20. Apatheia
Nos encontrábamos las dos sentadas en torno a la mesa de centro. Miré a María por entre los párpados con preocupación. Tenía la intención de distraer a la niña un rato de sus pensamientos, pues, desde que había despertado, parecía absorta en sus interiores, en silencio y con una mirada cabizbaja, como si un recuerdo doloroso se hubiera actualizado durante la noche, abriendo una vez más una herida que parecía estar sanando, pero no, esa herida estaba muy lejos de cicatrizar aún, todavía sangraba y tenía parte de la carne expuesta dolorosamente, y yo me pregunté si sería capaz de aliviar su dolor un poco, aunque fuera. El problema era que no sabía cómo animarla, quería conversar con ella, pero era difícil decir palabra alguna cuando su pequeño rostro infantil estaba envuelto en tanta tristeza y dolor.
Cualquiera pensaría que seguramente estaba triste por la situación que se encontraba ahora, encerrada y privada de su libertad, pero podía adivinar, sin mucho esfuerzo, que en verdad se trataba de algo más. De algo mucho más oscuro, perverso y profundo.
Entonces tuve una buena idea, lo mejor sería hacerle pensar en algo que le endulzara el corazón.
— Mi mejor amiga se llama Ellie — dije de repente y la niña me miró interesada. Hablar de amigos, nunca fallaba.
Al pronunciar su nombre una extraña melancolía se sobrevino. Extrañaba a mi amiga, y también me preocupaba ella. Mi padre y los suyos no le habían hecho nada, ¿verdad?, ¿estaba a salvo?, eso quería creer. También fue algo doloroso pensar lo preocupada que podría estar ella con mi desaparición, y yo no tenía manera de hacerle saber que estaba viva, secuestrada, pero viva al fin.
Me esforcé por quitarme aquellos amargos pensamientos para volver a centrarme en María y en mi misión de hacerla sentir mejor.
— Es una chica muy buena. Siempre me ayudó en las malas.
Los ojos de María me miraban en silencio, pero había despertado en ellos cierto brillo vivaz, como si recuperara algo en ella que estaba dejando perder, lentamente.
— ¿Cómo se llama tu mejor amiga? — pregunté, pensando que lo mejor sería hacerla hablar.
La niña llevó las rodillas a su pecho y las abrazó con ambos brazos.
— Yo no tengo amigos... — su voz salió en un halito quedo y débil.
Quise golpearme a mí misma por realizar aquella pregunta y por, inocentemente, creer que todos teníamos a alguien como Ellie. No, no todos tienen amigos.
— Mi padre... no me deja jugar en casa de otros niños...
Me quedé helada. No creí que ella sacara el tema del padre sola, no quería, pero la curiosidad pudo más conmigo y no pude desaprovechar la oportunidad para averiguar más sobre él.
Intenté que mi expresión no revelara lo incómodo que me resultaba hablarle sobre ese hombre, así que lucí lo más natural posible.
— ¿Vives con él? — le pregunté.
Ella me miró por encima de sus rodillas flexionadas, y sólo me dio una respuesta silenciosa. Un asentimiento breve de su rostro.
Sí, sí vivía con ese hombre.
No pude evitar que un escalofrío me traspasara el cuerpo entero. A pesar de que no lo conocía, de que no sabía nada de él, su sola mención me causaba una hiel amarga en la boca y una muy mala espina.
— ¿Cómo te llevas con tu padre? — me arriesgué a preguntar. Odiaba realizar esa pregunta, y odiaba mucho más tener que recibir una respuesta, pues, le temía a esta, para así comprobar de una vez por todas lo que tanto temía — ¿Él es bueno contigo?
La expresión de la niña se desencajó fieramente, tanto que hizo que mi cuerpo entero se sintiera tieso, como el de un muerto. Sentí como mi alma casi escapa de mi templo carnal, sus ojos, la oscuridad y pesadez en ellos, el palidecer repentino de su rostro, la mueca contrita de sus labios, fue horrible de presenciar y una daga se clavó en mi corazón.
No, no quería conocer la respuesta de sus labios, pero necesitaba que lo confirmara, necesitaba saberlo.
La niña, contra todo pronóstico, abrió su pequeña boca. Lo entendí, estaba dispuesta a hablar, a soltar lo que ocultaba en lo más hondo de su corazón. Aquello que no había hablado con nadie, y que por eso le pesaba y le lastimaba, era la cruz que cargaba y que se le encallaba en los brazos y la espalda. Tan pequeña para una cruz tan grande.
— Él...
Su voz fue interrumpida por el crujir fiero de los goznes de la puerta.
La puerta de la habitación se abrió de sopetón, haciéndonos girar con el corazón desbocado, hacia aquella dirección. Siempre esperando lo peor, siempre esperábamos ver entrar por esa puerta al apestoso de Glotón, o aún peor, a mi padre Cronos, para torturarnos con otro de sus castigos. Pero, no, para nuestro alivio sólo se trataba de Jared, quien ingresó a la habitación convertido en un huracán de carcajadas y bailes. Dio varias vueltas y saltitos hasta detenerse frente a nosotros.
— ¿Por qué las caras largas? — preguntó.
¿Qué por qué las caras largas? ¿En serio? Al parecer el chico no era consciente que nosotras estábamos secuestradas, a diferencia de él, que podía salir y entrar en la habitación a su gusto y libertad.
Intenté ocultar mi enfado con el chico. María estuvo a punto de sacar aquello que pesaba en su corazón, aquello que la dañaba, pero el pelinegro tuvo que interrumpirnos. Hubiera deseado darle un buen zape en toda la cabeza, pero me contuve.
Por otro lado, a pesar de que ella no terminó la confirmación con palabras, muy dentro de mí, sabía que su respuesta había estado impresa en su reacción. No quería aceptarlo, siempre guardaba una esperanza de que ella lo negara, pero siempre lo supe, era muy fácil de adivinar.
Jared cargaba una caja extraña debajo de su axila.
— ¡Miren lo que encontré en esta casa! — rugió el chico con entusiasmo, tanto que ni siquiera esperó que le respondiéramos la pregunta anterior.
Jared retiró la caja de su axila y la abrió a lo largo de la mesita que rodeábamos.
Era un juego de mesa y lucía muy antiguo, muy propio de aquella casona.
— Hace siglos que no lo juego — dijo, y por alguna extraña razón, sus palabras no parecieron una hipérbole. Qué idiotez, un chico que lucía no más que veinte, no podría decirlo en serio.
Esa caja captó por completo mi atención. Jared la había abierto de par en par, sobre la mesita, mostrando su contenido en dos mitades perfectas, sólo que una lucía un color oscuro y lúgubre, y la otra, era más brillante e iluminada. Ambas partes estaban divididas en siete recorridos, que en algunas partes se mezclaban, pero siempre regresaban al camino para llegar a su destino. Los catorce destinos tenían al final una pequeña estatuilla. En la zona derecha, estas estatuillas asemejaban ángeles, con coronas y alas blancas talladas en mármol, en cambio, el lado contrario, el objetivo eran siete figuras macabras, con cuernos altos saliendo de sus sienes y alas membranosas como la de murciélagos. Ese lado me despertaba cierto rechazo. En el centro había una especie de pantalla de vidrio viejo y agrietado. El dorso de lo que parecía ser una carta era lo único que se podía ver en su interior. Y, por último, debajo de esa pantalla había tres botones, uno negro, otro blanco y uno gris.
— ¿Qué es esto? — le pregunté, al terminar de observar aquel extraño juego, para centrar mi vista en el chico delgado.
Jared sacó de un pequeño cajón a un lado de esa caja, tres figuras más, talladas en una piedra beige.
— Apatheia — respondió mientras nos entregaba aquellas figuras. A mí me tocó una mujer, y a María una niña —. Yo me quedo con el chico — dijo, y luego colocó el muñeco sobre una hendidura en el comienzo del recorrido.
María y yo nos quedamos mirando a Jared en silencio e inmóviles. Ninguna se atrevió a colocar su respectiva figurilla sobre el extraño juego.
— ¿Acaso no piensan jugar? — cuestionó Jared colocando una expresión enfadada, como la de un niño.
— Este — pronuncié el nombre lentamente, procurando no equivocarme — ¿Es sólo un juego?
Jared torció un poco su rostro, en respuesta.
Me pareció lo más normal del mundo desconfiar de cualquier cosa que proviniera de ellos, incluso si se trataba de un aparente juego. No sabía en qué momento las cosas podrían tornarse como un castigo.
— No te preocupes, es sólo un juego — confirmó el chico, dejándome más tranquila.
Suspiré, pero no fui capaz de colocar mi personaje en el tablero, así, que María, actuando más valiente, encastró la figurilla que se le asignó, en la siguiente hendidura, junto a la de Jared. Por último, yo coloqué a la mujer marrón en el tablero.
— ¿Y ahora? — le pregunté.
— Sólo tenemos que girar la manecilla.
Jared le dio una vuelta a la manecilla que sobresalía a un lado de la caja, y la carta que estaba detrás del vidrio, se giró mostrando su frente. Los tres nos acércanos al juego para leer lo que ponía la tarjeta. Se trataba de un acertijo.
— "El dinero robado sigue siendo sucio si se usa para una buena razón". — leemos los tres al mismo tiempo. Aquella pregunta me dejó helada. La sentí tan personal. Y a continuación tenía varias referencias — "Negro: no. Blanco: sí. Gris: no contesta."
— ¿Has traído este juego a propósito? —le pregunté a Jared.
El chico me miró de manera significativa. Seguramente entendía a lo que me refería.
— Las preguntas son al azar — dijo Jared —. No hay nada premeditado.
Lo miré fijamente, preguntándome si realmente estaba siendo sincero.
Jared, a continuación, presionó el botón negro y este hizo un crujido algo oxidado. De manera extraña, la figurilla de él se movió un casillero en dirección a la parte negra del tablero.
— María, es tu turno — indicó el chico, y la niña apretó, de manera convencida, el botón blanco.
La niña inanimada, se movió un casillero hacia la zona blanca.
— Es tu turno — me dijo esta vez. Pero yo no pude tomar una decisión tan rápido como ellos.
Pasé saliva de manera dificultosa. Aquella pregunta me traía dolorosos recuerdos. A mí madre sobre un calchón blanco, muriendo lentamente, enajenándose paulatinamente, dejando de existir y yo robando para ella. Pero al final... no pude, no pude salvarla.
No pude utilizar el dinero para salvarla, sabía que ella no hubiera estado de acuerdo.
¿Pero... estaba bien? ¿Había sido lo correcto hacerlo? Si hubiera usado el dinero para su tratamiento, ¿se hubiera salvado? Y si se salvaba, ¿hubiera podido vivir con el cargo de conciencia?
— ¿Qué respondes? — me preguntó Jared, quien lucía impaciente por continuar el juego.
— No quiero jugar... — dije de inmediato. Negándome a continuar. Prefería mantenerme al margen y ya no rescatar más recuerdos dolorosos.
— No puedes — Jared se cruzó de piernas —. Si no das tu respuesta, no podemos seguir jugando.
Miré al chico con el ceño fruncido. Debía ser una broma.
Tomé a la tercera figurilla, que aún continuaba en el punto de partida e intenté girarla para retirarla del tablero. Fue inútil, la figura no cedió ni un poco.
— Te dije, sólo te queda jugar.
Suspiré. No había de otra.
— Pero... no sé qué responder — confesé algo avergonzada.
No podía saberlo, no podía entender si valía la pena pecar para cometer un bien.
— Entonces no respondas ni que sí ni que no — aconsejó María.
Y siguiendo su consejo, presioné la tecla gris. La caja hizo ruidos de engranajes moviéndose, pero la figurilla se quedó en el lugar, en el punto de partida.
Pensé que tendría que presionar otro botón, pero un nuevo sonido me detuvo de hacerlo.
La tarjeta con el dilema moral fue dejada atrás y otra nueva tomó su lugar. Volvimos a leer el acertijo en voz alta:
— "¿Todas las vidas tienes el mismo valor?"
— Esa es fácil — Jared fue el primero en responder, sin vacilación. Su personaje se movió un casillero más a lo oscuro.
— La respuesta es obvia para mí — dijo María presionando el botón contrario que Jared. Su figurilla avanzó más hacia la luz.
En esta pregunta, yo tampoco vacilé.
Presioné el botón blanco y por fin mi personaje se movió hacia la luz. Me sentí realizada, tanto que una enorme sonrisa se formó en mis labios.
Otra nueva tarjeta se mostró en la pantalla.
— "¿Incluso la de un asesino?" — leí, esta vez, yo sola.
Jared y María mantuvieron sus respuestas sin problemas, en cambio la única que vaciló en responder, fui yo.
¿Valía lo mismo?
Miré a María, una niña tan dulce y pura, y luego pensé en su padre. Entonces supe la respuesta.
Esta vez cambié mi respuesta. Mi dedo hizo presión en el botón negro hasta que este cedió por completo.
Se escucharon los ruidos de engranajes viejos y mi personaje se volvió a mover, pero esta vez lo hizo en la dirección opuesta.
¿Qué diablos?, estaba otra vez en el punto de partida. Intenté no darle mucha importancia.
Varias tarjetas más le siguieron, con nuevos dilemas morales por responder. Los avatares de Jared y María ya habían recorrido más de la mitad del tablero, llegando casi a sus destinos. En cambio, el mío, durante todo el juego, estuvo avanzando y retrocediendo entre sombras y luz, como si no pudiera hallar un camino.
— Qué extraño, nunca vi que hiciera eso — informó Jared, al ver que mi personaje volvía hacia atrás.
Bufé, algo enojada.
— Este juego está roto.
— No es eso — me contradijo —. Todos los jugadores son distintos, algunos tardan poco en terminarlo, otros algunos días... pero es la primera vez que veo que alguien no puede avanzar.
— Es extraño, es como si no perteneciera a ninguno de los bandos. Ni al cielo ni al infierno...
Jared me sonrió levemente, lo hizo como si mis palabras tuvieran más significado del que yo quise darles. Talvez, era cierto, talvez no me hallaba en ningún lado.
El primero en terminar el juego fue Jared. Su personaje llevó hasta una figurilla de un extraño demonio, con cuatro cuernos de cabra crecientes sobre su cabeza, con enormes alas a su espalda. Lo que lo caracterizaba del resto de los demonios del juego, era que él era el más atractivo de todos. Estaba representado como un ser macabro, pero sumamente hermoso. En la base de la estatuilla tenía grabado el siguiente nombre: Asmodeo.
— Lujuria — aclaró Jared, sintiéndose algo decepcionado —. Siempre es lo mismo cada vez que juego.
¿Cuántas veces lo había jugado?, me pregunté, y tampoco me extrañó que ese fuera siempre el resultado. Pues, todo en ese extraño chico gritaba lujuria y sensualidad.
La siguiente en terminar el juego fue María. Su avatar tocó el final junto a una figura hermosa, femenina y espléndida, con alas ligeras y una corona simple. En la base se leía: Vehuel.
— Oh, el ángel de la generosidad — explicó Jared mirando a María con curiosidad, como si intentara hallar el parecido entre ellas.
De vuelta, el resultado había tenido significado para mí. Sólo de recordar a María partiendo la tostada al medio para que yo comiera algo, supe que el juego no se había equivocado. En cambio, mi personaje aún permanecía en el mismo lugar.
Fruncí el ceño.
— Sigue jugando — propuso María. Asentí, a pesar de que ya había perdido la esperanza.
Y tal como lo creí, mi avatar continuó haciendo los mismos movimientos, avanzando un casillero, para en el siguiente acertijo, volver sobre sus pasos.
Luego de que nos cansáramos de intentar. Jared se fue de la habitación, pero me dejó el juego.
— Tienes que terminarlo — me dijo.
Así, que todos los días volvía a intentarlo, pero el resultado era el mismo. Al final desistí y dejé el juego sobre el escritorio más alejado, abierto de par en par, pero ignorándolo.
Unos días después, mientras volvíamos a racionar el almuerzo, y charlábamos de sobremesa. Me asaltó un sentimiento nuevo. Pues, estaba feliz ya que María había dejado de tener pesadillas el último tiempo, e incluso solía hablar y reír más. Eso me hizo feliz, pues, sentía que mis esfuerzos estaban dando frutos. Y también debía agradecérselo a Jared, que todos los días venía con algo nuevo para hacer y lograba entretenernos a ambas. Por supuesto, algo me decía que no lo hacía por nosotras, sino por sí mismo, para divertirse, pero no importaba. No cuando podía ver aquel leve cambio en la niña.
Sonreí cuando vi que Jared le explicaba como jugar con los dados y ella le prestaba atención, verdaderamente interesada.
¿Así debe sentirse tener una hermana menor?
Me llevé una mano a la barbilla.
— Tienes que volver a tirar hasta que te toque un cinco — escuchaba la voz de Jared de fondo, mientras me concentraba en mis pensamientos.
Una hermana..., nunca tuve nada parecido.
Sonreí al preguntarme si María, si ella también me consideraba como una hermana mayor, alguien en quién podía contar.
La explicación de Jared fue interrumpida cuando Malcolm entró a la habitación.
Pasé saliva y mi corazón se aceleró. Hacía una semana desde la última vez que lo había visto. Y por supuesto, que su ausencia me había alterado. Siempre estar pendiente de cuándo sería la siguiente vez que entraría por esa puerta, cuando vendría a buscarme otra vez para llevarme ante mi padre. Siempre guardaba esperanzas que cuando cruzaba esa puerta fuera por otra razón, y esta vez también lo hice, por lo que la decepción golpeó aún más duro.
— Cronos quiere verte — me dijo y sentí como mi piel se erizaba antecediéndose a aquel encuentro. No quería ir, ver a mi padre, era en sí sólo una tortura.
Pero... no tenía caso negarme, ya lo había aprendido. No importaba cuánto luchara, no tenía fuerzas para enfrentarlos, y al final, siempre me encontraba de frente con mi padre. Era inevitable.
— Ve. María y yo nos quedaremos jugando a los dados — dijo inocentemente, como un niño, Jared.
— No — lo interrumpió Malcolm —. Tú también vienes. Cronos se cansó de ser tan indulgente — y luego me miró a mí —, con todos.
Miré a Malcolm con el corazón en la boca, llena de preocupación. Lo miré con insistencia, intentando descifrar qué se proponía mi padre esta vez, pues, sus palabras sólo podían significar un muy mal augurio. ¿Hasta ahora había sido indulgente?, parecía una estupidez, pero algo, muy dentro de mi cerebro, me dijo que era cierto. Entonces ¿qué me esperaba esta vez?
Él mantuvo un gesto serio e imperturbable, imposible de leer. Demasiado forzado para mi entendimiento. Se lo notaba algo alterado, totalmente contrario a su habitual temperamento relajado.
No me dio una respuesta, por más que mi mirada buscara sacar una de él. Pero sus palabras, sus palabras habían sido suficientes para causar el terror en mí.
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