LA BELLEZA LO ES TODO
La parte que más le desagradaba a Penélope al levantarse por las mañanas era verse en el espejo del baño. No soportaba ver las patas de gallo al lado de sus ojos azules, las arrugas que se le formaban en ambos lados de la boca ligeramente agrietada, las canas que aparecían en su cabello negro... Cada uno de esos detalles le recordaba que ya era mayor. Que su época de juventud y gloria había acabado. Que Penélope Muñoz tenía 54 años.
Y mientras tanto, su hija Paz, de 21 años... apenas la estaba comenzado.
Cada vez que pensaba en ella, una rabia nacía dentro de su interior, la quemaba; temblaba, rechinaba los dientes y se mordía las uñas mientras se moría de envidia al ver la suave piel dorada de su hija, sin ninguna arruga, su esplendido cabello largo y brillante de un castaño oscuro, y su bonita sonrisa blanca sin arrugas que decorasen las comisuras de sus labios rosados. Todo en ella desprendía belleza y juventud, algo que Penélope deseaba más que nada en el mundo, pero que hacía tiempo que había perdido.
La verdad sea dicha, Penélope era muy bonita en su época. Su cabello negro era ondulado y brillante, el cuál se recogía en varios peinados, mostrando su bonito y pálido cuello, que estaba decorado con alguna que otra peca. Su cara redondeada y sus grandes ojos azul claro llamaba la atención de cualquier chico u hombre con el que se topaba en el camino. Fue así como logró atraer a su marido.
Ahora su cabello había perdido el brillo y tenía varias canas, su cara redonda ahora le recordaba a la cáscara de una naranja arrugada, sus ojos se veían oscurecidos por el dolor y desde hace casi un año que no hace el amor con su esposo.
Y mientras tanto, Paz apenas estaba empezando a lucir toda su belleza, la cuál había mantenido oculta toda su adolescencia debido a su timidez. El cambio sucedió desde que ella se mudó para comenzar a estudiar en la universidad en otra ciudad. Por las fotos que su hija le mandaba y por las cuáles subía al instagram, pudo comprobar que Paz había salido de su caparazón: se planchó más el pelo, el cuál le brillaba más, sus ojos redondos y marrones eran remarcados por un delineador, y sus labios rosados esbozaban una tímida sonrisa. Y su piel... sin ninguna sola arruga.
Cada vez que veía las fotos, tenía ganas de lanzar el móvil y pegar un grito. Sabía que no tenía sentido odiarla, pero no podía evitarlo. Aquello que añoraba, deseaba y la hacía sentirse orgullosa estaba tan cerca de ella en la forma de su hija, y a la vez tan lejos, por no poder arrebatárselo.
Era tal su dolor, odio y envidia que había momentos en los que hasta deseaba no haber dado a luz. De hecho, si lo pensaba bien, era culpa de Paz. Por haber nacido. Ya que después del parto, había perdido su delgada figura, y había ganado más curvas, algo que durante bastante tiempo había logrado evitar. Y no sólo eso. Cuando Paz nació, había sufrido de depresión posparto, agobiándose cada vez que tenía que cuidar de la bebé, hasta el punto de llorar; insomnio debido a los llantos de la pequeña, deseando hacerla que se calle con una almohada; la inmensa cantidad de comida que ingería. Y la lista seguía, pero no le apetecía repasarla. Ya la conocía demasiado bien.
Había logrado ocultar su odio bastante bien. Sin embargo... ayer recibió una llamada de Paz.
-¡Vaya, que agradable sorpresa! -forzó una sonrisa. Se encontraba sentada en el sofá marrón, mirando Lo que callamos las mujeres-. ¿Cómo te encuentras, querida?
-Estoy bien, mamá, gracias -respondió y Penélope se la imaginó con su perfecta sonrisa. Clavó sus uñas en el posabrazos del sofá-. De hecho, tengo una buena noticia -añadió en un tono cantarín. Penélope alzó una ceja.
-¿Y cuál es esa buena noticia?
-¡Voy a venir a visitaros la semana que viene! -exclamó entusiasmada. Esta vez, Penélope se la imaginó dando satitos. Apretó los dientes-. Ya sabes, aprovechando que estoy en vacaciones.
-Eso suena maravilloso, hija... -respondió, intentando no mascullar. Mierda. Mierda, mierda, mierda, ¡mierda!-. Enseguida le cuento a tu padre. Te recibiremos con los brazos abiertos.
-¡Vale! Llegaré el lunes. ¡Te quiero!
-Y yo... -dijo con voz débil, antes de que Paz colgase. ¿Y ella? ¿Quería a su hija? No estaba segura. El rincón de su corazón que debía albergar amor hacia su única hija era sustituido por una gran envidia, resentimiento... ¿odio?
***
Tal como adivinó, su marido, Eduardo, se emocionó muchisímo y hasta comenzo a dar palmadas por la felicidad que sentía. Ante esto, Penélope puso sus ojos en blanco de manera disimulada mientras chasqueaba con la lengua.
A diferencia de ella, Eduardo amaba a su hija. El día en que Paz nació, se echó a llorar de felicidad y restregó con cuidado su mejilla con la de la pequeña, que se encontraba dormida. Cuando Paz comenzó a crecer, Eduardo comenzó a mimarla cada vez más y más. La dejaba repetir el postre, le compraba los juguetes que ella quería, le compraba helado cuando salían, la dejaba ver la TV una hora más, la llamaba preciosa, angélical, su pequeña princesa, mientras que la achuchaba contra su pecho y le llenaba la cara de besos.
En aquel entonces, Penélope no la odiaba. Sí que había un pequeño resentimiento, porque sentía que era su culpa que estuvo deprimida y había perdido su figura. Aunque lograba ocultar ese sentimiento en el fondo de su corazón cuando veía los ojos color chocolate de su hija y su sonrisa con los dientes de leche caídos.
Pero, conforme pasaban los años, y su hija crecía, y su ternura se iba transformando en belleza, y su pecho iba creciendo, y su figura se iba torneando, la envidia comenzó a crecer y a comérsela por dentro, poco a poco.
Había sido muy difícil disimular que la quería, que se sentía feliz por ella y que no deseaba acachetearle la cara hasta destrozársela y así dejar de verse tan bonita. O por lo menos, más bonita que ella.
Así que fue un gran alivio el día en que finalmente se marchó de casa. Eduardo se la pasó llorando todo el día; desde que condució a Paz hasta el aeropuerto, se despidió de ella mientras la abrazaba y besaba en la mejilla, y mientras agitaba la mano en señal de adiós.
Sin embargo, ella se sentía muy feliz, liberada. Era como si le hubiesen crecido alas, y hubiese huído del infierno. Claro que esa pequeña amargura que sentía aparecía cuando se veía en el espejo. O cuando Paz la llamaba. O cuando veía a una mujer hermosa.
Para distraerse, jugaba al solitario, leía libros históricos, aprendía nuevas recetas para cocinar.
Pero ahora que Paz regresaba, ahora que el recordatorio más grande de su vejez regresaba, ¿cómo iba a poder disimular?
***
-¡PAZ! -chilló Eduardo cuando abrió la puerta y vio a su hija, sonriendo ampliamente al otro lado, con una gran maleta al lado. Penélope sintió sus órganos internos revolverse-. ¡Mi princesita, bienvenida a casa! -y la estrechó entre sus grandes brazos con fuerza, mientras que Paz se reía a carcajadas y correspondía el abrazo con el mismo entusiasmo.
-Gracias, papá -le palmeó la espalda, y se apartó para verle la cara-. ¡Te eché mucho de menos!
-Yo también, chiquilla -respondió con lágrimas en sus ojos oscuros.
-¡Oh, no, papá, no llores! -y le besó una mejilla. Eduardo tenía una barba incipiente oscura, al igual que su cabello.
Penélope observó el reencuentro padre e hija desde una distancia prudente, sin ninguna expresión en su rostro, como si ella no tuviese nada que ver.
-¡Mamá! -exclamó Paz, y casi al instante, Penélope colocó una falsa sonrisa mientras extendía sus brazos.
-Hola, querida... -dijo en un tono falsamente dulce mientras la más joven se acercaba a darle un abrazo. Escondió su cara entre su cuello y hombro mientras decía-: Es bueno verte de nuevo.
-¡Lo sé! -se apartó y la miró. Sus ojos marrones brillaban-. Es bueno estar de nuevo en casa. De hecho... -se volteó para ver a su padre, haciendo que su alta coleta se agitase ligeramente-. Os tengo una sorpresa.
-Sí, recuerdo que lo dijiste por teléfono -comentó Penélope, sonando casi desinteresada.
-Bueno, ¡ahora sabréis! -se acercó a la puerta y asomó su cabeza a la calle-. ¡Ya puedes entrar, César!
¿César? ¿Y ese quién es?
Su respuesta fue respondida casi al instante cuando un joven, de la misma edad que Paz, entró con la cabeza gacha y una tímida sonrisa, mientras se frotaba la nuca.
-Buenas tardes... -balbuceó. Su cabello era rubio, corto y ligeramente despeinado. Era de la misma altura que Paz, y Penélope le sacaba un metro de altura. Tenía puesto una chaqueta gris, y debido a que la cremallera estaba abierta, mostraba debajo una camisa negra. También llevaba unos vaqueros azul oscuro y unas deportivas azul marino. Sus uñas estaban ligeramente mordidas, y Penélope alzó una ceja ante eso.
-Hola... -frunció el ceño ya que el tal César seguía mirando al suelo, como si ella no estuviese ahí-. Am, ¿podrías mirarme a la cara cuando te hablo?
-¡Ah, claro! -finalmente, lo vio a los ojos. Unos azules de un azul profundo como el mar... - Am, yo... ¡soy César! ¡Mucho gusto! -sus mejillas se sonrojaron. Tenía un rostro ovalado, y ojos almendrados. Su mente quedó en blanco por lo guapo que le pareció el chico, y olvidó como hablar.
-Yo soy Eduardo -respondió su marido por ella con una sonrisa mientras le palmeaba el hombro-. El padre de mi pequeña Paz.
-¡Papá! -protestó su hija entre risas mientras se acercaba a César y lo rodeaba de los hombros para después, darle un beso en la mejilla derecha-. En fin, mamá, papá, os presento a César, ¡mi novio!
***
-Y, ¿cuántos tiempo lleváis juntos? -preguntó Penélope tratando de que no le temblase la voz.
Estaban los 4 reunidos alrededor de la mesa del comedor, cenando un guiso de carne. A ella le tocó sentarse justo enfrente de César, quien apenas hablaba y centraba su mirada en la humeante comida.
-¡Oh, pues, unos 4 meses! -exclamó Paz. Eduardo arqueó las cejas.
-¡Vaya, entonces es cosa seria! -esbozó una gran sonrisa-. Felicidades.
-Gracias, papá.
-Por cierto -Eduardo clavó sus ojos azul cielo en César-, ¿de qué estudias, muchacho?
Este dio un respingo y alzó la mirada de golpe. Se ruborizó ante la mirada del padre y agachó la cabeza.
-De-De botánico -tartamudeó. Eduardo soltó una carcajada.
-¡No hay nada de lo que avergonzarse, muchacho! No tienes que agachar la cabeza cada vez que te preguntamos algo.
Poco a poco, César levantó la mirada, con una pequeña sonrisa.
-Es usted muy amable, señor...
-¿Y cómo quieres que sea? Y no me tutees; llámame Eduardo, por favor.
-Está bien... Eduardo.
Durante el resto de la cena, Penélope apenas habló, sintiendo un nudo en su garganta al ver como Paz y César se sonreían el uno al otro y hasta compartían algún que otro beso, sin ningún miedo. Le recordaba tanto al inicio de su relación con Eduardo, cuando aún eran jóvenes, estaban locamente enamorados, y no conocían el mundo.
Ahora... la chispa había desaparecido, ya que los años y la edad terminó por apagarla, al igual que los fuegos artificales, que terminan por apagarse.
Dejó caer su tenedor, y todos en la mesa la miraron.
-¿Te encuentras bien? -le preguntó Eduardo.
-¡Sí, sí! -se levantó rápidamente, volcando sin querer la silla-. ¡Oh, lo siento! -la levantó de inmediato, mordiendose el labio inferior, tratando de contener las lágrimas-. Yo... -se fijó en su plato, apenas vacío, y luego en el de su marido, Paz y César, vacíos. Un "click" sonó en su cabeza-. Lavaré los platos -y sin esperar a que respondiesen, los recogió, tratando de evitar hacer contacto visual.
Sin embargo, y por accidente, cruzó miradas con César, quien la miró preocupado, provocándole un escalofrío que le puso la piel de gallina. Apartó la mirada inmediatamente, y corrió a la cocina. Una vez allí, dejó caer los platos y utensilios en el fregadero de manera brusca, provocando un estruendo. Asustada, miró a la puerta, la cuál estaba abierta. A grandes zancadas, se acercó y la cerró con cuidado. Después, con pasos temblorosos, se apoyó en la cubierta de la cocina, jadeando de manera rápida, y notando como su visión se tornaba borrosa y su labio inferior temblaba. Se lo mordió, y se pasó una mano por los ojos. Regresó al fregadero, y con movimientos lentos y la mirada perdida, encendió el grifo y mojó cada plato y cubierto.
Hasta que en un momento dado, los oyó reírse en el comedor. Se estaban divirtiendo sin ella. Se estaban olvidando de ella. Notó varios pinchazos en el corazón, y como sus piernas y manos temblaban. Finalmente dejó que las lágrimas recorriesen sus mejillas, y soltó un sollozo. Avergonzada, se cubrió el rostro con ambas manos, empapadas y heladas.
No se dio cuenta de que alguien entraba de manera tímida a la cocina.
-Esto... ¿Penélope?
Dio un pequeño salto y un chillido mientras se llevaba las manos al pecho. Fue cuando finalmente notó que el joven César había entrado y la miraba perplejo, aún con la mano en el picaporte plateado de la puerta.
-Oh, hola, César... -forzó una sonrisa-. ¡Me asustaste!
-¿Te encuentras bien? -preguntó, cerrando la puerta tras él.
Fue cuando Penélope recordó de golpe lo que estaba haciendo, y rápidamente, agarró una toalla y se secó el rostro.
-Sí, sí, tranquilo. No es nada -y para su sorpresa, esbozó una sonrisa genuina. El que aquel chico, tan guapo, tan joven, hubiese venido a verla y le preguntase preocupado, la conmovía. Y no sólo eso; ¡la había tuteado y la llamó por su nombre! Aquel pequeño detalle la hizo sentirse menos vieja.
Finalmente, César se acercó a ella, retorciéndo sus manos.
-¿Puedo ayudarte...?
-¿A qué?
-A lavarlos -y señaló con la barbilla el fregadero. Ella le echó un rápido vistazo y asintió. Cualquier motivo para tenerlo más tiempo cerca.
-¡Pues claro!
Y así, Penélope lavaba, y César secaba. Mientras tanto, charlaban de una manera más animada que en la cena, y sin darse cuenta, sintiéndose cómodos el uno con el otro.
Ella le contó lo popular que fue en su juventud, y él le contó que echaba de menos a su madre, una mujer bondadosa, cariñosa y...
-Que se le parecía a usted -añadió, con ojos brillantes-. Igual de hermosa.
Por primera vez en varios años, Penélope se ruborizo, y amplió su sonrisa.
-Muchas gracias.
Y tras ese agradecimiento, se quedaron callados, mirándose fijamente a los ojos. No en un silencio incómodo, sino en uno agradable, en donde no necesitaban decirse nada, sólo mirarse el uno al otro.
-¡César! -exclamó Paz. Ambos se sobresaltaron, y a César casi se le cae el plato que tenía en sus manos-. ¡Te estas tardando! ¿No que sólo ibas a coger algo dulce?
-Am... -su cara estaba completamente roja, como una rosa, y a Penélope le pareció tierno-. Quería ayudar a tu mamá...
-Aw, que tierno... -se acercó y lo besó en los labios. En aquel momento, la mujer deseó empujar a su hija y apartarlo del bello César, aún sabiendo que era ilógico.
Más tarde en su cama, ella soñó con él; soñó que la miraba a sus ojos mientras le decía lo hermosa que le parecía; soñó que él le acariciaba la cara para después besarla en los labios; soñó que ella le acariciaba sus cabellos rubios, sus hombros y su pecho, y él hacía lo mismo con ella mientras la besaba en el cuello.
Cuando despertó en la mañana, tomó una decisión.
***
-¡Ah, buenos días, César! -exclamó mientras esbozaba una sonrisa. Se encontraba sentada en la cocina, llevando sólo su bata, y una toalla en el pelo. Sin embargo, se había maquillado, puesto pintalabios rojo y algo de sombra oscura, y rímel.
-Buenos días... -él se ruborizó y sonrió, mientras se sentaba cerca de ella. Aún estaba en pijama, y su cabello rubio estaba revuelto.
-¿Y Paz? ¿Aún no ha despertado?
César negó con la cabeza.
-Siempre he sido más madrugador que ella.
-Ah... -que conveniente. Pero no le molestaba para nada. Se levantó-. ¿Quieres un café?
-Por favor.
Y al igual que ayer, mientras lavaban los platos, siguieron conversando entre sorbos de café y risas. Penélope le contó citas en las que terminaron en desastre pero ahora se reía al recordarlas, y César le contó momentos vergonzosos en la escuela. Pasaron bastante rato charlando, hasta que finalmente apareció. Era como si los temas de conversación nunca se acabasen entre ellos.
***
Pasaron varios días. Casi parecían que buscaban cualquier excusa o momento para estar a solas y charlar. Y aunque no era fácil, siempre encontraban esos momentos. Por ejemplo, Penélope se quedaba despierta y esperaba a que Eduardo se durmiese. Después, bajaba al salón, en donde César lo esperaba. No hacían nada especial, sólo charlaban y reían.
Sin embargo, en uno de esos encuentros, fue cuando sucedió.
Eran las 11:45, cuando Penélope escuchó a su marido roncar finalmente. Suspiró de alivio, y con movimientos sigilosos, se levantó, se puso sus zapatillas peludas de andar por casa, y se miró en el espejo del baño rápidamente, para asegurarse de que su cabello no se veía un desastre; hacía unos días atrás, se había teñido el cabello de negro para cubrir sus canas blancas. Aunque desde que conoció a César, ya no le importaba tanto.
Sonrió emocionada mientras sentía un cosquilleo en su estómago. Despacio, salió al pasillo y paso por paso, bajó los escalones, deseando encontrar la luz del salón encendida.
Y en efetco, así fue.
Con el corazón galopandole en el pecho como un caballo, corrió al salón, encontrando a César de brazos cruzados y la mirada gacha. Sintió un escalofrío.
-¿César? -preguntó en un susurro, temerosa. Él la oyó, y la miró, forzando una sonrisa.
-Penélope... Tenía ganas de verte.
Todavía algo asustada, se sentó a su lado. Notó la tristeza en los ojos azules de César.
-¿Qué te pasa? -le rodeó los hombros con un brazo. Él, casi al instante, se acurrucó en ella.
-Tengo que confesarte algo -murmuró.
-Te escuchó.
-Verás... Mi papá esta enfermo... Muy enfermo... Y... él siempre quiso verme con una novia. Así que... empecé a salir con Paz. Pero yo... yo no la amo, Penélope -y cerró sus ojos con fuerza, como si tuviese miedo de que ella lo odiase.
Sin embargo, Penélope no lo odiaba. Estaba feliz. Se sentía afortunada. Creyó que podría dar saltos de alegría. Lo besó en la parte superior de la cabeza. Al instante, César alzó la mirada, y una vez más, se formó ese silencio mágico en el que no necesitaban palabras, y se entendieron a la perfección.
Sin dudarlo un segundo, ambos se besaron. Primero fue un beso tierno y suave; sin embargo, poco a poco fue escalando, en donde abrieron sus bocas y dejaron que sus lenguas entrelazasen; César le acarició los hombros y los pechos a Penélope; ella entrelazó sus dedos en el cabello rubio del joven.
Sus caricias fueron escalando hasta quitarse la ropa; sus besos pasaron de ser en la boca, a diferentes partes del cuerpo; y finalmente, entre gemidos y choques de miradas que los quemaban por dentro, se hicieron uno sin miedo.
Tras aquello, ambos se abrazaron, jadeando agotados, pero satisfechos. Y olvidando en donde estaban, se quedaron dormidos en el sofá.
***
Paz era una persona muy dormilona. Por eso aquel día, cuando despertó, no se sorprendió al ver que el lado izquierdo de su cama estaba vacío, arrugado y con el calor de su novio. Suspiró con tristeza. Últimamente echaba de menos despertar sin él a su lado. Quizás debería madrugar más...
Soltó un bostezo mientras se pasaba una mano por su cabello castaño despeinado. Se peinó en el baño lo mejor que pudo, y se hizo una alta coleta. Se lavó la cara y después decidió echar un rápido vistazo a la habitación de sus padres para comprobar si seguían durmiendo. Aquello la preocupaba un poco; era como si conforme iban envejeciendo, dormían cada vez más y más. Paz temía que llegase el día en que ya no despertasen nunca más.
Sacudió su cabeza y fue a revisar. La puerta estaba entreabierta. Con cuidado, se asomó. Y sin embargo, sólo encontró a su padre. Frunció el ceño. ¿Su mamá estaba ya despierta? A lo mejor estaba charlando con César.
Esbozó una pequeña sonrisa. Ellos dos siempre andaban conversando juntos. Le alegraba que se llevasen bien.
Con pasos alegres, bajó las escaleras, y una vez abajo, se sorprendió al notar que la luz del salón seguía encendida. ¿Quizás olvidaron apagarla? Pero... ¿no que estaban ambos despiertos? ¿Cómo no notaron la luz? Un escalofrío le recorrió la espalda. Despacio, se acercó al salón, temiendo de que algo aterrador apareciese...
Cuando los encontró desnudos y abrazados en el sofá, pegó un grito agudo, despertando a los amantes, y a su padre, que estaba en el piso de arriba.
-¡¿QUÉ DEMONIOS ESTÁIS HACIENDO?! -gritó, llevándose las manos a la cabeza. Tanto César como Penélope se incorporaron rápidamente, y la miraron con los ojos como platos; la madre palideció y comenzó a temblar. El novio agachó la mirada, mientras su cara enrojecía como un tomate, y su respiración se aceleraba por los nervios.
-Pa-Paz... -balbuceó César, mientras agarraba un cojín para encubrirse la entrepierna. Penélope, en cambio, se puso de pie y trató de acercarse a su hija.
-Cariño, escucha... -empezó, extendiendo una mano.
-¡¡¡NO!!! -chilló, golpeandole la mano-. ¡No me toques! -su respiración era rápida, agitada; su mirada, de terror, asco... dolor-. ¡No me lo puedo creer! -sacudió la cabeza-. ¡No lo quiero creer, no, no, no! -se cubrió el rostro con ambas manos y se echó a llorar.
-¿Qué sucede aquí? -preguntó Eduardo, asomando la cabeza. Sin embargo, al ver a su hija llorando, a su esposa de pie completamente desnuda y pálida, y a César desnudo y rojo, casi se desmaya-. ¿Penélope...? -susurró.
-Eduardo... -se acercó a él-. Por favor, perdóname. Yo...
-¿Acaso tú... ? -observó su cuerpo, desnudo, con algunas arrugas, sus pechos colgando hacia abajo, los dedos de sus manos entrelazadas, temblando. Luego miró a Paz, detrás de su madre, pero estando enfrente de su novio, llorando de manera desconsolada, con los hombros sacudiéndose; y a César, con algunas lágrimas cayendo por sus sonrojadas mejillas, y los hombros hundidos. Soltó una risita-. Debe de ser una broma.
-Escucha...
-¡¿Escuchar qué?! ¿El cómo te follaste al novio de tu hija?! -gritó, señalando con el dedo a la joven, que comenzó a llorar incluso más fuerte, dejando escapar un pequeño grito de angustia, haciendo que todos se estremeciesen.
-¡Sé que fue un error, pero...! -no pudo continuar, porque Eduardo le dio tal bofetada que la tiró al suelo.
Penélope observó el rostro de su marido, rojísimo, jadeando de manera pesada, y con los ojos desarbitados, mientras apretaba los puños; Paz dejó de llorar y miró impresionada, pero no se acercó. César, en cambio, tiró el cojín a un lado y corrió para asegurarse de que ella estaba bien. Sin embargo, Eduardo lo agarró de los cabellos y se acercó a su rostro.
-Debería darte verguenza -siseó-. Mi hija te amaba, ¿y le haces esto? ¿Eh? ¿Tan urgido estabas?
-¡¡¡DÉJALO!!! -gritó Penélope, levantándose lo más rápido que pudo, y agarrándolo de un brazo, intentando que lo soltase. De la nariz le recorría un hilo de sangre hasta la barbilla. Cuando gritó, probó sin querer algo de su sangre, pero ignoró el sabor metálico, preocupándose más por ayudar a su amante. Al instante, Eduardo soltó a César, haciendo que este cayese de rodillas, pálido por el susto, y abrazándose a sí mismo; sin embargo, ahora agarró de ambos brazos a su esposa, y la miró a los ojos, lleno de furia.
Aquella mirada se le clavó en el alma a Penélope como dos puñales.
-Me da asco verte -escupió-. Ya no aguanto un minuto más cerca de ti -y para remacar lo dicho, la empujó, haciendo retroceder, y trastabillar ligeramente con el suelo de madera, pero no se cayó. Furioso, se dio media vuelta y dirigió a grandes zancadas hasta la puerta de la entrada, para luego cerrarla tras él de un portazo, haciendo rebotar el marco de la puerta.
Durante una eternidad, ninguno dijo nada.
Penélope se quedó mirando el camino por el que su marido, con el que había estado casada durante 79 años y la había insultado y golpeado, había salido. César seguía asustado por lo que acababa de suceder, ya que nunca le habían puesto una mano encima. Y Paz soltó un hondo suspiro, para acto seguido, sentarse en el borde del sofá, apoyar sus codos sobre su regazo y cubrir su redondo rostro en las palmas de sus manos.
Madre y novio cruzaron miradas, y una vez más, casi al instante, se volvieron a entender. En silencio, agarraron las ropas que estaban tiradas en el suelo y se vistieron. Luego, Penélope se sentó al lado de Paz, que durante todo el rato en el que tardaron en vestirse, escondió su cara, probablemente sin seguir poder creer lo que había visto. César, en cambio, dio la espalda a ambas mujeres y comenzó a mordisquearse la uña del pulgar izquierdo; una manía que tenía cada vez que estaba nervioso.
-Paz... -comenzó Penélope, rodeandole los hombros-. Por favor...
Ella no se había dado cuenta de lo cerca que su mamá estaba de ella. Pero al notar el calor de su brazo, la empujó y se arrastró más atrás, con sus ojos brillantes por la ira.
-¡Que no me toques! -gritó-. ¡Cómo te atreves siquiera a intentarlo! ¡¿No te da verguenza?! -la señaló con el dedo, igual que Eduardo. Luego clavo sus ojos en César-. ¡Y tú! ¡Mírame! -él se encogió de hombros, pero no obedeció. Harta, se puso de pie y se acercó a él, para sacudirlo de un hombro-. ¡QUE ME MIRES, CABRÓN!
Lentamente, y temblando, se volteó, hasta toparse con el colérico rostro de su novia, quien tenía las mejillas enrojecidas, y sus ojos húmedos por el llanto.
-Eres un malnacido -siseó-. ¿Me oíste?
-S-Sí...
-Paz, él no es el único culpable... -empezó Penélope, poniéndose de pie y tratando una vez más de acercarse.
-¡No te metas! -volteó para mirarla, amenazándola con el dedo. Miró de nuevo a César-. ¿Por qué? -su voz se quebró por un momento. Carraspeó y pregunto de nuevo-. No lo entiendo. ¿Qué hice mal?
-Na-Nada...
-¿Entonce? -una vez más, su voz se rompió-. ¡No lo entiendo!
-...
-¡¿Y por qué diablos tuvo que ser mi madre, maldito enfermo?! -lo agarró de los brazos y lo sacudió con violencia, haciendo que la cabeza del joven se balancease de tal forma que pareciese a despegarse de su cuello.
-¡Ya basta! -se acercó y los apartó. Paz la miró boquiabierta.
-¡¿Cómo te atreves?! -soltó un sonido parecido a una risa-. ¡Es el colmo!
Y rápidamente, salió del salón, pero a diferencia de su padre, subió las escaleras. Penélope miró con temor a César.
-¿Qué haremos ahora? -preguntó en un susurro y tomándolo suavemente de las manos. Pero él no la miró, haciendo que su corazón se encogiese.
Tras un rato, Paz bajó, arrastrando una maleta roja. La maleta de César. Abrió la puerta y tiró la maleta a la calle, ante la silenciosa mirada de ambos.
-Salte -ordenó, señalando afuera-. Y no regreses nunca.
En silencio, obedeció. A pasos lentos, salió a la calle, y Paz la cerró de un portazo. Rápidamente, Penélope se acercó al recibidor. La joven la miró fieramente antes de soltar:
-Te odio -para después, subir las escaleras hacia arriba. Ante aquello, la madre se llevó ambas manos a la cabeza mientras comenzaba a hiperventilar. Trató de tomar aire poco a poco.
-César... -susurró. Abrió la puerta de golpe, haciendo que se estrellase contra la pared, y salió a la calle. El joven apenas se había alejado-. ¡CÉSAR! -lo agarró de la muñeca, y él la miró en shock-. César, espera... -dijo entre jadeos-. Tenemos que hablar.
-¿De qué, Penélope? -pregutó con tristeza-. ¿De cómo hemos arruinado dos vidas? ¿Roto el corazón de gente que nos quería? ¿De que lo nuestro... -agachó la mirada-... no esta bien?
-¡No me importa! -lo agarró de los hombros, haciendo que estuviesen frente a frente-. ¿Qué tiene de malo lo nuestro?
-¡Penélope, POR FAVOR! -la miró con ojos llorosos mientras se apartaba-. ¡Yo tengo 23 años, tú tienes 54!
Aquello fue como si le hubiese partido su alma, corazón y mente a la vez. Sus sueños, esperanzas e ilusiones se habían roto como el cristal. No podía creer lo que acababa de oír. Lo que César le dijo sonó ahogado, lejano, como si ella estuviese bajo el agua.
-Además... soy el novio... bueno, exnovio de tu hija. ¡Y estás casada! -soltó un sollozo mientras se llevaba una mano a la frente-. ¿En qué estábamos pensando? -soltó una risita-. ¿En que estaba pensando? -su respiración se fue entrecortando, hasta comenzar a sollozar-. ¿Qué carajos le diré ahora a mi padre! -se echó a llorar. Penélope lo abrazó.
-No me importa -soltó-. No me importa que estuvieses con mi hija, o que yo este casada... Te amo.
-¡Entonces eres una horrible persona! -gritó, empujándola y haciendo que cayese al suelo. Ella la miró asustada, notando la ira en aquellos hermosos ojos azules que la cautivaron cuando lo conoció. Llenos de ira... hacia ella-. ¡Además, ¿no me oíste?! ¿Qué le diré a mi padre?!
-César... -su voz sonó muy débil, como en un hilo de voz. Él se limitó a resoplar, y a darle la espalda.
-Creo que lo mejor es que no nos volvamos a ver -dijo con voz seria-. Adiós, Penélope.
Y comenzó a caminar hacia adelante, sin mirar atrás.
Mientras que Penélope, sentía que todo había acabado.
-*-*-*-
Yyyyyyy hasta aquí la primera historia. Espero que os haya gustado. Dejenme su opinión y crítica. Y recuerden que a partir del siguiente cap, empiezan las pistas de que las historias estan conectadas... ¡Gracias por leer! ¡Un abrazo!
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