No puedo ir contigo y tu no puedes quedarte
• 11 •
Fueron los mejores días y noches de su vida; amando, cuidando y riendo con quien se convirtió muy pronto en la razón de su existencia. Atesoraba cada instante en su alma porque la conciencia le decía que duraría, si tenía suerte, lo mismo que el cambio de las estaciones.
El joven heredero era su primavera y él sabía que no sería eterna.
Apartaba esos pensamientos con rigor porque estaba convencido de que el momento de separarse llegaría y que la certeza de haber amado con todo su ser, permanecería como una llama encendida, iluminando su otrora seco y negro corazón.
Esa felicidad le alimentaria el resto de sus días.
¡Pobre iluso demonio enamorado!
Darian no tenía idea de que, cuando alguien es tan afortunado de encontrar el amor, el resto de la vida no tiene sentido si no se está con el ser amado.
El vampiro no podía imaginar que el ejército se acercaba. La tierra temblaba cuando los caballos que parecían bestias infernales de metal,aplastaban con furia y dañaban la hierba en los campos. Las madres tomaban a sus hijos y se ocultaban. Los hombres eran interrogados.
Aquel rastreador con un numeroso grupo, se dirigía al lugar donde encontraron el último rastro conocido.
A pesar de su opinión juzgaba al rey un tanto severo con sus órdenes, las obedecía sin proferir queja. Su lealtad era de su rey y la expresaba con orgullo, pese a que de corazón guardaba una secreta esperanza; el joven heredero se casaría y heredaría la corona, algo que todos esperaban que ocurriera antes del final de la primavera, dada la pobre salud del rey.
Y las cosas serían distintas.
Yenko fue tutor de caza del heredero, además de amigo y consejero personal desde hacía años. Él mejor que nadie sabía de su carácter tenaz, de la inocencia de su corazón y de sus bondadosos sentimientos, además de que el muchacho era inteligente y un buen estratega.
No sería un tirano como su padre, sino un rey justo y bondadoso.
Por eso fue que cuando desapareció el castillo se sumió en la tristeza.
La suya, era una esperanza compartida por el resto de la población.
El rey habló en la corte una noche antes. Yenko recordó el discurso.
—¡Alabado sea el señor! —dijo el rey con voz potente en medio de la sala de la corte, donde sus más cercanos se congregaron, cubiertos de pieles y con cara de sueño.
—¡Un ángel me ha visitado. Me hizo un regalo. ¡Un milagro!
Nadie puso en duda esa historia. El mismo hombre que tenía días postrado, caminaba erguido y con paso firme, su rostro recuperó el color.
—Y me ha encomendado una misión. ¡Hay demonios en esta tierra y hemos de acabar con ellos por mandato divino!
Yenko tenía muchos años al servicio del rey, lo conocía más que bien. Por eso, tal vez, no se dejó impactar por la teatralidad de sus palabras.
—Ellos se han llevado a mi hijo y deberán pagar por sus pecados.
Yenko era un hombre sencillo y respetuoso, conocedor de la naturaleza, no hizo sino lo que se esperaba. Coreó un "larga vida al Rey" como todos los demás y se alistó, sin creer una palabra del cuento del ángel.
En sus muchos años rastreando —toda su vida—, se cruzó algunas veces con "demonios" de ojos rojos que huían de los hombres; deambulaban de noche, cazaban, como cualquier otro animal, para alimentarse y podían ser gentiles. Incluso una vez que su padre se perdió en el bosque, herido, sobrevivió por los cuidados de uno de esos demonios.
"Son otros habitantes del bosque, tan sensibles como los alces o los osos. Tan compasivos como podían ser los hombres", contaba su padre.
Ese demonio sin otro motivo excepto generosidad, cazó un joven ciervo para alimentar al herido. Le curó con el roce de su mano y le ayudó a encontrar el camino a casa. Cuando estuvo seguro de que estaría bien, se alejó. Antes, le regaló la carne del ciervo para que sus pequeños hijos no tuvieran hambre mientras él se restablecía y no aceptó pago alguno.
¿Demonios? Sí, existían.
Pero en los años que recorrió los bosques, jamás se cruzó con un ángel. El rey no les estaba diciendo la verdad, pero —se encogió de hombros— seguro tenía sus motivos.
Hizo a un lado todos esos pensamientos sobre ángeles y mentiras. Tenía cosas más importantes que hacer; dirigirse a la montaña donde encontró la última pista.
¿Y si el príncipe aún estuviera ahí?
Era fácil perderse en las montañas, pero tenía esperanza y cuerdas suficientes como para rodear al bosque con ellas, si era necesario.
Al llegar, reparó en las inconfundibles huellas dejadas por alguien que habita un lugar; un camino en el polvo, ramas rotas que no volvieron a crecer, cenizas mal cubiertas de una fogata reciente. Apresuró a sus soldados y dispuso comida, agua y cuerdas. Al atardecer, entró a la gruta con algunos hombres, creando caminos de cuerdas y con vigías apostados cada poco.
Su avance era lento pero imparable.
Cuando Johan despertó, lo primero que vio fue a su demonio dormido. Le abrazaba y reposaba su rostro a pocos centímetros. Era incapaz de poner en palabras lo que sentía, que era tan grato como un fuego arrasando con la oscuridad de la noche fría que su vida fue hasta antes de conocerlo. Se movió lo suficiente para apreciar la bella imagen, tan querida, del demonio que respiraba de forma regular, tan próximo a él que casi no quedaba espacio entre ellos. La escasa luz le dejaba ver pocos detalles. Aún así, el perfil firme, las negras cejas relajadas, las pestañas largas y espesas y los labios carnosos eran apreciables.
Acercó los dedos a la boca irresistible que besó por horas, su demonio se mordió los labios en reflejo por las cosquillas y abrió los ojos, al verlo sonrió, suspiró, se acomodó de nuevo y volvió a cerrarlos. Se veía un poco cansado.
Johan pensó que sería mejor dejarlo dormir, pero el demonio habló quedo, sin abrir los ojos.
—Puedes preguntar. Se nota que deseas hacerlo.
El joven sonrió.
—No sé quién eres o que eres. No sé cómo te llamas. No sé nada de ti y aun así, no puedo pensar en otra cosa que no sea estar contigo.
El demonio abrió los ojos y se giró un poco, de modo en que podía ver el rostro de su joven alteza. Deslizaba los dedos por el brillante cabello a cada tanto.
—Mi nombre es Darian, del clan Moubiayin. Las otras razas, la tuya en particular, nos llaman "vampiros" y soy... eso, un vampiro—. Sonrió— ¿Quién eres tú?
—Soy Johan de Mineasia y cuando ascienda al trono seré llamado Johannes IV y soy un... —¡Sonaba tan tonto! Terminó la frase con una sonrisa— ...hombre.
Darian rió con profunda alegría. Johan disfrutó de ese momento, sonriendo y a continuación preguntó más cosas:
¿Qué es un vampiro? ¿Por qué bebía sangre? ¿Y por qué los ojos rojos? ¿Y cuantos años tenía? ¿Y porque vivía en una cueva? ¿Y de dónde venía? No se atrevió a preguntar lo más importante. ¿Qué sientes por mi?
—Los vampiros bebemos sangre como los osos comen pescado y moras. No tengo otra razón. Vengo del sur, donde no hay reyes ni príncipes que preguntan sin ni siquiera respirar—dijo con una sonrisa cargada de afecto —. Mi hermano y yo vinimos en la gran migración hace unos cuarenta años. Los clanes viajaron, buscando climas más fríos y mayor distancia con los hombres. Por años estos bosques se llenaron de los míos. Salimos junto con el resto de los clanes, pero nos retrasamos en el camino —. La nostalgia pintó su voz de tonos pastel—. El mundo fue nuestro. Nos alejamos de los grupos —. Y su rostro se ensombreció —. En una de esas ocasiones, mi hermano murió y yo no quise seguir adelante.
El príncipe asintió y no preguntó más, el resto de la historia la sabía.
Le abrazó, queriendo darle en un momento, una vida entera del afecto que nunca tuvo. Que ambos no tuvieron jamás. El vampiro demonio, que se dejaba abrazar de un modo tan perfecto y que parecía disfrutarlo tanto le besó, con tanto amor, que se borró hasta el fin de los tiempos la palabra "demonio" de su mente.
Su nombre cobró fuerza cuando lo unió al sentimiento de propiedad: Darian. Su Darian. Su vampiro.
—Iré al infierno, pero no me importa pues es esto lo que anhelé sin saberlo. Toda mi vida quise...
—¿Al infierno? —le interrumpió el vampiro, extrañado porque no conocía la palabra.
Johan asintió gravemente. No solo había perdido su propia alma, sino que arrastró a la impudicia al ser que más amaba y que a sus ojos no era más que límpida bondad e inocencia.
—Dios dice que la sodomía es un pecado terrible y mortal. Arderé toda la eternidad en un pozo oscuro de fuego mientras demonios pinchan mi carne y...
Se interrumpió al ver que Darian hacía severos esfuerzos por no reír.
—¿Dije algo gracioso?
Darian lo besó, resistiendo el impulso de reír a carcajadas. No quería ofender al príncipe pero sonaba tan gracioso.
—¿Eso dice tu dios? —preguntó entre risas mal reprimidas—. Los vampiros no vamos al... ¿Infierno? Creemos cosas distintas. Y tienen algo llamado paraíso, donde son premiados si se portan tal y como les dicen que se porten, ¿no es verdad?
Muy poco recordaba de los mitos y las creencias de los hombres. Su raza crecía en los bosques y a pesar de ciertos rigores sociales, todavía era capaz de pertenecer al orden natural, pero era bueno saber de otras razas.
—No pensamos en eso tampoco. ¿Dijiste sodomía? ¿No es acaso el amor de carne entre varones?
Johan asintió. La penumbra ocultó el rubor de sus mejillas. Era duro hablar de esos pecados, pero su cuerpo era más fuerte que su espíritu cuando Darian lo tocaba.
—Su Majestad, mi raza no castiga ni censura el amor. Somos libres para amar. Elegimos a nuestra compañía. Tú eres mi compañía ahora. No arderás nunca por eso.
Johan abrió la boca y la dejó así por el estupor, tan asombrado por una oración que en su simpleza le brindaba la redención absoluta. La incongruencia de un dios de amor que castiga desapareció. Su Dios no podía castigar por el amor o no sería su Dios.
Después se unió a las risas del vampiro que al parecer hallaba diversión en su sorpresa y juntos crearon nuevos besos y amor de la carne que no tenía por qué ofender a la divinidad y no merecía castigo. Un amor en el que cada uno encontró su destino.
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