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25. Compañero de habitación

Mi cuerpo entero se había activado con algún instinto primitivo de supervivencia. Pues, estaba encerrada con el peligro. Por alguna extraña razón, ese hombre causaba en mí una sensación y un miedo distinto al que causaban los demás. Cuando se trataba de mis secuestradores, era como si en ellos pudiera oler sed de sangre, maldad en su peor especie, sabía que cuando estuviera bajo ellos, mi vida corría peligro, pero... con este hombre, era diferente, sabía que no moriría, pero que algo más en mí apeligraba algo digno y basado en mi virtud. Como si pudiera ensuciarme, mancharme, arrebatarme pureza y luz que me pertenecían sólo a mí. Estaba segura que ese hombre se había llevado la luz de su hija, y eso, despertaba todas las alarmas en mí.

El hombre, clavó los ojos en mí cuerpo, el cual estaba torpemente cubierto por la toalla. Desvió los ojos hacia la pared, pero lo hizo demasiado tarde para mi gusto.

— Lo siento... — dijo, pero su voz me heló —, juro que no vi nada...

Mis manos temblaron nerviosas. Mis ojos se encontraron con las prendas que Malcolm había dejado sobre la cama, justo frente a mis rodillas. No tardé en tomarlas, en un arrebato alterado. Y, procurando que el toallón me cubriera bien, torpemente cargué las ropas en una mano, apresurando el paso hasta el baño, dónde me encerré.

Mi pecho bajó y subió con exageración. Me apoyé en la pared, aún con las prendas en mano. Mi mente dio mil vueltas, intentando comprender lo que sucedía.

¿Por qué...? ¿Por qué me habían encerrado con este hombre?

¿En qué diablos estaba pensando mi padre? ¿Acaso no sabía la clase de hombre que era este tipo? ¿Lo que había hecho con su hija? ¿No temía que me sucediera lo mismo?...

Al formular aquella última pregunta en mi mente, algo en mí decayó. Miré al suelo, al sentir mi propio cuerpo pesado y melancólico. La respuesta a esas preguntas era obvia:

No, no le importaba en lo más mínimo, sino no estaría con él en esta habitación.

Algo oscuro, que no supe bien identificar, comenzó a molestar en mi interior. Era como una sensación pesada, que lenta y gradualmente, se apoderaba de mí y de mi cerebro.

¿Por qué...? ¿Por qué debía pasar yo por todo esto? ¿Qué mal le había hecho al mundo? ¡Nunca me había metido con nadie!... desde que Malcolm había llegado a mi vida, esta había ido en picada...

Me apresuré a vestirme cuando recordé que aún permanecía en toalla.

Me miré en el espejo del baño. La camisa que había elegido para mí Malcolm era blanca y tenía un corte antiguo, con cuello embolado y mangas abultadas, al igual que la pollera, que era de cuadros grandes y llegaba hasta por debajo de la rodilla. No me sorprendería si la hubiera sacado de alguno de esos cajones del cuarto, polvoriento y abandonado.

Salí del baño con precaución, pero fingiendo, lo mejor que pude, para ocultar todas mis inseguridades y alertas que ese hombre despertaba en mí. Quise parecer lo más normal ante él.

Mi nuevo compañero de habitación, cuando me vio regresar al cuarto, me sonrió simpáticamente, pero su expresión, no tuvo el efecto que esperaba en mí. No podía confiar en ese hombre. Ver su asqueroso rostro me recordaba a María, y de esa forma algo, como una bruma de sombras se envolvía en mi interior. Algo subía por mi garganta, algo amargo, parecido a la espuma de la rabia.

Todos, todos habían dañado a esa pobre niña en vida. Su padre, la había torturado, no sabía de qué maneras, pero podía adivinarlas... y aquí, esos monstruos la habían secuestrado, torturado de hambre por días, ¿para qué?, ¿sólo para matarla de la manera más cruel e inhumana?... Glotón, ese hombre... se la había comido frente a mis ojos, cuando ella aún permanecía viva. La mordió y desgarró, sin importarle que los últimos minutos de esa pequeña fueron la peor de las agonías.

Eran monstruos.

Estaba rodeada de demonios.

Achiné los ojos, cuando esa sensación oscura se acrecentó. Pensar en el dolor de María, avivaba ese sentimiento lúgubre en mí. Y no lo entendía, pero me hacía sentir poderosa, ansiada, sedienta de algo que apenas comenzaba a comprender.

Algo en mí estaba cambiando.

No... ellos me habían cambiado.

El hombre robusto, se sentó en la cama, y su postura fue algo curvada, abatida.

— María — pronunció, y a mí me supo de muy mal gusto que saliera aquel nombre de su boca —. Ella estuvo contigo todo este tiempo... — declaró, como si por fin comprendiera algunas cosas.

Yo no respondí, pues, no se trataba de una pregunta, sino de una afirmación. Sólo me quedé allí, inmóvil, parada a una prudente distancia de ese hombre. Atenta a cada uno de sus movimientos y palabras. Me sentía como una presa, que debía cuidarse en territorio de carnívoros.

— ¿Por qué estaban aquí? — me atreví a preguntar. Talvez, podría comprender un poco más la situación, escuchando su parte de la historia.

— No lo sé... — dijo, confundido, como si intentara comprender él mismo, pero parecía una tarea imposible de realizar —. Una tarde, esas personas... — dijo y supe que se refería a mi pa... a Cronos y a sus súbditos — entraron a nuestra casa, y nos secuestraron a María y a mí. Nunca nos dieron una explicación, sólo, nos tomaron por la fuerza y nos trajeron a esta casa.

No tenía sentido. ¿Acaso secuestraban gente de manera indiscriminada o tenían todo anteriormente calculado?

— ¿Pudiste ver el camino aquí? — pregunté, esperanzada.

Mi decepción fue grande cuando negó con la cabeza.

— Fue extraño, mientras luchaba contra ellos, para que dejaran a mi hija y a mí tranquilos, perdí la conciencia de manera repentina. Y cuando desperté, ya estaba en una habitación que no conocía...

Asentí, era algo similar a mi caso.

— Y María ya no estaba conmigo, pensé que algo verdaderamente malo le había sucedido — dijo, comenzando a hablar velozmente, con los ojos desorbitados y cargados de una emoción fuerte —. Cuando la vi entrar en esa sala, sentí alivio, al verla viva... pero ellos luego la...

Y no pudo terminar la frase, porque su voz se ahogó en un quejido de dolor. Se curvó sobre sí mismo, y se cubrió el rostro con ambas palmas. Lucía verdaderamente abatido, destruido por lo sucedido, incluso algunas lágrimas escaparon por debajo de sus manos.

Su actitud me descolocó. Creó en mí una vacilación repentina y me llenó de dudas.

¿Este era el mismo hombre con el que María tenía sus pesadillas?

Su actitud me confundió. Intenté indagar al respecto, pero no pude, no al verlo tan destruido, llorando por la pérdida de su hija. Un nudo se formó en mi garganta y mis ojos se aguaron. Su muerte, fresca aún, me dolía horrores, era como una estaca astillada clavada en mi corazón, y nunca podría librarme de ella. La llevaría por siempre en mis recuerdos y el dolor de su pérdida en mi pecho.

Volví a mirar a mi nuevo compañero de habitación. No, no podía tratarse del mismo hombre, no cuando lucía tan indefenso y afectado por la pérdida de aquella dulce niña.

Algo, algo estaba mal.

Pasaron las horas, y nosotros nos mantuvimos en completo silencio, cada uno en sus cosas, hundidos en sus propios pensamientos. Yo mantuve mi distancia, y él pareció respetarla. Lo había visto llorar, sufrir por María, me había hecho vacilar, pero... prefería mantenerme precavida, y no confiar del todo en él.

En cierta hora de la tarde, el hombre, descubrió sobre el modular el juego de mesa, abierto de par en par, aún esperando por qué se concluyera el juego en marcha.

— ¿Qué es esto? — preguntó curioso, entonces me vi obligada a interactuar con él.

Apatheia — le informé, acercándome hasta dónde él se encontraba, para observar también dicho aparatejo —, es un juego de mesa.

— ¿Cómo se juega? — me preguntó mientras miraba con curiosidad la mujer que aún permanecía en el punto de partida.

— Eliges un personaje, y al girar esta manilla saldrán acertijos que debes responder — le expliqué abriendo el compartimiento dónde estaban los personajes.

El hombre tomó el mismo personaje que había pertenecido a María cuando ella jugó. Me extrañó que tomara ese, el de una pequeña niña, habiendo tantos personajes variados para elegir. Me pareció una elección perturbadora, sobre todo cuando había varios personajes adultos para elegir antes que esa pequeña niña, la cual miró de manera extraña, en sus ojos se encalló una emoción extraña, que causó en mí un repelús que no pude ignorar. Sus ojos, su manera de mirar aquella figurilla, me pareció repugnante.

Sentí una sensación fría en mi nuca, al ver como no dejaba de mirar la figura de manera extraña.

— Me recuerda a mi verdadero amor — dijo, y el matiz de su voz me congeló la sangre y agitó la bilis de mi estómago. Una presión, parecida a las náuseas, se anudó en el fondo de mi lengua —, a la niña de la que estaba enamorado.

No dijo su nombre, pero sabía que se refería a María.

Seguramente, si cualquier padre diría eso de su hijita parecería algo inocente, nada más que la mera demostración del más puro amor paternal, pero... proviniendo de ese hombre, y dicho de esa manera repugnante, excitada y depravada, me pareció todo menos amor inocente. No, en sus palabras había un deje de perversión que me descomponía entera.

No, un padre no podría hablar de su hija de esa forma.

Entonces, la vacilación que yo sentí antes, desapareció por completo. Lo supe, supe que no me había equivocado desde un principio, ese hombre era repugnante, de los monstruos más bajos, que ni los mismos demonios quieren con ellos.

Sólo pensar que pasaría los siguientes días encerrada en la habitación con este ser, este hombre que no pude matar, y que ahora tendría que verlo a cada segundo, recordando lo que le había hecho a la niña, no podía, me sobrepasaba, y eso oscuro, eso lúgubre, frío y lleno de sombras, comenzaba a sentirse más fuerte, más vivo, más parte de mí.

— ¿De quién es ese personaje? — me preguntó luego de colocar su personaje en la tableta y darle una vuelta a la manivela. Por supuesto, el juego se quedó quieto, pues era mi turno de jugar, no el suyo.

Le contesté luego de unos largos segundos. Me costaba dirigirle la palabra sin demostrar un gesto lleno de repugnancia.

— Mío.

— ¿Si no das tu tiro no podré seguir jugando? — intuyó al volver a girar la manilla, y comprobar, efectivamente, que nada sucedía.

— Eso... — le aclaré.

Me di media vuelta, en dirección al sillón, no quería estar cerca de él. No, no podía, al recordar a María y como lloraba en las noches, atacada por sus pesadillas, no, por sus recuerdos.

— ¿Por qué no juegas? Es muy aburrido estar en esta habitación tanto tiempo sin hacer nada — intentó persuadirme, pero me senté sobre el diván, ignorándolo, como si no lo hubiera escuchado.

Él volvió a insistir. Tomó el juego, cuidadosamente, entre ambas manos, caminó por la habitación, quemando la distancia que nos separaba, y colocó el juego frente a mí, sobre la mesa de centro. Luego se sentó a mi lado. Yo resistí las ganas de levantarme y alejarme nuevamente de él.

Al ver el juego frente a mí, una duda me retuvo de alejarme.

— Vamos, juega conmigo.

Mi personaje permanecía en el centro, entre la luz y la oscuridad, sin pertenecer a ninguno de los dos.

¿Y si... ahora era distinto?

Sentía que algo en mí era diferente. No era la misma Amanda que jugó por primera vez a ese juego, junto a María y Jared, algo, muy dentro de mí crecía y me consumía. ¿Pero qué era? Si jugaba, ¿podría ponerle nombre?

Era extraño, pero sentía que ese juego era algo más que un simple juego. Era como si mostrara tus ángeles y demonios, como si mostrara tu mejor virtud o tu peor pecado.

Sin pensarlo mucho más, giré la manilla.

El juego comenzó a hacer aquel sonido de engranajes que indicaba que mostraría el siguiente acertijo en su pantalla.

— Wow, impresionante. ¡Sí funciona!, pensé que podría estar roto — dijo mi compañero al ver como giraba la tarjeta con el dilema a resolver, como si fuera por arte de magia.

Y así, por turno, fuimos girando la manecilla y presionando los botones. Pasamos las horas, leyendo, respondiendo y volviendo a leer.

Esta vez fue diferente, mi corazonada no se había equivocado. Esta vez sentí que las preguntas eran fáciles de responder, las sentía más vividas, propias, como si respondiera con mi alma, como si hubieran sido escritas para mí.

El primero en llegar a la meta fue mi compañero.

No me sorprendió su resultado, no, de alguna manera lo esperaba. Pero verlo realizado, solo generó en mi interior una ebullición llena de rabia. Incluso sentí como dolieron mis dientes, de tanto apretarlos unos contra otros. Era una rabia incontenible.

La niña de piedra, que antes, había ganado el juego llegando a la virtud de la generosidad, ahora se encontraba ante los pies de un demonio.

— ¿Asmodeo? — leyó el hombre la placa correspondiente a la figura negra y alada.

— Es el demonio de la lujuria... — dije, y algo hirvió dentro de mí. Luego de darle aquella aclaración, cerré la boca, y apreté la mandíbula, hasta que mis dientes dolieron.

El hombre, en vez de sorprenderse, o disgustarse por el resultado, dijo:

— Qué interesante — fascinado, y recomponiéndose un segundo después, consiguió decir —. Te toca, sólo te queda un tiro para terminar el juego.

Giré la manivela, una nueva pregunta apareció detrás del vidrio añejo.

"¿Matarías por odio?" — leyó en voz alta mi compañero, y este se sorprendió, era la primera vez que salía una pregunta tan macabra, pero, para mí, la respuesta fue más que obvia. Presioné el botón que correspondía a mi respuesta y la mujer de piedra se deslizó, dejando atrás el último casillero del camino.

El hombre pareció sorprendido por mi respuesta, aún más.

Por fin, por fin había podido avanzar, ya no estaba más en el inicio, ahora mi personaje había elegido un camino, para terminar frente a una figura parecida a una bestia quimera, pero mucho más aterradora. Tenía una larga cola demoniaca, llena de escamas oscuras, como una sierpe enroscada, su cuerpo frontal se asemejaba a la de un perro con sarna, y su cabeza, era como la de un búho, pero en lugar de pico, tenía una hilera de colmillos puntiagudos y largos, como espinas escabrosas.

— Amon — leí su nombre en la placa.

— El demonio de la ira — me giré sorpresivamente al escuchar aquella voz.

Jared se encontraba en el portal de la puerta, cruzado de brazos, mirando la escena de manera entretenida. ¿Cuándo había llegado allí?, ni siquiera había escuchado la puerta abrirse.

— Felicidades, terminaste el juego.

Pasé las siguientes horas, pensando en el resultado del juego. Nunca hubiera creído que mi personaje terminaría en uno de los caminos de tinieblas, llegando al encuentro con un demonio.

Jared no pasó mucho tiempo con nosotros, y yo tampoco le presté mucha atención. No me encontraba en condiciones de seguir sus bromas. Me encontraba sensible aún por la muerte de María, era imposible que cualquier cosa que dijera me sacara una sonrisa. Lo único que agradecí, fue su presencia, pues, al estar él en la habitación, ya no me sentía tan insegura, al igual que cuando me quedaba sola con el padre de María.

Pero eso no duró mucho, Jared volvió a dejarnos solos cuando Genette nos trajo la comida. Agradecí internamente que fuera ella, y no Glotón quien lo hizo, pues, seguramente me hubiera lanzado contra él al sólo verlo.

Miré a la mesa dónde comía enfrentada con mi compañero. Él tenía su propio plato. ¿Por qué? ¿Por qué a él sí lo alimentaban y a María no lo habían hecho?, podía apostar que era a propósito para despertar el enojo en mí, y lo estaban consiguiendo.

Mastiqué furiosamente mi parte de la cena. Todo, parecía que todo estaba planeado para molestarme y herirme.

La oscuridad... ya podía sentirla en mí, en mi interior.

Paré de masticar de repente cuando descubrí a aquella sombra delgaducha que había visto la otra vez. Estaba parada a unos metros de nosotros, su cuerpo estaba girado hacia mi persona, como si lo único que le importara en esa habitación fuera yo, y no mi compañero. La miré fijamente, pero ella no se movió.

Miré a mi compañero de cuarto, él seguía comiendo, como si nada extraño nos observaba.

— ¿Puedes verla? — le pregunté.

El hombre miró en varias direcciones, pero sus ojos nunca se centraron en la macabra figura negra.

— ¿Qué cosa? — preguntó confundido.

— Nada — negué y me mantuve en silencio el resto de la cena, pendiente de la sombra a mi lado, que, al parecer, sólo yo podía ver. Un par de horas después, la sombra se fue, atravesando la pared.

Cuando el sueño comenzó a rendirme, y ya no pude permanecer más tiempo despierta, con mi compañero sucedió lo mismo, decidimos asignarnos los lugares para dormir.

— Tú quédate con la cama — pretendió ser caballeroso, pero, no importara cuanto pretendiera, yo seguía sin poder bajar la guardia frente a él.

Hubiera preferido dormir encerrada en el baño, pero eso no era posible. Así, que, sin atreverme a quitarme mi ropa, o reemplazarla por un pijama, me acosté en la cama y me cubrí con las sábanas, con mi camisa y pollera aún puesta. Sentía que, al tener ropa de día, eso podría quitar cierto erotismo en mí, era una estupidez, pero incluso pensaba ser cuidadosa hasta en eso.

Me volteé de lado, dándole la espalda al diván, donde el hombre se recostaba para dormir.

— Buenas noches — me dijo, pero yo no respondí. No sentí deseos de desearle nada bueno. Me quedé inmóvil, fingiendo dormir.

Las horas pasaban, y todo era oscuridad, diría que era de noche, si el cielo fuera de la ventana no siempre estuviera oscuro y cubierto de nubes grises y negras. No podía dormir, no, me negaba a hacerlo. Tenía mis oídos a alerta, totalmente pendiente de lo que sucedía a mi alrededor. Al tanto de cada movimiento y respiración del compañero que compartía habitación conmigo.

Pasaron las horas, y el cansancio comenzaba a rendirme, mi alerta se volvía cada vez más ineficiente. Por momentos, me dormía por unos segundos, para volver a abrir los ojos alertada. Me negaba a dormir. No quería bajar la guardia.

Abrí los ojos con sorpresa, y mi cuerpo se endureció por completo cuando lo percibí.

Algo se hundió en el colchón a mi lado, ejerciendo su peso corporal. Sentí una brisa invadir mi cuerpo cuando la sábana se elevó a mi espalda para dar paso a otro cuerpo.

No me atreví a girarme y a encarar a esa persona de frente, pero podía sentir su presencia muy cerca.

Ahogué un grito de sorpresa, cuando sentí que unos dedos callosos acariciaron mis rodillas. Contuve la respiración, sintiendo como esos dedos corrieron el dobladillo de la pollera, por toda la extensión de mi pierna, hasta dejar mis muslos descubiertos.   

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