La mañana amaneció nublada y yo enrollado en mis sábanas no deseaba levantarme. Como todos los días mi madre acudía a despertarme; mucho había intentado que me acostumbrara al sonido de los despertadores pero esto no funcionaba conmigo. Había experimentado con timbres estruendosos y fuertemente agudos, melodías, silbatos, pero todo era inútil. No reaccionaba ante nada de aquello, por el contrario, más me acurrucaba dentro de las sábanas. Pero bastaba con que sintiera el contacto de una mano sobre alguna parte de mi cuerpo para que abriera los ojos y saltara como un resorte. Sólo ese era el mecanismo por el que fácilmente me podían despertar, sobre todo en las mañanas; pues si era a otra hora del día el más mínimo ruido me sobresaltaba.
Ese día mi madre entró al cuarto y me colocó la mano en la mejilla. Al contacto de la suave piel abrí los ojos y pedí no ir a la escuela. El día nublado invitaba a quedarse en casa pero para mi madre no había motivos reales para que faltara al colegio. Así que me colocó el uniforme encima de la cama y me indicó que el desayuno ya estaba servido. Sin otra opción, cepillé mis dientes, lavé mi cara y me vestí rápidamente. Tomé el bulto, el guardapolvo y salí a desayunar. Al despedirme mi madre como de costumbre me bendijo y me besó tiernamente en la frente.
La escuela quedaba cerca de la casa por lo que pasaba buscando a otros compañeros y nos íbamos caminando con paso lento hasta allá. La antigua construcción con techo de teja y grandes ventanales aún se mantenía en pie. En esa escuela habían estudiado mis padres. Cercada con un muro de concreto y alambre poseía un enorme portón que daba acceso al patio central donde izábamos la bandera y a las áreas verdes. Los salones eran amplios y ventilados, las verdes pizarras abarcaban la mayor parte de la pared y tenían colgado en la parte de arriba un retrato del Libertador que con ojos vigilantes observaba todo lo que ocurría allí dentro. Un gran estante donde la maestra guardaba sus implementos de trabajo y al fondo una cartelera grande donde exponíamos nuestros trabajos. El salón donde cursaba tercer grado quedaba en la parte de abajo, era aireado y luminoso. Los ventanales daban al patio de recreo y desde allí podíamos mirar como los vendedores comenzaban tras la cerca a tomar sus puestos con los apetitosos dulces: melcochas, besitos de coco, helados y los deliciosos pirulís de tres colores. Lo detestable era cuando llovía, pues el salón tenía una enorme filtración en el techo que permanecía sin reparar.
Ese día hubo un cambio inesperado. Antes de iniciar la clase el director de la escuela, un hombre alto y delgado, de amargada expresión, se presentó en el salón para anunciar que seríamos trasladados a un salón improvisado en la parte de arriba mientras se realizaban ciertas refacciones en el nuestro. La idea no nos agradó pero debíamos aceptarla. De inmediato nos indicaron tomar nuestros bultos y formarnos en fila para subir al nuevo salón. La parte de arriba de la escuela siempre había sido desconocida para nosotros los más pequeños a quienes siempre, por mayor seguridad, nos ubicaban en la parte de abajo.
Subimos en compañía de la maestra y el director a nuestro nuevo salón. Estaba ubicado en un recodo donde comenzaba el pasillo, al lado de otra habitación que permanecía siempre cerrada. Nos hicieron pasar y conservar la misma distribución en los pupitres. El salón era pequeño, oscuro y sin ventanales, había que mantener la luz encendida para tener la claridad suficiente para escribir. La pizarra era la mitad de la anterior y el retrato del Libertador estaba colgado en una de las paredes del costado encima de un pequeño armario de madera, donde seguramente la maestra guardaría sus cosas. El escritorio era también pequeño, colocado al lado de una puerta cerrada que no sabíamos a dónde conducía. En una esquina una papelera y nada más. Ese era nuestro nuevo salón.
Ya no podría calcular la aproximación de la hora del recreo pues no había ventanales para mirar a los vendedores, ni deleitarme con el vuelo de los pájaros en los frondosos árboles del patio. Ahora estaba en medio de un salón estrecho y lúgubre. Creo que la maestra también estaba descontenta. Nos indicó que abriéramos el libro de lectura sin antes hacer el canto de salutación al que estábamos acostumbrado. Había una atmósfera de desencanto en todos nosotros y una incapacidad generalizada para cambiar el ánimo. El timbre para salir al recreo nos sorprendió mientras la maestra nos tomaba la lectura del día. Suspendiendo momentáneamente la actividad, nos ordenó formar y bajar al patio con mucho cuidado. Al regresar del recreo continuamos con las lecturas y otras actividades. Pronto llegó la hora del despacho y todos sentimos un alivió redentor.
Camino a casa mis amigos y yo proferíamos insultos contra el director por habernos confinado a esa especie de mazmorra en la que el sol estaba negado. Preferíamos soportar las goteras, a aquel cuartucho de dimensiones reducidas. Al llegar mi madre notó mi expresión triste y trató de indagar qué me sucedía. Le expliqué lo que había pasado y como siempre me tranquilizó con una frase esperanzadora: "Ángel, será por poco tiempo. Ten paciencia." Con toda seguridad mi madre tenía razón, dentro de poco tiempo regresaríamos a nuestro salón y todo quedaría como un mal momento en nuestro recuerdo.
Como no había transcurrido suficiente tiempo para que nos acostumbráramos creo que una resignación prematura y colectiva hizo que al siguiente día regresáramos al salón con los mismos ánimos de siempre. La maestra también tenía una mejor expresión en su rostro y entonó sonriente el cántico diario de salutación.
Acomodado en mi asiento, el primero de la fila, ese día atendía las explicaciones que daba la maestra sobre las figuras geométricas. De pronto algo llamó poderosamente mi atención. Por el agujero de la cerradura de la puerta, aparentemente clausurada, que se hallaba dentro del salón, observaba una luz intermitente que aparecía y desaparecía cada cierto tiempo. Hasta ese momento no le había dado importancia a aquella puerta. No sabía a dónde conducía ni mucho menos qué guardaban en el interior de aquella habitación. Suponía que estaba clausurada porque había mucho óxido en las bisagras y el pomo se había desprendido. El reflejo de la luz que veía era sumamente brillante. Iba y venía. Distraje mi atención en ese vaivén hasta que la maestra me llamó a intervenir. No supe responder. En ese instante quise explicarle el motivo de mi distracción pero decidí esperar.
A la hora de recreo, mientras todos estaban jugando en el patio, subí a hurtadillas al salón y me coloqué frente a la puerta. La luz no apareció pero unos sonidos extraños detrás de la puerta hicieron que acercara mi oído a la cerradura. Era una mezcla de murmullos, suspiros y risas entrecortadas. Había gente detrás de aquella puerta y creía que se trataba de otros niños. Acerqué uno de mis ojos al agujero de la cerradura pero no pude ver nada, una luz muy fuerte encandiló por completo mi mirada. Me aparté asustado y regresé junto a mis amigos.
Las voces, murmullos y risas continuaron pero al parecer yo solo podía escucharlas pues al hacerle el comentario a mis amigos se burlaron de mí gritando que yo veía fantasmas. Queriendo despejar mis dudas le pregunté a mi maestra qué había dentro de aquella habitación pero no supo decirme nada con exactitud. Creo que nadie lo sabía pues intenté la misma pregunta con la señora de la limpieza, el portero y hasta con otras maestras. Creo que ese cuarto nunca fue abierto por eso nadie sabía nada, ni recordaba nada.
Pasaron los días y aún continuábamos en aquel salón, aunque la reparación de nuestro antiguo salón ya se había iniciado, había que esperar un tiempo más. Con el paso de los días los ruidos detrás de la puerta se intensificaron, y a estos se le agregaban leves toques en la puerta a los que yo valientemente respondía. Conté lo que sucedía a mi maestra y a mis padres pero no me creyeron y trataron de disuadirme diciéndome que todo era producto de mi imaginación. Yo sabía que era real pero nunca nadie me creyó.
Inesperadamente, por motivos de trabajo, mi padre fue transferido a otro lugar. Mi madre no quiso vender nuestra casa y se la dejó a una sobrina para que se la cuidara durante el tiempo que pudiera estar lejos. Yo crecí en una ciudad distante y nunca más regresamos a aquel lugar.
Después de muchos años de ausencia regreso al lugar donde nací. Mi inesperada viudez me obliga a buscar un refugio lejos de tantos recuerdos tristes. Por suerte mi madre nunca vendió aquella casa y a ella regreso en compañía de mi pequeño Ángel quien aún llora desconsolado la pérdida de su madre.
Hoy, cumplimos tres meses en este lugar. Ángel se incorporó a la escuela, la misma escuela donde yo estudié. Le habían hecho algunas ampliaciones y modificaciones pero allí estaba, con los mismos salones y amplios ventanales. Ángel ya tenía algunos amigos y su tristeza había ido disminuyendo. Al regresar del colegio me comentó un tanto afligido que lo habían cambiado a un salón en la parte alta que no le agradaba. Por toda la descripción que me dio se trataba de aquel salón. Tratando de evitar cualquier aversión hacia la escuela le dije que las cosas no eran tan malas como parecían y le conté que en ese mismo salón yo había estudiado teniendo muchas aventuras interesantes. Esto lo tranquilizó y me hizo que le contara algunas anécdotas de mi infancia allí. Conté muchas cosas menos aquel episodio.
Todo transcurría normal hasta que un día Ángel regresó atemorizado del colegio, gritando que nunca más regresaría a aquel salón porque allí había fantasmas. Después de calmarlo le pedí que me contara paso a paso todo lo sucedido. Desde hacía una semana mi hijo percibía lo que yo había vivido años atrás. Era exactamente igual, como si el tiempo no hubiese pasado y se repitiera la historia. Decidí creerle, no para tranquilizarlo sino porque sabía que era verdad todo aquello que me contaba. Le dije que esa misma noche iríamos a la escuela para averiguar lo que sucedía.
Esa noche esperando el momento apropiado para poder entrar en la escuela me recosté junto a mi hijo para leerle un cuento. La escuela no tenía vigilancia y fue fácil entrar. Con la luz de la linterna llegamos hasta el salón, empujamos la puerta y pasamos. Estaba todo igual. Allí nada había sido cambiado. Aún me parecía percibir el olor de la fragancia de flores que usaba mi maestra. Nos quedamos largo rato frente a la puerta. De pronto comenzó el titileo de luces desde adentro, nos acercamos y ambos pudimos escuchar el llanto de un niño y los susurros de una mujer en actitud de calmarlo. Decidido a penetrar en aquel lugar busqué algo con lo que pudiera romper la cerradura. Mientras daba golpes el llanto del niño se acrecentaba como sí del otro lado de la puerta estuvieran percibiendo el intento de invasión. Al llanto del niño se unió el de la mujer. De pronto la luz que mirábamos por la cerradura invadió todo el salón con un brillo incandescente que nos encandilaba. Ángel y yo golpeábamos la puerta pero era casi imposible abrirla, solo logramos arrancarle unas astillas. El llanto se hacía ensordecedor y nuestras fuerzas nos abandonaban.
Despertamos bañados en sudor y encandilados aún por la fuerte luz. En la cama estaba el cuento que le leyera horas antes a mi hijo y junto a éste una astilla de vieja madera. Miré el reloj colgado en la pared, eran las tres de la madrugada.
Ángel y yo no podíamos explicar todo aquello, sólo sabíamos que lo habíamos vivido. Desde ese día mi hijo no regresó al colegió y al cabo de una semana nos marchamos definitivamente de allí.
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