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Capítulo III: Doble vida - primera parte



Cassian guardó sus libros en la mochila antes de seguir a su instructor al laboratorio, un grupo selecto de diez alumnos lo hacía. Todos con grandes habilidades y ambiciones todavía más...

Observó en derredor por el rabillo del ojo y descubrió a uno de sus compañeros hechizar a otro para que las agujetas de sus zapatos se enredaran... la víctima cayó y el profesor le dedicó una mirada de desdén. La broma había sido infantil y absurda, pero realmente no le sorprendía, aunque sí causaba en él cansancio. Estaba harto de ver competencia en cualquier dirección y, lo que era peor, no se trataba de aquella que osaban en llamar sana, sino de una oscura y capaz de cualquier cosa con tal de ganar. Era la única manera de destacar en el mundo de hechiceros, saboteando a tus compañeros y embaucando a los incautos.

Subieron por unas largas escaleras de caracol en la torre que conducían al décimo cuarto piso, el destinado a los hechiceros de fuego avanzado. Las paredes estaban hechizadas por linfas y joyeros para detener las llamas en caso de algún accidente, la superficie interna resplandecía como el cristal y era de un color marmóreo con estrías naranjas. En ocasiones, Cassian pensaba que era innecesario, ninguno de ellos era un niño para semejante torpeza y, por supuesto, si habían logrado entrar al gremio era por su destreza en el dominio de su talento. Casi podía sentirse ofendido, incluso si de todos los presentes solo había tres herederos, no dudaba de la capacidad de los otros. He allí una lección de vida: no subestimar al enemigo, era siempre mejor sobre prepararse que estar en inferioridad de condiciones.

El laboratorio tenía diez mesas de piedra distribuidas a los costados, y una más grande al frente de todas. Armarios decoraban las paredes, cargando instrumentos, básculas, receptáculos, talismanes y cristales. Cassian se distrajo observando una copa hecha de topacio, resplandecía con la luz del exterior y tenía bonitos arabescos grabados en la base.

De pronto, alguien chocó con él y sus ojos pasaron del cálido topacio al joven que no se molestó en mirarlo a la cara para ofrecer una disculpa.

—Lo siento —murmuró ese alguien con prisa, y se acomodó entre los hechiceros del frente.

No necesitaba verlo a la cara, su complexión relataba a voz en grito su identidad. Mao, un estudiante chino de intercambio. El chico viró el rostro una vez al frente, y sus labios se estiraron de una forma... curiosa, sus dientes destellaron y le tomó varios segundos a Cassian comprender que Mao le sonreía. El heredero de fuego azul no supo cómo responder al gesto, así que solo sostuvo su mirada por casi diez segundos, tenía las pupilas muy oscuras. Era alto, sobresalía entre todos, tal vez incluso le ganaba.

Desvió la mirada hacia instructor cuando su voz se sobrepuso a sus pensamientos, Cassian se vio obligado entonces a brindarle toda su atención. Era un hombre viejo, de piel cetrina y más barba que cabello, conservaba de la juventud la rectitud de la columna y el brillo en sus ojos marrones. Frente al instructor había varias barras metálicas, se aclaró la garganta discretamente antes de continuar.

—... El fuego se dice que es un arma —comenzó a la par que movía los dedos hábilmente, Cassian identificó los patrones, sería una esfera que concentraría el calor, una naranja—, y quien lo clama no puede sino carecer de autocontrol y mesura. El fuego es destructivo, sí, no olvidemos que es una de sus caras, la principal tal vez; pero no por ello descuidemos su poder creador. No nos ceguemos ante las maravillas que puede erigir ni nos dejemos encantar por su voraz apetito. —La esfera del sol nació con un suave bostezo entre sus manos—. El fuego es capaz de ablandar metales para sostener casas o construir herramientas. Gran parte de la arquitectura de Kazoth ha sido erigida con apoyo de los hechiceros de fuego. Ellos son guerreros y constructores al mismo tiempo.

El hombre comandó la esfera a insumirse en un lingote de hierro. Su circunferencia fue desapareciendo a la par que la barra cambiaba de color; se volvía uno con el metal, y la materia gris perdió la dureza de su naturaleza y se derramó como si fuera agua. Tenía una tonalidad naranja resplandeciente que alertaba de su calor y el daño que podía causar. Tres latidos después, el instructor fue capaz de manipular el metal y al unísono la clase jadeó maravillada cuando tomó la forma de una pequeña cuña.

—No solo controlamos el fuego, también todo aquello que conserve su calor, pero este debe ser el suficiente para modificar su estructura molecular. No basta que la barra se caliente para que obedezca a nuestros comandos, tiene que cambiar. —Hizo énfasis en la palabra "tiene".

Repitió sus acciones con otros metales, con arena convertida en vidrio, con carbón y con agua; cuando esta se hizo vapor soltó una carcajada.

—Aunque claro, el vapor jamás nos obedecerá, ni siquiera el agua caliente —advirtió—. Conocemos que toda magia elemental tiene su contraparte: el fuego, el agua; el aire, la tierra.

El hechicero los invitó a dividirse en parejas y cada una fue ubicada en una mesa repleta de diversos materiales. A Cassian le tocó con Mao. El heredero no supo qué pensar ni sentir al respecto. Los otros herederos y hechiceros de la isla no eran dados a fraternizar con extranjeros; los advenedizos siempre tenían prejuicios acerca de las costumbres isleñas y también tenían una que otra rareza que podía enchinar la piel.

—Su tarea es deformar cada lingote —instruyó—, regresaré en media hora, para entonces deberán haber terminado.

Mao se sentó frente a él, insinuando una sonrisa. Estaba intentando ser amable. Cassian lo detalló como si fuera un libro en lugar de una persona. Llevaba el cabello acomodado hacia el costado derecho, su piel inmaculada brillaba por la luz solar que se filtraba a través de la ventana. Era muy delgado, observó Cassian, su cintura sería incluso más pequeña que la de la única hechicera en la clase. Bastante apuesto, además. Agachó la mirada al percatarse de que estaba delatándose.

—¿Elijes primero? —inquirió a la par que sus manos arrimaban los lingotes hacia el hechicero—. ¿O yo?

Mao asintió y comenzó a seleccionar, cuatro para él y cuatro para Cassian.

—Creo que así es justo —dijo al terminar.

—Gracias.

Al heredero no le pasó desapercibido el hecho de que ambos tenían dos lingotes de los metales más complicados de malear. Suspiró en su fuero interno, en unos segundos tendría que ayudar a Mao. Conocía ese cuento a la perfección. Los hechiceros tenían un orgullo muy grande y pocas veces aceptar ayuda era la primera opción. El heredero de fuego había pasado gran parte de su vida asumiendo compromisos allí donde otros no podían o carecían del valor.

—Comienzo yo. —Una vez más Mao tomó la iniciativa.

El hechicero elevó sus manos sobre el lingote y empezó a conjurar. Tenía dedos largos y esbeltos; eso hizo que de algún modo los patrones lucieran distintos, aun cuando Cassian los había ejecutado antes y atestiguaba que eran exactamente los mismos. Supuso que en el mundo existían actos mundanos que, según la persona que los llevara a cabo, se elevaban a lo sublime... El trabajo de Mao no alcanzaba tal nivel de refinamiento, pero sin duda se acercaba mucho.

Observó medio embelesado cómo sus delgados dedos adoptaban complicadas posturas, hasta que varios patrones que le resultaron desconocidos lo hicieron parpadear. Estuvo a nada de preguntar por ellos antes de caer en la cuenta de que eso sería reconocerse inferior. Cassian no lo era.

Los dedos de Mao danzaron por encima de la barra, y su poder se materializó en forma de hilillos blancos... hasta que una esfera blanca se constituyó entre sus manos. El estudiante de intercambio la descansó en la palma derecha.

Cassian jadeó, nunca había visto un calor similar... Conocía los colores habituales, naranja, amarillo, rojo y el exclusivo azul de los Marlowe, pero ¿blanco? ¿Qué comía ese hechicero? ¿De dónde provenía su familia? Sabía que era de China, pero ese país era enorme, al menos cien veces más grande que la Isla de Kelambun.

—El fuego blanco no es exclusivo de mi familia —narró como si le hubiera leído el pensamiento, y condujo el pequeño orbe hacia el lingote—, muchas familias de la provincia en que nací lo tienen.

—Nunca había visto uno similar —confesó.

En todo el tiempo que llevaba en el gremio no había trabajado con Mao hasta esa ocasión, y es que apenas comenzaban las clases de práctica. Los primeros bloques se reducían a teoría e historia de la hechicería, al funcionamiento del mundo y al equilibrio en la naturaleza.

Mao sonrió, pero no hubo presunción ni autosuficiencia en el gesto, y eso resultó ajeno para Cassian. La barra se deformó hasta convertirse en una llama de metal, sus altos picos lucían filosos. Peligrosos para el desastrado que tuviera el error de asirlos sin cuidado.

—No es como el tuyo —explicó y creó una nueva esfera, una más pequeña, se la extendió—. Siéntelo.

Cassian quiso negarse, tocar el fuego, el talento de un hechicero del modo en que Mao lo ofrecía exudaba una intimidad que ellos no tenían. Sin embargo, su curiosidad fue mayor y se encontró extendiendo la mano y acogiendo la esfera del tamaño de una uva.

Era... diferente. Extraño. El fuego azul de los Marlowe no solo compartía el color con el agua, sino también la textura, era liso y frío al tacto. El fuego naranja que una vez tuvo en las manos, lo percibió como un cosquilleo, similar a cuando una pierna se le dormía, solo que sin la parte incómoda. No obstante, el fuego blanco de Mao era terso, como si estuviera hecho de algodón. Sonrió sin poder evitarlo.

—Es... —murmuró y las palabras en su boca murieron sin poder explicar lo que experimentaba.

—Suave, ¿no?

—Sí —aceptó.

—Nuestro fuego no puede destruir —comentó como si no fuera una debilidad. Destilaba orgullo—. Sin embargo, tiene una capacidad asombrosa para construir.

—¿No puede quemar? —Eso no tenía ningún sentido, el fuego era fuego sin importar su color.

—Claro que puede —rebatió—, pero requiere una fuerte voluntad... Los hechiceros de fuego normalmente tienen problemas para guiar su calor hacia un propósito diferente al de crear cenizas, en nuestro caso, necesitamos conducirlo a ese final para obtenerlo...

Cassian absorbió embelesado sus explicaciones, encontrando bajo sus palabras una apología a su poder. Veneraban el talento, pero de un modo diferente al que hasta ahora había conocido. El heredero sentía profundo respeto por el talento de los hechiceros, pero solo en la medida en que este suponía imponer su voluntad a otros, Mao lo hacía porque significaba una mayor capacidad para compartir, para realizar buenas acciones. Para él no era una capacidad propia, sino el regalo de supiera el universo quién y que, sin lugar a duda, debía compartirse

—Terminemos —apremió, rompiendo la atmosfera poco convencional que se había instalado entre ellos.

Mao continuó con sus barras y el heredero se apresuró con las suyas, acabando un segundo antes de que el instructor llegara. El hechicero recorrió cada mesa criticando las estatuillas, cuatro habían concluido y de esos solo su mesa había logrado hacer del metal algo más que una masa amorfa.

—Muy bien, heredero Marlowe —alabó el instructor.

—Mao hizo la mitad —señaló con ímpetu, estaba despreciando su trabajo, y su propio orgullo le impedía apropiarse del crédito ajeno.

Cassian era un heredero y su sangre era fuerza y talento, no necesitaba robarle a nadie sus méritos para destacar.

—Sí, claro —respondió con educación, aunque indiferente—. También ha hecho un buen trabajo, hechicero Huang.

Mao recibió con humildad el despectivo elogio del hombre, luego se concentró en anotar sus observaciones en una pequeña libreta frente a él. Escribía con una rapidez admirable y su caligrafía, considerando cuán complicado era su idioma natal, era casi tipográfica.

—Hechiceros —llamó el instructor—. La clase ha terminado. Por favor, sean ordenados al salir.

Recogió sus cosas y se despidió de Mao con un asentimiento.

Esa noche intentó repasar sus notas, pero su cabeza no podía dejar de revivir su encuentro con Mao, su intercambio. La manera en que le había permitido tocar su fuego... Cassian lo veía antinatural, ningún hechicero de fuego hacía tales intercambios, llevó la palma derecha a sus labios como si todavía pudiera sentir la suavidad de su talento. Al percatarse de ello la alejó con celeridad y se autosuministró un hechizo de sueño, uno pequeño para poder dejar de pensar y así dormir.

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