esperaba impaciente. Se mantuvo en silencio mientras me alejaba por la carretera. La miré de reojo. Su rostro se había calmado pero el silencio se había vuelto espeso. Casi podía ver cómo su tristeza la empezaba a tragar mientras su emoción caía poco a poco. ¿El coche le recordaba a Edward? No era el suyo, era el de Rosalie. Ni siquiera debería tenerlo yo pero le había prestado mi moto a él. ¿O era yo el que se lo recordaba? Éramos totalmente diferentes pero, bueno, éramos de la misma especie y quizás para Bella eso era suficiente.
Busqué frenéticamente como romper ese silencio antes de que la tristeza nos ahogase a ambos.
-¿Debería haber traído un chaleco salvavidas? –fue lo primero que se me ocurrió. Bella parpadeó, volviendo del sitio oscuro de su interior para mirarme confusa. Mantuve un tono casual, sin despegar los ojos de la carretera. –Ya sabes, para que no te ahogues, no quiero que Charlie me dispare.
Funcionó tal y como esperaba. Se cruzó de brazos con tanta fuerza que casi se hundió en el asiento mientras el color volvía a su rostro. No tenía vergüenza, estaba furiosa. Bien, cualquier emoción era mejor que la oscuridad.
-¡Sé nadar! –casi gruñó fulminándome con la mirada y no pude evitar reír. Era adorable verla así. Como un gatito enfadado con un tigre. –Renée me apuntó a natación en cuanto comencé a andar.
Dada su naturaleza torpe pensé que esa había sido la mejor decisión de su madre. El ambiente se había aligerado entre nosotros así que me dediqué a seguir sus instrucciones hasta llegar a nuestro destino: el inicio de un camino de tierra que acababa en el río, una zona específica para pescadores.
-Charlie me ha dicho que aquí no hay demasiada gente en este época del año. Prefieren ir río más arriba. –me explicó mientras recorríamos el camino. Yo llevaba su mochila en la espalda junto con los demás objetos bajo los brazos.
Se había quejado argumentando que podía llevar algo pero acorde a su mirada fija en el camino como si fuera una trampa mortal decidí que había sido buena idea que no llevara nada en las manos que afectara a su ya de por sí precaria estabilidad.
Finalmente llegamos a nuestro destino sin ninguna caída. Una vez que coloqué las sillas, Bella sacó un bote que contenía el cebo.
-Será mejor que no tengas cerca nada afilado. –comenté cuando quiso ponerlo en el anzuelo. Teniendo en cuenta que se podía cortar con un fino papel de regalo no sabía que podía llegar a pasarle con un anzuelo.
Puso los ojos en blanco pero no se opuso a que fuera yo en que se encargase de la tarea.
-Ahora sólo tienes que lanzarla. –me dijo una vez estuvo todo listo e ilustró sus palabras con un fluido movimiento, haciendo que su caña atravesará la superficie del agua. Charlie tenía razón, no se le daba mal.
Calculé con rapidez la fuerza que tenía que usar porque si me excedía probablemente espantara a todos los peces a dos kilómetros a la redonda y encima rompería la caña. Moví el brazo a una velocidad mínima, casi menor que la de los humanos, y pude ver cómo el anzuelo atravesaba el agua. La leve risa de Bella flotó hasta mí y me recordó a la frescura del río que discurría ante nosotros.
-No es tan difícil, ¿verdad? –me preguntó mirándome y entendí por qué a Edward le había llamado la atención. Su sonrisa la hacía ver adorable. Te urgía a querer conocerla más.
-Tengo una buena profesora. –un ligero rubor se extendió por sus mejillas. Qué poco le gustaban los halagos. - ¿Y qué hacemos ahora?
Se dejó caer en la silla plegable que tenía justo detrás para mirarme con una sonrisa paciente en su rostro.
-Ahora esperamos.
Y eso hicimos. Durante dos horas nos dedicamos a observar con calma el agua. Sólo pescamos dos peces que fueron directos a la nevera. A veces hablábamos, a veces estábamos en silencio. Pero no fue un silencio denso como había ocurrido en el coche. Quizás era por el aire libre o porque estaba centrada en una tarea pero Bella parecía menos hundida.
Le hablé un poco de mi pasado. De mi vida humana. No entré en los detalles sangrientos del ejército ni del inicio de mi inmortalidad. No quería asustarla ahora que se sentía cómoda conmigo. Le hablé de mis hermanas, de cómo recordaba verlas trenzándose el pelo, o de mi obsesión por ser soldado. De cómo convencí al reclutador de tener la edad necesaria para unirme al ejército aún cuando apenas tenía diecisiete.
-Siempre has sido así de carismático, entonces. –adivinó Bella mientras recogíamos todo. Habíamos decidido que era hora de marcharse ante la falta de peces.
Me encogí de hombros con una sonrisa ladeada en mi rostro y las manos llenas de todas nuestras pertenencias.
-Qué puedo decir, es el encanto sureño, cariño. –por norma general intentaba no marcar mi acento demasiado pero en esa frase dejé que saliera con fluidez lo que provocó que Bella se pudiera de tres tonos distinta de rojo y el nerviosismo serpenteara hasta mí.
Solté una carcajada sin poderlo evitar, lo que hizo que ella resoplara pero el rubor no se eliminó de su cara. El viaje de vuelta fue más ligero. Hasta que aparqué delante de su casa y la ansiedad llenó el ambiente. Fruncí el ceño.
-¿Qué ocurre, Bella?
Sus dedos se retorcieron de una manera que debía ser dolorosa y clavó la vista en sus pies.
-¿Volveremos a vernos?-lo preguntó en un tono tan bajo que a un humano le habría costado captar sus palabras.
Medité la respuesta. No quería ser un sustituto de Edward. No quería que Bella encontrara otro vampiro con el que obsesionarse. Porque ese dolor lacerante, ese desapego por la vida...eso no lo provocaba el amor. Lo provocaba la obsesión romántica. Sabía bien lo que era.
Pero tampoco quería dejarla sola. No quería ser otra persona más que la abandonaba para que se las arreglase con sus propios sentimientos. No la dejaría en el bosque pero, ¿acaso su depresión no era como un frondoso bosque lleno de peligros?
-Me quedaré por aquí durante un tiempo. –contesté finalmente con calma. Ella alzó los ojos y pude ver un brillo esperanzador en sus ojos. –Pero me tienes que prometer algo.
-¿El qué? –por su tono supuse que estaba dispuesta a prometerme bajarme la luna si se la pedía. Tal era su desesperación. Tal era su soledad.
-Tienes que salir con tus amigos humanos. –ella torció el gesto ante esa petición. No se la esperaba y no le agradaba. –Rodearte de mortales no te hará mal, Bella. Los amigos son necesarios.
Iba a replicar pero pudo ver la determinación en mis ojos y resopló aunque acabó asentimiento con un gesto tan seco como el de su padre. Cómo de similares eran.
-Bien, te daré mi teléfono por si me necesitas. –mientras hablaba saqué un trozo de papel del bolsillo y apunté mi teléfono con un boli que Emmett siempre tenía tirado en el salpicadero. –Podríamos quedar el sábado que viene si lo deseas.
Bella cogió el papel que le tendía y se lo guardó cuidadosamente mientras alzaba las cejas con sorpresa.
-¡Pero aún falta una semana! –protestó.
Nunca me había parado a pensar lo adictivos que podíamos ser para los humanos.
-Así tendrás tiempo de ponerte al día con el instituto. –supuse que había perdido casi todas las clases de esa semana debido a su estado. Acerté porque asintió con pesar. –Perfecto, hasta el sábado entonces.
Podía ver que aún estaba molesta pero la pequeña sonrisa que le dediqué disminuyó ese sentimiento y cuando volvió a asentir parecía un poco más animada.
-Hasta el sábado entonces. –se despidió y salió del coche. Cogió la nevera y la caña de pescar del maletero y caminó hasta la puerta principal.
Sólo cuando entró en su casa y sabía que estaba sana y salva arranqué el coche.
No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
Pero me gustaba la idea de lo impredecible.
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