19. Como un ancla
Las horas pasaron de manera cautiva, engulléndome y entrándome peligrosamente en la locura. Mi mente estaba absorta, no podía quitarme la imagen de aquellos ojos negros, por primera vez con una emoción confusa, tampoco podía deshacerme de la preocupación suscitada en la presencia de aquella niña que se había vuelto mi compañera de habitación, en las últimas horas. No podía dejar de preguntarme si estaría bien, si podría batallar sola contra el hambre.
Y después de eso, pasé a preguntarme por qué me había comenzado a preocupar tanto por esa niña. De manera peligrosa intenté hallar la respuesta yo misma, y como si hiciera un diagnóstico psicológico de mí misma, llegué a la conclusión, que estar recluida en esta prisión con forma de mansión sombría, me había llevado a aferrarme a lo primero que pude, y eso era María. Ella se había convertido en mi enlace con lo último que restaba de mi cordura. Seguramente si ella no estaría aquí, acaparando mi atención, demandando de mí, de mi tiempo, preocupándome, manteniéndome pendiente de ella, seguramente tendría tiempo para pensar en mí misma y en consecuencia... ya no habría ni un pequeño ápice de cordura en mi mente. Estaría completamente ida. Demente. Me habría perdido para siempre en la oscuridad que me acechaba en esa mansión. Ellos habrían ganado al fin.
María era como un ancla que me mantenía en el muelle, que evitaba que me perdiera en el océano de mi propia locura y oscuridad. Era algo egoísta de mi parte pretender darle un papel tan importante a aquella pequeña niña, pues, si yo me perdía, ya no habría nadie que cuidara de ella. Y antecederme a aquella posibilidad futura, me asustaba.
Pasé saliva dolorosamente al ser consciente de cómo me estaba volviendo tan dependiente de aquella chiquilla. Y en estas circunstancias, no era más que una debilidad, al mismo tiempo que un ancla.
Aquel conocimiento me frustró enormemente al no saber bien qué hacer. El consejo de Malcolm se repetía una y otra vez en mi cabeza. No debía encariñarme con ella... pero ya era muy tarde.
Mis pensamientos fueron arrancados de raíz cuando una luz me cegó y alejó a la oscuridad que me rodeaba. La puerta de la caja había sido abierta una vez más.
No esperé a que me sacaran de aquella caja, sin siquiera dedicar un segundo a averiguar quién era el que me liberaba, me coloqué de pie de un tirón, trastabillando en el acto, a causa de la debilidad de mis piernas acalambradas. Hubiera caído al suelo si alguien no me hubiera sostenido por el antebrazo.
Abrí los ojos con sorpresa y los enfoqué en aquella persona que me estaba ayudando. Removí el brazo con brusquedad para deshacerme de sus dedos y me sostuve de la caja para mantener el equilibrio y no volver a caer.
Malcolm entrecerró los párpados, mientras retraía su brazo, que segundos antes me había sostenido, con una expresión resentida.
— Puedo caminar sola — le dije, tardando más de la cuenta para poder pararme por mí misma. Incluso me golpeé a mí misma el regazo, como si de esa manera pudiera deshacerme más rápido de los espasmos.
— No lo parece — aseguró con algo de sorna al verme batallar con mis propias piernas.
No pude evitar guardarme un gesto de disgusto, incluso clavé mi mirada en él de manera evidentemente disgustada.
¡Por supuesto que me costaría caminar al principio, nunca había estado tanto tiempo en posición fetal encerrada en una caja! Era inhumano que pretendiera que echara a caminar tan rápido.
Presioné la planta de los pies con fuerza en el suelo, hasta que sentí que la sangre volvía a correr por estos de vuelta.
Me erguí ya lista para caminar, pero antes miré a Malcolm fijamente, una vez más.
Otra vez era Malcolm el que venía por mí y no Glotón. Me pregunté si su presencia y la ausencia del mantecoso era algo relevante.
— ¿Qué sucede? — me preguntó el pelinegro al ver que no le quitaba una mirada precavida de encima.
Su presencia aquí me generó cierto augurio de cambio y eso me estremeció por completo. Era un augurio oscuro y me dejaba intranquila, sin la capacidad de poderme serenar.
— ¿No piensas moverte? — me preguntó, como si estuviera cansado de esperar por mí. Tampoco tuvo que esperar tanto, pero se veía algo impaciente.
Asentí brevemente con la cabeza. Me había acostumbrado, para mi desgracia, a obedecer lo que ellos me pedían sin rechistar, sin poner mucha resistencia. Eso es lo que obtienes cuando te esfuerzas y luchas cuando sabes que no cambiarás nada al final. ¿Para qué esforzarme si no obtendré ningún cambio? Todo seguirá igual.
Moví mis pies de manera lenta, haciendo una mueca cuando estos punzaron de dolor, pero, aun así, no me detuve, hasta que logré pasar los pies por encima de la pared de la caja, hasta que la suela de mis zapatos dio con el suelo. Di un paso detrás del otro, y cuando ya no pude sostenerme más de la caja, deslicé los dedos fuera de la rugosa madera y avancé por la habitación, siguiendo a Malcolm, quien prendía un cigarrillo mientras salíamos al pasillo. Usando nada más que sus manos para ello, pues, ya no necesitaba un encendedor cuando todos en esa casa parecían al tanto de su extraña... habilidad.
— ¿Cómo haces eso? — le pregunté cortando con el silencio.
— ¿Hacer qué? — me miró algo molesto por interrumpir el silencio, pero, igual me siguió la conversación.
— Eso... el fuego.
Malcolm siguió caminando, mientras le daba una larga pitada al cigarrillo y se deleitaba un momento en su amargo sabor. Luego me envió una mirada silenciosa, y con eso supe, que no tenía intenciones de contarme su secreto. Eso no me extrañó, pues, no era la primera vez que no respondía a mis preguntas. Pero, de manera insistente, continué con mi interrogatorio.
— ¿Cuál es el truco? ¿Eres como un ilusionista o un mago? — pregunté mientras miraba sus manos desde una distancia corta, intentando descubrir debajo de las mangas de su camisa algún artefacto escondido que le facilitara el fuego.
Malcolm me envió una mirada de disgusto. Como si mis preguntas lo hubieran ofendido.
— No es magia — respondió escuetamente —. Me sorprende que después de todo lo que has visto aún te mantengas escéptica.
— ¿Entonces qué es? — me pregunté internamente si estaba pasando el límite. ¿Estaba tomándome muchas libertades con uno de mis secuestradores?
— Es parte de nuestra naturaleza. Y proviene de nuestra sangre.
Me sorprendí, era la primera vez que alguien me explicaba algo, aunque no había servido mucho ya que había sonado como una adivinanza imposible de resolver. ¿Qué había querido decir Malcolm con aquello?
— ¿Y yo puedo hacerlo también si lo intento? — volví a arriesgarme con otra pregunta.
Los ojos oscuros de Malcolm me miraron sin parpadear, como si mi pregunta tuviera una respuesta, pero él no quisiera dármela, o eso yo interpreté de su silencio.
Me entusiasmé cuando vi que se detuvo y me miró, con obvias intenciones de volver a hablar, talvez, me equivoqué al pensar que ignoraría esta última pregunta.
Me preparé para escuchar su secreto, al tiempo que me emocionaba. No podía esperar para emular ese fuego mágico que salía de él. Sería de mucha ayuda.
— Es tu habitación — indicó abriendo la puerta.
Suspiré.
Me sentí como una estúpida al creer que revelaría semejante secreto a la chica que mantenían secuestrada. Malcolm no era ningún idiota, ni tan descuidado.
— ¡Amanda! — mi cuerpo retrocedió unos centímetros al chocar con una fuerza externa que me abrazó, pero logré estabilizarme al dar un paso atrás. Se trataba de María, quien me recibía con un abrazo — ¡Estás bien! — su voz se cortó un poco por la emoción. Al parecer la pequeña creyó que algo me había sucedido, y su alivio fue grande al verme de vuelta en la habitación sana y salva — Estuve muy preocupada, pensé que no volverías.
Le devolví el abrazo a la niña. Pues, no era tan insensible como para no reaccionar a aquel gesto tierno y reparador, pero en el momento que mis brazos la rodearon me preocupé. La niña estaba tan delgada.
— ¿María pasaste mucha hambre? — realicé aquella pregunta con un nudo en la garganta, pues, me asustaba escuchar que una niña había pasado tantas horas sin alimentarse.
— Sí... — masculló apoyando la mejilla en mi estómago, luego me miró de manera cómplice y bajó su voz, como si contara un secreto —, pero no te preocupes, ese chico pelinegro olvidó por accidente un pan en la mesa de la habitación cuando entró a vigilarme.
La niña colocó un dedo sobre su boca mientras chistaba suavemente, dándome a entender que era algo importante y que no debía ser revelado a nadie más. Y por supuesto, no estaba pensando en contarlo.
Giré mi cabeza, y clavé mis ojos sobre Malcolm, no estuve muy segura si llegó a escuchar las palabras de María a pesar de su tono bajo, pero si logró hacerlo, hizo como si no hubiera escuchado nada.
Me pregunté si en verdad lo había olvidado. Miré a Malcolm de manera insistente, él me devolvió la mirada. Mi corazón latió rápido, por lo que no pude sostenérsela por mucho tiempo, y tampoco preguntar por ello. Pero, guardé una pequeña esperanza de que en verdad hubiera dejado el pan adrede sobre la mesa para María, no desoyendo mi pedido.
— Ya estás aquí — dijo Malcolm, y yo pasé saliva al escuchar su profunda voz. Era una manera extraña de despedirse. El pelinegro observó como la niña se ceñía a mí, aún sin deshacer el abrazo, por la expresión que colocó, entendí que no le gustaba nuestra cercanía, pero más que poner mala cara, no hizo —. Descansa, no pasará mucho hasta que Cronos vuelva a llamarte — y con eso cerró la puerta, separando a la niña y a mí de él.
Esa tarde, llegó la comida por parte de Glotón.
Me decepcioné un poco al no ser Malcolm quien la trajera, pues, prefería mil veces tratar con el chico que con la mole pervertida y apestosa.
Un nudo se formó en mi garganta al mismo tiempo que descubría cómo María observaba la bandeja de tostadas, con una expresión hambrienta, desesperada. Ese pan no le había alcanzado a una niña para soportar tantas horas de ayuno. Miré las tostadas yo también, esta vez era mucho menos que sándwiches insípidos.
Cuatro tostadas.
Eran sólo cuatro tostadas para nosotras dos.
— Come tú — le dije arrastrando la bandeja más cerca de ella.
La niña me miró boquiabierta.
— ¿Y tú qué comerás? — tuve que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Incluso, aunque ella estuviera muriendo de hambre, incluso así, esa dulce niña era capaz de preocuparse por mí.
— No te preocupes, hoy no tengo hambre.
— ¿Estás segura? — intervino Glotón de inmediato — Si después tienes hambre, tendrás que aguantarte hasta mañana a la misma hora.
Diablos, en serio tenía hambre y pensar que tendría que aguantar hasta mañana me asustaba. Sentía una opresión en el estómago, acompañado de un rugido hambriento. Sería difícil, pero tendría que soportarlo.
— Estoy segura — dije en alto, procurando no sonar vacilante —. Te lo dejo a ti, María. No vayas a desperdiciar.
Glotón me sonrió de manera repulsiva. Él entendía bien que estaba absteniéndome de comer por aquella niña.
— Gracias — dijo llevándose la primera tostada a la boca de manera dudosa, como si estuviera haciendo algo incorrecto por comerse mi parte.
Cuando llegó a su cuarta y última tostada, miró a esta con algo de tristeza y, como vi que no se movía, y se quedaba sólo allí, sosteniendo la tostada entre sus manitos, viéndola sin darle bocado, no me pude contener de preguntarle.
— ¿Qué sucede, María?
La niña lanzó unas lágrimas, seguido de un hipido.
Con su llanto entendí que ella tampoco se había creído mis palabras. Era una niña muy inteligente para su edad. Era demasiado madura, como si comprendiera cosas de adultos que no debería.
— No es justo... — masculló de manera entrecortada a causa de las lágrimas.
Y luego, tomando la tostada de ambos lados, hizo presión en ella hasta romperla en mitades perfectas. Extendió su mano derecha, acercándome una de las partes, sin poder parar de llorar.
Me quedé inmóvil, lo que duró una fracción de segundo. La acción de aquella niña, que no parecía superar los ocho años, me había tomado por sorpresa. Aquella dulzura pueril, esa solidaridad incluso en esta situación extrema, me había roto algo dentro.
Entonces entendí por qué no debía encariñarme con ella. Entendí por qué Malcolm, incluso siendo uno de mis captores, me había dado ese consejo.
Tomé, al fin, la mitad de la tostada entre mis manos.
Y las dos comimos la tostada sobrante en silencio, resonando sólo la respiración rasposa de Glotón a unos metros.
La tostada, que en un principio estaba seca y dura, logró ablandarse y humedecerse a causa de mis lágrimas.
Más tarde, en las horas que había dispuesto de sueño, me desperté cuando escuché un llanto en la habitación. Lo reconocía, se trataba de otra de las pesadillas de María. Corrí la sábana que me tapaba el torso y me senté sobre el diván. Antes de levantarme para despertar a María y sacarla de su horrible sueño, me sorprendí al descubrir que había alguien más en la habitación y se encontraba viéndome.
Pasé saliva.
Una pequeña sombra humanoide, sin rostro se encontraba viéndome muy cerca. Se veía algo escuálida, pequeña y encorvada, pero era muy parecida a las que habían aparecido en mi habitación tiempo atrás en mis pesadillas. Pero esta vez no estaba dormida y por extraño que suene, esta sombra no daba miedo.
Me quedé quieta y en silencio observándola. La sombra, al percatarse que la había descubierto, se movió lentamente hasta la pared más cercana, se detuvo unos segundos ante ella y luego hizo algo increíble, traspasó la pared por completo hasta perderse del otro lado, como si su cuerpo no tuviera materia alguna, como incluso, a pesar de estar formado completamente de sombra, su esencia era capaz de ceder contra lo sólido y volverse uno por un momento para volver a separarse del otro lado, o eso creí que sucedió.
— ¿Qué diablos había sido eso? — la pregunta salió en medio de un gemido que se acalló en mi boca.
Miré mi dedo anular, dónde aún descansaba el anillo. Supuestamente alejaba a las pesadillas, pero había vuelto a aparecer una de esas sombras.
Lo pensé mejor.
¿O puede que esa sombra no fuera una pesadilla?, pues, esa cosa no se sentía como una. No del todo.
Mi fuero interno fue interrumpido cuando el llanto entre sueños de María se escuchó desde la cama.
Me levanté y caminé de manera apresurada hasta ella.
Me incliné para despertarla, pero antes de lograr llamarla, unas palabras que salieron de su boca diminuta me helaron en el lugar.
— No, por favor, detente — logré entender a través de su llanto. ¿Qué podía estar soñando una niña para decir aquello en medio de un llanto sonámbulo? O peor aún, ¿y si en vez de tratarse de un sueño se trataba de un recuerdo que volvía a ella por las noches? —, no, papá...
Mi mirada se desorbitó ensombrecida y sentí nauseas por lo que había oído. Me llevé una mano a la boca para acallar un propio quejido. La compresión de aquella palabra me había dejado una sensación de horror. No quería adelantarme a los hechos, pero era difícil pensar otra posibilidad ya en mi cabeza. Esa idea asquerosa se había formado hasta encajarse en mi cerebro con garras penetrantes y profundas, y ya no había manera de deshacerla. Entonces sentí un sentimiento oscuro, que esta vez no provenía de afuera, sino que nacía en mi interior, en medio de mi pecho.
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