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El ataque de los gatos mutantes


Redford se desperezó lentamente. Lo primero que vio al subir la persiana de sus párpados fueron los blancos cabellos de Doreen esparcidos sobre su pierna. Ambos se habían quedado dormidos en el viejo sofá viendo películas hasta la madrugada y ahora le dolían todos los malditos músculos.

Se movió con mucho cuidado, no quería despertar a Doreen, pero pensándolo más, era mejor llevarla a su cama que durmiera algo apropiadamente o también le dolería todo el cuerpo. Doreen murmuró algo y empezó a desperezarse también.

—Buenos días, papá...

—Muy buenos días, mi rayito de sol.

Doreen rió, su primera carcajada de aquel día, y Redford aprovechó la ocasión para removerle el pelo con ternura.

—Ridículo...

Como Doreen ya se había despertado por sí misma, la dejó sentada en el sofá y él se levantó. Apagó el proyector —un trasto enorme pero carísimo, regalo de Aster— y se estaba dirigiendo a la cocina, estirando los brazos exageradamente,  cuando se percató de unos pétalos negros. Alguien había entrado en su hogareña guarida durante las breves horas de sueño que había tenido. Le hizo una seña a Doreen para que tuviera cuidado, y examinó un pétalo que colocó en la palma de su mano. Era artificial, por desgracia, ya que si fueran auténticos, valdrían una fortuna.

Empezó a rastrearlos y le condujeron hasta un sobre introducido entre unos libros que tenía más de adorno que otra cosa porque él no acostumbraba a leer. El sobre no tenía ningún remitente ni sello ni nada que identificara a quien había osado a depositarlo ahí. Redford bostezó pensando que después se lo llevaría a Carys para que tratara de identificar alguna huella dactilar. Lo agarró con sumo cuidado de una esquina y lo llevó a su despacho, donde lo abrió usando la técnica del fuego lento para no romperlo. La solapa cedió y, en su interior, había una nota.

—¿De qué se trata, papá? —preguntó Doreen, intrigada.

Redford la leyó en silencio y sus ojos se iluminaron al ver la dirección en que lo estaban citando.

—Un trabajo, de alto secreto, ¡y se trata de alguien del Purgatorio!

—¡Eso es fantástico!

Los dos saltaron emocionados. Al fin su primer trabajo de alta categoría. Doreen estaba contenta porque al fin le estaban perdonando por el accidente. Si algún noble se había atrevido a contratarle y realizaban la misión con éxito, seguramente empezarían a llegar más y más trabajos cada vez mas importantes y por ende, mejor remunerados.

—¿Por qué tanto misterio? ¿Qué crees que puede ser? —preguntó la joven.

—Sin duda debe de tratarse de una misión de alto secreto. Tal vez quieren que proteja al Heraldo en sus viajes con el exterior.

A Doreen le entusiasmaba que les contrataran para tareas tan importantes, pero temía la gravedad de estos encargos. No quería que Redford volviera a enredarse con asuntos de la Orden del Alicanto.

Redford descolgó el teletrófono y empezó a marcar el único número que se sabía de memoria.

—¿As? —susurró asegurándose de que nadie le contemplaba por las ventanas. Tenía las cortinas echadas por si acaso—. He recibido una petición de contrato. El remitente es completamente secreto, pero ha podido colarse en mi casa sin que me enterara.

—¿Cuánto bebiste anoche? —le espetó la voz al otro lado del aparato, una voz profunda pero tranquila pese a la ironía con que le acusaba.

—No bebí nada, pasé una noche de documentación cinéfila junto a Doreen. El punto es que...

—Así que al fin viste una película sin contenido pornográfico. ¿Pudiste seguir el argumento?

—EL PUNTO ES QUE me han citado en el Putgatorio a la una en punto del mediodía, osea, dentro de dos horas. Acóplate si quieres, una oportunidad como esta es única.

Mientras Redford hablaba con Aster, Doreen se puso a hacer ella el desayuno para los dos. Preparó café y pan tostado en la sartén. Estaba de buen humor, así que no le importó derrochar en aceite por una vez. Con lo que les pagarían por ese trabajo, podrían comprar hasta una buena botella de vino. De cosecha.

—Necesitaré un buen vestido, ¿verdad? No puedo presentarme ante la nobleza de cualquier guisa —cuestionó su hija llevando las tostadas a la mesa.

—Sin duda no puedes ir enseñando la tripa y los muslos. Tienes que ir como una señorita decorosa.

Eso era una confirmación de que le dejaría acompañarle, así que no protestaría... demasiado.

—A mi forma de vestir no le pasa nada, estás viejo ya.

—¡¿Viejo?!

—Anticuado —asintió, seria.

—¿Y qué clase de padre anticuado vería con su hija "El ataque de los gatos mutantes" eh, jovencita?

—Uno con gustos muy ridículos.

—Dejemos el tema de mis gustos... Vayamos a ver a Carys para que te ayude con lo del vestido. ¡¡Mmm! ¡¡Este desayuno está buenísimo!!

—Es un desayuno de gente importante, no todos puedes tomar aceite en estos días. —Sonrió, orgullosa y feliz por que le gustara.

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