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Anhelo

Conocerte fue a la vez dulce y amargo, como morder un pedacito de chocolate negro: intenso, adictivo, pero con un toque agrio que no podrás borrar aunque lo intentes.

Era sábado. Llovía. El destino quiso que terminara en aquel evento como acompañante de una amiga. La multitud comentaba en corrillos cada obra expuesta con una mirada que yo no compartía. Para mí, tan solo eran trazos de pintura pretendiendo dar vida a paisajes y personas que parecían esconderse bajo los colores y las formas, tornándose invisibles ante unos ojos inexpertos.

Estaba aburrida. Sonriendo cortésmente mientras fingía mantener un interés que no sentía. Entonces noté un extraño hormigueo: esa sensación inexplicable que hace que mires alrededor llevada por el instinto. Fue entonces cuando te descubrí, observándome entre el gentío. Dos profundos ojos caoba, seductores y despiertos.

Clavé los iris en tu persona, intrigada, porque, lejos de mostrarte cohibido, me dedicaste un gesto galante que consiguió atraparme, despertando esa curiosidad innata hacia lo desconocido. Iniciamos un juego infantil, atrayente, encubierto, en el que tú buscabas la manera de acercarte mientras yo fingía no ser consciente de que venías. Nuestra danza terminó en una de las salas pequeñas, enfrentándonos, regalándonos la oportunidad de estar a solas.

No sé si fue tu presencia impoluta y perfecta, aderezada con ese traje a medida y un rostro confiado y sereno. Desconozco si fue la chispa de esa sonrisa revoltosa o el embriagador abrazo del perfume que te envolvía. Lo único que sé, a ciencia cierta, es que no me aparté cuando viniste a robarme un beso fugaz, sin mediar palabra; sin preguntar nada.

Todo mi ser comenzó a latir, fundiéndose en un ardor tan arrollador como un incendio desatado. Yo, mujer que siempre mantuvo un corazón cauto, me vi perdida por completo en el roce de tus labios, sorprendida al conocer esa faceta de loba que antes dormía. Entonces deslizaste una tarjeta con tu número, poniendo fin a un encuentro tan inesperado como intenso.

Dudé. Debatiendo durante varios días si aquello era o no una quimera, una ilusión que escaparía entre mis dedos. Sin embargo, terminé llamando, dejando que esa voz profunda despertara mi deseo. Comenzamos a quedar, cada sábado, llevados por un sentir mutuo que nos atraía y que me producía emociones que, antes, consideraba prohibidas. Poco a poco nos fuimos sumergiendo más en las caricias y los besos hasta que, finalmente, eliminamos las barreras por completo y dejamos que la pasión fundiera nuestros cuerpos en su danza.

Durante un tiempo todo fue perfecto, como un jardín de flores reflejándose en un lago. Pero, incluso en los prados más hermosos crecen cardos. Descubrí tu secreto sin buscarlo, al ver esa alianza adornando tu dedo, ese símbolo delator que olvidaste quitarte aquella noche. Dijiste que no significaba nada, que tan solo fue un trámite sin amor, un acuerdo financiero del que pretendías separarte. Prometiste que yo sería la única, encerrando mi corazón, antes salvaje, con palabras endulzadas. Intenté resistirme al embrujo, sin conseguirlo, descubriéndome de nuevo entre tus sábanas con una mezcla de culpa y regocijo que me paralizaba.

Una parte de mí estaba herida, alerta ante un nuevo engaño. Pero la otra... la otra parte deseaba sentir mis manos dibujando tu cuerpo. Estaba embriaga de ti; como si tu amor fuera un arroyo que arrastrara, caprichoso, mis sentidos hasta el río. Te quería para mí, entero, sin tener que esconderlo. Pero el tiempo me hizo comprender que no te desharías de ese anillo. Las semanas me mostraron que ese vino no era mío a pesar de que ya estaba servido. 

Seguir amándote hacía daño pero, pensar en perderte, me consumía. ¿Cómo escapar cuando no existe una salida? Vagué perdida, en un laberinto repleto de gozo y desdicha en el que volvía, una y otra vez, al punto de salida. 

La esperanza se convirtió en mi mejor amiga, dibujando para mí esa magnifica historia de amor en la que no te compartía. Sin embargo, la realidad se ha impuesto, dejándome claro que no la dejarás y que yo tan solo seré un complemento en el transcurso de los días. 

Tú, que nunca serás del todo mío, te has convertido en el causante de un anhelo que me envenena sin remedio y, por eso, he decidido poner fin a este tormento.

Mi amor, cuando termines de leer estas líneas, mi corazón se habrá marchado y, esta historia, tendrá su final aciago.



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