Como cada día desde que enviudé, me levanto, tomo el desayuno, las pastillas y limpio un poco mientras se hace la comida. Por la tarde, sin nada que hacer, me siento en el sofá y veo la televisión. Hoy no me quedo viendo las noticias en el mismo canal de siempre, sino que cambio de uno a otro, sin prestar verdaderamente atención, hasta dar con un canal que no recuerdo haber visto nunca.

Y ahí está él: un hombre mayor, de más de ochenta años, viudo tras la muerte de su esposa a raíz de una larga enfermedad. Está hablando de su vida –tan dolorosamente parecida a la mía−, sus alegrías y miserias, y buscando una compañera para acabar con la soledad que lo consume.

Está solo... como yo.

Necesita compañía... como yo.

Él busca compañía... ¿y yo? ¿Qué hago yo?

Cojo el teléfono con manos temblorosas y marco el número que aparece en la pantalla del televisor.

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Después de varios días, horas y horas hablando por teléfono, conociéndonos el uno al otro tanto como a nosotros mismos, decidimos vernos en persona. Y ahora vivimos juntos, en su casa. Ahora, ambos somos felices. Yo he dejado de ser una anciana solitaria y apagada; él ha encontrado la compañera que buscaba, al igual que yo tengo una compañía que no me atrevía a buscar otra vez, a mi edad... ¿Qué diría la gente? Ahora eso me da igual.

Conversamos, salimos a pasear, siempre estamos juntos. Juntos y no solos. Juntos. El uno para el otro, hasta que la vida y la muerte así lo quieran. Y pensar que estamos así, juntos y felices, en compañía, gracias a una llamada...

Sinceramente, no se me ocurre un mejor ejemplo para ilustrar este tipo de amor: dos ancianos que están solos, se conocen y deciden hacerse compañía el uno al otro, pues en casos así la soledad es peor que cualquier otro achaque propio de esa edad.

Los elementos presentes en el amor compañero son la intimidad y el compromiso, siendo este tipo de amor una amistad comprometida, de larga duración, en la que no existe atracción física hacia la otra persona.