Cap 13 pt 2: Hanami
La floración de los cerezos era el mejor momento del año para su madre cuando vivían en Tokio, pensaba Alma, contemplando el parque convertido en una enorme extensión rosada rebosante de familias y parejas que disfrutaban de la belleza del hanami.
La casualidad o el destino habían querido que muriese precisamente en abril, cuando se abrían las flores, así que Alma iba a honrarla en el primer aniversario de la triste efeméride pasando el día en el lugar en el que a ella le habría gustado estar. Había traído el mantel y algo de comer para hacer el tradicional picnic bajo los cerezos y ahora buscaba un árbol apartado de las multitudes, donde estar tranquila.
Una vez, siendo ella pequeña, sus padres habían organizado un gran viaje desde Okinawa hasta Rishiri, para acompañar el nacimiento de las flores desde el sur del país hacia el norte aprovechando las vacaciones escolares. Aún conservaba las fotos de aquella excursión: en ellas, su padre, con el pelo ya canoso a pesar de no tener más de 35 años y aquellas gafas redondas que a ella le hacían tanta gracia, la sostenía en brazos mientras Lucía, su madre, sonreía a la cámara, joven y vivaz, y le acariciaba los deditos gordezuelos... El evidente parecido físico entre ella y Alma era innegable al ver las fotografías, pero la principal semejanza era la mirada.
- En cuanto vi a tu madre, me enamoré de sus ojos violetas -solía contarle su padre-, y tú los tienes iguales. Cuando encuentres al amor de tu vida, se perderá en ellos como me pasó a mí con ella.
Por desgracia, aquella felicidad familiar había sido demasiado breve. Cuando su padre las envió a Madrid, Alma, a pesar de ser solo una niña de once años, tuvo claro que había problemas. Casi nunca llamaba y, si lo hacía, siempre era con prisas, como si algo de vital importancia estuviera sucediendo a su alrededor. Y, de repente, un día, no hubo más llamadas. La Fundación hizo llegar un paquete con sus efectos personales y una carta en la que Saori explicaba que el señor Takahashi había fallecido en un desgraciado accidente laboral mientras se encontraba coordinando la restauración de la biblioteca de la mansión Kido. En su misiva, lamentaba su muerte y se comprometía a hacerse cargo de la manutención de la niña hasta que terminase sus estudios universitarios.
Aquel golpe sumió a ambas, madre e hija, en un profundo dolor; sin embargo, Lucía trataba de protegerla escondiendo su tristeza y actuando con normalidad ante ella. Alma, a su vez, se volvió una niña introvertida, dada a la lectura y a los videojuegos, cariñosa con los suyos, pero distante en lo social. En el colegio japonés en el que su madre la había matriculado la consideraban un poco "rarita", así que cuando llegó el momento de pasar al instituto, la cambiaron a uno estándar en el que se integró mejor y en el cual había conocido a los pocos amigos con los cuales todavía mantenía cierta relación. Sus abuelos, siempre pendientes de ellas, las ayudaban en todo cuanto les era posible para que su madre compaginase su trabajo como matrona con la crianza de la niña.
- Hijita, papá ya no está, pero él quiere que seamos felices hasta que volvamos a encontrarnos -le decía su madre, cuando la notaba triste.
Por ella, Alma intentaba sobreponerse, y pensaba que lo había conseguido, hasta que su madre cayó repentinamente enferma. El primer tumor fue tratado, pero las siguientes revisiones mostraron que se había ido extendiendo por su cuerpo con una agresividad inaudita en alguien tan joven. A pesar de los esfuerzos de sus compañeros del hospital, en menos de dos años Lucía se había marchitado y sabía que le quedaba poco tiempo. Aun así, continuaba ofreciendo su mejor cara y ayudando a su hija a estudiar en su último año de instituto.
- Cuando esté en la universidad, te necesitaré para aprobar biología, mamá -intentaba bromear Alma, que la acompañaba siempre que las clases se lo permitían hasta el punto de convertir la habitación hospitalaria de Lucía en su cuartel general-, no querrás que haga chuletas...
En la etapa final de la enfermedad, Alma, que acababa de terminar el instituto, se había mudado a casa de sus abuelos; Soledad había insistido en organizarse así para que pudiese estar con su madre y preparar el traslado a Japón. En su opinión, ya era bastante duro dedicar un año extra a estudiar para el examen de acceso a la universidad y perder el contacto con sus amigos, que ya habían iniciado la nueva etapa, como para encima encargarse sola de la casa. Ella, que sabía lo insistente que podía ser la abuela cuando se le metía algo en la cabeza, simplemente se había resignado y había llenado la habitación de su madre de manuales y mapas que le permitían aprovechar las largas horas allí.
- ¡Mira, mamá, vamos a marcar aquí todas las ciudades que visitaremos cuando me acompañes en abril a instalarme! ¡Veremos tantos cerezos que les cogerás manía! -decía, forzando un tono alegre delante del cuerpo cada vez más consumido de su madre.
Sin embargo, todos sabían que el desenlace era inminente e inevitable y, finalmente, Lucía murió la noche del once de abril, en calma. La habían sedado para paliar los grandes dolores que sufría y su expresión era de serenidad, por primera vez en muchos meses. Alma estaba dando un paseo con una amiga para despejarse un poco, por orden de sus abuelos, cuando recibió un mensaje que le pedía que volviese enseguida al hospital. Abrió de un golpe la puerta de la habitación, temiendo lo peor, y vio enseguida sus sospechas confirmadas en las caras sombrías de Soledad y Miguel. Su madre yacía inmóvil, con los ojos cerrados, pálida en aquel camisón celeste de hospital. Se abalanzó sobre su cuerpo, abrazándola y gritando:
- ¡Mamá! ¡Mamá! ¡No te vayas, mamá! ¡No me dejes! -dos enfermeras entraron al oírla e intentaron apartarla con suavidad, pero ella se las quitó de encima a manotazos- ¡Mamá! ¡Quédate conmigo!
Sus abuelos trataron de calmarla, en vano. Alma lloraba, dando rienda suelta por fin al dolor que había guardado durante los dos últimos años, sin comprender por qué la vida le había impedido despedirse de su madre.
- ¡Soltadme! ¡Es mi madre! ¡No pienso separarme de ella! ¡No os acerquéis! -vociferó cuando las enfermeras volvieron a intentar retirarla, besando y llenando de lágrimas el rostro de Lucía.
Llevada por la angustia, le era imposible resignarse a la realidad: su comportamiento irracional y los golpes que propinaba a todo aquel que intentase tocarlas hicieron que fuesen necesarias tres personas para, a duras penas, conseguir que soltase el cuerpo de Lucía. Después, le administraron un fuerte sedante que la mantuvo tranquila el tiempo suficiente para retirar el cadáver, mientras ella simplemente miraba, como un zombi silencioso.
Su mundo se volvió un poco más oscuro y solitario después de aquello. Se negó a comer, a salir y a iniciar el curso en la universidad, pese a los intentos de sus abuelos y las llamadas telefónicas de Saori, que le recordaba que ya estaba admitida en la facultad de Medicina después de dedicar un año de su vida a prepararse para ello. Sin su madre, se sentía perdida: ella era la persona que la había ayudado a convertirse en quien era, su única referencia fija en un entorno a menudo hostil. Nunca había sido popular ni especialmente sociable; de hecho, el repentino traslado a Madrid había contribuido a hacerle sentir extranjera, a pesar de dominar el idioma, y ahora debía comenzar una nueva etapa, sola y rodeada de desconocidos. No encontraba sentido a nada de lo que se suponía que había de hacer a continuación. Pasó dos semanas encerrada en su dormitorio, sin atender a razones, hasta que sus abuelos le propusieron un acuerdo.
- Alma, todos estamos sufriendo; tú has perdido a tu madre y nosotros a nuestra hija, pero no por ello debes renunciar a tus sueños -comenzó Miguel, abrazándola.
- Abuelo, yo ya no tengo sueños, sin mamá nada es lo mismo.
- Claro que no lo es, pero has invertido tiempo y esfuerzo en esto, y tienes el privilegio de que la señorita Kido pague tus estudios. Sería muy inmaduro por tu parte tirar todo por la borda ahora. Mira, haremos lo siguiente: descansa y reponte este semestre y te incorporas a clase para el segundo. La señorita Kido está de acuerdo. ¿Qué opinas?
- No lo sé, abuelo, ahora mismo todo me da vueltas.
- Eso es porque llevas días sin comer... -dijo Soledad- y sin ducharte, cariño. Aquí huele a otaku que tira para atrás. Date un buen remojón y después seguiremos hablando.
Alma obedeció. Sus abuelos estaban en lo cierto, no tenía sentido regodearse en el dolor eternamente: su madre no lo habría aprobado y ella bajo ningún concepto querría decepcionarla. Cuando salió del baño, se sentó a la mesa en familia e hizo el esfuerzo de comer, por complacerles.
- Tenéis razón, abuelos. Perdonad por haberos preocupado. Haré lo que habéis dicho: me tomaré este semestre para asimilar todo y en septiembre me iré a la universidad.
- Así se habla, cielo. Pasaremos un verano muy bueno todos juntos y después te acompañaremos a instalarte. Hace mucho que no visitamos Japón.
Fieles a su palabra, Soledad y Miguel la ayudaron a asumir la pérdida de su madre, pese a su propio dolor. Para septiembre, con mucho esfuerzo por parte de los tres, la chica mantenía su intención de incorporarse a las clases y parecía, si no repuesta, al menos estable.
Ahora, un año después, sentada bajo un cerezo en flor en el país que había visto enamorarse a sus padres, no podía evitar llorar al verse sola, rodeada de gente que admiraba el hanami con sus seres queridos. Durante aquellos meses, sus nuevos amigos la habían ayudado, sin saberlo, a sentirse parte de algo, integrada y apreciada, pero la ruptura con Shun la había devuelto a sus días de inseguridad: al no entender sus razones, no conseguía pasar página ni dejar de pensar que ella había hecho algo mal, pero tampoco podía averiguar qué.
Había declinado la invitación de Agnetha para hacer el picnic juntas, porque sabía que terminaría sucumbiendo a sus emociones y no quería que sus amigos la viesen en aquel estado. Con el paso del tiempo, había desarrollado la habilidad de esconder sus sentimientos negativos bajo una coraza que la mantenía a salvo de nuevos dolores... Y, para una vez que bajaba la guardia, Shun la había desconcertado y herido. Se secó las lágrimas y bebió un trago de agua. En fin, todo pasaría, antes o después. Siempre había sido así.
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