D i e c i n u e v e
A veces llegaba a pensar en regalarte el infinito o que me lo regalaras tú.
Que pegaras cada uno de mis pedazos rotos en mí corazón y lo volviéramos a encender. Porque sí ya te has desvanecido en tus lágrimas, no pueden amargarte más.
Que hicieras de mis tormentos una canción.
Pero el cielo llora estrellas ésta vez. Que tanto pensar[lo] se me congelan los huesos y se me quema la voz.
Y créeme, las siete maravillas del mundo tienen mucho que envidiarte, porque eres uno más de ellos, pero para mí eres el cuadro más precioso que he visto jamás. Y quizás yo sea un mero expectador como cualquier otro, alguien más del montón. A pesar de que eras el océano de mis óleos, el otorgado de toda la diligencia de vida, pesando en sus hombros unas delicadas y finas olas del sur provenientes del infierno que les proporcionaba el eclipse total, acabando con ser el indomable y espeso mar de mis ataduras, optando por ver la oscuridad fallecer. Mientras que yo era el ancla que mantenía al mundo de pie y en vida. O quizás no, porque yo no soy eterno. Aunque tan sólo deseo ser aquella pausa en tus oraciones que te dejara sin aliento, porque no hay nada más artístico que amar a alguien, así como lo hago por ti.
Cayéndose el cielo; envolviéndolo entre mis cálidos brazos, transformándolo en azul noche, estando lleno de tapices turbios en profunda oscuridad. Pareciendo mezclarse con otros pigmentos fríos. Decidiéndose morir encima mío. Degradándo[nos] en soledad.
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