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15. La confesión


Desperté asustada, abriendo los ojos al tope. De inmediato reconocí el lugar en donde estaba, y mi corazón se aceleró. Me bajé de la cama con mucho cuidado, evitando despertarlo. Me quité su playera de Ramones que llevaba puesta y me vestí con mi ropa lo más rápido que pude, conforme fui encontrando las prendas en el suelo. Tomé mi celular y leí la hora. Solté una maldición sin usar la voz. Eran las seis de la mañana, mi madre terminaba su turno a las siete.

Tomé las llaves del tráiler (que Sweet Pea había dejado sobre el comedor) y abrí la puerta. Antes de salirme, lo miré enternecida y con un dolor en el pecho. Estaba bocarriba, cubierto por la sábana, y se veía tan calmado y tierno, su tatuaje siendo el único rasgo de advertencia. Se veía vulnerable y cansado, con su cabello revuelto y su pecho subiendo y bajando, pausada y lentamente.

Me hubiera gustado despertarlo con un beso, sin preocupaciones, y desayunar con él, admitiendo lo mucho que había disfrutado la noche anterior. Pero tenía que irme, así que dejé las llaves en el suelo del interior del tráiler, cerca de la puerta, y cerré en completo silencio.

Corrí fuera de Sunnyside hasta la parada de autobús, pero me desesperé por no ver ninguno llegar, así que decidí correr. Era una suerte que estuviera en buenas condiciones físicas, o habría tenido un ataque al corazón.

Sudando y respirando agitadamente, me metí a la casa y corrí al baño, aliviada de no ver el coche de mi madre en la acera. Tomé una ducha de quince minutos, me vestí y me lavé los dientes. Cuando me estaba desenredando el cabello, todavía húmedo, escuché la puerta de la entrada abrirse y cerrarse. Eran exactamente las siete con diez. Suspiré, mirándome al espejo.

—¿Harleen?

Abrí la puerta del baño y salí del cuarto, aún cepillándome.

—Arriba, mamá —respondí.

—Madrugaste —dijo, dejando caer las llaves en el pretil de la cocina—. ¿Vas a desayunar?

—Ahora bajo.

Me vestí con unos vaqueros azules rasgados, una sudadera rosa Adidas y unos Nike blancos. Después de hacerme mi maquillaje de diario, agarré la mochila de la escuela, asegurándome de llevar todo lo necesario, y bajé hasta el desayunador de la cocina.

Me congelé al llegar y verla de pie, con ojos llenos de rabia y su marcada mandíbula muy tensa. Sus manos descansaban sobre la encimera con dedos impacientes, y me di cuenta de que algo no andaba bien cuando me miró.

—¿A dónde fuiste anoche?

Tragué duro y metí las manos a la bolsa delantera de mi sudadera.

—Aquí. Me dormí tarde haciendo un reporte de Inglés —mentí.

—¡No me mientas! —exclamó, y retrocedí ante el elevado tono de su voz. La última vez que la vi así fue cuando mi padre me dijo hasta de lo que me iba a morir— Volví a las cuatro de la mañana por mi cartera, y tú no estabas en ninguna parte de la casa. ¿En dónde... estabas? —preguntó pausadamente. Era el momento. Tendría que decirle la verdad— ¿Estuviste con alguien?

—Sí —logré articular.

Mi madre inhaló profundamente, retuvo la respiración y me miró como si acabara de decirle que robé un banco.

—¿Con Reggie?

—No —conseguí decir, mi voz un poco temblorosa—. Te dije que las cosas con Reggie se acabaron hace mucho.

Vi sus hombros relajarse un poco, pero sólo un poco.

—¿Con quién, entonces?

—Es alguien de la escuela —murmuré—. Es nuevo. No lo conoces.

—¿Nuevo? —repitió, confundida. Soltó un bufido, creyendo que le mentía— Los únicos nuevos vienen del Sur, y la mayoría son Serpientes.

Cuando me quedé callada, supe que le habría molestado menos escuchar que había regresado con Reggie.

—¿Estuviste con una Serpiente? —masculló— ¡Harleen, estás loca! ¡Son criminales!

—¡No lo son, mamá! —exclamé de vuelta, pero sabía que algunos de ellos lo eran, así que traté de cambiar las cosas— Su nombre es Sweet Pea. No es perfecto, nadie lo es, pero...

—¿Qué clase de nombre es ése? —dijo con tono incrédulo— ¿Realmente crees que le importas una mierda a ese criminal? No vas a salir con alguien que pertenece a una pandilla, Harleen. Hablo en serio.

—¿Qué? —grité, horrorizada, frunciendo el rostro en explícito coraje y desesperación— ¡No puedes decirme con quién juntarme o con quién salir!

Soltó una larga carcajada.

—Estás muy equivocada —se rió con cinismo—. Soy tu madre, yo mando en esta casa, no tú, y vas a seguir mis reglas.

—Lamento que no te guste, pero no voy a dejar que decidas eso por mí —declaré, agarrando mejor la mochila.

—No vas a ir a ningún lado —ordenó, saliendo del desayunador y alcanzándome—. Dame tu teléfono.

—¿Qué?

—Me escuchaste. Dame tu maldito teléfono. ¡HARLEEN, DAME TU TELÉFONO! —gritó tan fuerte que me aturdió.

Presionó los labios en una línea y se me abalanzó cuando no mostré ninguna señal de querer entregárselo. Traté de empujarla lejos, pero ella fue más rápida y me quitó el celular del bolsillo de mi sudadera.

Mi celular vibró en su mano. Revisó la pantalla y sonrió con burla, mostrándome el identificador: SP🌸.

Creí que sólo lo apagaría y guardaría en el bolsillo de su filipina, pero se volteó hacia el fregadero y lo tiró. Justamente cuando comprendí lo que iba a hacer, abrió la llave y empapó el celular con toda la presión del agua.

—Estás castigada —me interrumpió antes de que pudiera hablar, señalándome con el índice.

—Bien —acepté, apretando los dientes, y me di vuelta hacia la puerta de la casa.

—¿A dónde crees que vas? —se rió. La miré sin entender— Vas a quedarte aquí. Dije que estás castigada.

—Tengo escuela —contesté, espantada con el repentino cambio en mi madre. Ahora sí, había enloquecido, tal y como ocurrió la última vez que vi a mi padre.

—Hoy no —dijo, cruazándose de brazos—. Hasta que sepa qué hacer contigo, vas a quedarte aquí. Ve a tu cuarto.

Apreté las manos en puños, tanto que me dolían, pero opté por no seguir discutiendo, temiendo que decidiera tomar medidas más drásticas. Sabía que escaparme no era una opción, porque era su día de descanso y estaría en la sala, vigilando que no saliera de la habitación.

Corrí hacia mi computadora de escritorio, mis dedos temblando por la ansiedad, y la desbloqueé. Rápidamente empecé a redactar cuando abrí mi correo electrónico:

"Betty, mi mamá sabe de Sweet Pea"

Mi sonrisa victoriosa se borró cuando presioné el botón de enviar y un aviso de que no tenía conexión a internet apareció en medio de la pantalla. Había desconectado el internet. Bloqueé la computadora y grité contra la almohada.

Estaba tan agitada y nerviosa, llena de rabia por la discusión y lo ridículo que era que me negara el permiso de salir con Sweet Pea, que tomé el bate de béisbol que tenía oculto bajo una de las tablas del suelo, y con él golpeé el alfeizar de la ventana, que ya de por sí tenía grietas y astillas sueltas por los golpes anteriores.

Cuando descargué toda mi energía y adrenalina, mi cuerpo se sintió tan pesado que me dejé caer en la alfombra. Miré el techo por horas, mi mente maquinando alguna forma de salir de este problema. Mi madre no cedería. Siempre había sido bastante controladora en el aspecto de las relaciones y amistades, además de mi futuro.

Quería que encontrara amigos perfectos y un novio que encajara con sus ideales, y que estudiara alguna carrera lógica/matemática en Harvard. Yo, por otro lado, quería a Jughead, a Sweet Pea, y estudiar lo que me apasionara (no lo que me daba dolores de cabeza) en donde yo quisiera.

La frustración, doliendo en mi pecho como el peso de cincuenta kilos impidiéndome respirar, me llevó a llorar. Me sentí débil, incapaz de controlar el volante. Era como si mi madre estuviera manejando hacia un risco y yo estuviera en la cajuela.

A través de la ventana frente a mí (de la cual no podía saltar, porque me lastimaría al caer sobre los cactus que mi madre había plantado estratégicamente) vi que estaba haciéndose tarde. Guardé el bate de vuelta en su escondite, antes de que entrara y lo viera.

Lo hice justo a tiempo, porque la puerta de mi cuarto se abrió, pero no aparté la mirada del cielo anaranjado.

—Sé que no vas a creerme, pero entiendo cómo te sientes —dijo, guardando silencio un momento, creyendo que la interrumpiría o la contradeciría—. Hago esto porque te quiero, y porque no quiero que cometas mis errores.

Fruncí el ceño, pero no me moví de donde estaba.

—Estás equivocada si crees que las cosas con un pandillero van a terminar bien —dijo con voz dura y estricta—. Desearía que mi madre hubiera estado ahí para evitar que cometiera todos los errores que cometí a tu edad. Así que, sé que esto me lo agradecerás cuando madures.

Me levanté lentamente, quedando sentada. Los músculos de mis brazos ardían por la fuerza usada al golpear el alfeizar con el bate.

—No, no lo haré, mamá —hablé. La vi nerviosa y levemente asustada, lo que me extrañó—, y lo sabes bien. Sólo quieres sentirte menos culpable cuando lo dices.

—Harleen...

—¡No soy como tú! —grité, poniéndome de pie. Miró al suelo, sus manos agarrando la tela de sus pantalones con ansiedad— Sabes que no soy como tú, y no quiero ni voy a serlo jamás.

—Tienes tanto potencial —susurró, sus ojos cristalizándose—... No voy a dejar que lo desperdicies.

Entrecerré los ojos.

—¿De qué estás hablando?

Se movió de la puerta, y detrás de ella entraron dos enormes sujetos con uniformes blancos. Enfermeros.

—No lo hagas difícil, Harleen.

Fruncí el ceño cuando vi a ambos enfermeros acercarse hacia mí, dándole el paso a una tercera persona: una mujer de la tercera edad que vestía como monja y tenía un rosario en mano.

Cuando cada pieza cayó en su lugar, corrí hacia el escondite de mi bate. Apenas logré dar dos pasos antes de que los enfermeros me agarraron por cada brazo. Grité con todas mis fuerzas y forcejeé, pero eran demasiado fuertes.

Empecé a llorar de la desesperación y el dolor de que mi madre me entregara a las Hermanas.

—Me lo agradecerás algún día, Harleen —escuché a mi madre decir.

—¡Mamá! ¡Mamá, por favor, no hagas esto! —supliqué, todavía forcejando, pero ella evitaba mirarme— ¡Por favor, por favor!

Mi madre dudó un segundo, o eso creí... porque sólo se volteó y salió del cuarto. Quedé boquiabierta. Me había dado la espalda. Ni siquiera iba a mirar mientras me llevaban.

—¡Si haces esto, nunca te lo perdonaré! —grité, sabiendo perfectamente lo que planeaba al llevarme con las Hermanas.

—Llévensela —ordenó la Hermana, con un falso tono de compasión y cariño—. Esta niña necesita ayuda lo antes posible.

—Haré un infierno de tu vida si me llevas —le advertí, apretando los dientes.

—Oh, dulzura —dijo, avanzando hasta mí. Me acarició la mejilla, apartando una de mis lágrimas—. El infierno lo tienes adentro de ti. Pero calma, nosotras vamos a curarte.

Después de que aventé una mordida al aire, tratando de alcanzar sus dedos, me abofeteó con el peso de su palma y la fuerza del rosario. El ardor en mi piel, en lugar de dolerme, aumentó el enojo y la adrenalina. Los enfermeros no dejaron de luchar contra mí hasta que me subieron a un carro negro y antiguo.

Por más grité el nombre de Betty y Archie, ninguno se asomó o salió de su casa. Lloré todo el camino al Orfanato de las Hermanas de la Misericordia, aunque traté de hacerlo de manera silenciosa. La hermana Woodhouse sonreía satisfecha, y de vez en cuando me mandaba fingidas miradas de lástima.

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