21. Otro camino al infierno
Nos encontrábamos rodeados de libros, los habíamos abierto de par en par sobre el extenso escritorio, e inmiscuido entre sus letras, con la esperanza de encontrar otro camino al infierno, una segunda puerta.
Raguel estaba sentado a mi lado, ambos ante el escritorio. Había dejado los libros más difíciles para él, ya que era el más inteligente de nosotros, incluso sabía hablar lenguas muertas.
Así, Andrei y Mayo se encargaban de buscar entre las centenas de hileras de la biblioteca de mi padre, extrayendo los libros que, a sus criterios, podrían sernos de alguna ayuda, mientras nosotros nos dedicábamos a leerlos y juzgar su información por relevancia.
Cerré el tomo con una expresión fastidiosa. No había nada importante en ese libro. Me sentí impotente ante las horas perdidas que les había dedicado a esas páginas, todo en vano.
Iba a quejarme con mi amigo, sobre que a este paso no encontraríamos nada, pero no pude abrir la boca cuando vi la expresión que él tenía en el rostro. Sus ojos se veían inquietos, era evidente que no estaban concentrados en lo que había sobre las páginas, sino en un pensamiento interior en él, algo que le robaba la concentración.
— ¿Qué sucede? — interrumpí para saber en qué estaba pensando. Si él no podía concentrarse, yo tampoco podría hacerlo porque estaría preocupándome por él.
— ¿Eh? ¿A qué te refieres, Chris? — fingió inocencia.
Hice una mueca con la boca, una de disgusto, porque mi amigo intentaba ocultármelo.
— No puedes engañarme, te conozco bien. Así que ahora dime qué tienes.
Raguel suspiró derrotado, entendiendo que no tendría caso si su intención era que lo dejara allí y fingiera que no había notado que le sucedía algo.
— Creo que estoy enamorado...
Sus palabras fueron como un golpe fuerte en medio de toda mi frente. De su boca hubiera esperado escuchar cualquier cosa, incluso las peores noticias, pero nunca esto.
— ¿Crees?
Raguel, negó, entendiendo que había dicho algo absurdo.
— No, no creo. Estoy seguro de eso — y levantó los ojos para verme fijamente. Estaba sumamente serio.
— ¿De quién?
— De tu prima.
Casi me ahogo con mi propia saliva a causa de la impresión. Tuve que toser un par de veces para liberar mis pulmones.
— ¿De Mayo? — pregunté, aún sin poder creerlo. Era increíble. Mi amigo, Raguel, tenía sentimientos por aquella pequeña chica seria.
Raguel volvió a suspirar, como si hubiera algo en su interior, un sentimiento allí resguardado, que le pesara.
— Sí..., siempre pensé en mantener mis sentimientos para mí mismo, pero luego de todo esto, con la guerra que se avecina, no puedo dejar de preguntarme: ¿de qué me sirve esconder estos sentimientos si al final morimos?
Fruncí el ceño al escuchar sus palabras. Su falta de esperanza me asustaba. Se lo oyó tan convencido, desilusionado. Estaba resignado a que alguien debía morir. No, yo no quería creerlo así, me negaba a dejar morir a alguien de mis amigos.
— Nadie morirá — me miró, y yo insistí —. Por eso debes confesarte. Cuando todo esto termine, podrán estar juntos.
La mirada en Raguel, en vez de ser una sonrisa, fue un pequeño desliz, dejó caer su rostro un poco y me mostró, a través de unos párpados pesados, la mirada más temerosa y oscura que una vez vi en él. Pasé saliva forzosamente, no, él no era el único, él no era el único que era consciente que esta guerra podría llevarse la vida de varios de nuestros seres queridos. Yo también lo era, a pesar de que me obligaba a pensar lo contrario.
Yo no iba a dejar que nadie muriera. Ni Amanda, ni nadie.
— Y todo por una chica — lo escuché mascullar quedamente, como si aún no pudiera procesar aquella causa fortuita.
— No, no es sólo por una chica — dijo de repente mi padre, ambos volteamos a verlo mientras ingresaba a la biblioteca —. No podemos dejar que Cronos siga volviéndose más poderoso — lo entendía, siempre lo supe. A los superiores siempre les importó Cronos, no Amanda. Y eso me colocaba de mal humor, pues, sentía que yo era el único que se preocupaba, verdaderamente, por esa chica.
Mi corazón latió con fuerza cuando lo vi tomar un libro, de los que estaban apilados en el escritorio, y ojearlo por arriba, sólo necesitaba un segundo para saber de qué se trataba. Recé internamente por qué no lo descubriera, a pesar, que muy dentro de mí, sabía que era en vano. Mi padre, el ángel Vretriel, el escribano divino, no había libro que no conociera de su biblioteca. Con una sola mirada, estaba seguro que revelaría nuestro plan ante algún superior, y todo quedaría allí, sin siquiera poder intentarlo.
Debía hacer algo, distraerlo, debía detenerlo antes de que...
— Aquí tienen una colección algo... extraña... — dijo, moviendo un libro para ver el que estaba cubierto debajo.
Ambos lo miramos en silencio, expectantes.
Habíamos sido descubiertos, mucho más rápido de lo que pensaba. Ni siquiera habíamos podido intentarlo.
Sus ojos, ocultos detrás del cristal delgado de sus lentes, no se detuvieron en los libros por un segundo más. Esta vez me miraron a mí, detenidamente, y yo sentí como me petrificaba en el lugar. Abrí levemente la boca, intentando excusarme, de alguna manera, pero ninguna palabra llegó a mí. Sólo pude quedarme allí, estático, aguardando por la reprimenda de mi padre.
Reprimenda que nunca llegó.
Los ojos de mi padre, que en un principio parecieron guardar cierta gravedad hacia mi accionar, se desviaron, como si aquella sensación hubiera sido sólo mi imaginación desde un principio.
— Tengo que seguir con lo del portal — aclaró. Y vi que dejó un libro verde sobre la mesa, uno que había estado cargando desde que se acercó a nosotros. Después de eso lo vi desaparecer detrás del enorme arco, que lo llevaba hacia aquel libro del portal.
— ¿Crees... que tu padre hizo de la vista gorda? — me preguntó Raguel.
— No lo sé... — le respondí aún sin apartar la vista de dónde había visto a mi padre por última vez. Y realmente, no sabía qué pensar.
Antes de que pudiéramos decir algo más, Mayo se acercó cargando un par de libros en sus manos. Andrei la imitaba, trayendo más ejemplares.
Mis ojos siguieron a Raguel cuando se levantó de la silla y se acercó a Mayo. Tomó los libros de su mano y terminó de llevarlos él a la mesa. Dejaron los libros sobre la mesa, justo encima del libro que había olvidado mi padre.
Pasamos las siguientes horas del día, terminando de leer aquellos nuevos libros.
— ¡No hemos encontrado nada! — se quejó Andrei y luego hundió el rostro entero entre un libro. Pareció que iba a quedarse así, dormido, pero un segundo después volvió a incorporarse y cerró el libro, con algo de fastidio.
Suspiré. Él no era el único que estaba agotado. Todos tenían ojeras en los ojos y lucían sumamente cansados.
Cuando estaba por darme por vencido, y decirles a mis amigos que lo dejáramos, que no había manera que pudiéramos hallar algo relevante, fui interrumpido.
— Chicos, es sufici...
— ¿Y este libro? — Mayo, que pareció no escuchar mis palabras, sacó un libro de debajo de la pila desordenada.
— Es el libro que olvidó mi padre — le aclaré, y ella me lo pasó. No le había dado mayor importancia al libro, ya que supuse que se trataría de alguno de esos de los que estaba obligado a leer por su trabajo de escribano. Pero mis ojos fueron imantados por él de inmediato al ver su inusual tapa. Este tenía en la portada una enorme bestia verde, con sus fauces abiertas, conteniendo con sus dientes, decenas de cuerpos que parecían sufrir. Era muy diferente a lo que creí que podría tratarse.
— Navigatio... Sancti Brandani... — leyó de manera algo pausada Andrei, por encima de mi hombro, el título en aquel libro — ¿latín? — preguntó, intentando descifrar aquel idioma.
— La Navegación de San Brandán — tradujo Raguel para nosotros. Todos volteamos a verlo y yo le extendí el libro para que lo tomara. El chico miró la obra por encima —. Es un poema — aclaró.
— ¿Puedes leerlo? — le pregunté. Si había alguien en esa mesa que pudiera entender cualquier lengua muerta, ese era Raguel, el más inteligente de nosotros. A veces pensaba que mi amigo parecía más hijo de mi padre, que yo mismo.
Raguel me respondió con un asentimiento. Abrió el libro en la primera página y comenzó la lectura.
Se trataba de un viaje emprendido por un santo, Brandán, y sus compañeros monjes. Ellos buscaban el paraíso, pero antes de eso, hallaron el infierno.
— La finis terrae — lo llamó Raguel.
La entrada se encontraba en una isla montañosa, en el interior de un volcán.
— ¿Está hablando de Islandia? — preguntó Mayo al escuchar la descripción del lugar.
— Sí, y probablemente la montaña se trate del volcán Hekla — sumó Raguel.
Los cuatro nos quedamos en silencio, procesando lo que acabábamos de escuchar. Por fin teníamos una pista, no, más que eso, ya teníamos un destino. Podría tratarse de una historia de ficción, pero los cuatro allí, sabíamos que se trataba mucho más que eso.
Andrei fue el primero en romper ese silencio.
— ¿Creen qué... Vretriel en verdad olvidó el libro?
Lo miré de manera grave. Sólo él era capaz de poner aquella duda en voz alta, de suponer que un ángel sería capaz de actuar en contra de sus superiores. Era casi una blasfemia, una herejía. Y la última vez que había sucedido, la sentencia había sido el destierro y la caída. Debíamos hablar con cuidado, yo no quería aquel mismo destino para mi padre.
Pero, muy dentro de mí, yo también me lo pregunté...
En cambio, nadie se atrevió a responder aquella pregunta, pero el silencio, también da respuestas, a veces.
Raguel cerró el libro, como si ya estuviera todo revelado y no hubiera nada más que descubrir entre esas páginas específicas. Pero, lo hizo con una expresión triste en el rostro, pues, estar más cerca de nuestra meta, de encontrar a Amanda, también significaba acercarnos cada vez más al infierno y a un posible deceso.
Mayo, ajena a la expresión del chico, miró el libro, que estaba debajo de la mano de Raguel.
— ¿Será muy difícil encontrar la entrada al infierno? — preguntó, y Raguel, con su voz, pareció volver a la realidad, como si fuera arrancado de repente y con fuerza de lo oscuro y llevado a la luz, allí, donde para él, habitaba una chica, Mayo.
— El Hekla es en verdad una cadena volcánica que consta de 40 kilómetros... — le respondió él.
— Oh, entonces será imposible encontrarla — Mayo pareció derrotada de repente, lo que volvió a Raguel inquieto, como si fuera su culpa que ella se viera triste.
— Oh, creo que podemos reducir nuestra búsqueda a las zonas más activas.
— ¿Sí? — pareció recuperar un poco la esperanza.
— Se trata de una fisura de unos cinco kilómetros, creo que allí sería el mejor lugar para buscar,
— Cinco kilómetros está bien. ¡Qué suerte que te tenemos con nosotros!, eres tan inteligente.
Raguel, tiñó todo su rostro de rojo, el repentino elogió pareció tomarlo por sorpresa, y ya no supo cómo lidiar con él. Intentó decir algo más, pero sólo logró balbucear cosas sin sentidos. Pero, Mayo, aún ajena a lo que causaba en el chico, siguió con sus dudas, realizando un montón de preguntas, que Raguel se esforzó por saciar.
Al ver aquella escena, de ellos dos, enajenados en su propio mundo, me sentí como un intruso, entonces sólo pude pensar en dejarlos solos por un momento.
— Ven, Andrei — le dije, llevándolo por el brazo. Raguel, estaba tan concentrado en la chica a su lado que ni siquiera se percató de nuestra salida.
— ¿Qué sucede? — preguntó mi mejor amigo, tan ciego como siempre.
— Veamos si podemos encontrar algo más — dije, a pesar de que sabía que ya no había nada más que buscar.
— ¿Qué?, yo quiero seguir escuchando su conversación. Es importante saber a qué nos enfrentaremos...
— Sólo sígueme — insistí.
Andrei lucía totalmente en contra. Era como un niño curioso que quiere entrometerse en conversaciones ajenas.
— Dejémoslos solos un momento — dije, y esperé que con eso entendiera de una vez.
— ¿Qué? ¿Por qué?
— Ah, qué lento eres — me quejé mientras paseábamos por uno de los pasillos de la biblioteca, perdiendo a nuestros amigos de vista.
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