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1. Dos àngeles en el camino


Manuel sabía que, en algún momento de su vida, la amargura y la pesadumbre que le caracterizaban, le pasarían la cuenta dentro de su vida laboral, pero él jamás pensó... que sería precisamente de aquella manera.

—Las denuncias por parte de los padres y alumnos apuntan a un mismo factor, señor Manuel. —Su superior acomodó los anteojos por encima del puente de su nariz. De forma meticulosa revisaba un montón de papeles desperdigados por su escritorio.

—Son patrañas...

—Créame que estas cosas no son patrañas cuando llegan a la Superintendencia de Educación —dijo con molestia el hombre, acechando con su mirada a Manuel—. Quince denuncias por su poca disposición a la atención de apoderados y su intolerancia al alumnado. Sabemos que el papel del director de una escuela secundaria es precisamente cuidar el orden, ¿pero no cree usted que está llevando las cosas demasiado lejos, señor?

—La disciplina es algo que debe enseñarse en todas las aulas del país —respondió, alzando su vista con soberbia—. No podemos dejar que los alumnos y los padres nos digan qué debemos hac...

—Señor Manuel...

—Este país no está preparado para un real camb...

—Señor Manuel.

—¡El director de una escuela debe imponer el orden a su comunidad escol...!

Un fuerte estruendo asestado a la mesa provocó que Manuel se detuviese en seco. El hombre enviado por la superintendencia de educación, abrió un libro a su costado, y de un movimiento rápido tomó una gran bocanada de aire para luego articular en voz alta:

—Imponer orden en la comunidad escolar no es lanzar el borrador en la cabeza a una alumna y dejarla con un chichón similar al cuerno de un unicornio —intentó regañar a Manuel, mas este no pudo contener una risita al oír aquello; el hombre le miró con desdén—. Tampoco es vestir con falda al alumno que halaga a sus compañeras por sus atributos físicos.

—Oh vamos... eso no es halagar ¡Las estaba acosand...!

—La decisión está tomada, señor Manuel —dijo de forma autoritaria. Manuel apretó sus puños por causa del miedo; sabía que existía una gran posibilidad de ser despedido en aquellos instantes, y eso, solo empeoraba el terrible escenario en el que ya se encontraba—. Nuestra primera medida como Superintendencia de Educación, debería ser expulsarlo de toda vida académica, por su comportamiento tan autoritario. —Manuel sintió como una sensación de ardor se anidaba en la boca de su estómago—. Sin embargo... hemos querido darle otra oportunidad, y esto, precisamente por su hijo...

Sintió como un aguijonazo cruzó por su pecho. Sus ojos abrieron de la perplejidad, y una expresión de desconcierto deslizó por su faz. Sus ojos miel se tornaron vidriosos; el tan solo pensar en su hijo le provocó una avalancha de sentimientos.

—Tenemos conocimiento de su situación actual, señor Manuel. —Ahora era perceptible cierta indulgencia en la voz del hombre—. Sabemos por lo que ha pasado, y por eso, es que como Superintendencia de Educación, no hemos optado por su despido.

—Gra-gracias...

Manuel sintió como su tensión se relajó por un instante. Un leve suspiro fue emitido por causa de la impresión. El hombre carraspeó su garganta para continuar; eso provocó en Manuel una nueva tensión, pues si bien era cierto que no le despedirían, eso solo significaba una cosa: había otra clase de castigo asignado a su comportamiento...

¿Pero cuál?

—Entendemos que, desde el nacimiento de su hijo, usted ha tenido que soportar muchas situaciones, es por eso que, como Superintendencia de Educación, hemos tomado una medida un tanto indulgente, decididos a darle una última oportunidad y esperamos usted la sepa aprovechar.

Manuel se removió nervioso en su puesto. Por debajo del escritorio apretó sus puños con ansiedad.

—Estará bajo nuestra constante supervisión. Esperamos que de esta forma usted pueda entender lo que es la sensibilidad con el trato de los alumnos y aprenda a controlar su agresividad.

Manuel abrió sus ojos de la impresión cuando, vio como el hombre extendía ante su vista la fotografía de una pequeña escuelita ubicada en una de las zonas más vulnerables, y de riesgo social en Santiago de Chile.

Aquel era el lugar de su castigo.

—Será trasladado para la dirección de una escuela de Kindergarten. Comienza el Lunes.

El intenso sonar de un grillo persistía en el ante jardín de su hogar. La luz blanquecina de la lámpara de su escritorio esclarecía ante él toda la cantidad de trabajo que tenía por hacer, más ahora, cuando debía trasladarse a la dirección de un nuevo recinto educacional; debía revisar todos los antecedentes y documentos antes de comenzar el Lunes, y qué mejor, que avanzar en ello un Viernes por la noche, cuando todas las personas estaban de fiesta por las calles de Santiago, y él enclaustrado en la pequeña habitación de su hogar.

De forma torpe encendió un cigarrillo; el humo empezó a extenderse por todo su alrededor.

Con pesadumbre apoyó la cabeza en una de sus manos, y bajó su mirada al montón de hojas desperdigadas en el escritorio; realmente qué cantidad de trabajo tenía por hacer...

Y no es que ello fuese algo nuevo para Manuel, muy al contrario; se había acostumbrado a aquella rutina tan exhaustiva desde hace exactamente seis años...

Hace seis años, la misma cantidad de años que tenía su hijo Panchito.

De soslayo dirigió su cansada mirada hacia el espejo del costado; sintió mucha lástima de él mismo...

Se veía fatal.

Sus ojos castaños se veían notoriamente cansados, y unas grandes ojeras se extendían por debajo; Manuel, pensó que era similar a un mapache, pero a un mapache muy demacrado. En la zona de su barbilla hacía falta la rasuradora y sus rizados cabellos estaban todos desordenados; la rutina y el exceso de trabajo le habían hecho llegar a aquello: perder incluso el interés en su cuidado personal.

—Estoy hecho mierda, weón... —bufó con exasperación, para luego, inhalar el cigarrillo, y tomar un sorbo de café.

A sus ya treinta y seis años de edad, Manuel, sentía que su vida ya no podía experimentar ningún cambio. Absolutamente nada le llamaba la atención, no había día en que no pensara otra cosa que no fuese el cómo recaudar más dinero para solventar las deudas del hogar; el agua, la luz, el alimento, la televisión, el alquiler, gas y, en especial, los minuciosos cuidados que requería su amado hijo.

La diversión, las mujeres y el ocio, eran cosas que siempre pasaba por alto, y realmente, no se arrepentía de aquello, después de todo... ¿quién querría estar con alguien como él? Un padre soltero, desaliñado, lleno de amargura y estrés...

Él no necesitaba la compañía de una mujer para sentirse feliz, con Panchito a su lado bastaba; él era la luz de su vida y, si fuese necesario, estaría soltero por el resto de su existencia solo para poder dedicar todo el tiempo del mundo a su nene.

Porque además él, realmente lo necesitaba.

—¿Papi?

Una tierna y tímida voz resonó a su espalda. De un respingo fugaz, el chileno giró sobre sí mismo, siendo atraído de forma automática por la dulce voz de su príncipe.

—¡Mi amor! ¿Qué haces despierto? —De un movimiento rápido se reincorpora de su silla, para luego, encaminarse hacia su hijo y agacharse a su altura—. Es muy tarde bonito, tienes que dormir; los niños descansan a estas horas. —De forma suave depósito un beso en su frente; Panchito ensanchó sus labios.

—Cuento —demandó, apuntando con su dedo índice hacia su habitación.

—Pero bebé... —Manuel se rascó por detrás de la nuca, incómodo ante la situación—. Papi ya te leyó un cuento hace unos minutos... ¡Estabas dormido! ¿Por qué has despertado? ¿Te duele alg...?

—Cuento —volvió a insistir. Y Manuel, supó que no podría negarse.

—Bien, bien... —Sonrió rendido—. Papi te leerá nuevamente un cuento, pero, debes prometerme que ahora sí dormirás de forma definitiva; tú sabes que papi tiene muchísimo trabajo que hacer.

—¡Sí! ¡Cuento! —Panchito extendió sus pequeños bracitos, y su padre, le abrazó para alzarlo y llevarlo hasta su habitación.

Y otra noche exhaustiva se hizo presente para Manuel. Otra noche de cuentos y trabajo agotador. Otra noche de guardia ante los malestares que podrían afectar a su pequeño caballero.

Los malestares... Aquellos que le aquejaban por causa de su condición, pero que a la vez, le hacían tan hermoso y especial a los ojos de Manuel.

—Y el patito feo pudo al fin encontrar el lugar al que pertenecía. Allí, pudo convivir con muchos bellos cisnes, pero ninguno de ellos, tan bello como él. Y, por su belleza, el patito feo se convirtió en la admiración de todos, y entonces supo, que todas las burlas que había recibido por su aspecto, ya eran cuento pasado, y podría rehacer su vida en aquella acogedora laguna.

Al concluir el cuento del patito feo, Manuel procedió a cerrar de forma suave el librito, convencido de que Panchito yacía ahora dormido, mas para su sorpresa, su hijo le miraba atento al concluir el cuento; Manuel no pudo evitar reír ante aquello.

—¡Panchito! ¡Papi tiene trabajo qué hacer! —le regañó—. ¡Prometiste que dormirías!

—¿Papi?

—¿Umh?

—¿Por qué todos molestar al patito feo?

Manuel sonrió agraciado ante ello; Panchito nunca solía hacer preguntas luego de un cuento, y hoy, parecía estar especialmente curioso.

—Pues porque él era diferente al resto, mi niño.

—¿Y ser diferente ser malo?

El castaño no fue capaz de contestar de forma inmediata a su hijo; un silencio incómodo se extendió por un par de segundos. Panchito le miraba atento, esperando una respuesta a su pregunta.

—N-no...

—¿Y entonces por qué tratar mal?

Ante la curiosa expresión de su hijo, Manuel bajó su mirada con pesar. Un montón de recuerdos dolorosos empezaron a surcar por su mente. Un nudo se aferró en su garganta.

—Por...porque... —Se detuvo, para retomar aire—. Porque los patos y las personas, a veces no son capaces de ver la hermosura que se esconde más allá de la apariencia.

Panchito sonrió conforme con la respuesta de su padre.

—Ahora duerme ¿ya? —Carraspeó su garganta, en un intento por disipar el nudo que yacía en ella—. Es tarde y los niños ya deben dormir.

Un beso fue depositado en la frente del pequeño; este sonrió enternecido ante el cariño de su padre, y cerró sus ojos.

Manuel caminó despacio hacia la puerta, y apagó la luz de la habitación, y antes de poder salir, susurró a su hijo que yacía ahora dormido:

—Te amo, Panchito...

Y salió de la habitación.

Y aquella noche, Manuel estuvo hasta altas horas de la madrugada invadido de trabajo.

Invadido de trabajo, pero también... invadido de tristeza.

Y lloró; lloró de la amargura, del estrés, de la impotencia y el sufrimiento que yacía en cada parte de su alma herida.

Porque él, a pesar de tener que ser fuerte todos los días de su vida, tenía una gran yaga en su alma. Y aquella yaga, había sido provocada, precisamente, por quién había dado la vida a su hijo.

Aquella misma mujer que trajo a Panchito al mundo, pero que a la vez, le abandonó sin ninguna compasión, todo... por su condición.

Aquella misma condición que hacía a Panchito tan hermoso y especial a los ojos de Manuel, pero que también, lo volvía ante los ojos de personas ajenas, un mero objeto de lástima, de burla, de miradas hostiles, de cuchicheos en espacios públicos, de marginación y discriminación.

Y a Manuel, todo aquello le hería profundamente, tanto, que prefería alejar a Panchito de las personas, para que estas, no pudiesen jamás dañar a su pequeño niño.

Ya era lunes temprano por la mañana. Manuel y su hijo, yacían en el vehìculo para emprender viaje a sus respectivos destinos; Panchito a su escuelita, y Manuel, a la nueva escuela de la que sería director.

—Un pajarito me contò que lo han trasladado de escuela, señor Manuel... —dijo la profesora del pequeño, recibiendo a Panchito en la puerta del recinto.

—Ah, sí —respondió desinteresado, como le era de costumbre—. Què chismoso el pájaro.

La profesora sonriò incòmoda.

—Oí que es una escuela que se sitúa muy lejos de aquí, ¿vendrá usted a buscar a Panchito a la hora acordada?

—Sí —espetó a secas—. Yo vendré a buscarlo; siempre lo haré yo. Así mi lugar de trabajo sea en la luna, soy yo quién se hará siempre cargo de èl.

—Bien.

—¡Adiós papi! —El pequeño abrazò las piernas de Manuel; este se agachó a la altura de èl.

—Adiós mi amor. Papi vendrá a buscarte a la hora de siempre, ¿bien? —Le sonrió de forma tenue a su hijo.

—¡Sí!

Y dicho aquello, un beso fue depositado en la mejilla del menor, y Manuel, partió entonces a su destino.

Y jamás pensó que aquello, sería el comienzo de todo.


''Escuelita Chilenitos Mininos''

.

Aquello fue lo primero que Manuel leyó en la entrada de la nueva escuela a su cargo. Una expresión de extrañeza se dibujó en su faz.

—¿Chilenitos... mininos? —musitó— Agh, ni siquiera me gustan los gatos. Quedaba mejor con perros —Chasqueó la lengua, se cruzó el bolso, y entró con paso apresurado.

Al ingresar al lugar, pudo percatarse de que era una escuelita pequeña y amena. Era un lugar bastante hogareño y limpio; sus paredes estaban adornadas con tiernos diseños y, a través del pasillo, se extendían las puertas que conducían a los cinco salones de kindergarten que componían la escuela.

En el lugar ya rondaban algunos niños; unos corrían por los pasillos y el pequeño patio, y otros, yacían esperando en el salón jugando con muñecos o coloreando.

Manuel dirigió su vista de soslayo hacia cada uno de los salones, y pudo ver, como ya todos los profesores habían comenzado con su trabajo; algunos docentes estaban con los niños en el patio, y otros, esperaban en los salones a que llegasen todos los alumnos para iniciar con la jornada escolar.

Qué lío era todo ello.

A pesar de ser una escuelita pequeña, al ser de kindergarten, sin lugar a dudas el ruido emitido por los niños, era mucho mayor al que Manuel estaba acostumbrado en la dirección de su anterior escuela secundaria.

Y empezó a extrañar su anterior puesto.

—¡Hola!

Una simpática voz le canturreò muy cerca de su oído, y aquello le provocó dar un gran respingo; Manuel lanzó un alarido, y con amargura dirigió su vista hacia el emisor de aquel saludo.

—¿Sos vos el nuevo director, señor? —El muchacho era un joven de tez blanca, y cabello rubio.

—Sí —respondió Manuel con desgano, no quitando su mortífera mirada al amigable chico; tenía ganas de asestarle un golpe por gritar de esa forma en su oído.

—Un gusto, che. —Extendió su mano en señal de saludo; Manuel recibió el saludo de mala gana—. Soy Martìn Hernàndez, su secretario. Por favor acompáñeme, le llevaré a su oficina.

Con una gran sonrisa inmortalizada en su rostro, Martìn, dirigió a Manuel hasta su nueva oficina. El lugar se situaba cerca de uno de los salones, en el extremo de un pasillo.

—Cualquier cosa que pueda hacer por usted, solo marque el teléfono y avíseme. —De forma rápida posó su mano en la frente, como un subordinado saludando a su capitán—. Por cierto, che... debe revisar todo este papeleo. —Martìn abrió uno de los cajones de la oficina, y sacó una pila de hojas; de un solo golpe las situó en el escritorio de Manuel.

—¿T-toda esta weà? —inquirió con sorpresa, escapándosele una mala palabra incluso.

—Sí, es mucho ¿verdad? Bueno, ser director de una escuela no es nada fácil. —Sonrió apenado—. ¡En fin! Buen día señor director. Bienvenido y, cualquier asunto en que pueda ayudarle, solo deme aviso, ¡hasta luego!

Y la figura de aquel chico tan ruidoso, desapareció. Y Manuel, miró con desdén el montón de papeles.

—Puta la weà... —susurró desganado; un profundo suspiro cargado de desdicha emanó desde sus labios. Manuel empezó a sacar sus pertenencias del bolso y, con sumo cuidado, posó la fotografía de su hijo en el escritorio; una gran sonrisa ensanchó sus labios al ver a su nene—. Estoy tan cansado de todo, pero... —Con la yema de sus dedos acarició la fotografía—. Todo lo hago por ti...


Pasó un largo rato revisando papeles, firmando documentos, sacando cuentas y organizando los recursos que llegaban a la escuelita.

Y, aunque ya había avanzado de forma considerable, aún quedaba mucho por hacer. Mas Manuel, sintió que estaba al borde del colapso, y entonces, decidió darse un descanso, y salir a recorrer el recinto; creyó que era apropiado ir a presentarse ante los alumnos y los docentes.

Ordenó la pila de hojas que yacían sobre su escritorio, y salió con cautela de su oficina.

Con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, recorrió gran parte del recinto. En el patio había juegos; resbalines, columpios y mecedoras de plástico. A poca distancia podía divisar una pequeña cancha recreativa. El lugar era pequeño, pero muy hogareño y amistoso.

De pronto, la campana dio aviso para el recreo, y una horda furiosa de niños saliò despavorida hacia el patio; Manuel fue arrastrado por la masa de infantes y, de forma rápida intentó salir del medio.

Comenzó a exasperarse de inmediato.

Tranquilo, tranquilo, tranquilo... —se animó a sí mismo, posicionándose en una esquina del patio, lejos de la muchedumbre—. Solo son niños; cabros chicos... debo pensar que son todos como Panchito...; sí, pensar eso me hará bien...

Inhaló y exhaló de forma profunda, en un intento por retener su desbordante temperamento. Desde siempre, él había sido un hombre bastante amargo, pero desde hace unos años, se había vuelto hacia las otras personas —y especialmente niños ruidosos—, un hombre más irritable de lo común.

Un viejo culiao amargao', como se diría en el buen chileno.

De pronto, un niño corriò por su costado, y le pasò a llevar con fuerza; Manuel apretó sus dientes, en un intento por no regañarle.

Observó al menor con cierto desprecio y, pudo ver como este, se lanzaba encima de un adulto que, al parecer, era uno de los profesores de la escuela. Manuel no pudo evitar dibujar una expresión invadida de extrañeza, cuando pudo ver, que el hombre tenía a unos diez niños encima de él.

Parecìa un caballo de carreras.

—¡Quiero caballito! —gritó una niña cerca del profesor—. ¡Caballito! ¡Caballito!

Los niños reían desbocados al igual que el profesor; Manuel no pudo evitar mirar la escena con total desconcierto.

¿Cómo es que un profesor podía ser tan poco profesional? ¿Cómo es que podía soportar esas faltas de respeto hacia su persona? O, peor aún... ¡¿Cómo rayos un profesor podía tener ese grado de paciencia de soportar a diez mocosos encima de él?!

¡A diez cabros chicos! ¡Agh, la weà cargante!

Manuel no lo entendía.

—¡Profesor Migue, queremos caballito! —exclamó otro niño, saltando de puntillas y aplaudiendo con sus manitos—. ¡Queremos caballito! —volvió a insistir.

—¡Bien! —sonrió el docente—. ¡Arriba! —Se acomodó y se posicionó sobre sus manos y rodillas; tres niños subieron a su espalda y el profesor comenzó a arrastrarse. Los niños empezaron a reír.

Y Manuel, no pudo soportar más aquel grado de poco profesionalismo.

Decidido a intervenir en el juego del profesor y sus alumnos, Manuel, dio un paso en falso cuando, la alarma de su reloj de mano empezó a sonar, dándole aviso de un acontecimiento sagrado y sumamente importante para él.

—¡Ya... ya es hora! —exclamó despavorido. Su expresión severa cambió a una de nerviosismo; todos en el patio voltearon a verle, incluido el profesor que jugaba con los niños—. ¡¡Casi lo olvido!!

Gritó consternado, tomando su cabeza con ambas manos. De forma fugaz, y tropezándose consigo mismo, entrò corriendo a la escuela, para acto seguido, dirigirse a su vehículo.

Debía ir a buscar a la escuela a Panchito. 

Había concluido el recreo y ya todos los chicos de la escuela estaban nuevamente en las aulas. Manuel y Panchito, estaban en la oficina; él no tenía en donde dejar a su hijo y, como siempre, debía tenerlo con él hasta que finalizara su horario laboral.

Lamentablemente Manuel, no podía hacer mucho más; en la escuela en donde estudiaba su hijo, solo le permitían tenerlo hasta las once de la mañana —cuando para el resto de los alumnos, el horario escolar se extendía más allá—, por lo que Manuel, se veía siempre obligado a tener al niño en su lugar de trabajo.

—Aburridooo, muy aburrido —rezongó el pequeño, con una expresión nada amigable en su rostro.

—Panchito, ya sé que estás aburrido. —Siempre era la misma situación; el niño se aburría rápido en aquel lugar, y él, tenía trabajo por hacer—. ¿Qué tal si dibujas? —Cogió una hoja, y puso delante de su hijo un montón de lápices.

—¡No quiero! —reclamó, alejando de un sopetón la hoja y los lápices. Manuel suspiró con exasperación.

—Amor, sabì' que papi tiene trabajo que hacer...

—Hambre —espetó, y ante ello, Manuel rodó los ojos.

—Bien, bien... ¿tenì' hambre? —Ordenó la pila de documentos que tenía esparcido por el escritorio.

—Sí —respondió, manteniendo siempre su expresión de molestia, y los brazos cruzados.

—Vale, iré a buscar algo de comer a la cafetería, quédate aquí, ¿sí? —se reincorporó de su puesto, y acomodó a Panchito en su lugar; situó ante èl nuevamente los lápices y la hoja—. Dibuja por mientras, yo regresaré muy pronto. Si papi llega y ve que no estás, se molestará mucho, ¿entendido? —Le miró directo a los ojos, con el objeto de causar un pequeño temor reverencial en Panchito.

Pero este ni le tomò atención.

—Ajá. —Asintió con la cabeza.

Y entonces Manuel, salió de su oficina con dirección a la cafetería.

Y Panchito, se quedó solo por unos instantes.

Y aquello, sería la causa de un suceso que daría inicio a una nueva vida para ambos.


—Mi amor, ya traje para que comas. —Manuel apenas tenía visión desde fuera de la oficina. Traía en sus brazos; galletas, paquetes de leche líquida, y unos cuántos documentos que Martìn, su secretario, le entregó cuando le pilló en el camino—. ¿Panchito?

Volvió a insistir, no obteniendo desde el interior, ninguna respuesta de su pequeño.

Y Manuel, comenzó entonces a preocuparse.

—¡¿Pa-panchito?! —exclamó con fuerza—. ¡¿Mi niño?!

Pero nada.

De un movimiento fugaz, Manuel soltó todo lo que tenía en sus manos, para acto seguido, abrir la puerta de un solo golpe.

Y grande fue su sorpresa, cuando pudo ver el escenario actual.

Panchito no estaba allí.

Un aguijonazo cruzó por su pecho. Sus pupilas se contrajeron y su respiración se tornó descontinuada; una terrible angustia le empezó a invadir de forma progresiva.

—¡Pa-Panchito... Panchito!

Empezó a tropezar con los objetos de la oficina. Revisó debajo del escritorio, tirando al suelo todo tipo de indumentarias. Miró por detrás del estante, buscó por los grandes cajones e incluso, abrió la ventana que daba al exterior para ver si se había escapado por allí.

Pero nada.

Manuel sintió su corazón martillear en la garganta. Sus ojos se cristalizaron del nerviosismo y el susto. Manuel entonces, olvidó por completo su fachada de hombre serio y amargo, y, de un movimiento fugaz, se echó a correr hacia el interior de los pasillos.

—¡¡PANCHITO!! ¡¡HIJO!!

Gritó varias veces de forma desgarradora, resonando su evidente desesperación por lo largo del pasillo; por causa de ello, algunos profesores salieron a mirar desde sus aulas.

Manuel corrió hacia el patio; comenzó a recorrer cada centímetro de este, en busca de su amado hijo...

Mas no le encontró.

Un leve sollozo arrancó de sus labios; su corazón parecía no dar tregua, sus manos empezaron a temblar, y una terrible opresión se extendió por su pecho.

¿Y si Panchito había sido raptado? ¿Y si había escapado por la ventana de la oficina hacia la calle y ahora, estaba en algún lúgubre rincón de Santiago muriendo de hambre? O, peor aún...

¿Y si... y si aquella mujer había vuelto por Panchito?

El pensar aquello le nubló la vista por completo. Un intenso hormigueo se extendió por su estómago. Sintió como la presión carcomía su sien por causa de la ira.

No, aquello no era posible... esa mujer jamás volvería por su hijo, pues ella...

Ella despreciaba a Panchito de la forma más ruin posible.

De forma rápida Manuel sacudió su cabeza, en un intento por dispersar la ira que le estaba nublando de todo raciocinio. Sin desechar más tiempo, volvió hacia el largo pasillo; a través de las ventanillas empezó a mirar hacia el interior de todas las aulas.

Pero nada.

Manuel comenzó a perder la esperanza; las lágrimas ya estaban rodando por lo pálido de sus mejillas; estaba decidido a llamar a carabineros, a la PDI e inclusive, a la NASA; si debía buscar a su hijo inclusive por el espacio exterior, entonces que así fuese.

Pero él, desechó aquella idea de forma instantánea cuando, miró por la ventanilla del último salón.

Y Manuel, sintió que su alma volvió al cuerpo cuando, vio allí a su hijo...

De forma involuntaria una gran sonrisa ensanchó sus labios. Sus latidos comenzaron a normalizar, y un intenso brillo se posó en sus pupilas; Manuel sintió que su respiración ya no quemaba.

Esperó por unos minutos antes de entrar al aula; necesitaba recomponerse del terrible episodio reciente. Levantó su vista hacia la ventanilla, y miró nuevamente a través de esta; contrajo sus pupilas de la sorpresa cuando fue testigo del escenario que ante él se presentaba.

Panchito yacía sentado en uno de los puestos; èl estaba en silencio coloreando, y a su lado, estaba el mismo profesor que había visto en el recreo; ambos estaban muy entretenidos en lo que hacían, mientras que el resto del aula, trabajaba en silencio.

Manuel parpadeó confuso y, de un movimiento rápido, irrumpiò en el aula, caminando de forma directa hacia Panchito, y aquel hombre que le acompañaba. El profesor del aula, levantó la vista de inmediato hacia el intruso que había irrumpido en su clase; Panchito, y el resto de niños, no tomaron importancia a ello.

—Buenas tardes señor, ¿le puedo ayudar en alg...?

—Panchito, de pie. —El chileno le ignoró de forma magistral—. ¡Papi te dijo que no te fueras, estoy muy enojado contigo! —exclamó, intentando alejar a su hijo del profesor, que yacía a su lado.

—¡¡No, suéltame!! —El pequeño se resistió al agarre de Manuel; èl quería seguir coloreando con el profesor.

—Señor, deténgase por favor. —El profesor zafó el brazo del pequeño del agarre del mayor; Manuel le dedicó una mirada mortífera.

—¿Quién te crees que eres? Èl es mi hijo, suéltalo de inmediato —espetó entre dientes, clavando su densa mirada en la molesta expresión del docente—. Te estoy hablando en serio, suéltalo ahora mismo.

—Yo también le estoy hablando en serio. —espetó de igual forma el profesor—. Este hermoso pequeño estaba buscando a su padre. Entró llorando a mi aula, y yo le invité a pasar; pude calmarlo, y ahora estamos en medio de una clase que, u-s-t-e-d —remarcó con profundidad—, está interrumpiendo.

—Panchito, de pie, estoy hablando muy en serio. —volvió a ignorar la presencia del profesor; este frunció el ceño.

—¡¡No!! —exclamó el pequeño, resistiéndose nuevamente al agarre de su padre—. ¡¡Pancho quiere colorear!!

El pequeño comenzó a alterarse a la par de Manuel; todos los niños del aula dejaron su trabajo de lado, y dirigieron su vista hacia el escándalo que se presentaba al final del salón. El profesor entonces, tuvo que tomar control de la situación, e intervenir.

—Señor, ¿me permite un instante? —Con fuerza tomó a Manuel del brazo, conduciéndole hacia el exterior del salón.

—¡¿Qué?! Oye, suéltam...

—Y tú pequeñito, sigue coloreando, ¿sí? —Dedicó una sonrisa revestida de ternura a Panchito.

—¿Colorear gatitos? —preguntó èl, ladeando su cabeza con suma inocencia.

—Sí precioso, colorear los gatitos, tal y como yo te indiqué, ¿bien? —Sonrió—. Yo y tu papi hablaremos un instante afuera. —Levantó su mirada hacia el resto de niños—. ¡No pasa nada chicos! ¡Ustedes sigan trabajando! Los diez primeros que terminen montarán al caballito en el próximo recreo.

—¡¡¡Sííííí!!!

Exclamaron todos los niños al unísono, para luego, volver de forma rápida al trabajo indicado por el profesor.

—¡¿Puedes soltarm...?!

Intentó de forma inútil zafarse Manuel del agarre. El profesor volvió su mirada hacia él, y le dedicó una mortífera expresión, para luego, llevarlo al exterior del salón.

Y aquella, fue la primera interacción entre ambos. Y quien diría, que sería precisamente de aquella forma...

—¡¿Ya me puedes soltar?! —exclamó Manuel iracundo, zafándose de forma violenta del profesor. Una terrible expresión se dibujó en su rostro, siendo dedicada por completo al docente.

—¿Quiere calmarse? —Se cruzó de brazos—. No puede interrumpir las clases de esa forma. Si vuelve a hacerlo, lamentablemente daré aviso al director del establecimiento.

Manuel rio de forma explosiva en plena cara del profesor.

—¿Qué es tan gracios...?

—Yo soy el director.

Dijo con suma gracia, intentando contener sus carcajadas. Una expresión de desconcierto se desplegó por la faz del profesor.

—A-ah... —balbuceó apenas—. ¿Está seguro? No tiene usted apariencia de un direct...

Manuel lanzó un bufido de exasperación al aire, rodó sus ojos, y con un movimiento lento, extendió su mano, para luego articular:

—Josè Manuel Gonzàles, treinta y seis años, profesor de matemáticas y nuevo director de este establecimiento. —El docente no respondió al saludo; estaba estupefacto. El castaño tomó su mano a la fuerza, y simuló un saludo—. Es un gusto, ¿ahora me entregas a mi hijo? —volvió a preguntar, dibujándose en su rostro una expresión hostil.

—No —espetó el docente. El director sintió la rabia extenderse por su espina dorsal.

—Escucha, idiota... —dijo a regañadientes—. No sé si te has dado cuenta, pero èl... no es apto para un aula con muchos niños. Tu maldito trabajo como profesor de esta escuela, es dar una óptima educación a todos esos mocosos que están en el aula, y mi precioso hijo, va a dificultar tu maldita clase.

—Señor Director, escúchem...

—¡¿Qué no me oíste?! ¡Mi hijo, èl tien...!

—¡¡Ya sé lo que tiene!!

Exclamó el profesor y, ante ello, Manuel contrajo sus pupilas; sus labios separaron, y sus cejas se alzaron; él no podía creer lo que oía.

—¿Q-qué podrías saber t-tù...?

—Señor Director... —susurró con calma—. Me presento; mi nombre es Miguel Prado, treinta y dos años, educador diferencial con magister en educación mención evaluación educativa. —Esta vez fue él quien extendió la mano en un saludo. El Señor Director miró su mano con sorpresa, aún incrédulo ante lo que había dicho el docente; este tomó la mano de Manuel a la fuerza, y simuló un saludo—. Apenas vi a su hijo entrar a mi aula, supe lo que tenía.

Manuel sintió que sus ojos cristalizaron. Su antes expresión mortífera y hostil, empezó a configurarse en una inundada de tristeza y vergüenza.

—Es-escucha... —musitó, intentando mantenerse firme—. M-mi hijo va a interrumpir tu clase, será una molestia, e-èl... —Un ligero quiebre fue perceptible en su voz—. Èl... si-siempre es una molestia en todos lados, ¿sabes? Incluso en su escuela no me permiten dejarlo en un horario escolar normal, sus compañeros lo excluyen, e incluso, sus profesores no le soportan. —Una fina lágrima cayó por la extensión de su mejilla—. N-no quiero que èl sea una molestia, por favor...

—Señor...

Miguel sintió que su corazón se apretujó con la triste expresión de Manuel. De forma suave, posó ambas manos en los hombros del director; ambos hicieron contacto visual directo.

Se observaron en silencio.

—El Síndrome de Down no es algo de lo que usted deba avergonzarse...

Manuel agachò la mirada.

—Pe-pero...

—Tranquilo. —Sonrió tiernamente; Manuel sintió reconfortarse con aquello—. Su hijo, no es para mí una molestia, jamás lo sería.

—Pero èl tiene ataques de ira, no sabe comportarse, no es capaz de leer su entorno, èl no...

—Yo lo sé —dijo Miguel con suma tranquilidad—. Sé cómo es el comportamiento de niños con necesidades especiales en su aprendizaje. Yo sé cómo controlarlos; solo hay que tener paciencia.

Manuel quiso llorar en aquellos instantes... mas su orgullo, se lo impidió. Una expresión invadida de tristeza se inmortalizó en su rostro ante la indulgente mirada del profesor.

Y él, se sintió por primera vez en su vida, comprendido por alguien.

—Y-yo... —Secó de forma veloz su mejilla humedecida por la lágrima—. Debo seguir trabajando en mi oficina, no sé si mi hijo...

—Déjelo en mi clase —susurró Miguel—. El niño está muy entretenido allí. Prometo que cualquier cosa le daré aviso, aunque no lo creo; se ve que es un hermoso niño.

—Lo es... —Sonrió Manuel. En sus ojos, fue perceptible un leve brillo; Miguel pudo percatarse del amor que rebosaba hacia su hijo.

—Bu-bueno, yo... yo vuelvo a mi oficina...

—Vaya, yo me encargaré de su hijo hasta la hora de la salida.

—S-sí...

Miguel no supo cómo reaccionar ante la actitud de aquel hombre. Nunca nadie, había sido tan conmiserativo con él y su hijo.

Él siempre era así de amargo con todos; lo había adquirido por causa de sus experiencias vividas. Malas miradas, cuchicheos a sus espaldas, asientos vacíos en el metro y risas ahogadas; a todo ello estaba ya acostumbrado Manuel, pero...

Jamás a una actitud tan noble como la de aquel profesor.

Pasó una hora en la tranquilidad de su oficina; al fin pudo ejecutar su trabajo de forma normal y sin distracciones, y aun así, quedaba trabajo por hacer; al parecer debía extender su horario laboral más allá de lo permitido.

De vez en cuando pausó sus maniobras para ir a ver a Panchito a través de la ventanilla del aula; su corazón se conmovía con cada imagen que ante él veía.

Tres veces fueron en total en las que vio a su principe a través del vidrio, y èl siempre, estaba con una sonrisa radiante en su rostro.

En una oportunidad le vio jugando con otros niños dentro del salón, en otra hora, con Miguel a su lado y, en su última visita, vio inclusive a Panchito dirigiendo la clase junto al profesor...

Y Manuel entonces, supo que aquel profesor no carecía de profesionalismo, sino que, todo lo contrario; era demasiado profesional en lo que hacía... quizá demasiado.

Y aunque no lo comprendió del todo en aquel instante, Manuel, empezó a conmoverse con la dedicación y la dulzura de aquel hombre hacia su hijo.

—¿Aló? ¿Se puede?

—¡Sí!

De forma lenta la puerta de la oficina se abrió ante él; Panchito y Miguel, hicieron presencia en el lugar.

—¡Ah! —Manuel se reincorporó de un salto desde su puesto—. ¿Ha hecho algo malo?

—¡No, para nada! —Sonrió Miguel—. Al contrario, es un niño muy bello y obediente. —Con suavidad sacudió el cabello de Panchito; este comenzó a reír.

—¿Entonces...?

—Señor Director, ya son las una de la tarde. Todos los niños y profesores se fueron a sus casas; es hora de que usted también lo haga —dijo, apuntando hacia el reloj de la oficina.

—¡¿Qué?! Oh chucha... no me había percatado...

Ambos se observaron por la reciente palabrota de Manuel. Rieron.

—El portero me ha avisado que está pronto a cerrar la escuela, es por eso que he traído hasta aquí a Panchito. —Soltó la mano del niño, y èl fue corriendo hacia su padre, aferrándose con fuerza a las piernas de este.

—¡Mira papi! —Panchito extendió ante la vista de su padre unos gatitos dibujados—. ¡Panchito pintó gatitos!

—¡Qué hermoso, campeòn! —Sonrió agraciado a su hijo; Miguel no pudo evitar sonreír de igual forma.

—¿Entonces le digo al portero que le espere? —interrumpió Miguel.

—Ah, no... —musitó—. Dígale al portero que yo me encargaré de cerrar la escuela. Me queda trabajo por hacer, y debo hacer horas extras; aún no puedo ir a casa.

—¿Qué? ¿Se quedará más tiempo aquí? —preguntó el profesor, con intriga.

—Sí, bueno... debo hacer horas extras. —Desvió su mirada con cierta vergüenza.

—¡Panchito no quiere quedarse acá! ¡Este lugar es aburrido! —reclamó el pequeño, haciendo referencia a la poca colorida oficina de su padre.

—Pero debemos quedarnos, bonito... —Se agachó a la altura de su hijo—. Papi tiene que hacer un poco más de trabajo...

—¡¡Pero no quier...!!

—Disculpe, Señor Director.

Interrumpió Miguel. Y ante ello, Manuel se reincorporó, y le mirò de forma directa.

—¿Sí?

—Si quiere, puedo encargarme del niño mientras usted termina su trabajo. —Dedicó una cálida sonrisa a ambos—. Yo y Panchito podemos esperar en el patio; allí hay muchos juegos, y nos divertiremos mucho, ¿verdad, Panchito?

—¡¡Síííííí!!

El pequeño corrió hacia Miguel, y le abrazó las piernas. Una radiante sonrisa se dibujó en sus labios.

—¿Qué? —Manuel no podía creer lo que oía—. N-no... no puedo permitir algo como eso, yo..

—Si desconfía de mí, usted mismo puede ver el patio recreativo a través de la ventana de su oficina —dijo, indicando con un leve movimiento de su barbilla, la ventana que daba vista hacia el exterior—. Así estará seguro de que nada pasará con su hijo.

—¡¿Qué?! ¡No! Yo no lo decía por desconfianza, es solo que... —Se detuvo con nerviosismo; rascó su cabeza con ansiedad—. Escucha... te agradezco de corazón lo que has hecho conmigo y mi hijo, pero, no quiero causarte más molestias. Yo no quiero abusar de tu amabilidad, seguro debes estar muy cansado...

—Para mí esto no es una molest...

—Seguramente tu familia ha de estar esperándote en casa.

—No tengo familia alguna que esté esperándome —irrumpió Miguel con dureza. Manuel sintió cierta sorpresa por la reacción del profesor; contrajo sus cejas ante ello—. Soy un peruano residente acà en Chile. Vivo... solo.

Otro silencio se extendió entre ambos.

—Además... —susurró—. Yo amo compartir con los niños; yo vivo por ello. Yo y Panchito nos divertiremos un rato en el patio. Usted puede estar tranquilo. —Sonrió de una forma tan dulce que, Manuel, sintió estremecerse.

—No sé cómo agradecerte...

—No tiene que hacerlo.

—¡Panchito quiere juego! —Extendió sus manitas hacia Miguel; este sonrió y le tomó entre sus brazos.

—Prometo no tardarme —dijo Manuel, apenado.

—No se preocupe. —Sonrió el moreno—. Bueno, voy con el niño; cuando termine denos aviso.

—Lo haré.

Y ambos partieron hacia el patio, y Manuel, entonces avanzó con su trabajo. Y de vez en cuando, este miraba a través de la ventana con dirección al patio. Y cada vez que miraba, sentía que su corazón se llenaba de ternura, despojando la amargura que yacía enterrada en el fondo de su alma. Y con cada carcajada de Panchito y Miguel, sentía que se volvía más vulnerable, descubriendo cada vez un poco más de su inexplorada humanidad. Y cada vez que veía a ambos ensanchar sus labios en una sonrisa, sentía que estremecía al punto que, olvidaba que era prácticamente un hombre solitario.

Y aquella tarde, Manuel conoció el indicio de una nueva vida. Cruzó palabras con quién se volvería una persona incluso igual de importante que su hijo, pero que por ahora, él mismo desconocía, y todo...

Todo por la terrible herida que aquella mujer había dejado en su alma. 

 —¡¡Papi!! —Panchito corrió a brazos de Manuel, cuando vio que este salía hacia al patio; Miguel se reincorporó desde el suelo, y caminó con lentitud hacia él.

—¿Ya terminó? —preguntó, sacudiendo sus ropas.

—Sí, ya terminé. —Tomó a Panchito en brazos y lo apretujó; el pequeño le rodeó por el cuello.

—Me alegra que así sea. —Sonrió de forma cándida—. Bueno, yo... yo entonces me voy.

De forma fugaz, Miguel posó una de sus manos en la cabeza de Panchito, y sacudió sus cabellos; este comenzó a reir, y le despidió con una radiante sonrisa. El profesor, se volteó sobre sí mismo, decidido a irse del lugar, cuando Manuel, impulsado por su mero instinto, le detuvo.

—¡Espera! —exclamó, tomando a Miguel de su mano; este se volteó de forma rápida, y le miro con sorpresa.

Y ambos mantuvieron sus manos entrelazadas por un par de segundos; sintieron como el color subió a sus rostros.

—¡A-ah! —exclamó Manuel con nerviosismo, soltando de forma rápida la mano del moreno—. Lo-lo siento, no debí...

—No, está bien... —Rio Miguel por lo bajo. Manuel sintió que, aquella risa, no ayudaba en nada a que el color de su rostro descendiera.

—No debí... no debí tocarte con tanta confianza, disculpa. —Bajó su mirada con vergüenza.

—¡No pasa nada! —Una tierna risita arrancó de sus labios; Manuel rio con él de forma involuntaria.

—Miguel... ¿cierto? —preguntó, a lo que el profesor asintiò con su cabeza—. Bien, Miguel, escucha...

Cuando Manuel alzó su vista, pudo ver como Miguel le miraba con atención. Esto, provocó que Manuel sintiera su corazón acelerar; con la presencia de aquel docente empezaba a incomodarse, y no en un sentido negativo, era solo que... no se sentía en su área de confort.

—Yo... yo te traté mal antes, y... y bueno, yo... —A Manuel simplemente no le salían las palabras de la boca; para un hombre tan orgulloso y terco como él, decir algo como eso, significaba un desafío mayor.

—¿Sí...?

—Discúlpame —dijo por lo bajo, en un intento por ocultar su nerviosismo—. Te traté mal y... y actué de forma violenta contigo, lo siento —articuló, esta vez con más fuerza.

—No es necesario. Yo entiendo que muchas veces se suele tener una actitud a la defensiva en estos casos.

—Nunca nadie... nunca nadie había tratado así de bien a mi hijo, pues èl siempre... siempre es mirado con mucha lástima o... —Manuel sentía que las palabras se le enterraban en la garganta, y dolían... dolían como alfileres enterrando en la carne— o... o asco.

Un extenso silenció se acentuó entre ambos. Manuel tenía sus ojos vidriosos; Miguel sintió su corazón apretujar por ello.

—¿Cómo puedo pagarte lo que has hecho por mí? —preguntó Manuel; el moreno alzó su vista, con sorpresa—. ¿Cómo puedo recompensar tu amabilidad?

—Señor Director, no es necesar...

—Déjame hacerlo, por favor.

Miguel pudo notar la expresión en el rostro de Manuel. Sus ojos castaños estaban cristalizados y, de cierta forma, él podía ver a través de ellos una historia repleta de dolor, decepción y fortaleza.

Pero ahora, veía en ellos un gran agradecimiento hacia su persona, y Miguel, no pudo negarse ante él.

—No está dentro de mis costumbres el pedir algo a cambio por mi amabilidad con los niños —musitó el peruano—. Pero ya que usted me insiste, entonces le daré en el gusto.

Una gran sonrisa de satisfacción desplegó por la faz de Manuel.

—¿Qué tal si este fin de semana vamos todos a dar un paseo al parque?

Con el transcurso de la semana, la misma rutina se fue desarrollando. Manuel repleto de trabajo, Panchito en su escuelita, y luego, participando en lo que restaba de horario escolar, en la clase de Miguel.

Para el día Sábado ya daban las seis de la tarde, cuando Manuel, pasó a buscar a Miguel a su pequeño apartamento, el que, por mero capricho del destino, quedaba en la cercanía del hogar del director.

Y, en aquel día, del año 1998, surgió el primer indicio en el que ambos, comprendieron que a sus ya treinta y tantos años, eran aún capaces de sentir más allá de lo que sus corazones rotos le permitían y, sus tan atareadas vidas de adultos, les ofrecían.

Aquel día, cuando comprendieron, que aún la vida les permitía sentir aquello que, pudieron haber experimentado cuando eran adolescentes.

Para aquella fecha, en Chile, el ambiente se volviò gélido. Al comenzar dicha época, y al estar en un sector bastante residencial, las calles tenían una apariencia bastante pintoresca y llamativa. Al ser un fin de semana, podía divisarse en las tiendas centenares de ofertas para las fechas próximas; mucha concurrencia de gente, y los árboles en los parques adornados con bonitas luces blanquecinas o fluorescentes, aquello, por consecuencia de arreglos de la municipalidad de aquella comuna.

—¡A jugar! —exclamó Panchito, corriendo directamente hacia el grupo de niños, mas Manuel, le detuvo en seco.

—¡No, Panchito! —Una expresión hostil se dibujó en el rostro del chileno—. Espera un momento, papi irá a jugar contigo.

—Pe-pero...

—¿Por qué no deja que vaya a jugar con el resto de niños? —preguntó Miguel, acercándose a ambos.

Manuel se reincorporó a su altura, y le contestó por lo bajo:

—Tengo... tengo mucho miedo de que el resto de niños le rechacen...

Miguel comprendió de inmediato el miedo de Manuel; después de todo... él ya conocía aquella terrible sensación de incertidumbre.

—Eso no pasará. —Sonrió—. Me encargaré de que el resto de niños incluyan a Panchito en sus juegos.

—¿Estás segur...?

—Ya lo verá. —Dedicó una dulce sonrisa a Manuel, para luego, tomar a un impaciente Panchito de la mano, y dirigirlo hacia el grupo de niños que jugaban a unos metros más allá.

Manuel, ubicó una banca de madera en las cercanías, y esperó a Miguel en aquel lugar. Una vez que Miguel llegó hasta el grupo de niños, este se agachó a la altura de ellos; comenzó a hablarles de forma muy minuciosa y, Manuel, fue testigo de cómo los niños, le miraban con admirable atención.

Y él, no pudo creer lo que veía ahora ante su presencia.

Los niños sonrieron todos de forma unánime, para acto seguido, tomar a Panchito de la mano, y empezar a jugar con èl; todos se sentaron en el arenero, y empezaron a simular divertidas situaciones propias de un niño.

Y por primera vez en la vida, Manuel veía como su hijo sonreía con otros niños; sus ojos cristalizaron, y una radiante sonrisa inmortalizó en su faz, al ver que su hijo, era igual a otros niños.

—Le dije que lo lograría —dijo Miguel, con una sonrisa triunfante en sus labios, y tomando asiento al lado de Manuel; este no reaccionó a su llegada pues, al parecer estaba demasiado shockeado por la escena reciente.

—¿C-cómo lo... cómo lo lograste? No es posibl...

—Claro que es posible —irrumpió—. Siempre es posible hacer entender a los niños. Con buenas palabras los niños son capaces de entender inclusive mejor que los adultos.

Manuel bajó la mirada con tristeza; Miguel pudo percatarse de ello.

—Supongo que... que todo esto es culpa mía... —murmuró.

—¿A qué se refiere? —Alzó Miguel sus cejas.

—Yo... yo no me he dado el tiempo de poder hacer estas cosas. —susurró con vergüenza—. ¿Sabes? hace mucho tiempo que yo y Panchito... no veníamos al parque. —Una expresión invadida de melancolía fue notoria en Manuel—. Lo he criado de una forma equivocada. Èl necesita un padre que siempre tenga tiempo para èl; que le enseñe, que lo mime, que le induzca a vivir nuevas experiencias y le estimule a aprender más cosas...

Miguel pudo ver como Manuel era otra persona cuando hablaba de su hijo. Aquel hombre tan amargo y distante que parecía en un inicio, no era sino la coraza que protegía a un hombre que tenía un centenar de dolencias interiores.

—A veces... a veces pienso que Panchito... quizá èl merecía otro padre, no... no alguien como yo...

—¿Y su madre?

Preguntó Miguel con dureza. Un terrible silencio se extendió entre ambos.

—No le conozco mucho, pero... pero vi como usted trabaja. —Miguel acortó distancia hacia Manuel—. Si usted no ha tenido tiempo es porque, precisamente, ha hecho todo por darle lo mejor a su pequeño, ¿no es así?

Manuel, simplemente se limitó a mirar el suelo. Las palabras de Miguel, de cierta forma, le reconfortaban, pero también, ahondaban en sus heridas y las abrían en carne viva.

—¿Quién es la madre de Panchito? —preguntó con exasperación—. No es justo que usted se culpe de esta forma. Panchito es un niño feliz; èl no pudo tener un mejor padre, ¡usted lo ama!

—Miguel...

—¡Usted es un hombre bueno! ¡Usted ama a su hijo! —En la voz de Miguel fue perceptible la ira—. ¿Dónde está la madre de Panchito? ¡La crianza de un hijo es de a dos!

Y Manuel, entonces no pudo aguantar más la opresión en su pecho. De forma involuntaria, un pequeño sollozo arrancó de sus labios, para acto seguido, las lágrimas descender por su rostro.

Y, aquel hombre de fría apariencia, se volvió ahora ante Miguel, en un hombre roto.

Y Miguel, sintió un aguijonazo cruzar por su pecho. Una terrible expresión de tristeza inmortalizó en su faz; sus labios separaron, sus pupilas se contrajeron y, las ganas de querer contener a Manuel, se hicieron más latentes que nunca.

—¡Ma-Manuel! Y-yo... lo siento, perdóneme, y-yo... —Miguel no supo qué hacer en aquellos instantes. Y, a pesar de que había más gente en el parque, poco le importo a él. De un movimiento fugaz, se aferra a Manuel en un abrazo; este le respondió de inmediato.

No había lugar al pudor o la vergüenza; ellos eran los únicos en entenderse en aquel instante y, poco o nada, importó el prejuicio de la gente.

—¿Está bien? Chucha, perdón, yo... yo fui muy atrevido, no debí preguntar sobre algo como eso. Soy un huevòn, perdóneme... —Un severo temblor fue perceptible en la voz de Miguel; la culpa por hacer llorar a Manuel, le carcomiò con fuerza—. L-lo siento, perdóneme, y-yo... no quise hacerle sentir mal, por fav...

—No te preocupes, estoy bien... —Sonrió apenado. De forma lenta secó sus lágrimas con la manga de su abrigo.

—Lo siento...

Manuel negó con su cabeza.

—No tienes que disculparte de nada, en serio Migue... —Inhaló de forma profunda—. Creo que lo mejor fue llorar.

—¿P-por qué lo dice?

—Creo que aún tengo el veneno de su recuerdo en mi interior. —Una expresión melancólica deslizó por la faz del castaño—. Estas lágrimas han sido el veneno que yace en mí. Esta situación... jamás la he exteriorizado con alguien y, cuando recuerdo lo que pasó, siento que todo me quema por dentro. —Agarró su abrigo en la zona del pecho y la empuñó con fuerza—. Siento que a veces... es necesario expulsar tanto veneno; de alguna u otra forma, esto terminará destruyéndome.

Un largo silencio hizo presencia en el ambiente; solo la risotada de los niños a unos metros más allá, fue perceptible desde lejos.

—¿Quiere usted hablarme sobre lo que pasó? —preguntó Miguel con suma indulgencia, acortando distancia hacia Manuel, y enganchando su brazo con el de él.

—Es lo que necesito —respondió decidido—. Y creo que tú, eres la persona más indicada para saberlo.

.

Año 1992, ciudad de Santiago de Chile.


—El diagnóstico es claro, señor... —El médico negó con su cabeza en señal de lástima, mientras leía los exámenes por enésima vez—. Por más que insista en que revisemos mejor los resultados, este siempre será el mismo.

Francisco —Panchito—, con tan solo dos semanas de vida, no cesaba de llorar en brazos de Manuel, quién, en aquel entonces tenía veintinueve años de edad.

—Pe-pero... —De forma frenética mecía a su bebé para que callara—. ¡No... No es posible! Yo soy un hombre sano y... y su madre también, ella...

—Lo siento mucho —dijo con dureza, siendo en su rostro perceptible una fúnebre expresión.

—Debe haber una... una equivocación...

—No la hay. —Alzó sus hombros con indiferencia—. Su hijo tiene Síndrome de Down; deberá a aprender a vivir con ello.

Y desde aquel instante, Manuel sintió que su vida caía al vacío.

(...)

Desde los últimos meses de gestación, el médico ya había indicado a ambos que, se observaba una aparente anomalía, mas está, no pudo ser confirmada con seguridad hasta después de nacido Panchito.

Pero ninguno de los dos, imaginó que tal anomalía, sería precisamente aquello...

Ninguno estaba preparado para algo como ello, y sin embargo, uno asumió, y la otra...

Huyó.

Luego de nacido su hijo, Manuel se encargó de èl en forma inmediata; él creía firmemente en la palabra de su entonces novia, y jamás esperó de ella, un acto tan ruin y despreciable.

Pero grande fue su dolor y decepción cuando, después de un mes de espera, él fue a buscarla a casa de una amiga.

Aquel día, una parte de la humanidad de Manuel, murió para siempre y de forma irremediable.

(...)

De forma frenética y con Panchito en brazos, Manuel golpeaba la puerta de aquel apartamento. Una joven de aproximadamente veinticinco años abrió la puerta.

—Manuel... —susurró con sorpresa la mujer que le atendió. El castaño sonrió con cansancio.

—Por favor... —suplicó—. Vengo por Camila...

—Ella no est...

—Por favor —susurró, con su voz pendiendo de un hilo. La mujer sintió su corazón apretujar cuando, pudo ver el cansancio y el malestar corporal en el joven padre—. Ne-necesito a Camila... Ya lleva un mes fuera de casa... Yo y su hijo la necesitamos...

La mujer bajó la mirada con tristeza; mordió su labio con remordimiento. Asintió despacio con su cabeza y articuló:

—Trataré de convencerla para que venga, ¿bien? No te prometo nada...

—Gracias...

Pasaron varios minutos en el que Manuel esperó en la calle junto a su hijo, soportando el gélido ambiente, y las hostiles miradas de los vecinos; cualquiera pudo haberle confundido con un maleante, pues su apariencia se veía tan desgastada y paupérrima, que parecía lógico que las personas le rechazaren.

De pronto, cuando nuevamente él pensó ya en perder las esperanzas y retirarse, la puerta del apartamento abriò con lentitud y, ante él, la presencia de su mujer se hizo presente.

Y Manuel, sintió que su corazón se llenó de dicha.

—¡Camila! —exclamó, dibujándose en sus labios una sonrisa cansada—. ¡Te estaba esperand...!

—¿Qué quieres?

Inquirió con tal severidad que, Manuel, sintió que la indiferencia de sus palabras y su rostro, le cortaban como una daga en el pecho.

—Vine a... a buscarte. —Sonrió con tristeza—. Mira a Panchito. —Con emoción, corrió la mantita que cubría el rostro de su pequeño bebè, dispuesto a mostrar a su novia, que su hijo era igual de hermoso que ella—. ¡Èl tiene tu misma naricit...!

—¡¡No me lo muestres!!

Bramó iracunda, provocando un gran estruendo entre ambos. Manuel dio un respingo de la sorpresa, y por causa de ello, Panchito comenzó a llorar de forma desconsolada.

—Sssh... Ssshh... Ya bebé, ya... todo está bien... —Comenzó a mecerlo con nerviosismo, y a acariciar el rostro de su bebé.

—¿Puedes llevártelo? Está haciendo un gran escándalo; los vecinos no tardarán en llamar a los guardias del recinto —dijo Camila sin ninguna pizca de pudor, mirando de forma hostil a Manuel y su hijo.

—¿Ca-Camila, por qué...? —Levantó su vista hacia la mujer, pidiendo con sus ojos inundados de melancolía, alguna explicación a su frivolidad.

—Porque no quiero verlo.

Manuel no fue capaz de decir nada por un momento; las palabras simplemente no salían de su boca. Sus pupilas temblorosas bajaron hacia el rostro de su hijo, que no cesaba de llorar; sintió como su corazón se apretujaba a más no poder.

Él se negaba a creer que Camila, la mujer a la que amaba, les desecharía a él y a Panchito como si fueran mera basura. No, seguramente ella aún no estaba curada; esa era la única posible respuesta a la indolencia de ella.

—Ca-Camila... —musitó tembloroso—. Estai' así porque... porque el médico me lo dijo. ¡Este es uno de los síntomas de tu depresión post parto! No tienes que sentirte mal... pronto todo pasará. ¿Estai' yendo al psicólogo como acordamos? Yo sé que pronto estarás bien, y amarás a tu hijo, y volverás a casa, y todo será como ant...

—Manuel —interrumpió ella, con dureza.

El castaño le miró con las lágrimas bordeando sus ojos.

—Yo no tengo depresión post parto; te mentí. No quiero ver a Panchito, porque simplemente no lo quiero; no volveré a casa ni ahora, ni nunca.

Y en aquel segundo, la audición de Manuel se apagó. Por un instante no oyó llorar a Panchito, ni tampoco oyó hablar a Camila. Sus labios separaron apenas y, un intenso silbido se hizo presente en sus oídos; un terrible dolor se extendió por su pecho.

No podía creerlo.

No podía creer que había caído tan ingenuamente en la mentira de Camila.

Y ella...

Y ella que le había dicho llorando que estaba sufriendo de una terrible depresión post parto, y que, por aquella razón, quería alejarse un tiempo de él y su hijo, y precisamente, en casa de aquella amiga.

Y él, le creyó.

Le creyó de forma absoluta. Por el amor que sentía hacia ella, le permitió dejarle solo a él y a su hijo durante un mes, siempre con la esperanza de que ella volvería hacia ellos una vez que se recuperara.

Pero no fue así.

La intención de Camila jamás fue volver hacia ellos, pues su real motivación, fue abandonarles desde un principio.

Como si fuesen basura insignificante...

—Camila, no... no puedes es-estar hablando en ser...

—Llévatelo. —Se volteó sobre sí misma, decidida a entrar al apartamento.

—¡Camila! —De un movimiento fugaz, Manuel le tomò del brazo; la mujer de forma violenta de zafò del agarre—. ¡Por favor!

—¡¡Déjame en paz, imbécil!! —bramó furiosa—. ¡¡Llévate a ese anormal!! ¡¡Sácalo de mi vista!!

—¡¡Po-por favor!! —Rompió Manuel en llanto—. ¡No me dejes solo en esto! ¡Te necesito, Camila! ¡¿Qué voy a hacer?! ¡Te lo suplic...!

—¡Àndate o llamo a los pacos! ¡Àndate, culiao!

—¡Es tu hijo! —Sollozó, mostrando a Panchito ante su vista, en un intento por apelar a su nula humanidad.

Camila observó por varios segundos el rostro de su hijo. El màs pequeño le miró a los ojos; su expresión era tan adorable que podía derretir incluso hasta el más frío corazón, pero...

El corazón de Camila, no estaba dentro de aquella categoría.

Una terrible expresión de asco y desprecio inmortalizó en la faz de la mujer; Manuel sintió un aguijonazo desollar en su pecho.

—De saber que èl... que èl iba a nacer con esta enfermedad... —musitó con indiferencia—. Jamás habría permitido su nacimiento.

Aquello dejó a Manuel con la sangre gélida. La expresión en su rostro era fúnebre; su alma en aquel instante fue arrancada de su cuerpo.

—Lo siento Manuel, pero... si quieres, puedes darlo en adopción a algùn hogar del SENAME; yo no me haré cargo de lo que no quiero.

Y tras decir aquello, y dedicar una fría y hostil mirada a ambos por última vez, Camila cerró la puerta en la cara de Manuel, dejándole totalmente perplejo en aquel lugar.

Y Panchito comenzó a llorar de nuevo, y junto a èl, Manuel lo hizo también.

Y lo hizo por varias noches, preso de su humanidad arrancada y de su alma destrozada. De noches sintiéndose poca cosa, y que la situación le sobrepasaba. Tardes en que los problemas se arrancaban de sus manos, y en las que pensó muchas veces en terminar con su vida, añorando un suicidio.

Pero no pudo.

Porque Panchito, el niño de sus ojos y la luz de su alma, le mantuvo con la respiración en ritmo, y con el corazón latiendo.

Y Manuel, comenzó a vivir solo por su hijo.

Y, aunque jamás pudo arrancar de su alma esa espina clavada por Camila, él comprendió que la vida seguía, y no podía quedarse atrás.

Él, debía sacar adelante a su hijo.

Miguel no estaba consciente de lo que ocurría, cuando las lágrimas rodaban por sus mejillas. Manuel por su parte, solo observaba a Panchito con una sonrisa triste, y con una mirada extendida hacia un punto incierto.

—Us...usted es un gran hombre... —susurró Miguel, siendo perceptible un pequeño temblor en su voz.

Manuel solo asintió con la cabeza. Miguel se aferró con más fuerza al brazo del castaño.

—Todo en esta vida se paga.

—Eso quisiera creer... —susurró él—. Pero ella ahora está casada con un viejo rico.

Miguel sacó la lengua en señal de asco; Manuel no pudo evitar reír ante ello.

—Ahora ella vive cómodamente en el sector màs rico y distinguido de Santiago. —De forma suave, posó su mano en el antebrazo de Miguel; comenzó a acariciar allí con su pulgar—. Eligió bien con quién casarse; un viejo ricachón que es dueño de una empresa de cosméticos.

—¡Ella podrá tener dinero y a un huevòn ricachón, pero usted tiene a Panchito! —exclamó Miguel, inflando sus mejillas en forma de protesta; Manuel sonrió agraciado ante la tan infantil acción del profesor.

Y él, pudo percatarse en aquel preciso instante, que, por causa de la compañía de Miguel, sonreía en una tarde, todo lo que no solía sonreír en un mes.

—Es cierto... —susurró—. Lo tengo a èl, y...

Antes de poder terminar su frase, Manuel sintió como una de sus manos era entrelazada con suavidad. Sintió en su piel una tenue y cálida sensación; un leve suspiro arrancó de sus labios por ello.

—Y me tiene a mí.

Susurró Miguel a su lado.

Y Manuel, levantó su vista apenas hacia el rostro de Miguel, y pudo percatarse por primera vez, que el profesor de la escuela, tenía realmente unos ojos dorados muy lindos...

¿Cómo no pudo antes percatarse?

—Miguel...

Susurró apenas, no pudiendo quitar su vista de la enternecedora expresión del moreno. Manuel posó su otra mano por sobre la de Miguel, apretando levemente en señal de agradecimiento.

Por un par de segundos, ninguno de los dos fue capaz de articular palabra alguna; en aquel instante, solo procedió el sublime lenguaje de las miradas.

El viento soplaba con suavidad, y provocaba el danzar de las hojas; las luces blanquecinas que brillaban desde los àrboles, iluminaban de forma tenue sus rostros.

Manuel entonces sintió que, por primera vez y después de muchos años, una mirada le cautivaba. Y recordó. Recordó que hace seis años la mirada de Panchito, al nacer le había cautivado el alma, y ahora...

La hermosa y tierna mirada de Miguel, le cautivaba casi con la misma fuerza que alguna vez su hijo lo hizo.

Y sintiò que un calor reconfortante se extendiò por su pecho cuando, con cada segundo que pasaba, experimentò la calidez de las manos de Miguel entrelazadas a las suyas.

Una tenue sonrisa ensanchó los labios de Manuel. Después de tanto tiempo, en sus ojos fue perceptible un encantador brillo provocado por otra persona que no fuese su hijo.

—Gracias, Miguel...

Miguel sonrió de forma cándida. Un brillo revistió de vitalidad sus hermosos y dorados ojos; Manuel pudo notar en su expresión, una mezcla de nostalgia y melancolía.

Y fue en aquel preciso instante, cuando él sintió que su corazón dio un vuelco.

—¡¡Papi!!

Ambos estaban tan inmersos en la mirada del otro, que no pudieron percatarse de la sorpresiva presencia de Panchito ante ellos; de forma rápida desviaron sus rostros, y soltaron sus manos.

—¡Hambre! —exclamó el pequeño, alzando sus brazos, y exigiendo ser tomado. Manuel le tomó en su regazo.

—¿Qué hora es? —preguntó al moreno, sin dirigirle la mirada pues, por la escena reciente, un leve calor había impregnado en su rostro, y temía a que Miguel le notase.

—Son las siete y treinta —respondió, mirando su reloj de mano; Manuel asintió con su cabeza.

—Creo que ya es hora de irnos. Está anocheciendo, y no hemos preparado siquiera la cena.

—Panchito tiene hambre —reclamó el pequeño, aferrándose al cuello de su padre.

—Ya nos vamos, campeòn. Ahora prepararemos la cena, ¿bien?

—¡Sí! —exclamó el pequeño, alzando sus brazos con energía.

—Bueno, yo...

Llamó Miguel la atención de ambos, con cierto tono melancólico; Manuel alzó su mirada hacia él, de forma inmediata.

—Yo entonces me voy. —Sonrió—. Nos vemos el lunes. Muchas gracias por esta oportunidad, Manue...

—Miguel —le interrumpió.

—¿Umh? —Miguel alzó su mirada.

—¿Quieres ir a cenar con nosotros?

Ya daban las nueve y treinta de la noche, cuando Manuel y Miguel, concluyeron con la cena. Panchito yacía recostado en el sofá, mirando la televisión.

—La lasaña estaba exquisita —dijo Miguel, uniendo sus manos y agachando su cabeza en señal de agradecimiento—. No sabía que usted tenía este talento para la cocina. No es por ofender, pero... como usted es chileno, pensè que no tenía mucha gracia para la cocina; prejuicios, ya sabe...

Manuel rio jocoso.

—Tenía que preparar algo especial por tu visita. ¡Y oye, no seas prejuicioso! Hay muy buenos cocineros chilenos, como hay también excelentes escritores peruanos. —Manuel guiñò un ojo, y Miguel sonriò. Luego, comenzó a reunir los trastes para lavar.

—Prometo que dentro de poco les invitaré a ambos a cenar en mi apartamento. ¿Puedo preguntar còmo usted aprendiò a cocinar, señor director?

—Aprendí a cocinar cuando me quedé solo con Panchito —mencionó un tanto nostálgico—. Al quedarme con èl, tuve que aprender un sin número de deberes que, ordinariamente, no habría hecho.

Miguel apoyó sus codos en la mesa, y recostó su barbilla entre sus manos; si había algo que le generaba cierto hipnotismo, era el oír y ver hablar a Manuel. No se explicaba con claridad la razón del por qué, pero sentía que no podía apartar su vista del señor director cuando hablaba con tanto esmero de su rol de padre.

Y bueno... debía también admitirlo. Manuel, aùn siendo un hombre maduro de treinta y seis años, era sumamente apuesto, varonil, y con una presencia bastante fuerte.

—¿Entonces aprendió a cocinar solo por su hijo? —preguntó, sin apartar su vista del rostro de Manuel.

—¡No solo cocinar! Aprendí a bordar, a planchar, sobre peluquería e inclusive hasta cosas básicas de medicina. —En los ojos de Manuel, era evidente el orgullo que sentía de sí mismo. Miguel simplemente no podía aparta su vista de él; verle así de contento le llenaba el corazón de dicha.

—Ser un padre tan excepcional como usted, ha de ser una tarea complicada. —Sonrió Miguel de forma cándida.

—Ser padre es difícil... —Bajò su mirada con cierta nostalgia; empezó a jugar con sus manos—. Pero es algo hermoso. —Una sonrisa invadida de ternura ensanchó sus labios—. Ser padre es algo que genera un cambio total en tu vida. Empiezas a privarte de muchas cosas, pero a la vez, descubres y sientes lo que nadie más puede sentir.

Miguel sintió una exquisita calidez abarcar en todo su pecho. Una sonrisa revestida de ternura deslizó por su faz de forma inconsciente. Sus dorados ojos se tornaron vidriosos al oír las palabras de Manuel.

—Pero bueno... —Rompió Manuel la atmósfera—. Esto no es algo que te genere mucho interés, ¿verdad? Aún no eres padre, y este tema ha de parecerte aburrido... —rio por lo bajo—. Supongo que no comprendes todo lo que significa ser padre; quizá algún día logres entenderme.

Miguel sintió un aguijonazo cruzar por su pecho. Su expresión antes revestida de dulzura, cambió a una inundada de melancolía; Manuel pudo percatarse de ello.

—Miguel... —susurró— ¿Dije algo malo? Pucha, lo siento, no fue mi intención ofendert...

—No, está bien... —intentó rehuir de la angustiada expresión de Manuel—. No pasa nada, no me ha ofendido.

—Pero vi la expresión en tu rostro...

—No es nada, en serio. —Dedicó una sonrisa triste al chileno—. Y bueno, ya que usted cocinó para nosotros, yo debo lavar los trastes. —dijo Miguel, reincorporándose de su puesto, y levantando los platos; Manuel le miró desconcertado.

—¡No puedo dejar que la visita haga eso! —reclamó—. ¡Menos si se trata de ti!

—¡Está bien! ¡Yo quiero hacerlo! —insistió, sacando la lengua a Manuel, y caminando con rapidez hacia la cocina.

Manuel negó con la cabeza, y empezó a reir enternecido por la acción del más pequeño. El comportamiento tan dulce y espontáneo del profesor, generaba en él reacciones que jamás pensó volver a experimentar.

De forma rápida se reincorporó de su puesto, y siguió a Miguel hasta la cocina.

(...)


Cuando Manuel ingresó a la cocina, Miguel ya estaba preparando la esponja y el agua tibia para la limpieza de los trastes.

—Erì' un jovencito muy obstinado, ¿cierto, profesor?

Inquirió Manuel desde la puerta. Miguel, dirigió su mirada de soslayo hacia él, y una fresca sonrisa ensanchó sus labios.

Y Manuel, pensó que no solo los dorados ojos del profesor eran bellos, sino que también, tenía una muy bonita sonrisa.

Quizá demasiado...

—¿Jovencito? —replicó con gracia—. Señor Director, le recuerdo que un jovencito ya no soy. Treinta y dos primaveras no son propias de un jovencito. —Rio por lo bajo.

—¡Chucha! —exclamó, dirigiéndose hacia el lavaplatos junto a Miguel, y subiendo las mangas de su abrigo—. Si no te consideras un jovencito con esa edad, entonces yo ya puedo considerarme una momia... ¡La momia Juanita!

Ante ello, Miguel empezó a reír divertido; Manuel sintió entonces, que su corazón brincò por causa de ello.

De pronto, Manuel cogiò un plato sucio, y comenzó a restregarlo con la esponja; Miguel le mirò con cierta indignación.

—Es usted un hombre muy terco, ¿verdad? —Alzó una de sus cejas, y posó sus manos húmedas en su cintura—. ¡Le dije que yo lavaría los trastes! Con todo respeto, señor director, pero... en mi país, a eso le llamamos ser huevonazo.

Si tomaban en consideración que, Miguel era un profesor, y Manuel el director de la escuela —era su jefe—, aquello era considerado una falta de respeto, pero a Manuel, eso no le importò. Y, en lugar de ofenderse, rio divertido.

—Estai' en mi casa, en mi cocina y estás sosteniendo MIS PLATOS —le recalcó, utilizando un divertido todo de voz; Miguel contrajo sus cejas ante ello.

—¡Ah! O sea que, usted no solo es terco, sino que además también es muy territorial. —Manuel ahogó una risa ante ello—. No me quiero imaginar cómo ha de ser Panchito, cuando usted traiga a su novia a casa; será èl igual de territorial con usted.

Manuel lanzó un fuerte bufido al aire. Miguel alzó sus cejas ante ello.

—¿Qué es tan gracioso? —Cruzó sus brazos.

—Jamás traeré a una novia a casa.

—Ah, ¿Panchito ya se lo prohibió? —Ambos comenzaron a trabajar en equipo; Miguel lavaba los platos, y Manuel los enjuagaba posicionando los trastes bajo el abundante chorro de agua.

—Mh, mh —negó con los labios cerrados, y sacudió su cabeza en señal de desapruebo.

—¿Y entonces? —Miguel le miró de soslayo, arqueando una ceja, curioso ante la respuesta del director.

—Realmente no soy una persona interesante para una mujer —dijo tosco.

—¿Por qué no lo sería?

—No tengo nada que ofrecerle a nadie. —En la voz de Manuel, era perceptible cierta melancolía y molestia; Miguel pudo percatarse de ello.

—¿Cómo qué no? —inquirió con indignación; generaba molestia en él, ver como Manuel, se despreciaba a sí mismo por segunda vez en el día.

—Mírame —demandó, dejando su tarea de lado y posicionándose frente a Miguel; el profesor le miró atónito—. ¿Realmente piensas que alguien tan aburrido como yo genera algún interés? ¿Realmente piensas que una mujer perdería el tiempo conmigo?

Miguel le miró, guardando silencio.

—No tengo nada.

—Usted tiene mucho —le rebatió.

—¿Ah, sí? —inquirió—. ¿Qué tengo? ¿Qué tanto ves en mí?

Y dicha aquella pregunta, Miguel contrajo sus cejas; se veía notoriamente enfadado por la postura de Manuel.

—¿Qué ves en mí? —insistió con hastío Manuel, en un intento por dejar perplejo al moreno, dándole a entender que, realmente, él no era un hombre que generara algún tipo de interés romántico en alguien; al parecer, la huella que Camila había dejado en Manuel, era tan profunda, que él mismo se había hecho creer a sì mismo, que realmente no valía nada, y que no era un buen partido para alguien.

Mas Miguel, no creía lo mismo.

—¿Qué veo en usted? —preguntó con molestia, sacando a Manuel del frente, y volviendo a ejecutar su tarea en el agua—. En usted veo a un hombre guapo, fuerte, inteligente, valiente y, sobre todo, cariñoso con su hijo, y aquello, es algo hermoso y muy valioso. —En sus palabras, era perceptible la admiración que sentía hacia Manuel—. Y es más valioso inclusive, que todo el oro del mundo, ¡Incluso del todo que se robaron los españoles de Perù, eh! Y si esa tal sonsa de Camila, derrochó la oportunidad de formar una familia con usted, entonces déjeme decirle que ella es una idiota, pero usted, es una persona excepcional y créame... ¡créame que cualquier persona sobre este mundo, querría tener algo con usted!

Exclamó con evidente enojo, no dirigiendo su mirada a Manuel, por causa de la ira que sentía por su reciente menosprecio hacia él mismo.

—¿Q-qué estás dic-diciendo?

Balbuceó apenas Manuel, atascándose las palabras entre su lengua, y sus labios. No podía creer todo lo que había oído por parte de Miguel; nunca nadie le había halagado de aquella forma, y eso, provocaba en él un fuerte nerviosismo.

—Lo que oyó —espetó seco Miguel, ofendido—. Cualquier persona sobre este mundo, anhelaría tener algo con usted.

Manuel sintió como el calor abrasó sus mejillas, y las tornaba de un fuerte carmín. Un leve, pero extenso cosquilleó, se desplegó por su estómago; de forma inconsciente una tímida sonrisa ensanchó sus labios.

Por un largo rato, Manuel no fue capaz de decir nada, limitándose a observar la espalda de Miguel, mientras este seguía restregando los platos, y dejándolos a un lado para que Manuel los enjuagara.

De pronto, un fuerte impulso se asentò en la mente del chileno, y él, no fue capaz de frenar las palabras que articularía a continuación.

Y, aunque por una milésima de segundo quiso detenerse, más grande fue su ansia por saber la respuesta del peruano, y dijo:

—¿Incluso tú, Miguel?

Resonó claramente entre ambos; Miguel se volteó apenas sobre sí mismo, dirigiendo su curiosa mirada a Manuel, que yacía de pie detrás suyo; ambos hicieron contacto visual directo, y permanecieron callados.

—¿C-cóm...?

—¿Tú... tú también anhelarías tener algo con...conmigo? —Su voz antes grave y áspera, sonó ahora como una melancólica y suplicante; Miguel sintió su corazón dar un vuelco.

Y nuevamente, otro silencio se extendió entre ambos; solo el ruido del correr del agua, desde la llave, irrumpía entre ellos.

—A-ah...

Miguel contrajo sus doradas pupilas tan solo un poco; un tenue y melancólico brillo revistió sus ojos. Sus labios separaron apenas y, un casi imperceptible carmín, pigmentó sus morenas mejillas.

—¿Tú querrías estar conmigo?

Y aquella pregunta, fue lo que provocó un completo vuelco en el corazón de Miguel. Sintió sus dedos flaquear y, por poco, casi suelta el plato que sostenía entre sus manos. Ahora el carmín intensificó su tono, y fue perceptible por Manuel.

—Y-yo... bu-bueno... y-yo...

—No necesito que me contestes ahora. —El castaño acortó distancia hacia Miguel, y se posicionó a su lado; comenzó a enjuagar la pila de platos que se había acumulado en tan solo un rato—. Quizá sí, en algún momento, pero no ahora. Si dices que cualquier persona de este mundo lo querría, eso también te incluye a ti, ¿no? No quiero presionarte, pero en algún momento, quiero saber esa respuesta.

—Y-yo... —Miguel aún no podía articular bien sus palabras; aquella pregunta por parte del director, le había tomado desprevenido, y peor con todo lo que...

Lo que él empezaba a experimentar.

—Está bien, no te presiones. —Con su dedo anular, dio un pequeño toque en la nariz de Miguel, dejando una leve y tierna huella de espuma—. Sigamos con la tarea mejor.

Sin decir nada, Miguel asintió con su cabeza. La expresión en su rostro era de total vergüenza.

De forma torpe, reanudó su tarea y restregaba los últimos utensilios, sin cumplir su cometido de forma correcta. A pesar de que, en el rostro de Manuel, era visible una pequeña sonrisa triunfante, en la faz de Miguel, se veía una notoria expresión de nerviosismo y ansiedad; el calor en sus mejillas no cedía, y le estaban delatando de sobremanera.

¿Y qué pasaba si Manuel ya se había percatado de la situación? ¿Realmente debía decirle que comenzaba a sentir una fuerte atracción hacia èl? ¿Era correcto para aquel año 1998, decirle a un hombre de treinta y seis años, y padre soltero que, comenzaba a sentir una atracción romántica hacia él? ¿Realmente Manuel le miraría con normalidad después de aquello? ¿Qué pensaría él, después de saber sobre lo que comenzaba a sentir? ¿Manuel creería que él, era un pervertido y desviado por todo lo que se decía sobre los homosexuales? Para aquellos años, en Latinoamérica, el homosexualismo era aùn visto de la peor manera. ¿Què pasaba si Manuel, reaccionaba de mala forma ante los sentimientos que Miguel comenzaba a experimentar? O, peor aún...

¿Qué pasaba si aquella pregunta de Manuel, no era más que una trampa para hacerle confesar lo que realmente comenzaba a sentir? No...

Y, por segunda vez en su vida, Miguel sintió que empezaba a caer en el vacío. Le aterraba pensar en la idea de que, aquella pregunta formulada por Manuel, no fuese más que una artimaña para hacerle confesar lo que sentía, y así, él tuviese la justificación perfecta para dejar de hablarle, y alejarlo de forma definitiva de su vida.

Sintió miedo.

Miedo de que Manuel le rechazase, de que Panchito le mirara con recelo, y de que ambos le odiaran.

Y un torbellino comenzó a invadir su mente, y las preguntas que ahora ensordecían su conciencia, se transformaron en una densa ola de ansiedad, que terminó por angustiarlo, y ello...

Devino en que no se percatase ni siquiera de lo que hacía con los trastes.

—Miguel.

La firme voz de Manuel le sacó desde la inmersión de sus pensamientos; el profesor dio un leve respingo ante ello.

—¿Qué estás haciendo? —Manuel enarcó una ceja, curioso al ver lo torpe que Miguel se había vuelto en tan solo segundos.

—¿Ah? Y-yo ¡Ah! Lo siento... q-que huevòn soy, y-yo...

Y Miguel, pudo percatarse de lo que ocurría.

Una de sus manos estaba metida bajo el abundante chorro de agua, cosa que, devino en que una de sus largas mangas, se empapara por completo.

—Te mojaste todo el antebrazo —lamentó Manuel, preocupado—, déjame ayudarte.

Manuel dejò su tarea de lado, y tomò el brazo de Miguel. Intentò recoger la manga del sueter de Miguel, para pronto, dejar el antebrazo al descubierto.

Pero antes de que ello pudiese pasar, Miguel entonces, recordó.

Y la angustia fue completa. Su corazón se detuvo por un instante. Y sus ojos dorados, se abrieron perplejos.

—¡¡SUÉLTAME!! —lanzó un grito ensordecedor, zafando su brazo del agarre de Manuel; este le miró atónito.

—¡¿Miguel?! —Dio un pequeño respingo, ante el inusual exalto del más pequeño—. ¡¿Qué te pasa?!

Mas Miguel, no fue capaz de responder de inmediato.

Sus ojos dorados cristalizaron de forma evidente, siendo perceptible en su faz, el nerviosismo que le invadía. Su respiración comenzó a agitarse, y su garganta se contrajo; un leve temblor se extendió por sus brazos.

—Miguel, ¿qué te pasa? —Manuel no comprendió lo que ocurría con el profesor; jamás le había visto tan descolocado, y angustiado—. Disculpa si te molestó mi contacto físico, yo solo quería recoger tu manga mojada, podrías coger un resfriad... —Y antes de poder terminar con su frase, Manuel dio un paso hacia Miguel, pero este, retrocedió tres, con una expresión de susto en su cara.

Manuel parò en seco, descolocado.

—¡No! —exclamó, con su voz pendiendo de un hilo; Manuel se quedó quieto—. ¡Por favor no se acerque, se lo pido! —suplicó tembloroso, cogiendo con fuerza su antebrazo revestido por la tela mojada.

—¡Esta bien, tranquilo! —Levantó sus manos, en señal de concilio—. No voy a ver que tienes ahí, te lo juro. —Trató de calmarlo, dedicando una mirada llena de indulgencia hacia Miguel, mas este le miró con desconfianza por un par de segundos—. Miguel, por favor... —le suplicó—. Juro que no intentaré recoger tus mangas, pero por favor, no me mires de esa forma...

Miguel pudo notar la tristeza en las palabras de Manuel.

—Nunca haré algo que tu no quieras... —susurró indulgente, dedicando una mirada revestida de ternura a la nerviosa expresión del profesor; Miguel sintió entonces ante ello, recobrar la cordura.

—Bi-bien... —El moreno cesó su posición a la defensiva; el director de acercó de forma lenta hacia él.

—Disculpa... —musitó—. Jamás pensé que no te gustara mi contacto físico; quizá estoy siendo demasiado confianzudo contigo... —se lamentó.

—No... no es eso... —Desvió su mirada con pesar. Manuel enarcó sus cejas, incrédulo—. Es preferible que no sepa; solo le pido que no deje al descubierto mis antebrazos —pidió cabizbajo, no sintiéndose capaz de mirar a los ojos del mayor.

—Bien, tranquilo, no lo haré... —susurró—. ¿Pero si puedo al menos saludarte o...?

—No tengo problemas con el contacto físico. —Levantó su vista con timidez—. Solo le pido que no deje al descubierto allí.

Manuel no comprendió el por qué Miguel, escondía esa zona de su cuerpo, y peor; no comprendía el por qué Miguel, reaccionó de una forma tan inusual.

—Bien, no lo haré, discúlpame. —Sonrió apenado.

Miguel asintió despacio.

Ambos guardaron total silencio por varios segundos, configurándose en el ambiente, una atmósfera incómoda y vergonzosa para ambos.

Y Manuel, fue el responsable de romper la tan irritante situación.

De forma gradual, la distancia hacia Miguel se fue acortando, y con movimientos paulatinos y, procurando no incomodar al profesor, rodeó sus hombros con sus manos, para luego dar paso a un tenue, y dulce abrazo.

Miguel sintió conmoverse con el proceder del director. Un leve carmín volvió a pigmentar sus mejillas, pero, a diferencia de hace un rato, una sensación de paz anidó su corazón, y de forma lenta, correspondió al abrazo. Ladeò su cabeza, y despacio, la apoyò de forma suave en el regazo de Manuel.

Y ambos, se mantuvieron así por unos minutos.

Sin decir nada, sin procurar pensar en algo y, solo sintiendo el calor de su cercanía y la paz que les sosegaba.

—Muchas gracias por acompañarnos esta noche... —susurró enternecido, aún sujeto al abrazo del profesor—. Tu compañía es agradable, y a Panchito... le haces bien...

Una tierna sonrisa ensanchó los labios de Miguel, mas Manuel, no fue capaz de divisarlo.

—... Y a mí también.

Y al oír lo último, Miguel se separò apenas un poco del regazo del profesor, alzò su mirada hacia el rostro de este, y ambos se observaron a los ojos.

Y aunque aquello duró tan solo unos segundos, el mensaje se entendió por completo; algo comenzaba a aflorar entre ellos y, por más que el prejuicio y el miedo les invadiese por lo tabú que constituían, era imposible ignorar lo que el uno empezaba a sentir por el otro.

Porque empezaron a enamorarse.

—Miguel... —susurrò Manuel, con una voz tan suave y profunda, que Miguel sintió que quería caer a sus pies. Bajo la tenue luz de la atmòsfera, el rostro de ambos se hundìa en expresiones de ensoñaciòn—. Yo... te quier...

—¡¡Papá!!

Cuando Panchito irrumpió de forma abrupta en la cocina, ambos se separaron de inmediato. Miguel bajó su mirada con vergüenza, y Manuel, posicionó ambos brazos por detrás de su nuca, haciendo como si nada había ocurrido.

—Ca-campeòn... —balbuceó tembloroso—. ¿Qué haces aquí? —Se agachó a la altura de su hijo.

—Cuento, dormir —demandó, haciendo un pequeño puchero a su padre.

Manuel abrió sus ojos, incrédulo, y dirigió su vista hacia el reloj por encima del umbral de la puerta, percatándose de lo tarde que ya era.

—Campeòn, creo que hoy no habrá cuento. Es tarde, y papá tiene muchísimo trabajo que hacer, hoy deberás dormir rápido —le informó a su hijo, cosa que no fue de agrado para èl.

—¡¡No, Panchito quiere cuento ahora!! —Su voz se quebró de forma rápida.

—Pero bebè, papá tiene trabajo que...

—¡¡Cuento patito, patito, patito feo!! —comenzó a sollozar de inmediato, Manuel comenzó a desesperarse; si había algo que a él le desconcertaba, era el ver sufrir a su pequeño hijo.

—Mi ni-niño... yo, escucha, yo...

—Manuel.

El director oyó hablar a Miguel sobre él; de forma rápida se reincorporó, y le miró con tristeza.

—Lo-lo siento... èl suele hacer berrinches a la hora de dormir y... y está así porque no puedo leerle un cuento... —dijo tembloroso—. Realmente no puedo... yo, discúlpame. Llamaré a un taxi, y le pagaré para que te lleve a casa, has de estar cansad...

—¿Cuánto tiempo demora Panchito en dormirse? —irrumpió Miguel.

—Es muy irregular. A veces tarda media hora, a veces una, a veces dos... —Panchito comenzó a intensificar su llanto; Manuel comenzó a exasperarse por no poder controlarlo.

—Bien, no pasa nada. —Sonrió de forma cándida—. Usted termine el trabajo que tiene, yo leeré un cuento a Panchito para que duerma.

—¡¿Qué?! ¡No! No puedo permitir que hagas eso, no tienes por qué asumir una responsabilidad que yo debo cumplir, no quiero que te molestes, debes ir a descansar a cas...

—Manuel.

Le irrumpió con suavidad; el castaño paró en seco.

—Yo quiero hacerlo.

Susurró con dulzura. Y Manuel, sintió que se conmovía ante el altruismo de Miguel.

—Gracias, gracias, gracias... —repitió, con la voz quebrándose—. De verdad, muchas gracias...

Miguel le guiñó un ojo, y se agachó a la altura del pequeño, el que no dejaba de sollozar.

—Panchito, ¿quieres ir a leer un cuento? —Se posicionó frente a èl, y le dedicó una linda sonrisa.

—¿Cu-cuento, cuento patito? —preguntó èl entre alaridos.

—Sí precioso, leeremos el cuento del patito cuantas veces quieras, ¿vale? —extendió sus brazos a Panchito; este, sin dudar, correspondió al abrazo con él.

—¡Sí! —exclamó, ensanchando sus labios con una tierna sonrisa.

Manuel sintió una alegría invadirle, cuando pudo percatarse de la confianza que su hijo tenía en Miguel, pues èl, solía ser arisco y distante con desconocidos, y al parecer, el profesor ya se había ganado su completa confianza.

¿Miguel podría... ser un buen padre para Panchito? Se preguntò de pronto Manuel. Pero, tal pensamiento fue tan osado, que sacudió su cabeza, y se maldijo internamente por haber pensado tal locura.

¡Para empezar, para algo como ello, èl y Miguel debían estar juntos! Y era obvio que Miguel, no era esa clase de hombres que... gustan de otros hombres.

¿O no?

—Usted haga su trabajo sin apuros, yo me encargaré de su bello campeòn —le dijo desde la puerta, con Panchito en brazos.

—Gracias...

Y dicho aquello, Miguel se dirigió con el niño al cuarto.

Y Manuel, sintió que nuevamente en su vida, una ventana abría paso a nuevos sentimientos. Porque ver a Miguel y Panchito llevarse de aquella forma, traía a él la concreción de lo que siempre había soñado para su hijo.

Tener a su lado, el rol de madre que jamás èl tuvo.

Comenzó a revisar antecedentes, y a sacar cuentas de todo lo referente a los recursos destinados a la escuelita. La cantidad de trabajo que tenía por hacer era descomunal; aquella semana se había distraído demasiado con las extensas charlas con el profesor y, aunque no se arrepentía para nada de ello, ahora debía arriesgar noches en vela para terminar con el trabajo que no concluyó en aquel tiempo.

Pero no se arrepentía, ni ahora, ni nunca. Las charlas con el profesor eran tan gratificantes y necesarias, que cada segundo junto a él y Panchito, le hacían inmensamente dichoso.

—Ya es demasiado tarde...—se dijo a sí mismo, suplicando en su interior, que Panchito estuviese ya dormido, y que Miguel, estuviese aún despierto.

De forma perezosa, se reincorporó de su escritorio, alzando los brazos y estirándose por las dos extensas horas que empleó en terminar su trabajo.

Intentando meter el menor ruido posible, caminó hacia la habitación de Panchito. De forma lenta abrió la puerta, y asomó su rostro para verificar la actual situación.

—Miguel, ¿estás despierto? Te llamaré un taxi, y lo pagaré si así lo deseas. Has de estar cansado, y seguro quieres llegar a tu hog...

Pero cuando pudo divisar el actual escenario, Manuel se calló en seco.

Y él, sintió que nunca en su vida, había sentido tal nivel de ternura.

Porque sí.

La imagen que ante él se extendía, era completamente adorable y hermosa, incluso tanto, que unas ganas de retratarlos se hicieron omnipotentes en él.

Que hermosos se veían, eran como unos ángeles... sus ángeles.

—Panchito; Miguel...

Musitó apenas, dirigiéndose a ambos que, yacían dormidos en la cama. Panchito abrazando a Miguel, y este, con el libro del cuento abierto, y sujetándolo levemente. Ambos habían cedido ante el profundo sueño, y ahora, estaban inmortalizados en una tierna y angelical situación.

Y Manuel, se agachó a la altura de la cama, y allí se quedó por muchos minutos.

De forma estática les observó mientras dormían, y sintió, que cada minuto observándoles le daba más vitalidad, y con ello, las ansias de verles en una situación tan bella y tierna, se hizo infinita.

Porque él, quería ver a Panchito y Miguel, por siempre de aquella forma, inmortalizados en el estado más puro de sus almas, y con la presencia de ellos dos siempre acompañándoles.

—Ustedes dos son como unos ángeles...

Susurró, siendo perceptible un ligero quiebre en su voz. Y aunque, en sus ojos revistió un brillo, esto fue de felicidad, y no por los motivos que antes aquella mala mujer, le había provocado.

Porque ahora Manuel, comenzaba a ser plenamente feliz.

Y no es que con Panchito èl no fuese feliz, claro que lo era; el tener a su hijo era quizás el único motivo del porque él estuviese con vida, pero...

Por más que se tenga el amor incondicional de un hijo, también para un ser humano era necesario y vital otro tipo de amor, y aquel tipo de amor, Panchito no se lo entregaba, porque èl, no comprendía el origen de aquel tipo de amor del cual Manuel carecía, y necesitaba.

Y aquel tipo de amor...

Miguel ahora se lo estaba dando.

De forma lenta se reincorporò del suelo, y depositò un leve beso en la frente de Panchito; por varios segundos se quedò de aquella forma, con sus labios apoyados de forma suave en la piel de su hijo.

Y cuando pasaron unos minutos, entonces Manuel decidió retirarse de la habitación, dejándolos a ambos descansar; pero, cuando volvió a observar, sintió que no pudo abandonar dicho sitio, sin antes hacer aquello, lo que su cuerpo y alma, le demandaban.

Y una tímida sonrisa ensanchò sus labios, y un leve carmín pigmentò sus mejillas.

Rápidamente, caminò hacia el otro lado de la cama, y esta vez, se posicionò al lado de Miguel.

Y le observò.

Le observò mientras dormìa. Y por varios minutos, se dedicò tan solo a analizar todas las facciones de su rostro; el color de su piel, el largo de sus pestañas, sus cejas pobladas, sus labios morenos, su nariz respingada, sus bonitos pómulos...

Su bonita alma.

Y, aunque le había prometido hace un rato a Miguel, no hacer nada si él no se lo permitía, rompió su juramento aquella noche, y procedió a lo que el cuerpo le exigía.

De forma suave, comenzò acariciar el cabello de Miguel, para luego, bajar hacia su rostro, y deslizar de forma suave, sus dedos por sus tiernas mejillas.

Y sintiò que sus manos eran abrazadas por un dulce elixir.

Porque acariciar de aquella forma a Miguel, traía a Manuel una avalancha de sensaciones sublimes, que no sentía desde que era un joven de veinte años. Porque a pesar de estar llegando casi a los cuarenta, Manuel sentía con la presencia del peruano, la vitalidad que le fue arrancada por Camila.

Y Manuel, se sintiò como un adolescente en su primera confesión, en su primer beso, en su primer sexo.

Con Miguel, volvía a nacer. Con Miguel, volvía a querer. Y con Miguel, volvía a enamorarse.

—Te quiero mucho, Miguel...

Y se lo dijo mientras dormía, y aunque el moreno estuviese ya en un sueño incierto y profundo, a él le bastó con decirle a Miguel, que lo quería, y que gracias a él, comenzaba a experimentar nuevas sensaciones, y volvía a vivir.

Y su canción favorita vino a su mente, y entonces, no dudó en cantarla para el hombre del que empezaba a enamorarse.

Porque para los años 1998, y casi entrando al nuevo milenio, en todas las estaciones de radio, resonaba una y otra vez, con el apogeo de la película de Armagedón, y con la difusión musical del grupo Aerosmith, una canción que describría para Manuel, todo lo que estaba pasando con Miguel.

Y entonces, no hubo espacio a la incertidumbre, afinó apenas su garganta, y a pequeños susurros, cantó para Miguel:

I could stay awake just to hear you breathing

(Podría permanecer despierto solo para escucharte respirar)

Watch you smile while you are sleeping

(Mirar tu sonrisa mientras estás durmiendo)

While you're far away and dreaming

(Mientras que estás lejos y soñando)

I could spend my life in this sweet surrender

(Podría pasar mi vida en esta dulce entrega)

I could stay lost in this moment forever

(Podría permanecer perdido en este momento para siempre)

Where every moment spent with you is a moment I treasure

(Donde cada momento que paso contigo es un momento que atesoro)

Don't wanna close my eyes, I don't wanna fall asleep

(No quiero cerrar mis ojos, no quiero quedarme dormido)

Because i'd miss you, baby

(Porque te extrañaría, cariño)

And i don't wanna miss a thing

(Y no quiero perderme una sola cosa)

Because even when i dream of you

(Porque incluso cuando sueño contigo)

The sweetest dream would never do

(El más dulce sueño nunca alcanzaría)

I'd still miss you baby, and I don't wanna miss a thing

(Todavía te extrañaría, cariño, y no quiero perderme una sola cosa)

Lying close to you

(Recostado cerca de ti)

Feeling you hear beating

(Sintiendo latir tu corazón)

And i'm wondering what you're dreaming, wondering if it's me you're seeing

(Y me pregunto qué estás soñando, preguntándome si será conmigo)

Then i kiss you eyes and thank God we're together

(Luego beso tus ojos y agradezco a Dios que estamos juntos)

And i just wanna stay with you in this moment forever, forever and ever

(Y solo quiero permanecer contigo en este momento para siempre, por siempre y para siempre)

Y hecho aquello, de forma inconsciente, una pequeña sonrisa ensanchó levemente los labios de Miguel mientras dormía, y Manuel, sintió que podría morir de amor en aquellos instantes.

Y de forma lenta, acortó distancia hacia él, depositando un tenue beso en su frente, y posteriormente, en la frente de su hijo.

A paso lento, se dirigió a la puerta de la habitación, y desde allí, les dedicó una mirada invadida de ternura, para luego, partir a su habitación y dormir.

N/A;

¡Faltan dos capìtulos màs, y llegamos al fin! Gracias por seguir esta historia corta. <3 

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