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De cuando se conocieron

• 6 •.

Tiempo después hombres del rey arribaron al pequeño claro en busca del príncipe.

Cuando el caballo del príncipe volvió, solo y con el aspecto de haber caído, se dispuso de inmediato un centenar de hombres, salieron al galope en todas direcciones, preguntando a cada hombre, mujer y niño que encontraron en el camino; en poco tiempo se localizó el rastro correcto.

Así fue como un grupo de veinte hombres llegó al lugar.

—Sí. Este es el sitio —comentó Yenko el rastreador. Desmontando de un salto, pues no había un minuto que perder, revisó el suelo con todo cuidado.

—Aquí cayeron —dijo, señaló un sitio sin asomo de duda. Las huellas eran claras; el galope se interrumpía justo donde una raíz sobresalía de la tierra, la pezuña de un caballo dejó una marca en donde se atoró, encontró sangre y un minúsculo trozó de tela azul perteneciente al traje del príncipe, un pedazo de tierra con hierba aplastada, donde quedó tendido. Más sangre. El sitio donde el caballo se levantó y  pisadas ligeras que indicaban en qué dirección se alejó ya sin el príncipe a cuestas. Más allá, el lugar en donde el príncipe yació un tiempo y los vestigios dejados en el camino que indicaron su decisión de moverse.

—Se arrastró hacía allá. Estaba herido, debió sentir mucho dolor.

Divisó una zona rocosa que albergaba al menos una gruta, hasta ella se dirigió Yenko, pesaroso; por la cantidad de sangre, dio por hecho que solo encontraría un cadáver.

Por el contrario, halló más evidencias de que el príncipe estaba vivo, al menos hasta ese punto; más restos del pantaloncillo azul que llevaba, huellas de un hombre alto y pesado, de pie y de rodillas. Otras manchas de sangre y un goteo en  dirección del fondo de la caverna.
Quien fuera el hombre que levantó al príncipe era grande y fuerte, las huellas eran profundas. Y poco después, nada.

Por más que buscó en la cueva no encontró otra señal.

Se lo llevaron.

Yenko y los soldados se alejaron con la esperanza renovada.

• • •.

A cinco kilómetros en las profundidades de la tierra, el príncipe estaba vivo.

Una larga serie de alaridos hicieron eco en la oscuridad que fue más siniestra por la agonía plasmada en ellos, después un quebrado llanto dolorido que poco a poco se fue apagando.

Al final, el mismo silencio cotidiano imperó en la oscuridad.

El vampiro le dominó con enorme fuerza sentado sobre él y le colocó los huesos en su sitio, provocando el dolor más terrible que el muchacho alguna vez sintió, casi peor que aquél que sufrió al romperla.

El demonio no fue cuidadoso, ni gentil.
Requirió varios tirones brutales en la pierna, que el demonio efectuó sin compasión alguna, antes de quedar satisfecho.

Lavó a continuación las heridas con un líquido llenó de hojas cocidas que usó como emplasto, cubrió las heridas con vendas. Largas tiras que arrancó de la camisa de príncipe.

Por último le dio a beber de ese mismo líquido que sabía a hojas muy maceradas. El joven fue obligado a terminar la bebida y mientras tanto pasaba las manos morenas y grandes por encima de las heridas, una y otra vez, como si quisiera acariciarla pero al final no se atreviera a tocarla. La bebida y aquellos pases tal vez mágicos ralentizaron la respiración del muchacho. Por fin, todo terminó.

—Duerme ahora —ordenó. Cubrió su cuerpo con una amplia piel peluda y lo dejó dormir. La bebida calmó los temblores de la fiebre y el emplasto cosquilleaba desvaneciendo lo peor del dolor.

Johan no sabía que su cuerpo se reparaba a sí mismo a una velocidad sorprendente por los poderes de la criatura y gracias a su conocimiento de hierbas y brebajes.

Agotado y aliviado, con un suspiró que se parecía mucho a un agradecimiento, cerró los ojos y se entregó al sueño profundo.

El demonio le observaba desde un rincón. En silencio admiraba las bellas líneas del rostro pálido del que se proclamaba "heredero".

Conservaba en el paladar el sabor de su sangre, aunque solo bebió un poco. Pero con esos sorbos su lucidez era extraordinaria. Se sentía más fuerte que en los últimos veinte años.

El joven príncipe era muy joven. No estaba en el mundo cuando, veinticuatro años antes vio por última vez a su hermano.

• • •.

Viajaron desde las montañas de calina en el extremo sur, esperando llegar al punto en los bosques de Mineasia, en donde su gente se congregaba en búsqueda de temperaturas más bajas y sana distancia con los sitios densamente poblados de humanos que en aquellos territorios prosperaban. Aunque eran parte de su alimentación, en grandes grupos eran muy peligrosos. Los líderes de los clanes decidieron alejarse y la migración comenzó. Los clanes avanzaron muy despacio, tardaron décadas en llegar a su destino, las tierras septentrionales de hielo perene.

En aquellas latitudes los hombres no sobrevivían con facilidad. Las comunidades de humanos eran pequeñas. Esa fue la razón por la que Nayaán y Darian se encontraban en los bosques del tirano, cazando animales para alimentarse. Después de alejarse algún tiempo de los otros clanes, estaban buscando reunirse con ellos.

Esa noche, se alejaron uno del otro buscando alimentarse cada uno por su cuenta

Darian se dejó llevar por la alegría de la caza, persiguiendo a un gigantesco macho; un alce en plenitud que les daría sangre y carne suficiente para el resto de su viaje, pronto perdió a su hermano de vista, que se quedó muy atrás, riendo.

Dio alcance al animal y lo mató, bebió de su cuello con avidez mientras la sangre aún estaba caliente. Un buen rato después, satisfecho, se alejó de su presa para buscar a su hermano pensando en decirle que dejara de ser perezoso y le ayudara a preparar la carne, lo vio a la distancia y comprendió el porqué de su retraso.

Nayaán tuvo la suerte de hallar una presa humana, era una hembra muy joven.

Darian, repleto a reventar por la sangre del macho, no sintió ninguna envidia. Al contrario, se alegró de que su hermano se alimentara bien por una vez.

Pero contrario a todo lo esperado, hombres arribaron al lugar. Era de noche y estaban en un sitio apartado del bosque, no tenían porque estar ni siquiera cerca; estaban buscando a la chica.

Los hombres llegaron, lo hirieron y se lo llevaron. No supo que hacer. ¿Debió intervenir?¿Pudo? Tal vez, pero tuvo miedo.

Los siguió a la distancia y vio que conducían a su hermano al castillo del tirano. Permaneció en las cercanías. El amanecer lo hizo alejarse.

A la noche regresó para escabullirse dentro de la gran construcción de roca, burló guardias y se dejó guiar por su desarrollado olfato. Su hermano estaba en un oscuro sótano, suspendido en cadenas, gritando, torturado. A pesar del tormento, levantó la mirada hacia el sitio donde se ocultaba entre las sombras, silencioso.

Establecieron una conexión de pensamiento, una de las capacidades más desarrolladas de su raza.

"Vete". "Aléjate de aquí".

Nayaán era el jefe de su clan, sus órdenes eran ley.

"¡Tengo que salvarte!" Suplicó. Podía hacerlo, nada más eran unos cuantos débiles seres humanos. Incluso Nayaán pudo salvarse, aunque estando tan herido, sus poderes estarían mermados, pero Darian podía. Insistió una y otra vez pero su hermano se mantuvo firme. "Aléjate".

Nunca entendió la negativa, matar en un segundo a los dos guardias y al maldito que le estaba quemando el cuerpo no era problema.

"Vete de aquí ahora, y no regreses a salvarme".

Su hermano levantó la mirada hacia él, que estaba escondido el rincón más oscuro y alejado de esa mazmorra y en ella leyó un rotundo adiós, una irrevocable despedida y las lágrimas le llenaron los ojos.

"Déjame salvarte", suplicó de nuevo, desesperado.

"No nada más soy yo. Es por ti y por todos los nuestros, que no sepan cuantos somos, que piensen que acabaron con el único, conoces la ley. Vete hermano".

Sí, era la ley entre los suyos, que los humanos no supieran de su existencia. No poner en riesgo la seguridad de todos.

Pero el precio por cumplir la ley era excesivo. No insistió en salvarlo, sintiéndose un cobarde.

Después de suplicar, su hermano le permitió quedarse y él soportó las torturas de su hermano como un castigo por no hacer nada, alejándose nada más cuando el sol iba a aparecer.

La tercera noche que volvió, el aroma de su hermano no existía más.

Y en el patio del castillo, junto a una pila de leños dispuestos para convertirse en la hoguera de algún infortunado, encontró unas inconfundibles cenizas.

Robó del castillo una jarra de plata y guardó los restos de su hermano, con reverencia.

Huyó al bosque, loco de dolor encontró la gruta y en ella se ocultó.

El tiempo pasó, la pena no desapareció pero guardó silencio, uno que perduró por años que trascurrieron como un sueño, en el que se podía vivir.

• • •.

Ese joven que dormía en paz, tan ajeno al peligro en que estaba, fue el causante de su abrupto despertar, gracias a su sangre poderosa y viva.

Tomó la ennegrecida jarra de plata que contenía las cenizas de su hermano y la abrazó, se dejó caer en el suelo y lloró como no lo hizo en todos esos años. Su alma se llenó de odio y deseos de venganza, de negros planes de muerte.

Devolvería al príncipe en cenizas. Mejor aún, ¡Lo haría arder en presencia de su padre!

¡El maldito tirano tenía que sentir el dolor de ver sufrir a quien más ama!

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