2. Los caballitos de mar si lloran
Antes de leer; capìtulo muy extenso, se recomienda leer con bastante tiempo.
Sintió como un exquisito aroma invadió su olfato por la mañana. Aún dormido, se removió inquieto en su lecho, atraído por el olor que entraba a su habitación, y por una leve musiquita que podía oír a lo lejos.
Abrió sus ojos adormilados, se sentó apenas en el lecho, y lanzó un gran bostezo. Apoyó los pies en el suelo, se alzó de la cama, y se arrastró cansado hacia el baño.
Se miró en el espejo. Hoy no se veía tan demacrado como en otros días, ¿por qué sería?
Y la imagen de la noche anterior, se dibujó entonces en su consciencia: Panchito durmiendo junto a Miguel.
Una cálida y tierna sonrisa ensanchó sus labios.
—¿Despertar a papá?
Manuel fue capaz de oír la voz de su pequeño hijo desde la cocina.
—No Panchito, deja a papá dormir. Seguramente trabajó hasta altas horas de la noche.
Y oyó claramente, como Miguel contestaba a su pregunta.
Y el corazón le dio un brinco.
Se mojó la cara de forma apresurada, lavó sus dientes de forma fugaz, y peinò su desordenado cabello con las manos, para finalmente, encaminarse rápido a la cocina.
Cuando cruzó la puerta, el corazón se le conmovió.
—¡¡Papá!! —exclamó Panchito, que estaba sentado a la mesa. Alzò sus bracitos, alegre.
Manuel caminó hacia èl, y le dio un beso en la mejilla.
—Buenos días, señor Manuel —canturreò Miguel, quitando por un instante su atención de la sartén, y volteándose a sonreír al chileno.
Manuel sintió un leve cosquilleo en su estómago.
—Ho-ho-hola... —balbuceó como idiota, atontado por lo reluciente que lucía el profesor aquella mañana; se insultó a sí mismo de forma interna, por lo ''weòn'' que parecía—. Miguel... pensé que ya te habiai' ido —dijo una vez calmado, retomando la compostura.
Miguel ladeó su cabeza.
—Oe'... ¿me está echando de su casa?
—¡¡N-no!! —exclamó Manuel, nervioso—. ¡¿Cómo creì'?! E-es solo que... es solo que creí que te aburrirías estando aquí, con nosotros...
Panchito rio despacio, entre dientes, al ver por primera vez a su padre tan nervioso.
—Para nada —respondió el moreno, tomando un plato limpio y sirviendo huevos con tocino a Manuel—. Ustedes son una grata compañía. Siéntese a comer, señor director.
Manuel sonrió.
—Huele rico —dijo, admirando el desayuno que tenía un muy buen aspecto.
—Hice lo que pude. —Miguel se quitó el delantal de cocina, y se sentó a comer con ellos—. Es comida hecha por un peruano nato, asi que màs vale que lo aprecie. Espero que sea de su gusto, como lo fue para mì la lasaña que ayer usted preparò.
Al oìr aquellas últimas palabras, Manuel recordó lo acontecido en la noche anterior.
Y recordó, cuando él y Miguel estuvieron abrazados en la cocina; sintió un leve cosquilleo en el estòmago.
El color subió de inmediato por su rostro, y por causa de su nerviosismo, se atoró con un pedazo de tocino.
Comenzò a toser.
—¡Oh, re conchatumare! —gritò Miguel, nervioso; se alzó de inmediato, dando un golpe seco y fuerte en la espalda del director.
Panchito observó descolocado.
Y Manuel, en realidad sintió más dolor por el golpe de Miguel, que por el atoro.
—Gra-gracias... —balbuceó, aguantando el dolor.
Miguel asintió nervioso, y se devolvió a su asiento.
Hubo un silencio, y ambos, rieron nerviosos.
—Papá hoy estar extraño —dijo Panchito, jugando con sus carros de juguete—. Papá nunca estar así.
Miguel enarcó ambas cejas, sorprendido ante lo dicho por el niño. Manuel carraspeó su garganta, intentando desviar la atención del asunto.
Observò a Panchito con expresión inquisitiva, pidiéndole con la mirada, de que se callase, y no hablara de màs. Panchito sonriò divertido.
—Bueno, hoy es domingo, ¿o no? —Aquella le pareció una patética intervención para cambiar de tema, pero para su sorpresa, funcionó.
Miguel asintió enérgico.
—Creo que hoy está abierto el acuario en el centro de Santiago. Llegò hace unas semanas, y luego se iràn. Podrìamos aprovechar mientras sigue acà. —Cuando Manuel mencionó aquello, su hijo dio un fuerte respingo—. ¿Quizá nosotros podríamos...?
—¡Síííí! —El pequeño se alzó de su asiento, y comenzó a dar pequeños brincos—. ¡Acuario! ¡Peces! ¡Panchito y peces!
Miguel sonrió enternecido ante la reacción de Panchito. Un calor abrasador inundó sus mejillas.
—Bueno, entonces supongo que está claro el panorama de hoy po —dijo, volviendo su atención hacia el plato, y comiendo el desayuno.
Miguel sonrió con cierta tristeza.
—Bueno, entonces yo... —se removió incómodo en su puesto; hizo resonar el tenedor contra el plato; Manuel le observó de soslayo— me apresuraré en terminar. Espero que hoy pasen un bello día juntos en el acuario.
Manuel enarcó ambas cejas, descolocado por las palabras de Miguel.
—Supongo que mañana nos veremos de nuev...
—Tú tienes que ir —decretó Manuel, posicionando de forma conciliadora su mano en el antebrazo de Miguel; este dio un pequeño sobresalto por causa del tacto.
—¿Y-yo? Pero... creo que ya he sido suficientemente intruso, ¿no? D-digo, quizás estoy molestand...
—Miguel.
Dijo seco Manuel, dibujando una expresión melancólica en su rostro; Miguel ascendió su vista hacia él.
—Nadie ha sido así de bueno con nosotros, jamás —susurró, tomando a Panchito entre sus brazos, y acariciando su cabello—. Tu compañía es para nosotros un placer, es más... a veces siento que quizá nosotros lleguemos a hartarte en algún momento.
Miguel se incorporó de un movimiento fugaz; frunció el ceño.
—¡Eso nunca! —exclamó casi ofendido—. ¡Usted y Panchito son personas maravillosas! ¡Yo jamás podría hartarme de ustedes!
Y Manuel sintió que el corazón se le contrajo. Sonrió apenado.
No comprendía por qué razón Miguel sentía tanto apego hacia ellos, cuando él y su hijo, no significaban más que un estorbo u objeto de lástima para la sociedad.
—¡Y bueno! —Infló levemente sus mejillas, aún ofendido por las palabras del chileno. Pudo notar como una expresión melancólica se posaba en la faz del director, por lo que se le hizo urgente irrumpir la situación para evitar aquello—. Será mejor que desayunemos rápido. Me acompañarán a mi apartamento, me cambiaré de ropa e iremos todos juntos al acuario, ¿entendido?
—¡Sííííí! —Panchito alzó sus brazos con alevosía—. ¡Peces! ¡Peces! ¡Peces!
Y Manuel, sintió que nuevamente se conmovía con la ternura del profesor.
Y, aunque en aquel instante no comprendió la razón del por qué Miguel era una persona tan buena e incondicional con ellos, más adelante sería el confidente del más grande secreto de Miguel.
Y todo lo que él y su hijo, simbolizaban para el profesor.
Una hora más tarde, estaban ya en el acuario. Era un lugar subterráneo y con grandes vitrinas llenas de agua. Peces enormes, y moluscos de todas las especies, eran visibles a través de aquel escenario.
La gama de luces azulinas encendía el rostro de todos los presentes; una especie de aura mágica, se respiraba dentro de aquel sitio. Como un buen domingo familiar, muchas personas concurrían a tal sitio, por lo que la atmósfera era algo ruidosa y escandalosa para el gusto de Manuel.
—¡¡Mira papá, un pez!! —Panchito se soltó bruscamente de la mano de Manuel, y corrió hacia el vidrio del acuario.
—¡O-oye, Panchito! —exclamó, extendiendo su mano e intentando alcanzarlo, mas para su alivio, Miguel le siguió el rastro de inmediato.
El pequeño, extasiado pegó su frente al vidrio, observando con total admiración como un pulpo yacía pegado a una roca.
—Pececito —dijo èl, apoyando sus manos, y golpeando suave con sus dedos. Sus ojos verdosos brillaron del ímpetu por conocer cosas nuevas.
—Eso es un pulpo —corrigió Miguel, llegando por detrás, agachándose a la altura del pequeño, y posicionándose a su lado—. Es un molusco, es raro, ¿verdad? —sonrió enérgico.
Panchito asintió rápidamente.
—Tiene brazos.
—Son tentáculos —corrigió nuevamente el profesor.
—Pulpo —dijo èl, rebobinando todo lo aprendido recientemente—. Molusco y tentáculos.
Miguel sonrió satisfecho.
—Así es, cariño, muy bien.
Ambos comenzaron a reír; Manuel, que observaba por detrás, no pudo evitar sentir un calor abrazador en su pecho.
Qué lindos se veían ambos riendo de esa forma. Qué lindos se veían siendo tan felices. Qué lindos se veían siendo simplemente ellos.
Su alma sintió reconfortarse por un instante, pues, hace muchísimo tiempo que no pasaba un rato en familia...
¿Familia?
¿Acaso Miguel ahora era parte de su familia? ¿Ellos tres eran... eran familia?
De pronto, una sensación de hormigueo subió por su estómago. Cuando Manuel, pudo percatarse de su reflejo en el vidrio del acuario, pudo verse con el color inundando en su pálido rostro.
Parecía un tomate. Un tomate chileno.
Porque sí. El pensar en él, Panchito y Miguel como familia, le traía una sensación inigualable a su cuerpo y alma.
Le elevaba y le dejaba en una realidad ajena a la que él conocía, o de la que dejó de conocer hace años atrás, cuando él y su hijo fueron humillados y desplazados de la forma más ruin y cruel posible.
—Señor director. —Aquella dulce voz que comenzaba a embriagarle con el paso de los días, le sacó de la inmersión de sus pensamientos.
—¿S-sí, Migue? —balbuceó, sacudiendo de forma leve su cabeza y ascendiendo su vista hacia el profesor.
—Hoy Panchito aprendió algo nuevo —dijo, dirigiendo su vista hacia el pequeño, y encaminando este hacia el frente.
Y Panchito, sonrió de forma amplia, diciendo:
—El pulpo ser molusco, tener ocho tentáculos y lanzar tinta.
Y Manuel, sintió que el corazón le dio un brinco. Se agachó a la altura de su pequeño, le tomó por las manos y, con un fuerte brillo en los ojos, le dijo:
—Muy bien, cariño... —un leve nudo se formó en su garganta—. Eres muy inteligente, estoy orgulloso de ti, campeòn.
Panchito ladeó su cabeza hacia uno de sus hombros, avergonzado por el reciente halago; Miguel sonrió enternecido.
—Hay mucho por ver aún —dijo Manuel, incorporándose desde el suelo, y limpiando tímidamente una lágrima que luchaba por caer—. Vamos juntos a recorrer el acuario.
—¡Sí! —Ambos asintieron.
Manuel tomó a su pequeño hijo de la mano, y con Miguel tras ellos, recorrieron gran parte de los acuarios.
—¡Espera! —exclamó Panchito, cuando avanzaron tan solo un poco; tanto Miguel como Manuel se detuvieron. Panchito se posicionó en medio de ambos y, estiró sus brazos, tomando de la mano a cada uno de ellos—. Así sí —sonrió.
Manuel y Miguel, no pudieron evitar reír enternecidos; parecían una familia común, con Panchito en medio, como si fuese su... ¿su hijo?
Ambos desviaron sus rostros, avergonzados al percatarse de la situación. Caminaron varios metros en aquella posición.
—¡Pez, pez grande! —exclamó el pequeño, soltándose de las manos de ambos, y corriendo hacia el vidrio del acuario.
Era una mantarraya.
—¿Te gusta? —susurró Manuel, acercándose al niño, y agachándose a su altura—. Es una mantarraya, y es muy extraña, ¿cierto?
—Mantarraya —replicó èl, con un fuerte brillo en sus ojos—. Parece un avión.
Miguel y Manuel rieron enternecidos.
—¡Ooooh! —gritó Panchito, sin medir la intensidad de sus palabras—. ¡Peces raros!
Miguel se acercó al vidrio, y observó a lo que Panchito apuntaba: Eran dos hipocampos.
—Esos son hipocampos o, popularmente conocidos como caballitos de mar. —Panchito abrió su boca, sorprendido por el tierno nombre—. Mira, allí hay màs información sobre ellos.
Acercó su vista a la leyenda que yacía en la parte inferior de los hipocampos, y dijo:
—Los Hippocampus Whitei o, mejor conocidos como caballitos de mar australianos, forman parejas duraderas y exclusivas. Se saludan a diario y evitan encuentros con otros caballitos que no sean su pareja. Poseen un fuerte e inquebrantable lazo que los une por siempre, hasta que la muerte los separa. Los caballitos de mar australianos son el perfecto ejemplo que la fidelidad y el amor traspasa más allá de la barrera humana.
—Vaya, qué bonito... —susurró Manuel, conmovido.
Panchito abrió la boca, totalmente sorprendido por la información que reveló el profesor.
—¡Bonitos caballitos! —exclamó, pegando su frente al vidrio, y observando detenidamente por varios segundos; los hipocampos se movían juntos de un lado a otro, escondiéndose de vez en cuando entre las rocas y algas.
Y Manuel y Miguel, tan solo observaron complacidos lo feliz que el pequeño se veía, hasta que este, con una tierna sonrisa en sus labios, se volteó hacia ellos, apuntó hacia los caballitos, y dijo:
—Ese caballito —alzó su dedo hacia uno de los caballitos—, es papá.
Manuel entornó sus ojos, divertido por la aseveración de su hijo.
—Y ese otro caballito —alzó su dedo hacia el otro caballito, que era la pareja—, es profesor Miguel.
Y ambos dieron un fuerte respingo. Sus mejillas se tintaron de un fuerte carmín. Un fuerte hormigueo invadió sus estómagos.
Y Panchito, solo sonrió enérgico, para luego correr hacia el acuario que yacía al frente.
Y ambos, se quedaron petrificados en su sitio, sin poder reaccionar ante lo dicho por el niño. Y, con el pulso acelerado acusándoles, se miraron de forma leve, haciendo un tímido contacto visual.
Se mantuvieron así por varios segundos.
Y siendo tan solo ellos dos los protagonistas de aquel momento, Manuel dedicó una tierna sonrisa a Miguel, dejando de lado un poco la timidez, y mirándole con mayor admiración.
—Lo-los niños suelen decir estas cosas, ya sabes... —susurró, aún avergonzado, con el calor encendiendo su rostro.
Miguel, sin quitar el contacto visual directo, solo asintió despacio.
Y Manuel, sintió que era desnudado por la mirada de Miguel. Y no desnudado en un sentido literal, sino que su alma era desnudada y despojada de su escondite, por causa de aquella aura tan apacible y hermosa que expendía la dulce mirada dorada de aquel profesor.
Y sintió que el corazón le latía más rápido, porque ver directo a los ojos del profesor, era como un elixir que volvía a sentir después de muchos años.
Y Manuel, pensó que el profesor tenía un lindo rostro. ¿Desde cuándo se había vuelto tan lindo? ¿Y por qué antes no fue capaz de notarlo?
Y Manuel, se perdió en el rostro de Miguel.
—Los niños son capaces de ver la realidad en aquellas situaciones que los propios adultos niegan.
Y aunque por un instante a Manuel, lo dicho por Miguel no le hizo sentido, a los segundos después, comprendió lo que el profesor quiso decir, y con el calor abrasando su rostro, dijo de forma súbita:
—¡¿E-estás diciendo que tú y yo podríamos ser parej...?!
—¡¡Panchito tiene hambre!!
Ambos quedaron petrificados ante la sorpresiva interrupción del pequeño. Tan solo un fuerte palpitar les hacía eco desde el interior de sus orejas.
Estaban rojos como un tomate. De hecho, simulaban bastante bien la bandera peruana. Ambos tenìan el rostro rojo, y Panchito, que estaba al medio de ellos, tenía la piel blanca, como de costumbre.
—¡Pa-Panchito! —exclamó el peruano, quitando rápidamente su vista de Manuel, y agachándose a la altura del niño—. ¿Quieres que vayamos a comer?
El menor asintió enérgico.
—¡Comida! —Con su dedo índice, apuntò hacia el interior de su boca—. ¡Hambre!
Miguel se incorporó, y con la vergüenza aún golpeando en su rostro, observó al director, diciendo:
—¿De-deberíamos ir a buscar algún lugar para comer?
Manuel, con la vista petrificada en el suelo por causa de la timidez, solo susurró por lo bajo:
—Sí. Hay un lugar de comida aquí mismo, dentro del recinto.
Miguel asintió.
—Entonces vamos para allá.
Después de dirigirse hacia un local dentro del mismo recinto y, en frente de otro gran acuario, Manuel, Miguel y Panchito, reposaron por un instante después de merendar.
Hasta que Miguel, sintió una extraña sensación en la parte baja de su estómago.
—Creo que... que bebí mucha Inca Kola —dijo, esbozando una leve sonrisa en sus labios; Manuel y Panchito, le observaron divertidos.
—El baño está en el pasillo de la izquierda, hacia el fondo —dijo Manuel, incorporándose un poco de su sitio, e indicando la dirección.
—Prometo no tardarme.
—Tómate tu tiempo —recomendó Manuel, cogiendo la basura de la mesa, y echándola toda en una bolsa de papel—. Yo y Panchito te esperaremos en el pequeño parque de aquí fuera.
Miguel asintió enérgico, dio un pequeño beso en la mejilla del pequeño, y se apresuró hacia el interior del recinto.
Y Manuel junto a su hijo, partieron hacia el exterior.
Y allí, se presentaría el primer indicio de lo que tanto Manuel temía.
Y lo que mutaría luego, en una pesadilla que se aproximaba para todos.
Panchito se dirigió hacia el arenero, y comenzó a levantar un castillo. La concurrencia de niños era abundante en aquel sitio; muchas familias pasaban la tarde jugando con sus hijos. Por el lugar paseaban distintos carritos con venta de productos infantiles: helados, algodones de azúcar, balones inflables y recipientes con burbujas; Panchito miraba todo ello con un encanto único.
Y Manuel, no pudo evitar sonreír al percatarse de lo feliz que se veía su pequeño caballero
Todo parecía estar relativamente tranquilo. Manuel no quitaba su vista del niño, pues, tan solo un segundo de descuido, podría conducir a cualquier tipo de accidente en su hijo.
Los niños no se descuidaban, por ni siquiera un segundo; ley de un padre.
Pero, Manuel sin preverlo, vio a otro niño accidentarse. Y fue desde aquel punto, que lo más temido por Manuel, se gatilló.
—¡¡Buuuaaah, mamaaá! —Un grito desgarrador provino desde una pileta a la espalda de Manuel; un niño de no más de cinco años, resbaló y golpeó su nariz fuertemente en el concreto.
Cuando Manuel se volteó de forma sorpresiva por aquel desgarrador bramido, sintió que el corazón se le detuvo; la sangre salía como agua chorreando, desde la nariz del más pequeño.
Y, sin pensarlo y por mero instinto paternal, Manuel se alzó y corrió hacia el niño; varias personas alrededor imitaron su actuar.
—Tranquilo, tranquilo... —susurró inquieto Manuel, al percatarse del daño que sufría el menor—. ¡¿Dónde re chucha está la persona a cargo de este niño?! —vociferó, irritado en parte por el fuerte grito del niño, y por otro lado, por la irresponsabilidad de su cuidador.
El niño comenzó a gritar más fuerte; Manuel sintió que los oídos se le reventaban.
—¡¡Cariño!! —Una mujer apareció desde lejos, corriendo a toda velocidad hacia el niño—. ¡¡Oh Dios, hay que llevarte al hospital!!
—¿Usted es su mamà? —preguntó directo, mientras que con un pañuelo, intentaba retener la sangre en la nariz del menor.
—S-sí, es mi hijo —respondió ella, nerviosa.
—Tenga más cuidado —dijo con molestia—. Me gustaría ayudarla, pero debo atender a mi hijo tambièn.
—S-sí, muchas gracias.
Y la mujer, completamente descolocada por el reciente accidente, alzó al niño en brazos, y lo llevó hacia su auto; Manuel sonrió aliviado, y se volteó para dirigir su vista hacia su pequeño.
Y el corazón se le detuvo. Quedó petrificado en su sitio.
—¿Pa-Panchito...?
Su pequeño hijo, ya no estaba en el arenero.
—¡Panchito! —exclamó, corriendo en aquella dirección, y metiéndose en al arenero a vista y paciencia de los niños allí dentro; comenzó a cavar, creyendo ingenuamente, en su desesperación, que Panchito se había enterrado èl mismo en el sitio—. ¡¿Hijo?!
Y comenzó a perder el control.
—¡¿Panchito?! ¡¿Dónde estás?!
Sus pupilas castañas se contrajeron, y el corazón le comenzó a latir con rapidez. Sus manos se tornaron temblorosas, y una sensación extraña se le posó en el estómago.
Comenzó a sentir pavor.
—¡Panchito!
Y corrió por todos lados, buscando al pequeño entre los juegos, por alrededor de la pileta, entre los árboles e, inclusive, dirigiendo su vista hacia la autopista.
Pero nada.
—N-no... no, no, no...
La vista se le volvió engorrosa y, cuando menos lo esperó, las lágrimas comenzaron a ceder.
Y sintió que se le caía el mundo.
—¿Manuel?
El chileno fue capaz de oír aquello por detrás. Con los ojos inundados en lágrimas, se volteó de un salto.
Miguel sintió que el corazón se le encogió.
—Ma-Manu... ¿p-por qué estás llorando?
—¡E-es Panchito! —exclamó entre sollozos.
Una punzada atacó en el pecho del peruano.
—¡¿Qué pasó con el niño?!
—¡S-se perdió! ¡No sé dónde está! ¡N-no sé!
Y comenzó a sollozar. Miguel lo contuvo de inmediato.
—Tranquilo, escucha... —Le tomó el rostro, e intentó hacer contacto visual directo con él—. Vamos a buscarlo, ¿sí? Te ayudaré. Pase lo que pase, lo encontraremos.
Manuel asintió entre lágrimas.
—Vamos.
Y nuevamente, comenzó la búsqueda. Manuel secó sus lágrimas, y recorrió cada rincón del parque, esperanzado en encontrar a su amado hijo.
Miguel, por su parte, se extendió más allá del parque, y comenzó a buscar por los sitios aledaños.
Pero nada encontró.
Las esperanzas comenzaron a esfumarse, y con ello, también la cordura de Manuel. Una terrible angustia le invadió el alma.
Y Miguel, comenzó también a sollozar mientras buscaba.
—¡Miguel!
Fue capaz de oír aquella tierna y dulce voz, proveniente desde el interior de un vehículo al costado del parque; el corazón se le detuvo.
Y se volteó a mirar.
Y era Panchito; estaba dentro de un carro.
—¡Pa-Panchito! —exclamó horrorizado, corriendo eufórico hacia el auto que yacía estacionado—. ¡¡Panchito!!
Y cuando llegó al auto —el que mantenía su puerta trasera abierta—, vio al niño con un oso de peluche, y con un contundente algodón de azúcar en su mano.
Y aquello, le pareció sumamente extraño.
—¿Quieres? —El pequeño, posicionado en la parte trasera del carro estacionado, extendió el algodón hacia Miguel, el que le miraba aún con una expresión angustiante—. Algodón, sabe dulce; rico, ñam ñam.
—Pa-Panchito... —musitó débilmente, echándose al suelo, y aferrando con fuerza al niño, en un eufórico abrazo— Di-Dios mío... no vuelvas a desaparecerte así... casi nos das un infarto...
El niño parpadeó confuso.
—¡¿Qué haces aquí?! —Le reprochó Miguel—. ¡Papá se va a enojar contigo! Él te compró ese oso de peluche y ese rico algodón, esa no es forma de pagarle, ¿sabes?
Panchito ladeó su cabeza, aún más confuso.
—Papá no comprar algodón y oso —dijo el pequeño.
Y Miguel, arqueó ambas cejas, incrédulo por lo que escuchó.
—¿Qué? —musitó—. ¿Entonces quién...?
—Yo fui.
Miguel oyó una voz femenina por el costado del auto. Alzó su vista, y observó como una mujer de bellos atributos físicos aparecía por la parte de la autopista; Miguel se incorporó de inmediato.
Le observó con desconfianza.
—¿Quién es usted? —disparó sin pensar.
—Debería ser más cortés —dijo ella, calándose su abrigo de cuero—. Yo rescaté al niño.
Miguel le miró confuso. Panchito asintió con la cabeza.
—El niño estaba persiguiendo al vendedor de algodones. Yo lo vi desde lejos, le compré uno, y lo traje hasta mi auto.
Miguel no terminó de tragarse aquella historia.
—¿Y era necesario traerlo hasta el carro? ¿Por qué no lo llevó con su padre? —inquirió molesto.
La mujer sonrió.
—Porque estaba perdido, le repito —dijo con cierto aire de soberbia—. ¿Hubiese usted preferido que lo dejase allí, sin saber a dónde ir?
Miguel se calló por un instante, rebobinando todo lo ocurrido.
—Bu-bueno... supongo que tiene razón... —admitió, levemente arrepentido.
Panchito sonrió enternecido.
—Bueno, ahora que ha encontrado al niño, me alegra saber que realmente no estaba solo.
Miguel, ascendió su vista hacia la mujer; le observó fijamente.
Era hermosa.
Tenía una blanca piel, tersa como la seda y pálida como la leche. Su cabello era rojizo, y contrastaba con el fuerte pardo de sus ojos. Y, aunque tenía un lindo color, los ojos de aquella mujer, de cierta forma, inquietaban el espíritu de Miguel.
Tenìa un aura densa.
En rasgos raciales, ellos dos eran bastante distintos.
—Bueno, pequeño... —dijo la mujer, agachándose a la altura de Panchito, y regalándole una leve caricia en el rostro—. Fue un gusto cuidarte, ve con tu papá. —Apuntó hacia Miguel.
—Él no ser papá —reveló Panchito—. Él ser profesor Miguel.
La mujer arqueó ambas cejas.
—¿Quién es tu papá? —preguntó ella.
—Mi papá ser Manuel.
Y la mujer sonrió.
—Bien... —susurró— entonces ve con tu papà Manuel.
Panchito asintió con la cabeza. De forma cuidadosa y, con ayuda de la mujer, bajó del auto, y tomó de la mano a Miguel.
—Gra-gracias por... por encontrar y cuidar al niño... —dijo Miguel, aún arrepentido por lo grosero que antes había sido.
La mujer hizo un ademán con su mano.
—No es nada. Es un niño muy bonito. Por favor, sean más cuidadosos con èl.
Miguel asintió.
—¡Adiós! —Panchito alzó su mano, dibujando una radiante sonrisa en su rostro.
—¡Adiós, Panchito! —exclamó la mujer, inmortalizando en su faz una tierna expresión que jamás Miguel olvidaría. Y no por la expresión misma, sino que por el rostro de aquella mujer.
Para cuando Miguel regresó al parque junto a Panchito, pudo ver de lejos como Manuel estaba rodeado no solo de carabineros, sino que también de perros rastreadores.
Y a Miguel, se le dibujo una pequeña sonrisa en los labios.
—Señor, no era necesario que llamara cinco veces a carabineros para buscar a su hijo...
—¡¿Què?! ¡¿Y por què no?! ¡Entre más sean, mejor po! —exclamó Manuel, estando evidentemente fuera de sí, por causa de la desesperación—. ¡Cinco perros rastreadores es mejor que uno!
—Señor, escuch...
—¡¡Papá!!
Y Manuel, sintió que el corazón se le paralizò cuando oyó aquella linda y dulce voz.
Se volteó de inmediato, y se echó al suelo.
—¡Panchito!
Y ambos se aferraron en un fuerte abrazo; Miguel sonrió enternecido.
—Disculpe... —habló uno de los policías, a lo que Miguel, simplemente alzó su vista, e hizo un ademán de agradecimiento.
—Ya no es necesario. Gracias por venir.
Los carabineros asintieron, y se retiraron, murmurando por lo bajo.
—¡¿Dónde estabas, Francisco?! —regañò Manuel, aún nervioso por lo recientemente ocurrido—. ¡¿Por qué te separaste de papá?!
—La señora compró algodón —dijo èl solamente, no pudiendo notar la gravedad del asunto—. Panchito quería algodón, y ella compró.
Manuel observó confuso; alzó su vista hacia Miguel, intentando encontrar una respuesta en él.
—Lo que pasa es que una mujer estaba con Panchito —explicó Miguel, y dicho esto, Manuel se incorporó—. Estaba con èl en su auto.
—¿Una mujer? —inquirió el chileno, totalmente extrañado—. ¿Qué mujer? ¿Y por qué estaba ella con mi hijo?
Miguel notó cierta molestia en el tono de Manuel. Calló por un instante, pensando mejor en qué palabras elegir para continuar.
—Según me dijo ella, Panchito persiguió al vendedor de algodones, y fue entonces cuando se perdió. Ella le compró ese algodón y el oso, y lo resguardó en su vehículo hasta que alguien apareciera.
Pero aquello, no tranquilizó a Manuel.
—¿Cómo era esa mujer? —inquirió angustiado.
Miguel se removió confuso. Arqueó ambas cejas.
—Contéstame lo que te estoy preguntando, por favor.
—Bu-bueno, ella... ella era de piel blanca y... y cabello rojo, y tenía...
—¿Qué más?
—Tenía unos ojos pardos. Sí, ojos pardos. —Miguel sonrió—. Tenía unos ojos de un pardo muy profundo. El aura que tenía era muy inquietante, era como si me desnudara con su vista, ella...
Y de forma abrupta, Manuel arrebató el oso y el algodón de las manos de Panchito. Caminó hacia el basurero más próximo, y los tiró con rabia.
Panchito comenzó a sollozar con fuerza.
—¡¿P-por qué hace eso?! —exclamó Miguel, shockeado por la reacción del director.
—¿Erì' weòn? —disparó sin tapujos—. ¿Cómo permites que esa mujer le dé de comer a mi hijo?
Miguel quedó petrificado en su lugar.
—¿Disculpe?
Panchito comenzó a sollozar con más fuerza.
—Panchito, mi amor, por favor... —Manuel cerró los ojos; sintió que estaba al borde del colapso— guarda silencio, cariño...
Pero Panchito no paraba.
—Ella no se veía una mala persona —respondió Miguel, sumamente ofendido por el trato reciente—. De haber visto en ella a una mala persona, le aseguro que habría sido el primero en defender al niño.
Manuel guardó silencio.
—¿Y sabe qué? —musitó, en un hilo de voz—. Tampoco voy a permitir que usted me trate de esta forma. —Se amarró el abrigo, y se caló el bolso—. Lo veo mañana en la escuela. Que tenga una buena tarde.
Y se volteó para retirarse, pero Manuel, le tomó por el brazo.
—Miguel...
—Suéltame, por fav...
—Miguel, no... no te vayas...
Y Miguel se quedó quieto.
—Yo... lo siento, perdóname —dijo de forma suave—. Perdón, te dije eso sin pensarlo, perdóname. Soy... un aweonao, fue de impulsivo; lo siento...
Miguel desvió la mirada, aún molesto.
—Está bien —dijo seco.
Peruano que se respeta, no se dejaba tratar mal.
—Acompáñame a casa, por favor. Prometo que voy a explicarte todo, ¿sí? —Regaló al moreno una leve sonrisa.
Miguel sintió que el corazón le dio un fuerte brinco. Y, aunque sentía molestia por lo reciente ocurrido, sentía que tampoco podía negarse a alguna petición de Manuel.
Y mucho menos si le sonreía con esa aura tan apacible, que tanto le caracterizaba.
—Le acompañaré a casa. Sé que su carro hoy está en el taller. El niño está llorando, y en el metro necesitará a alguien más para lidiar con esto.
Manuel sonrió.
—Gracias, Miguel...
El camino a casa fue silencioso entre ellos, pero ruidoso por los llantos de Panchito. En el metro, varias miradas hostiles eran dirigidas hacia ellos y, especialmente, hacia Panchito, que aún herido por su oso y su algodón de azúcar, no cesaba en su llanto.
—Cariño, papá te comprará otro algodón llegando a casa, ¿de acuerdo? —le intentó persuadir Miguel, agachándose a su altura y dedicándole una conciliadora sonrisa.
Pero eso tampoco funcionó.
—¡Panchito quiere algodón! ¡Papá es malo! —vociferó, provocando un fuerte sentimiento de culpa en el chileno; Manuel torció los labios, y agachò la mirada.
—Papá no es malo, cariño... —susurró Miguel— es solo que ese algodón tenía algo raro, papá estaba protegiéndote.
—¡Pero Panchito quería algodón!
Miguel dibujó una triste expresión en su rostro; Manuel se mantuvo con la cabeza agachada, dolido por las palabras de su hijo.
Pero peor fue la sensación, cuando uno de los pasajeros, se atrevió a hablar.
—¿Pueden callar a ese niño?
Un silencio incómodo se formó en el vagón. Tan solo Panchito sollozando fue perceptible.
—Eso intento, por favor no se meta —respondió Miguel, a secas.
—Me meto porque me está reventando los oídos —contradijo el pasajero—. O lo calla, o llamaré a seguridad.
—¿Usted no se da cuenta acaso de que es un niño? —dijo Miguel ofendido, alzando su voz, y volteándose hacia el hombre—. Èl está haciendo un gran esfuerzo por entender la situación, por favor no sea tan desconsiderado.
—El pendejo chico es el considerado —respondió sin tacto, mirando a Panchito fijamente, dándose cuenta de su condición, y diciendo finalmente—: Debería estar prohibido subir al vagón a niños que son retrasados.
Y Miguel sintió que el pecho se le inundó de fuego. Manuel se alzó de golpe, y caminó hacia el hombre con expresión asesina.
Miguel alzó su brazo, y detuvo a Manuel.
Ambos miraron fijamente al hombre.
—Manuel —espetó Miguel, sin quitar la vista al hombre—. Por favor, vaya con el niño.
—No puedo —respondió Manuel, observando al hombre, apretando los dientes, e intentando controlar la rabia que le consumía descomunalmente—. Tengo que golpearlo, insultó a mi hijo; nadie insulta a mi hijo; él...
—Manuel —volvió Miguel a decir—. El niño está asustado; evitemos esto.
Y así era. Panchito observaba con pánico la situación. La gente de alrededor, cómplices al callar ante tal caso de discriminación, también observaban en silencio.
Manuel, con la cabeza fundida en una rabia cegadora, asintió despacio, tragándose el nudo que yacía en su garganta, y acercándose a su hijo, para aferrarlo en un abrazo, en un intento por calmarlo.
Miguel entonces, se acercó al hombre.
—Escúchame bien, baboso... —dijo entre dientes, frunciendo el ceño y acercando su rostro peligrosamente con el del hombre; este se encogió en su puesto, por causa del miedo—. Si la gente huevona estuviese prohibida en los transportes, de tanto caminar, seguramente tù te volverìas un atleta de alto rendimiento.
La gente de alrededor se aguantó la risa.
—Cuando usted insulte a un niño con síndrome de down, recuerde que èl va a reírse, porque piensa que usted está jugando con èl, porque la inocencia de èl sobrepasa su maldita ignorancia que le consume su asqueroso reseco cerebro.
La gente del vagón quedó estupefacta.
—Mi-Miguel, ya... —intentó Manuel detenerle.
—No —espetó—. Y una última cosa. Si tanto le molesta compartir el transporte con ''un niño retrasado'', recuerdo que muchos de nosotros debemos compartir nuestros espacios con gente huevona, e ignorante —dijo, alzando su vista hacia el resto de pasajeros—. Los espacios públicos son de todos, no solo de quiénes tienen ciertos privilegios. Si tanto le molesta, entonces vaya y enciérrese en las montañas del Himalaya. Mientras estos espacios sean públicos, usted deberá tolerar y respetar a personas que no poseen su misma condición.
El hombre se quedó mudo.
—Miguel... —Manuel pudo ver, como en los ojos de Miguel, se habían asomado algunas pequeñas làgrimas.
—Estoy bien —dijo—. No pasa nada.
Y el camino a casa fue silencioso. Y aunque ninguno de los dos dijo algo al respecto, dentro de ellos algo moría cada vez que eran testigos de cómo la gente les discriminaba, ya fuese por atacarles de forma directa, o por ser cómplices del silencio.
La tarde transcurrió tranquila. No pasó mucho tiempo para que Panchito recobrara el sueño. Esta vez, Manuel tuvo que leer solo un pequeño cuento para que èl cediera hacia el descanso. Mañana era lunes, y nuevamente, la vida laboral y académica debía empezar.
Manuel partió al living. Miguel estaba terminando su taza de café.
—Ya se durmió... —susurró Manuel aliviado—. Creo que sacarle a pasear le cansa mucho; lo haré más seguido.
Miguel asintió en silencio. Tomó un sorbo de café, y dirigió su mirada hacia el suelo.
Hubo un silencio profundo entre ambos.
—Miguel, ¿ocurre algo? —preguntó Manuel, posando suavemente su mano en el antebrazo del moreno—. Es por lo de hace un rato... ¿verdad?
Miguel tragó saliva.
—Sí... —dijo débil—. Es solo que... que me trae recuerdos muy amargos.
Manuel arqueó ambas cejas.
—¿Recuerdos de qué?
Miguel dio un pequeño respingo. Se dio cuenta de que había dicho palabras de más.
—Nada —dijo—. Y bueno... usted me dijo que me explicaría la razón del porqué actuó así en el parque conmigo, ¿verdad?
Manuel asintió con cierta tristeza.
—Ya sabes que me arrepiento de haberte llamado...
—Weòn —irrumpió Miguel, aùn con la mirada hacia el suelo—. Me llamaste weòn.
Manuel lanzó un suspiro, cargado de frustración. Miguel alzò la mirada, y ambos hicieron contacto visual directo. Manuel le sonriò con tristeza.
—Lo siento...
Miguel sonrió enternecido. Dejó a un lado la taza con café, y se acercó a Manuel. Apoyó su cabeza en el hombro de este.
Y Manuel, sintió que el corazón se le acelerò.
—Lo sé, señor director —dijo Miguel divertido—. No se preocupe. Creo que tuvimos un peor intercambio de palabras cuando nos conocimos.
Ambos rieron.
—Bueno... la razón por la que actué así es porque... —Apretó sus manos, nervioso ante lo que diría— porque la descripción que me diste de aquella mujer, era idéntica a la apariencia de Camila.
Miguel se separó levemente del hombro de Manuel; le observó a los ojos castaños; tenía un aura cansada.
—¿Usted cree que ella...?
—No lo sé —dijo el chileno—. No sé si la mujer con la que te encontraste era ella o no. Pero, cuando te oí, me dio muchísimo miedo e hice esa locura de lanzar el algodón a la basura. Fue un acto... impulsivo.
Miguel sintió compasión por Manuel; le entendía perfectamente, después de todo, Camila era para Manuel, no solo un recuerdo doloroso, sino que también, la persona que fue capaz de abandonar a su hijo de la forma más ruin posible.
—No voy a juzgarlo —dijo, cruzando su brazo con el del director, haciendo un tierno ganchito—. Usted ama a Panchito, y comprendo el miedo que siente —sonrió.
Y Manuel, sintió que el corazón se le conmovió.
—Gracias... —Dio una pequeña caricia en el antebrazo a Miguel—. ¡Ah! —exclamó, provocando un pequeño sobresalto en el peruano—. ¡Antes de que me olvide!
Se reincorporó del sofà, y se dirigió hacia la mesa. Tomó una carpeta, y la llevó hacia Miguel.
—¿Qué es esto? —preguntó Miguel, tomando la carpeta, y abriéndola sin saber con lo que se encontraría allí dentro.
—Descúbrelo por ti mismo.
Y cuando Miguel dejó al descubierto los documentos del interior, no entendió de inmediato la tan dichosa sorpresa. Pero, con el pasar de los segundos, leyó y comprendió de lo que se trataba.
Y sintió que el corazón se le detenía.
—N-no... —Cerró la carpeta de golpe, y alzó su vista hacia Manuel—. ¿U-usted...?
Manuel sonrió enternecido. Asintió con la cabeza.
—¿Qué ocurre? —dijo conmovido, notando como los ojos dorados de Miguel se cristalizaban—. ¿Acaso no estás feli...?
—¿U-usted me dará este honor? ¿En serio?
Manuel sonrió.
—El honor es mío, Miguel —dijo, tomando al profesor por las manos, y apretándolas de forma conciliadora—. Decidí sacar a Panchito de su antigua escuela. La mensualidad que pagaba era no solo abusiva, sino que también la atención que le daban a mi hijo era decadente. Ellos creían que aceptando a un niño con síndrome de down en sus aulas, era un acto de caridad hacia mí, y que yo debía estar agradecido con ellos.
Las lágrimas cedieron por el rostro de Miguel.
—En cambio tú... —Sintió que una calidez reconfortante se extendió por su pecho— tú has llegado a mi vida de improviso, y nos has entregado más de lo que cualquier persona ha hecho con nosotros. Aceptaste a Panchito en tu aula. Lo integraste con el resto de sus compañeros. Le entregas un cariño incondicional y puro. Lo respetas, y enseñas el respeto de los demás hacia èl. Lo haces por vocación, y no me pides nada a cambio, sino que al contrario...
Sintió que un pequeño nudo se aferró en su garganta.
—Yo te debo tanto y tú... tú eres un hombre tan bueno con èl que... que decidí integrarlo a tu curso. Quiero que mi hijo sea tu alumno, Miguel. Tuyo, y de nadie más.
Miguel rompió en llanto.
—¡Sí, sí, sí! —Abrazó la carpeta, inmortalizando en su faz una expresión llena de dicha—. ¡Esto es un honor para mí! ¡Es el más grande honor que me han dado en la vida!
Y Manuel sintió que moría de amor por la reacción del profesor.
Y Miguel, se aferró a Manuel en un abrazo de gratitud.
—Gra-gracias... —susurró el moreno, aferrándose con fuerza a Manuel.
—No Miguel... —sonriò— gracias a ti.
Y ambos, se quedaron en aquella posición por extensos segundos.
Cuando se separaron, ambos pudieron notar que el otro lloraba.
—Estai' llorando —dijo Manuel entre risas, limpiando sus propias lágrimas.
—¡Usted también!
Ambos rieron.
—Y bueno... entonces, como mañana Panchito comienza su día de escuela conmigo, seguramente usted ya sabe la actividad que hay para mañana, ¿no? —Guardó la carpeta en su bolso, y se cruzó de brazos.
Manuel guardó silencio.
—¿No lo sabe? —le reprochó, situando sus manos en la cintura.
—Se me olvidó...
Miguel rodó los ojos. Manuel sonrió arrepentido.
—Mañana habrá un acto para toda la escuelita. Los niños, y adultos si lo desean, deberán presentar un número artístico; el que deseen. La idea principal de la actividad es impulsar y desarrollar no solo el talento de los niños, sino que también su desplante en el escenario.
Manuel asintió sorprendido.
—Pero Panchito no preparó nada, y ya está dormido...
Miguel tiró levemente de la oreja al director.
—¡Auch! —se quejó.
—¡Nada de ''auch''! —le regañó—. Si Panchito no va a presentar nada, entonces lo más sensato es que su padre lo haga en su lugar.
—¡¿Q-qué?! ¡Pero yo no soy bueno para nada po! —exclamó, acariciando su oreja.
Miguel sonrió enternecido.
—¿Nada? —susurró—. ¿Un padre ejemplar, que ama a su hijo, que es costurero, enfermero, abogado, profesor, chef y dueño de casa, acaso es ser bueno para nada?
Manuel se sonrojó notoriamente. Sonrió apenado, y desvió su mirada.
—Bueno —dijo Miguel—. No importa, creo que lo dejaré pasar por esta vez, ¿vale?
Manuel asintió, aún con el color inundando en sus mejillas.
—De todas formas... —susurró Miguel, desviando su mirada hacia el techo— tome en cuenta lo que le dije. Estoy seguro de que usted tiene algún talento que mostrar, ¿o no?
—Quizá, quién sabe...
—Quizà un poema... los chilenos son reconocidos por ser buenos escritores, y poetas. Probablemente, el espíritu de Neruda tome su cuerpo, y mañana recite los veinte poemas de amor, y una canción desesperada.
Ambos rieron.
—Bueno, pues... yo me tengo que ir. Ya es tarde y mañana es un nuevo día de trabajo. —Se incorporó, se puso el abrigo y tomó su bolso.
—¿Te llamo un taxi?
Miguel negó con la cabeza.
—Nah... no se preocupe, me iré caminando. Vivo a unas pocas cuadras de aquí.
Manuel negó enérgico.
—No, yo te llamaré un taxi. Es de noche, y no quiero que nada malo te pase.
Miguel sonrió divertido.
—Habla usted como si yo fuese una princesa indefensa.
—No eres una princesa indefensa, pero sí eres muy importante para mí.
Miguel tuvo que ocultar su rostro entre su abrigo, pues el color no tardó en subir por sus mejillas.
Y no pasaron muchos minutos más, para que Manuel entonces, lograra comunicarse con un taxi.
—Te acompaño hasta la puerta. Esperemos afuera el taxi.
Miguel asintió, y ambos, esperaron en la intemperie de la noche.
Estando ya afuera, el director encendió un cigarrillo en la espera del vehículo. El frío comenzaba a calar adentro del ropaje, y el humo del cigarrillo, traía un poco de satisfacción al cuerpo de Manuel.
—Un cigarrillo significa un día menos de vida junto a Panchito —dijo Miguel, arqueando una de sus cejas, y observando cómo el director exhalaba el humo.
Manuel sonrió, y apagó el cigarrillo.
—¿Feliz? —inquirió, y Miguel asintió con una gran sonrisa.
Maldición; Miguel comenzaba a tener influencia en sus hábitos.
—Dentro de poco llegará el taxi, y hay algo que quiero preguntarte, Migue... —dijo Manuel, metiendo sus manos al bolsillo de su chaqueta, y acortando distancia hacia el peruano.
Miguel le observó con un tierno brillo de luna en sus ojos.
—¿Qué ocurre, señor director? —preguntó el moreno, en un tierno susurro.
Y Manuel, sintió que cada vez era más débil ante Miguel.
—Tú... ¿tú por qué eres tan bueno con nosotros?
Miguel enarcó ambas cejas.
—Di-digo... ¿por qué haces todo esto por mí y Panchito? ¿Por qué nos tratas tan bien? ¿Por qué eres una persona distinta al resto? ¿Por qué sigues a mi lado, incluso cuando no tengo nada que ofrecerte, cuando soy un hombre amargo, y que está fragmentado? ¿Por qué nos entregas tanto cariño, Miguel?
Aquellas preguntas fueron como un terremoto en el alma del profesor. Sus sentimientos comenzaron a revolverse.
—Manuel, escucha...
—No lo entiendo —espetó Manuel, con cierta frustración; no era capaz de comprender por què Miguel actuaba de esa forma con personas que significaban una molestia para el resto—. ¿Qué he hecho yo para merecer actos tan buenos y desinteresados? ¿Por qué eres así con nosotros?
Y Miguel, empujado por el ímpetu, y su corazón que le demandaba ya de una buena vez por todas revelar las verdaderas razones, alzó sus frías manos, y las posicionó en las mejillas de Manuel, diciendo:
—¿Usted un hombre amargo? —susurró dolido—. Es usted el hombre de corazón más bello y puro que he conocido, Manuel. Jamás he visto en mi vida a un padre tan bueno, a un humano tan hermoso. Puede usted decir que está apagado y deshecho, pero yo veo en usted resiliencia y fuerza —sonrió, admirando con amor indecible la expresión atónita de Manuel—. En usted veo el amor en su estado más puro, Manuel.
Manuel no pudo decir palabra alguna. Las frías manos de Miguel acariciando sus mejillas, constituían la caricia más dulce y bella que jamás había experimentado.
Y su corazón y mente, comenzaron al fin a comprender la razón por la que Miguel le hacía experimentar tantas cosas.
—Si me acerco a usted y a su hijo, no es por lástima, Manuel... —con sus manos temblorosas, profundizó sus tiernas caricias en el rostro del chileno. Tomó un mechón de cabello castaño, y lo posicionó por detrás de la oreja del director. Le observó a los ojos, como revelando la verdadera esencia de su alma—. Si me acerco a usted de esta forma, es porque yo... yo a usted lo... lo...
Sus palabras quedaron atrapadas en su garganta. No fue capaz de decir aquello último. El miedo al rechazo, le consumió.
—¿T-tú... tú qué, Miguel? ¿Tù... què?
El sonido de la bocina del taxi les sacó desde lo más profundo de su especial atmósfera. Por un par de segundos, Miguel no pudo despegar su mirada cristalizada de los ojos de Manuel.
Pero otro bocinazo, les sacó definitivamente del trance.
—¡Llego el taxi, oe'!
Se oyò la voz del taxista, y ambos rompieron la atmòsfera.
—Mañana nos vemos... —sonrió Miguel—. Esperaré a ver el acto que presentará.
—Miguel, espera...
—Adiós, señor director.
Y de un movimiento suave, Miguel acercó sus labios a la mejilla de Manuel, depositando un tierno beso, revestido de inocencia y de una fuerte muestra de cariño en su sentido más puro y desinteresado.
Y Manuel, observó la silueta de Miguel alejarse y, posteriormente, el taxi alejàndose por las otras calles.
Y quedó con el corazón en la mano, con los sentidos entumecidos y sintiéndose en lo más alto de la cima. En una realidad ajena a la suya. En una atmósfera utópica que le revolvía todo por dentro.
Confuso. Alegre. Admirado. Emocionado.
Enamorado.
Y Manuel, comprendió entonces que, a sus treinta y seis años de edad, le era aún permitido experimentar aquello tan propio de los chiquillos en la pubertad.
Que, a sus treinta y seis años, aún era capaz de sentir el ímpetu de amar. Y, aunque esta vez fuese de un hombre, aquello no le obcecaba de entender que realmente aquel era el sentimiento que poseía.
Porque a sus treinta y seis años de edad, siendo un padre soltero, marginado por la sociedad y, fragmentado por cosas del pasado, Manuel se enamoró.
Y se enamoró de Miguel.
Al día siguiente, Manuel y Panchito, despertaron más tarde que de costumbre...
Llegarían tarde a la escuela.
—¡Arriba! ¡Arriba! —exclamó Manuel, tomando al pequeño entre sus brazos, metiéndolo en el carro, y amarrándole su sillita—. ¡El profesor Miguel se enojará con nosotros por llegar tarde!
Panchito ladeó su cabeza, no tomando el peso a las palabras de su padre, y dedicándose únicamente a tomar la leche con chocolate de su vaso.
Manuel rápido subió al vehículo, echó marcha hacia atrás, y luego emprendió el viaje hacia la escuela.
Y, en mitad del camino, un recuerdo desafortunado le cruzó por la mente.
''Mañana nos vemos. Esperaré a ver el acto que presentará''.
La dulce voz de Miguel, y su bella sonrisa, aparecieron en su mente.
Y Manuel, sonrió como un bobo enamorado.
Y por causa de ello, no esquivó un hoyo en la pista, haciendo saltar el auto de forma abrupta.
—¡Aich! —se quejó Panchito—. ¡Papá!
—¡L-lo siento, cariño! —se disculpó él, retomando nuevamente el control del vehículo.
Y, aunque el golpe que el auto se propinó por causa de ese hoyo fue lo suficientemente fuerte para sacar a cualquiera de su trance, para Manuel no fue suficiente.
Y siguió pensando en las palabras de Miguel.
Una lucha interna comenzó a desatarse en su cabeza. Se le comenzaron a revolver los sentimientos. Una fuerte frustración se le acrecentó con el pasar de los segundos.
Y recordó.
Recordó que, en uno de los muebles, tenía guardado un viejo teclado, el mismo con el que tocaba en un grupo de rock alternativo, allá en su época universitaria, cuando era más joven, antes del nacimiento de Panchito.
Y aferró sus manos con fuerza en el volante. Apretó sus dientes con enojo.
—¡Ah, por la chucha! —vociferó de la nada.
Panchito enarcó ambas cejas, incrédulo por las extrañas reacciones de su padre.
—Panchito —llamó él, mirando a su hijo por el espejo retrovisor—. Cariño, agárrate fuerte.
El niño ladeó su cabeza, confuso por tales palabras.
—Hoy papi hará una locura por amor —dijo entre dientes.
Y luego, de un movimiento brusco, Manuel giró el volante con todas sus fuerzas. Las ruedas del vehículo hicieron un ruido estrepitoso contra el asfalto de la carretera, y el vehículo patinó sobre ella, encaminándose nuevamente hacia su casa.
Manuel, jamás se creyó capaz de tal locura.
Treinta minutos más tarde, Manuel y Panchito, al fin llegaron a la escuela. Se encaminaron por el pasillo a toda velocidad, hasta que alguien los interceptó.
—Treinta minutos tarde, señor director.
Manuel dio un fuerte respingo, y lanzó un gracioso alarido.
—¡A-ah! ¡Mi-Miguel!
Miguel sonrió divertido.
—Buenos días, precioso. —Se agachó a la altura de Panchito, y depositó un tierno beso en su mejilla—. ¿Y usted? ¿Qué trae en la espalda? —preguntó el profesor, incorporándose y tratando de ver por detrás del director.
—¡A-ah! ¡Nada! —Tomó fuertemente la alargada caja que llevaba, escondiéndola por detrás de su cuerpo.
Miguel enarcó ambas cejas.
—Panchito quiere ir al baño, la llevaré hasta allá, y luego iremos al patio para presenciar la actividad —intentó dar una excusa que le permitiera salir del paso.
—Pero Panchito no querer ir al bañ... —intentó decir el pequeño.
—¡¡Panchito no se aguanta!! —exclamó Manuel—. ¡¡Tranquilo cariño tranquilo, ya iremos al baño!! ¡¡Está que se mea!!
Miguel miró sorprendido.
—Miguel, ve al patio a organizar lo que falta con el resto de profesores. Yo iré enseguida con Panchito. —Tomó al pequeño en brazos, y se adentró por el pasillo.
—¡S-sí! ¡Los espero!
Y con una sonrisa nerviosa, Manuel observó cómo Miguel se dirigió hacia el escenario del patio, allá donde yacían el resto de profesores y el resto de alumnos.
—¿Papá, a dónde ir? —reclamó el niño, viendo cómo se alejaban del resto de alumnos.
Manuel lo bajó, y le observó fijamente.
—Cariño, toma atención. —Metió su mano al bolsillo, y sacó un objeto—. Ve al salón del profesor Miguel, y deja esto sobre su mesa, ¿vale?
Panchito observó aquel objeto con total admiración.
—¡Una flor! —exclamó emocionado.
—¡Sssshhh! —Nervioso, Manuel comenzó a observar en todas las direcciones—. Sí, una flor, cariño. No se lo digas a nadie, ¿ya? Es nuestro pequeño secreto. Ahora ve y pon la flor sobre la mesa; que nadie se dé cuenta.
El niño tomó la flor, asintió enérgico, y se dirigió hacia el salón del frente; Manuel entró rápido a su oficina, y allí guardó la caja alargada.
En un par de segundos ambos se reunieron y se dirigieron al patio exterior.
La actividad estaba por comenzar.
En el patio ya las cinco aulas de kindergarten estaban reunidas y ordenadas por cada profesor jefe. Manuel y su hijo entraron, y de inmediato, pudieron ver a los alumnos de Miguel, todos ordenados y sentados.
—¿Ya fue al baño? —preguntó Miguel a Manuel, tomando al niño, y sentándolo en primera fila.
—Sí; no molestará en medio de la actividad.
De pronto, el molesto zumbido del micrófono ensordeció a todos. La audiencia completa, alumnos y profesores, taparon sus oídos como un acto reflejo.
—Disculpen che, disculpen, aló, aló. —Martìn, el secretario de la escuela, estaba a cargo ese día de animar la actividad—. ¿Esto está bien? Allá atrás, ¿se escucha?
—No, no se escucha —respondió una fina y tierna voz.
—¡¿Y por qué contestas entonces?! ¡Boluda!
Hubo una risotada generalizada. Martìn también rio, hasta que pudo percatarse entonces, de que aquella respuesta había sido de la profesora Luciana Da Silva, la mujer de la que él estaba perdidamente enamorado desde que llegó a trabajar a la escuela.
—¡O-oh! ¡Què pelotudo que soy! ¡No se rían, no se rían! —gritó a través del micrófono—. ¡Discúlpeme, señorita Luciana, por favor!
La profesora bajó la mirada, avergonzada por el reciente episodio.
—¡Va-vale, entonces comencemos! —Martìn comenzó a temblar; cada vez que la señorita Luciana le observaba, se volvía extremadamente torpe y estúpido.
—Este weòn es muy ruidoso... —susurró Manuel a Miguel, a unos metros del escenario—. ¿Siempre es así de enérgico? Es bien molestoso...
—Don Martìn siempre es así —sonrió Miguel al director—. Tiene más vitalidad que todos los niños de esta escuela juntos.
Otro zumbido del micrófono hizo que todos se encogieran en sus puestos. A Martìn se le cayeron las hojas al suelo, y nervioso, comenzó a levantarlas.
—¡Bi-bien! Comenzaremos con esta bella actividad que se realiza cada año. El día de hoy, cada uno de nuestros pequeños y dulces alumnos hará una presentación. —Acomodò otra hoja, y siguió—. También están invitados los adultos que deseen presentarse; hay que dar el ejemplo a los niños. A los pibes; ya saben, che...
Se calló por un rato, intentando buscar lo que seguía.
—Y bueno, el nombre que este año toma la actividad, es... —entornó los ojos, leyendo la papeleta—. Los mininos cantores... ¡¿Mininos cantores?! —repitió entre risas—. ¡Què boludez! ¡¿Quién pone los nombres a esta actividad?! ¡Che, qué risa! ¡Jajajaja!
Todos los niños comenzaron a reír. Y Martìn también, hasta que alzò su vista, y vio a la profesora Luciana Da Silva encogerse en sus hombros, avergonzada por la burla hacia el nombre que ella había elegido para ese año.
Martìn quiso ser un avestruz, y meter su cabeza en la tierra. Se sintió como un verdadero pelotudo.
—¡A-ah! ¡¿Qué dije?! ¡¡Este nombre es una maravilla!! ¡M-a-r-a-v-i-l-l-a! ¡Asì como Dieguito Maradona! ¡Qué poético! ¡Qué hermoso, che! ¡Qué moderno! ¡Solo una persona capaz de sentir tanto amor y vocación por lo que hace, es capaz de elegir un nombre tan apropiado como este!
Manuel estalló de risa, por lo estúpido y torpe que era Martìn sobre el escenario. Miguel le lanzó un leve codazo, riendo para sus adentros.
—¡Todos! ¡Un aplauso para la hermosa y magnífica profesora Luciana Da Silva! ¡La autora de este bello nombre para la actividad de este año!
Todos los niños y profesores estallaron en aplausos. La profesora Luciana se sonrojó a más no poder. Observó a Martìn con timidez, y este le lanzó un leve beso desde el escenario.
Ambos se sonrojaron.
—Ya po' Martìn, apùrate, los niños están esperando comenzar —dijo una voz desde la parte baja del escenario—. Deja de cortejar a la profesora Luciana, y ya presenta a los niños.
La actividad se desarrolló con normalidad. La mayoría de niños tuvieron el desplante necesario para presentar sus números. Algunos necesitaron algo de confianza y tiempo, pero todos los presentes respetaron aquella situación. Cuando ya todo estaba por terminar, y Martìn estaba cerrando la jornada, Manuel se inmiscuyó de la presencia de Miguel hacia su oficina, y re apareció por la parte baja del escenario.
—Y bueno, esto es todo por esta ocasión. Recuerden que lo importante no es ganar o perder, sino que intentarl...
—¡Oye, ps!
Martìn paró en seco, se volteó, y miró hacia la parte baja del escenario.
—¿Señor director? —Martìn enarcó ambas cejas—. ¿Qué hace allí?
—¡Sácate el micrófono de la boca po', aweonao! —dijo Manuel, a regañadientes—. Hace una pequeña pausa, por fa, y ayúdame a instalar esto.
Martìn dirigió su vista hacia el público, sonrió, e hizo un pequeño ademán.
—Hay un último número, che. Esperen un ratito; jeje.
Entre Martìn y otros ayudantes, las instalaciones que Manuel ordenó, quedaron en perfecto estado.
Y Miguel, hasta el momento aún no se percatò de su ausencia.
—¿Quién será el nuevo número? —preguntó Miguel a Manuel, mas el profesor, no obtuvo respuesta alguna. Se volteó buscando al chileno, y entonces, pudo percatarse de su ausencia—. ¡¿Se-señor direc...?!
—Ho-hola...
Miguel sintió que el corazón se le paralizó, cuando reconoció aquella voz en el micrófono. Se volteó de forma sorpresiva, y cuando sus ojos perfilaron la presencia de Manuel en el escenario, sintió que no podía ser verdad.
—¡Papá! —exclamó Panchito, extendiendo sus manitos desde su puesto.
Todos guardaron silencio, sorprendidos por la repentina actitud del director.
—Y-yo... yo voy a can-cantar... —balbuceó, nervioso ante la mirada de todos—. A-así que... así que eso po. Gr-gra...gracias...
Y una sola persona aplaudió. El resto, también comenzó a hacerlo. Miguel, tan solo observó atónito.
Tìmido, Manuel desvió la mirada, avergonzado por la locura que estaba por hacer.
Y posicionó sus manos en el teclado, y con movimientos suaves y armoniosos, extendió las primeras dulces notas.
Y comenzó a tocar. Todos observaron con atención.
—Esta canción es para una persona muy... muy especial —susurró, dirigiendo su mirada hacia el final del patio, allá donde yacía Miguel—. Por ser alguien de tan buen corazón, y por cautivar cada parte de mí; esto es para ti.
Y comenzó a cantar.
Y con el pasar de los minutos, Miguel fue sintiendo que su pecho era abrazado por un calor único y reconfortante. Con la vista petrificada en el escenario, era testigo de cómo Manuel cantaba con los ojos clavados en él, como extendiendo cada letra a su presencia.
Y sintió que, con cada tonalidad de aquella bella melodía, era elevado hasta la cima de una montaña. Llevado hacia el cielo, y puesto en una realidad ajena a la suya. Que era tomado entre dos cálidas manos y era cubierto y sanado de todas las heridas de antaño. Que era querido, admirado y, por fin, después de mucho tiempo, tomado en cuenta por alguien.
Y una lágrima solitaria cayó de su rostro.
Y cuando la canción terminó, todos los presentes estallaron en aplausos.
Manuel y Miguel, no podían alejar sus vistas el uno del otro. A pesar de que el ambiente era ruidoso, ellos existían solo para disfrutar aquel momento.
—¡Qué linda presentación! —irrumpió Martìn por el micrófono—. ¡Y hemos llegado al final de esta actividad! Deseamos que todos ustedes, hayan pasado una hermosa y agradable velada.
Manuel guardó el instrumento, y lo dejó a cuidado de Martìn. Bajó rápido las escaleras y, con el corazón palpitándole con fuerza, se encaminó hacia Miguel.
Se situó frente a él y le observó; ninguno de los dos fue capaz de decir algo por un par de segundos.
Y Miguel, habría querido aferrarse a Manuel en un fuerte abrazo, pero los niños, y los demás profesores, le inhibían de hacer caso a su ímpetu.
Porque ambos eran profesor y director; jefe y empleado; dos hombres; estaban en horario laboral, y en presencia de todos los niños, y aquello, no era para nada bien visto.
—E-eso fue espectacular... —dijo Miguel finalmente, desviando su mirada y sonriendo apenado—. Nunca pensé que usted tuviese ese talento. Canta... muy bonito.
Manuel sonriò sonrojado.
—Antes de tener a Panchito, fui vocalista de un grupo de rock —reveló—. Ese instrumento es muy antiguo. Nunca pensé que iba a tocarlo de nuevo.
Ambos rieron.
—Esa canción... —susurró Miguel, intentando hilar la letra recientemente escuchada.
—Es de Elvis, de Elvis Presley —sonrió—. Es una bonita canción para dedicar a alguien que amas.
—S-sí...
Y aunque Miguel creyó por un instante que aquella canción iba para él, a los pocos segundos posteriores, se regañó a sí mismo por pensar tal estupidez. ¿Cómo el director Manuel podría fijarse en él? Ambos eran hombres. Bueno, no era como si él creyera que un romance entre hombres fuese cosa de otro mundo, pero... la mayoría de personas miraba aquello como algo enfermizo, y Manuel, seguramente era parte también de ello.
Tampoco lo juzgaba. Seguramente su crianza le había inculcado eso, pero pensar en Manuel con un sentimiento romántico, y ya no fraternal, traía a Miguel un fuerte dolor en el pecho.
Porque estaba enamorado del director, y Miguel, sabía que ese sentimiento no era correspondido por Manuel.
Tan solo se limitaría a amarle en secreto, a ayudarle en todo momento y a apoyarlo en lo necesario, si así la vida se lo permitiese.
Lo amaba... ¡Lo amaba! ¡Estaba enamorado de èl locamente! Pero debía guardar respeto, y distancia. Manuel no le correspondìa, y Miguel, solo se limitarìa a amarlo en secreto.
—Bueno, yo... tengo que llevar a los niños al aula. Tenemos algunas clases, y luego será la hora de salida. —Tomó a Panchito en brazos, y sonrió apenado—. Le veo a la hora de salida. Niños, vamos a clases.
Todos los niños se alzaron e hicieron fila. Como pequeños patitos detrás de su madre, todos se pusieron detrás de Miguel.
—Miguel, espera... —Manuel tomó al profesor por la manga de su traje.
Miguel le observó.
—E-esa canción que escuchaste... esa canción era...
Las palabras no salían de su garganta. Los nervios le fallaron, y claudicó en su propósito.
—Nada —dijo finalmente.
Miguel sintió que el corazón se le encogió.
—Adiós, papá —dijo Panchito, alzando su manito, y despidiéndose de su padre.
—Adiós, campeón...
—Nos vemos en una hora más, a la hora de salida —dijo Miguel—. Le estaré esperando.
Y Manuel asintió cabizbajo. Y con el corazón en la mano, vio nuevamente alejándose a Miguel. Y como la noche anterior, nuevamente no fue capaz de decirle lo que sentía.
Qué cobarde era.
Al terminar las clases, los niños se retiraron a sus respectivos hogares en compañía de sus padres. Ahora Miguel, solo quedó en compañía de Panchito, que armaba un puzzle en una de las mesitas.
Miguel comenzó a ordenar los materiales de su escritorio, cuando de pronto, al levantar un montón de hojas, pudo percatarse de un objeto cuya presencia no había notado.
Una rosa roja.
La tomó con sumo cuidado, inspeccionándola y admirando la belleza que reflejaba. Con una de sus manos, y con la yema de los dedos, acarició uno de sus pétalos; què suave era...
¿Y esa flor? ¿Acaso era para él? ¿Y si alguien se la había dejado a él en señal de declaración? No, claro que no... ¡¿Por qué pensaba ese tipo de idioteces?! ¡¿Por què fantaseaba con esos escenarios últimamente?!
—Flor. —Miguel oyò a Panchito hablarle desde abajo—. Eso flor.
Miguel sonrió enternecido.
—Es una bella flor, ¿te gusta? —Se agachó a la altura del niño—. Es una muy bonita flor, casi tan bonita como Panchito. —De forma suave, pellizcó la mejilla del niño; este sonrió avergonzado.
—Esa flor papá dar a Miguel.
Miguel enarcó ambas cejas; no comprendió lo que el niño quiso decir.
—Esa flor —apuntó la rosa—, dio papá a Miguel.
Y el color subió por el rostro del profesor. De un salto, se incorporó y caminó hacia el rincón de la habitación. Sintió que el corazón le martilleaba con fuerza; no podía ser posible aquello.
No; seguramente Panchito estaba confundido, o quizá... era otro el mensaje que quería entregar.
Sì; seguramente era eso. No era posible de que Manuel le hubiese dejado esa rosa a èl en su escritorio... ¡Aquello era improbable!
—Buena tarde, ya vine.
Se oyò canturrear a Manuel, y Miguel, dio un brinco del susto, y se volteó de inmediato; Manuel le observó divertido, hasta que pudo notar la rosa entre sus manos.
Se puso nervioso de inmediato.
—Y-y... ¿y esa flor?
—No sé —dijo Miguel nervioso, guardándola de inmediato en el cajón de su escritorio—. Seguro era de algún alumno.
—¿E-estás seguro? —Manuel enrojeció de inmediato.
—S-sí, seguro...
—¡Papá! —El niño corrió hacia los brazos de su padre; este le abrazó y lo alzó.
—¿Hoy vienes a casa? —preguntó Manuel a Miguel.
—¿I-ir a casa? Pero... pero no es fin de semana...
—¿Y? Tú siempre estai' invitado a mi casa po. Mi casa es tu casa —sonrió, y Miguel sintió que el corazón se le conmovía—. Vamos a almorzar.
Miguel sonrió.
Luego de almorzar un rico ajì de gallina, preparado por las habilidosas manos de Miguel, los tres se dirigieron nuevamente al parque aledaño que se situaba a unas pocas cuadras de su casa. El día anterior, Panchito había recobrado el sueño sin mayor dificultad, por lo que a Manuel, se le hizo una buena forma de que el niño gastase energía divirtiéndose al aire libre.
No solo era práctico para él, sino que también muy sano para Panchito.
—¡¡Pelota!! —Panchito alzó el balón inflable que llevaba en aquella ocasión; corrió con otros niños a jugar.
Manuel y Miguel, observaron dichosos como el niño se mezclaba con sus pares, sin generar diferencia alguna.
—¡Ir lejos! —exclamó el pequeño, cuando otro de los niños pateó el balón con fuerza, elevando este hacia un montón de arbustos.
Panchito salió corriendo tras el balón.
—¡Panch...!
—Tranquilo —susurró Miguel a Manuel, reincorporándose de la banca—. Yo iré tras èl.
Manuel asintió despacio.
Y Miguel, de forma rápida se encaminó tras los arbustos, y paró en seco, cuando pudo ver el escenario tras ellos.
Frunció el ceño de inmediato.
—¡Pelota! —Panchito, sonriente y dando pequeños brincos, extendió sus brazos hacia la persona adulta que ahora sostenía su balón, allí detrás de los arbustos.
La mujer alzó su vista hacia Miguel, por debajo de sus gafas de sol.
—Ho-hola... —balbuceó ella, entregando de inmediato el balón al pequeño, el que aún observaba a la mujer con una radiante sonrisa en sus labios.
Miguel solo se mantuvo estático, como analizándole con la vista.
—¡Algodón azúcar! —exclamó Panchito, aferrándose al vestido de la mujer.
Porque claro, a pesar de que la mujer intentaba ocultar su identidad a través de las gafas, Panchito pudo percatarse de quién se trataba.
La mujer que le rescató en el parque el día anterior.
—¿Usted de nuevo? —disparó Miguel sin tapujos—. ¿Qué hace aquí entre los arbustos, y precisamente en este parque?
La mujer infló su pecho, con orgullo, y levantó su barbilla.
—¿Acaso no puedo estar en este parque?
—No se trata de eso —dijo Miguel, alejando al niño de la mujer, y tomándole en brazos—. Es solo que es muy extraño verle en el parque del acuario, y en el parque de esta residencia, porque Santiago, la capital, es una ciudad enooorme, y no puedo evitar dudar qué es lo que usted pretende.
La mujer se sacó las gafas de golpe, y dedicó una mortífera expresión a Miguel.
—¿Lo que pretendo? —inquirió ella, sumamente ofendida—. No seas ridículo, weòn. Yo puedo estar en los parques que se me den la gana, no tengo porque darle explicaciones a un...
Miró a Miguel de pies a cabeza, con evidente menosprecio.
—A un extraño.
Miguel enarcó una de sus cejas.
—En fin, solo no se oculte entre los arbustos a espiar. Hay todo un parque hermoso para disfrutar el día —dijo, volteándose y llevándose a Panchito lejos de ese sitio.
—¡¿Quién está espiand...?! ¡Tsk! ¡Ridìculo! Te pasai...
Pero para cuando quiso encarar a Miguel, este ya iba a toda velocidad hacia la banca en donde se hallaba Manuel.
Y este, pregunto de inmediato:
—¿Con quién conversabas?
—Con nadie —respondió Miguel, intentando a toda costa evitar un lío—. Ve a jugar, cariño —dijo a Panchito, dejándole en el suelo.
—No me mientas —dijo seco el chileno.
—No le estoy mintiend...
—Miguel. —Tomó a Miguel del rostro, y le obligó a hacer contacto visual—. Por favor, no me mientas.
Y ante la expresión conmiserativa de Manuel, Miguel simplemente no fue capaz de mentirle.
—Es la mujer de ayer...
—¡¿La mujer de ayer?! —Manuel se incorporó de un salto, dirigiendo su vista de inmediato hacia el lugar—. ¡¿Está allá, tras los arbustos?!
—Manuel, por favor... —Miguel se incorporó junto a él, le tomó de los hombros, e intentó hacer contacto visual—. Tiene que calmarse...
Y Manuel, preso de la incertidumbre que le carcomía, metió su mano al bolsillo del abrigo, y sacó unas llaves.
—Toma a Panchito, y vayan a casa. —Cogiò la mano de Miguel, y le entregó las llaves de la casa—. Yo los seguiré después.
Miguel negó con la cabeza.
—Manuel, por favor... hay niños en el parque, no armemos un espectáculo. Además, usted ni siquiera está seguro de si realmente es o no la madre de Panch...
—Si no es ella, me iré sin más —dijo seco Manuel—, pero, si es ella... tendré que hacer algo al respecto.
—Manuel...
—Ella pretende algo, Miguel. —El moreno bajó la mirada—. No puedo quedarme de brazos cruzados, así que, por favor... —Tomó a Miguel del rostro, y levantó su mirada—. Por favor, lleva a Panchito a casa.
Miguel le miró con cierto aire melancólico, pero terminó accediendo a la petición del director.
Y asintió despacio.
—Gracias... —sonrió—. ¡Panchito!
El niño corrió de inmediato hacia su padre. Ladeó su cabeza como un cachorrito.
—Ve a casa con el profesor Miguel. Yo luego los alcanzaré, ¿ya?
El niño asintió sin más, y extendió los brazos hacia el moreno; este le tomó de inmediato, y antes de partir, le dedicó una leve sonrisa a Manuel.
—No tarde, por favor, Manuel.
El chileno sonrió.
—No lo haré, lo prometo.
Y ambos partieron hacia la casa, y Manuel, esperó a perderles de vista, para luego, encaminarse a paso rápido hacia los arbustos.
Y, de tardarse un par de segundos más, seguramente no habría pillado a dicha mujer, pues esta se encaminaba a toda velocidad hacia su vehículo.
—¡Hey! —exclamó Manuel, a lo que la mujer, paró en seco—. Hola, ¿qué tal?
La mujer, de espalda a Manuel, se limitó solo a guardar silencio.
—¿Usted lleva gafas de sol? ¿No le parece aquello algo irrisorio? Estamos en pleno invierno. —Las palabras de Manuel sonaban con evidente ironìa; la mujer se volteó apenas hacia él.
Ambos se miraron con fijeza. Manuel entornó sus ojos, tratando de divisar tras los lentes oscurecidos de la mujer.
—¿Conoce a mi hijo? Es el pequeño que usted rescató en el parque ayer. —La mujer no dijo nada—. Su nombre es Francisco, pero de cariño le decimos Panchito. Es un pequeño niño, muy encantador.
La mujer guardó silencio. Manuel comenzó a perder la paciencia.
—Él es muy especial —dijo entre dientes—. Èl...
—No tienes que explicarme más sobre èl —se atrevió a decir al fin—. Conozco a Panchito bastante bien.
Y cuando Manuel pudo escuchar la voz de aquella mujer, entonces el corazón se le detuvo.
Y peor fue su impresión, cuando ella se despojó de sus gafas de sol, y alzó su vista.
Ojos pardos como una pantera. Petrificantes. Inquietantes.
Y Manuel, contrajo sus pupilas, pasmado por confirmar la fuerte sospecha que tenía.
Sí, era Camila.
Y un fuego abrasador se levantó en su interior. Sus manos se volvieron temblorosas, y las empuñó como dos sólidas rocas. Un revoltijo se formó en su estómago.
No podía creerlo.
—¿C-cómo es q-qué tú...? —Se detuvo por un instante, tratando de hilar la situación—. ¿Tú vuelves después de... de tantos años?
La mujer guardó silencio, manteniendo su petrificante vista hacia los temblorosos ojos de Manuel.
—¡¿Por qué aparecì' de nuevo?! —exclamó frustrado—. ¡¿Qué pretendes?! ¡¿Qué es lo que querì'?! ¡¿Por què tù...?!
—Manuel, escúch...
—Cállate —dijo entre dientes.
Y bajó su mirada, reteniendo toda la ira que, por tantos años, le había convertido en aquel montón de frustración viviente que era. Levantó su vista hacia la mujer, observándole de pies a cabeza.
—Mírate... —resopló indignado—. Estás tan... distinta.
La mujer alzó ambas cejas.
—Tienes los senos más grandes. Tienes una sorprendente e irrisoria cintura contorneada. Estás mucho más delgada. —Se detuvo; tomó aire—. Ni siquiera tienes arrugas...
La mujer rodó los ojos.
—¿Cuánta plata gastaste en todo eso?
—Ese no es tu asunto.
—No es mi asunto —replicó él—. Pero sí era mi asunto cuando por las noches, tuve que soportar la tristeza consumirme. Si era de mi asunto cuando tuve que golpear puerta por puerta para encontrar ayuda al diagnóstico de mi hijo. Tuve que salir a la calle, a rogar por un trabajo en donde me permitieran ir con mi hijo. Cuando tuve que hacer muchas horas extras para los gastos del hogar. Cuando tuve que encargarme solo de su crianza. Cuando tuve que privarme de comer, solo para darle lo mejor a èl. Y mientras yo hacía todo eso, tú...
Nuevamente, un fuego abrasador subió por su estómago.
—Y t-tú... tú gastabas tu dinero en... ¿en cirugías estéticas? —Dirigió su mirada hacia el vehículo que yacía atrás estacionado—. Y tienes un vehìculo último modelo; es tan bonito...
—Me lo gané con mi trabajo.
—Qué bello trabajo ha de ser casarte con un viejo rico —dijo él; la mujer abrió sus ojos, horrorizada—. Sí Camila, me enteré de esa hazaña tuya. Te casaste con el gerente de una maldita empresa automotriz. ¡Qué buena jugada! Supongo que ser la esposa de un viejo ricachón es todo un sacrificio.
La mujer frunció el ceño. Comenzó a perder la paciencia.
—Yo no vine a hablar de eso. —Tomó su cartera, y la subió más a su hombro—. Vine a hablar de Panchito.
—No tengo ningún tema pendiente contigo.
—Quiero comenzar a visitar a mi hijo.
Manuel lanzó una risa llena de soberbia.
—Mi hijo ni siquiera sabe quién eres tú.
—Nuestro hijo —repuso ella—. Èl también es mi hijo, y pronto sabrà que yo soy su madre.
Manuel sintió que la rabia subía por su espina.
—Ahora es tu hijo, pero... ¿no recuerdas lo que fue años atrás? ¿Cuándo fui a buscarte a casa de tu amiga, y nos echaste como basura a la calle? En aquel entonces Panchito era un maldito niño anormal, ¿y hoy es tu hijo? Tenì' memoria a corto plazo... ¿cierto?
—Las personas cambian, Manuel —dijo ella, bajando la mirada y endulzando su tono de voz—. Tú sabes que sufrí de depresión post parto. Necesito visitar a mi hijo. Lo quiero conmigo.
—Sobre mi cadáver —respondió Manuel, desafiante—. El niño no te necesita. Èl es feliz a mi lado.
—Es increíble que no me permitas tener a mi propio hijo —espetó entre dientes—. Pero sí a ese weòn ordinario de piel oscura.
Manuel contrajo sus pupilas.
—¿Quién es ese hombre de piel oscura? ¿Acaso es... es el sirviente de la casa? —sonrió agraciada—. ¿Te lo trajiste para los quehaceres de la casa?
Y Manuel, sintió una corriente de ira consumirle el alma. Sus ojos cristalizaron de la pura ira, y sintió ganas de abalanzarse sobre Camila, y machacarla a golpes.
Pero no; él no se rebajaría al nivel de tener que hacer contacto físico con aquella mujer tan ruin, y asquerosa. Le daba hasta asco tocarla.
—No te atrevas a hablar así de Miguel, maldita perra...
—Ah, Miguel —dijo ella—. Un extranjero, por lo que veo. Un peruanito, por el acento, ¿cierto? bueno, ¿es el sirviente de la casa, o no? No me digas que te lo trajiste de Perù, para que sea el sirviente —Camila lanzó una risa soberbia—. Está muy pegado al niño, ¿sabes? no me gusta. Manuel, deberías tener cuidado. ¿Ya pensaste si él es un pedófilo? Quizá él tenga otras intenciones con nuestro hij...
—¡Càllate, maraca conchetumare! —De un movimiento brusco, tomó a Camila por el antebrazo, acercó su rostro al de ella, y entre dientes, susurró—: N-no te atrevas a hablar así de él, en tu maldita vida, jamás.
Pero una fuerte bofetada impactó en el rostro de Manuel; Camila se sacudió el abrigo de piel, y dijo:
—Panchito es mi hijo, te guste o no. No voy a permitir que tú y ese... ese hombre se la queden. —Manuel alzó su vista iracunda hacia ella—. Además... ¿por qué te exaltas tanto por él, Manuel?
El chileno, con la respiración descontinuada y, con la mirada llena de fuego, solamente se dedicó a despellejar a Camila con su presencia.
Y Camila, entonces comprendió vagamente lo que ocurría.
—Ah... no me digas que tú...
Abrió sus rojos labios, sorprendida por la fuerte sospecha.
—¡¿Qué tú estás enamorado de él?!
Manuel, preso de los intensos sentimientos hacia Miguel, solo se limitó a contraer sus pupilas. Casi de inmediato, un intenso carmín entintó sus mejillas, acusándole ante las suposiciones de Camila.
—Oh Dios mío, Manuel... —La mujer se llevó ambas manos a la boca, atónita por lo que acababa de confirmar—. Q-qué asco...
Manuel no dijo nada. Solo se mantuvo en su puesto, aún con el color en el rostro.
—Así que tú... tú realmente estás enamorado de ese... de ese peruanito —repitió ella, aún sin creerlo—. ¡¿Pero cómo?! ¡Dios! Manuel, ¿me cambiaste a mí por un hombre? ¡¿Y peor aún por un extranjero y de piel oscura?! ¡No tienes decencia!
Manuel no reaccionó.
—Weòn, la cagai'... erì' un enfermo —dijo Camila, sin ningún tapujo—. Qué asco, en serio, pero bueno, en fin. —La mujer tomó sus gafas, y nuevamente las posó en sus ojos—. Comenzaré a frecuentar a mi hijo, eso no está en discusión. Ya sé el lugar en donde vives.
—¿C-cómo lo sab...?
—Te he estado observando todos estos días —reveló—. Lo iré a buscar mañana mismo después de la escuela. —Se volteó para encaminarse hacia su vehículo, mas paró en seco cuando una idea pasó por su mente, y dijo—: Y más vale que no me lo niegues, Manuel, que se nota que el niño se pone feliz cuando me ve.
—Es porque èl no sabe quién eres. No sabe que lo abandonaste siendo un bebè. Tú no existes para èl.
—Pero pronto lo sabrá —dijo, tomando la llave, y abriendo la puerta del auto; se sentó en el interior y, desde allí dijo a Manuel—: Y por cierto, ¿sabías que por gustar de un hombre puedes perder la tuición de Panchito?
Manuel sintió que la sangre se le heló. Quedó petrificado en su lugar; Camila sonrió por la expresión de èl.
—Más vale que me cedas al niño, o de lo contrario, quién sabe si el día de mañana puedas perder la tuición por tus actos enfermizos. —Echó a andar el auto—. Nos vemos, Manuel.
Y se fue, dejando a Manuel nuevamente en un profundo estado de desolación. Y con el alma nuevamente fragmentada, Manuel se echó de rodillas, y comenzó a llorar.
Porque nada podía hacer hacia el sentimiento que crecía hacia Miguel, pero el miedo de perder a su hijo por lo que comenzaba a experimentar, le dejaba en el más completo estado de incertidumbre.
Porque amaba a Panchito y Miguel, porque necesitaba a ambos en su vida.
Y porque Camila, aquella maldita mujer, nuevamente se aparecía en su vida a provocar tan solo daño.
¿Y por qué Camila apareció de nuevo? ¿Por qué razón ella quería de vuelta a Panchito? ¿Realmente ella había cambiado? ¿Realmente ahora amaba a su hijo?
Y entre la confusión, el dolor, el miedo, la incertidumbre, la desesperación y sus líos mentales, Manuel creyó muy equivocadamente, que algo de humanidad quizá quedaba en el corazón de Camila, pues no encontraba ninguna otra razón aparente por la cual ella volviese a buscar a su hijo.
Pero el corazón se le volvería de piedra, cuando descubriese la verdadera razón tras todo aquel montaje.
Una débil serie de golpes fue asestada en la puerta. Miguel se incorporó de forma rápida y abrió; observó con una expresión confusa el terrible semblante que Manuel traía.
Arrastró los pies hacia el interior de la casa.
—Manuel...
Susurró melancólico, observando la triste expresión en el rostro del chileno.
—Y-yo... yo ya preparé la cena. El niño ya comió y se durmió temprano. ¡Ah! Pero antes le di un baño. Le ayudé a hacer las tareas, y ya ordené su ropa para la escuela. También planché unas camisas que son tuyas, y ordenè tu cama; dejé todo en orden, y...
—Miguel...
Dijo Manuel, en un susurro carente de vida. De forma lenta ascendió su mirada hacia el profesor, y Miguel, sintió que el alma se le partía.
Manuel poseía ahora una mirada melancólica. Se notaba completamente fragmentado. El fuerte brillo de sus ojos ya no estaba. Era como si hubiese retrocedido el tiempo, y hubiese vuelto el Manuel de hace seis años atrás; el de antaño.
Estaba roto del alma.
—Por favor... —musitó en un hilo de voz— abrázame...
Y Miguel se aferró a él en un intenso abrazo. No fue capaz de preguntarle lo que había ocurrido, pues él era consciente de que, en ocasiones como esa, tan solo se necesitaba de un fuerte abrazo para contener el alma que caía a pedazos. Muchas veces las palabras provocaban más daño que cualquier otra cosa, por lo que un abrazo fuerte y sincero, era el elixir perfecto para la cura de un alma fragmentada.
Y Manuel lo necesitaba. Necesitaba de un abrazo, de alguien que le apoyara; porque él ya no podía solo.
Y con las manos de Miguel sosteniendo su entereza que caía a pedazos, Manuel sintió que el dolor se intensificaba dentro de él. Porque amaba a Miguel, porque le necesitaba, le hacía bien y lo quería para siempre, pero a la vez, le aterraba el hecho de tener que perder a su hijo por causa de la amenaza de Camila.
No quería perder a ninguno de los dos. Los amaba con su alma, y simplemente no podía elegir a ninguno de ellos, porque ninguno de ellos estaba provocando un mal.
Y en aquel instante, Manuel supo que la vida le jugaba malas pasadas.
¿Por qué la vida le ponía a la persona ideal justo en el momento equivocado? ¿Qué pretendía el destino poniendo en su camino a Miguel, un ser de tan puros y nobles sentimientos, justo cuando él era un hombre fragmentado y herido? ¿Por qué?
Y su frustración creció de forma total, que un fuerte sollozo arrancó de sus labios. Pero ahí estuvo Miguel nuevamente, y como en todo momento, aferrándose a él y sosteniendo sus miedos, le susurró levemente:
—Jamás me iré de su lado, Manuel. Estaré siempre para usted, lo prometo.
Al día siguiente todo transcurrió normal hasta la tarde. Panchito se desenvolvió con normalidad en la clase de Miguel. Al término de la jornada académica y laboral, los tres partieron a almorzar a casa.
Era un ambiente armonioso, hasta que, a eso de las seis de la tarde, ocurrió lo que tanto Manuel temía.
Sonò un llamado a la puerta, y Manuel, abrió.
—¿Panchito está listo? —preguntó Camila a Manuel en la puerta, cruzándose de brazos, y llevando con ella una caja de regalo.
Manuel sintió que se mareaba.
—Camila, yo... yo no pensé que de verdad vendrías...
—Te dije que vendría —dijo ella—, ayer te dejé muy claro todo.
Manuel bajó la mirada.
—Manu, no encuentro los calcetines de Panchit...
Miguel apareció por detrás del chileno, pero, cuando vio a la mujer allí en la puerta, paró en seco, y dibujó una expresión hostil en su rostro.
—¿Q-qué hace ella...?
—¿Qué haces tú en la misma casa que mi hijo? —disparó Camila, observando a Miguel de pies a cabeza—. Yo lo voy a vestir, hazte a un lado. —Traspasó la puerta, y con su hombro empujó a Manuel hacia un lado; este solo bajó la mirada.
—¡¿Oe', què chucha?! ¡Detent...!
—Miguel... —Manuel, aún con la mirada cabizbaja, tomó al peruano del brazo, deteniendo su andar hacia Camila—. Escuch...
—¡¿Quién se cree que es esa huevona?! ¡Te empujò, y no hiciste nada! ¡¿Qué está ocurriendo, Manuel?! —Miguel sintió que un fuego voraz le consumía por dentro.
Manuel le miró melancólico. Miguel sintió que el pecho se le contrajo.
—De-deja que vista al niño... —musitó tembloroso— ella... ella lo llevará a pasear.
—¿Qué?
Miguel se quedó perplejo en su sitio, observando con total incredulidad la melancólica expresión de Manuel. Un tornado de confusión comenzó a formarse en su mente.
—¡Papá, regalo! —Panchito llegó corriendo hacia Manuel, alzando en sus brazos la caja de regalo—. ¡Señora de algodón azúcar traer regalo a Panchito! —El pequeño comenzó a reir divertido.
Y Manuel, aunque sonrió, sintió con tristeza, que un aguijonazo cruzaba por su pecho.
—Q-que... qué lindo, cariño.
Y Miguel, solo observó atónito la escena.
—Bueno Manuel, me llevo al niño —anunció Camila, apareciendo desde el interior de la habitación, y pasando frente a la perpleja expresión de Miguel.
—Ca-Camila, por favor... solo una hora.
—Tres horas —respondió ella. Manuel tragó saliva.
—Dos... dos horas.
—Bien —dijo la mujer, tomando a un feliz Panchito de la mano, y llevándoselo.
—Camila... —dijo Manuel, antes de que esta subiera a su vehículo junto al niño —. Por favor, cuídalo mucho...
La mujer asintió rápido, restándole importancia. Cerró la puerta, y echó marcha al vehículo.
Y la puerta se cerró. Y Miguel quedó congelado.
Hubo un silencio incòmodo.
—¿Qué significa esto? —dijo Miguel en un hilo de voz.
—Miguel, escucha... —Manuel tomó al peruano por el antebrazo, intentando calmarle de su angustiada expresión.
—S-suéltame... —musitó, zafándose suavemente del agarre del chileno—. ¿C-cómo puedes entregar al niño a esa mujer? ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Eres huevòn, Manuel?
Y Manuel, profundamente herido por aquellas palabras, solo bajó la mirada sin decir nada al respecto.
''Porque si no le doy al niño, seré demandado en los tribunales de familia, y perderé la tuición de mi hijo. Este país no respeta la diversidad familiar, y mi única opción es renunciar a tu amor, y no lo deseo. Te amo profundamente, Miguel, y también amo profundamente a mi hijo; no quiero perder a ninguno de los dos. No me queda otra salida. Los necesito a ambos en mi vida; perdóname, por favor''.
Habría querido decir a Miguel, pero no podía hacerlo. No podía.
—Camila ha cambiado, Miguel... —se excusó, tratando de escapar de la inquisitiva mirada del profesor—. Ella... ella se mostró ayer muy arrepentida por lo que hizo; quiere recuperar a su hijo.
Miguel negó con la cabeza. No quitó su expresión hostil de su rostro.
—No le creo nada.
—Todos cometemos errores —dijo Manuel—. Su-supongo que ella quiere redimirl...
—Me voy —dijo Miguel sin tapujos, tomando su abrigo y bolso del sofá, y encaminándose hacia la puerta.
—¡¿A... a dónde vas?! —Manuel sintió que entraba en desesperación.
—Me voy a mi casa.
—¡N-no! —Tomó a Miguel del brazo—. Por favor, no... no me dejes solo, Miguel...
—No me parece lo que usted ha hecho. Estoy decepcionado, Manuel. Si usted no fuese mi jefe, tenga por seguro que lo habría golpeado. Estoy molesto, yo...
—Te necesito... —aquello sonò como una súplica— no te vayas, Miguel...
Y cuando Miguel dirigió su vista hacia el rostro del profesor, pudo entonces darse cuenta de que no podía dejarlo. Que a pesar de sentir enojo por lo que Manuel había permitido, el inmenso amor que sentía hacia él le demandaba acompañarle.
Porque Miguel, amaba a Manuel.
Porque Miguel sabía del infinito amor que Manuel sentía hacia su hijo Panchito, y que si él permitía lo recientemente ocurrido, habría de ser por alguna poderosa razón.
Y resignado por su reciente enojo, lanzó un largo suspiro.
Amaba a Manuel; no podía dejarle.
—Ayer le prometí a usted que me quedaría siempre a su lado —dijo Miguel, sacándose el bolso, y dejándolo nuevamente en el sofá—. Voy a cumplir con mi promesa, pero sigo molesto.
Manuel sonrió apenado.
Y aquella tarde, Panchito llegó nuevamente a casa, cargado de ropa y juguetes nuevos.
Y aunque en la sonriente expresión del niño nada se divisaba aún, luego, con el pasar de los días, algo sumamente triste y desgarrador quedaría en evidencia.
Porque chantajear a un niño y, engañar a dos adultos, muchas veces se hacía fácil ante la mente de una persona ruin y manipuladora.
Cinco días tan solo pasaron desde aquella primera visita, y Camila, a diario solicitaba visitas a su hijo. Y, aunque Manuel muchas veces intentó persuadirle, la mujer le recordaba y amenazaba, que él no se hallaba en condiciones de negarle algo, por lo que terminaba cediendo, aunque siempre imponiendo condiciones de horarios. Miguel, por su parte, observaba aquella situación siempre con atención, y no se equivocaba al proceder de esa forma pues, una mañana en la escuela, Miguel divisó una extraña actitud en Panchito.
—Profesor Miguel, Panchito está arrancando las hojas del libro de los gatitos.
Al oír aquella acusación de uno de sus alumnos, Miguel de golpe, dejó de dibujar en el pizarròn, y se volteó hacia Panchito.
Y quedó petrificado, cuando confirmó la veracidad de la situación.
—¡Panchito! —Dejó a un lado el libro de vocales que sostenía, y corrió hacia el niño—. Amor, ¿qué estás haciendo? —Quito de forma suave el libro al niño.
—¡¡Nooo, dame libro!! —El menor, evidentemente frustrado, se incorporó, intentando alcanzar el libro—. ¡Dame libro, dame!
—Panchito, tranquila amor, vamos afuera a tomar air...
Pero Miguel paró en seco, cuando Panchito, totalmente fuera de sí, le propinó un golpe en el rostro, pasándole a llevar parte de la mejilla con una de sus uñas y, generando sangramiento en la piel de Miguel.
Todos los niños lanzaron un fuerte alarido.
Miguel quedó estupefacto.
—Pa-Panchito...
El niño comenzó a sollozar desesperado.
—¡¡Panchito niño malo!! —exclamó èl, agachándose y golpeándose la cabeza a sì mismo—. ¡Tonto, tarado, estùpido!
Miguel quedó gélido.
—Mi amor, tranquilo, no pasa nada... —De forma rápida, Miguel limpió su mejilla, tomó al niño en brazos, e intentó calmarlo—. Todo está bie...
—¡Panchito es tonto, tarado! —gritaba obcecado.
—¡No! ¡Panchito es un niño listo! —Depositó un tierno beso en la frente del niño, lo llevó hacia su escritorio, y lo sentó a su lado—. Mira, ¿te gustan los cachorritos?
El niño asintió entre sollozos.
—Te compraré muchos si es que coloreas esto. —Le facilitó un libro de cuentos con dibujos en blanco y negro—. Si terminas esto, saldremos además al parque, ¿qué te parece?
El niño asintió con una sonrisa leve, ya estando un poco más calmado.
Miguel sonrió al resto de los niños; estos comenzaron a reír.
Y, con el pecho comprimido y el nudo en la garganta, Miguel dio seguridad al resto de sus alumnos mediante una desinteresada sonrisa. Volvió a la pizarra, y siguió dibujando las vocales.
Pero Miguel, sabía que aquel comportamiento era motivado por algo externo.
Y comenzaba a sospechar lo que ocurría.
(...)
Aquella tarde, Miguel no acompañó de inmediato a Manuel y Panchito a casa, con la excusa de que debía completar unos trámites externos a la escuela; luego los acompañaría a comer.
Desde lejos divisaba la entrada a la casa del director. Escondido en una banca del pasaje, esperaba a la presencia de Camila.
Tenía unas cuántas cosas que decirle.
Y, para su suerte, reconoció de inmediato el lujoso vehículo de la mujer. Se incorporó de inmediato, se echó a correr y, de tardar un par de segundos más, la mujer habría golpeado la puerta de la casa antes de alcanzarle.
—Oiga, usted.
Miguel habló con autoridad hacia ella; la mujer se volteó hacia él, completamente sorprendida, y con una nueva caja de regalo en sus manos.
Miró a Miguel de pies a cabeza.
—¿Se te ofrece algo?
—Sí, claro que sí —dijo Miguel, cruzándose de brazos—. Necesito hablar con usted.
La mujer sonrió con soberbia.
—¿El peruanito, empleado de la casa, quiere hablar conmigo? —disparó ella, riendo agraciada por su ofensa.
Miguel sonrió junto a ella.
—Qué broma tan propia de gente huevona. —La mujer frunció el ceño—. No va a ofenderme con eso, ¿sabe? Y, de todas formas, de ser o no el empleado de la casa, eso no me resta dignidad humana. Indigno sería no trabajar, y buscar dinero a costa de abusos, ¿no lo cree? Como por ejemplo... a costa de un viejo rico.
La mujer quedó muda.
—En fin, señora —sonrió Miguel—. Terminemos con las bromas. Usted sabe perfectamente quién soy yo. Míreme. —Abrió sus brazos, mostrando el delantal que llevaba—. Soy profesor. Soy el profesor de su hijo Panchito.
—Sí, lamentablemente —dijo Camila, frunciendo el ceño
—Bueno, yo he pasado mucho más tiempo con su hijo, de lo que usted ha pasado en toda su vida. —Aquellas palabras fueron como gasolina al fuego para Camila—. Y lo conozco muy bien. Èl hoy demostró un muy extraño comportamiento.
La mujer enarcó una ceja.
—No entiendo a lo que te refieres.
—Hoy el niño tuvo un ataque de agresividad, hacia mí —la mujer rio plácidamente—, y hacia èl mismo.
Camila se hizo la sorprendida.
—Oh, eso está mal —dijo sin más.
—Demasiado mal —reconfirmó Miguel—, y yo, siendo profesor, entiendo que ese comportamiento en èl no es normal. Èl jamás se ha insultado a sí mismo. Hay algo que le motivó a eso.
La mujer se cruzó de brazos, alzó la barbilla y dijo:
—¿Qué estás tratando de decirme?
—Es que señora, no le estoy tratando de decir nada —una pequeña risa saltó de los labios del moreno—, le estoy acusando. Usted está haciendo daño a Panchito, ¿es que no lo ve?
La mujer rodó los ojos.
—No te metas en lo que no te incumbe, peruano culiao' —respondió cortante, sacando las gafas de su cartera, y posándola en sus ojos—. Si tan cierto es lo que dices, entonces explícame porque mi hijo se pone tan feliz cuando vengo.
Miguel se cruzó de brazos, alzó la barbilla, y bajó su mirada hacia el regalo; Camila comprendió su acción.
—¿Estás diciendo que mi hijo es un interesado? —Se hizo la ofendida.
—No —respondió el profesor—, èl no posee eso, pero sí es demasiado inocente. Èl en usted no ve un simple regalo, sino que alguien en quien confiar. Como una amiga.
Miguel acortó distancia hacia la mujer, acorralándola en la pared exterior del hogar de Manuel.
—¿Q-qué haces? Aléjate, weòn acosad...
—Y si usted intenta defraudar la confianza de Panchito, se arrepentirá por el resto de su vida. Porque yo, Miguel Prado, me encargaré personalmente de que jamás pueda volver a ver al niño, ¿me oyó?
La mujer sintió que la rabia le consumía lo poco que le quedaba de alma. Y, de un movimiento brusco, alzó su mano para abofetear a Miguel.
Pero aquella bofetada no vio la luz, pues Miguel le detuvo en seco.
—No me amenaces, conchetumadre... —dijo ella entre dientes, dedicando una áspera sensación con su mirada mortífera—. Te arrepentirás de esto, ¿me oíste? No te metas conmigo, weòn.
Y de un movimiento brusco, se zafó del agarre del profesor.
Arregló su abrigo, peinó su cabello con las manos y, con movimientos armoniosos golpeó la puerta.
Y Manuel no tardó en abrir. Y quedó perplejo cuando vio a Miguel y Camila afuera; enarcó una ceja por causa de la impresión.
—¿P-por qué están allí afuer...?
—Vine a buscar al niño —dijo Camila sin tapujos—. Dámelo.
Manuel frunció el ceño.
—¡Algodón! —exclamó Panchito, apareciendo por debajo de Manuel, y corriendo hacia Camila—. ¡Algodón azúcar!
Camila, con una sonrisa claramente simulada, entregó el regalo al niño, y se lo llevó hacia el vehículo, sin chistar nada.
—Lo traeré en la noche —dijo ella antes de partir.
—¡¿Qué?! Pe-pero es demasiad...
—Es eso o lo que conversamos el otro día —respondió, echando marcha en el auto, y alejándose de un soplido.
Manuel quedó sumido en el silencio. Y, cuando ladeó su vista hacia su costado, vio a Miguel situado aún allí.
—Miguel... —musitó sorprendido— ¿qué... qué pasó con Camila?
—Nada —mintió, dedicando una tierna sonrisa al director—, solamente conversábamos de Panchito
Manuel sonrió apenado.
—¿Me hará pasar? —preguntó con cierta pena.
Manuel se hizo a un costado, abrió la puerta completamente, extendió su brazo hacia el interior, y dijo:
—Esta es tu casa. Estuve esperándote, pasa, por favor.
Y Miguel sonrió enternecido.
La tarde transcurrió tranquila para ambos. En la soledad del hogar, extrañaban las locuras de Panchito, pero, por otra parte, comenzaban a conocerse mejor, pues la plática se extendía en ausencia del pequeño, haciéndose màs cercana, y personal.
Y, ya entrada la noche, Manuel preparó una cena sorpresa para Miguel.
—¿Qué es ese exquisito olor? —preguntó Miguel, entrando en la cocina y secando su cabello con una toalla; recién había salido de la ducha, y fue atraído hasta ese sitio por el exquisito aroma.
—A-ah, me sorprendiste... —dijo Manuel, sacando un pastel de pollo, queso y verduras desde el horno—. Era... era una sorpresa.
—¿Una sorpresa? —Miguel ladeó su cabeza, como imitando el accionar de un cachorrito—. ¿Qué era una sorpresa?
Manuel sonrió. Un pequeño carmín pigmentó sus pàlidas mejillas.
—Señor profesor —susurró suave—, hoy usted y yo, tendremos una velada.
Miguel dio un respingo, y casi de forma inmediata, el color subió por su rostro.
—O-oh...
—Ven —dijo Manuel, acercándose a Miguel, y cubriendo sus ojos—, te encaminaré hacia la sala.
Y Miguel, con una risa nerviosa, y con sus pulsaciones cardiacas aceleradas, caminó con la vista cegada hacia el living.
Y Manuel, entonces sacó sus manos de los ojos del peruano.
Y Miguel, sintió que moría de la ternura.
Manuel sonrió nervioso, esperando algunas palabras por parte del profesor.
—E-es todo tan... hermoso.
Fue lo único que Miguel pudo decir por tal detalle por parte de Manuel. Y es que las cortinas, las fundas del sofá, el mantel y la alfombra, habían sido cambiadas por el mismo color durazno, como un intento por armonizar la apariencia del lugar.
En la mesa, había unas rosas rojas —similares a la rosa que Miguel encontró en su escritorio de la escuelita—, puestas en medio. Una botella de vino, dos copas y dos platos, cubrían lo que sería una cena especial para ambos.
Manuel, no siendo un hombre muy detallista o aficionado de las decoraciones, hizo un gran esfuerzo por sorprender a Miguel.
Y aquello, el profesor lo valoró inmensamente.
—¿E-esto lo hiciste para nosotros, señor director?
Manuel sonrió apenado, y desvió la mirada; Miguel comprendió la respuesta.
—Gracias, Manuel. Muchas gracias.
Y se acercó a él. Y beso su mejilla con lentitud.
Manuel dio un respingo de la vergüenza.
—Bu-bueno. —Sacudió su cabeza de forma leve, en un intento por controlar su nerviosismo—. Debo ir a terminar la cena.
—Te acompañ...
—No —dijo tajante, tomando a Miguel por los hombros, y encaminándole hacia la mesa—. Tú vas a esperar aquí, esta cena la prepararé yo.
Miguel sonrió resignado.
—Te pondré música —dijo, abriendo el tocadiscos—. ¿Te apetece escuchar música de antaño?
Miguel asintió sonriente.
—Bien. —Sacó un disco y lo situó en el artefacto—. Es un conjunto de varias canciones. No voy a tardar, por mientras relájate.
Y se retiró hacia la cocina, dejando a Miguel al son de How Deep Is Your Love de los Bee Gees.
Y sintió que su alma se reconfortó, cuando junto a aquella canción, un dulce y lejano recuerdo se dibujó en su mente.
Cerró los ojos, y echó su cabeza hacia atrás, como intentando hacer fluir todas aquellas cosas ocultas en lo más profundo de su consciencia.
Y así se quedó por un rato, sumido en sus propios pensamientos, hasta que una canción, que él jamás habría querido volver a escuchar, hizo entonces eco por la extensión de la habitación:
Y apenas reconoció la melodía, Miguel sintió que su corazón se estrujó a un punto invisible.
Sintió que un dolor agudo se acentuó en su pecho. Con la mirada vacía, se incorporó de la silla, y caminó hacia la ventana de la pared, extendiendo su vista hacia la oscuridad del horizonte.
Y sintió que su alma se fragmentaba brutalmente.
''¿Recordarías mi nombre, si te viera en el cielo?''
Aquel verso le deshizo en un llanto silencioso. Llevó sus manos temblorosas hacia su pecho, y con un vacío infinito, cerró los ojos, recordando aquellos tiempos de antaño en que fue feliz y jamás lo supo.
Y con el alma partida en dos, sacó su billetera, abriéndola y dejando a la vista una foto que llevaba con èl a todos lados, como si fuese una parte esencial de su existencia.
—Miguel, ya está listo el pastel. —Manuel llegó de forma repentina a la habitación, mas Miguel, no se volteó hacia él.
Manuel sintió la atmósfera vacía y melancólica. En silencio, situó el alimento en la mesa, y caminó hacia Miguel.
—Miguel, ¿ocurre algo? —susurró asustado, notando como Miguel yacía de espalda y dedicaba su atención a algo que sostenía entre sus manos.
Y la canción entonces terminó, y Miguel, se volteó apenas hacia Manuel.
Y el chileno, sintió que el pecho se le deshizo en polvo, cuando vio a Miguel con el rostro empapado en lágrimas, y petrificado en una expresión sumamente triste y angustiada.
—Mi-Miguel... —susurró abatido—. ¿Q-qué ocurre?
El moreno bajó la mirada, y con su mano aun sosteniendo aquella fotografía, susurró:
—Hay algo que he estado ocultando todo este tiempo, Manuel...
El director contrajo sus pupilas. Sintió que el corazón se le detuvo.
—¿Q-qué cosa?
Y Miguel, hundido en la más fuerte desolación, con las manos temblorosas guardó la fotografía en su bolsillo, para acto seguido, de forma lenta coger las mangas de su abrigo, dejando al descubierto sus antebrazos.
Y Manuel, sintió que aquello no podía estar pasando.
—Esto es lo que soy, Manuel —dijo, dejando al descubierto terribles cicatrices provocadas por objetos corto punzantes.
Y Manuel comprendió entonces, la razón por la que Miguel en un principio, esquivó su tacto en la zona del antebrazo, mientras lavaban los trastes.
—¿T-tú... tú te hiciste eso? —dijo en un hilo de voz, deslizando con miedo sus dedos por las cicatrices del moreno—. ¿T-tú te heriste así? Miguel... ¿por... por qué?
Y Miguel sintió que el corazón se le deshacía. Cerró sus ojos con fuerza y, con la vergüenza golpeando en su rostro por causa de sus antiguas cicatrices, dijo en un susurro carente de vida:
—Porque lo merezco... —sollozó—. Porque maté a mi hijo. Porque mi hijo murió por mi culpa, Manuel...
N/A;
¿Esa ùltima confesiòn de Miguel les recuerda a algo? Asi es, a Manuel de ''Entre Callao y Miraflores''. Esta historia es mucho màs antigua, e inspirò en cierta forma la actual obra que estoy escribiendo. Esta adaptaciòn es ràpida, asi que dentro de poco les traerè el ùltimo capìtulo. El pròximo capìtulo tiene bastante angst.
¡Gracias por leer!
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