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2.1. Para empezar, unas divagaciones generales

Amor... Curiosa palabra, ¿no crees?

Amor es el sentimiento sobre el que un sinfín de sonetos se han compuesto, la emoción que incontables trovadores en sus poemas han plasmado. Se han escrito miles de versos clamando al amor, así como existen multitud de canciones sobre este sentimiento que, en cada acorde, en cada mirada cómplice, en cada tímida sonrisa, acelera tus latidos, prisioneros de la cárcel de tu pecho.

Amor son besos y caricias, risas y jadeos. Amor es perderte en sus ojos y encontrarte en sus labios. Una cuerda locura que une dos corazones y les da alas para volar, para surcar los cielos, alcanzar el horizonte y fundirse en sus colores al igual que dos terrones de azúcar en una taza de humeante chocolate se disuelven.

Amor es todo esto y muchas, muchas cosas más: un abrazo inesperado; una lágrima impotente frente a la distancia que a los amados separa; desvelarse de madrugada y no dormir más por quedarte absorto contemplando los rasgos de tu chico, tenuemente iluminados por la luz de la luna; morderte el labio pensando lo bien que le queda ese vestido y calcular los segundos que tardarías en quitárselo y hacer lo mismo con el tuyo, para acabar las dos desnudas y no abandonar la cama hasta que el hambre os obligue a buscar un alimento distinto a vuestros besos.

Amor son largas noches de invierno que duran lo que dura un suspiro, son amaneceres compartidos y palabras que no es necesario decir para que cobren el sentido que le da una sonrisa adormilada en los labios de la persona querida; una sonrisa que en el idioma de los enamorados significa «Te quiero, mi vida».

Amor... ¿ves lo curiosa que es esta palabra? A partir de solo cuatro letras y dos sílabas, un escritor podría crear varios párrafos plagados de cursilerías...

...pero no es esta la única faceta que hace curiosa a la palabra amor. Por ejemplo, en un momento de extremo aburrimiento, puedes notar que la palabra mora se esconde en amor, además de encontrar un ramo de flores que, al igual que el amor en algunos desafortunados casos, se terminará marchitando. Ese es su problema: tratar de simbolizar con su efímera existencia un sentimiento que pretende ser eterno. Y todo esto sin olvidar Roma, que debería ser considerada la ciudad del amor en puesto de París ya que, al fin y al cabo, es la misma palabra pero al revés.

No, no estoy divagando, quien está ahora mismo perdida en sus divagaciones es Amor. Yo solo me encargo de compartir sus sinsentidos con quien quiera leerlos.

Efectivamente: Amor. Así se llama esta chica de sempiterna sonrisa y ojos curiosos perdidos en la infinitud de las calles desiertas a causa de la lluvia. Qué irónico y contradictorio, piensa ella, que el agua provoque desertificación.

¿Lo ves? Ya vuelve a divagar; le pasa mucho.

¿Por qué ese nombre? Muy sencillo, Amor fue la causa de que el amor surgiera entre sus padres. Sí, en ese orden; un orden de los factores que no afectó al producto final que, en este caso, fueron dos amores: la propia Amor y el amor que, como acabo de decir, nació entre sus progenitores.

Deja que te explique mejor; empecemos, y hagámoslo por el principio. No, no por el «érase una vez», eso está muy visto ya. Aunque puede que esta historia también parezca un poco un cuento... con un comienzo que tal vez no sea el más perfecto; pero no importa cómo inicie si ésta termina con un final feliz... que no tiene por qué incluir perdices en el menú. ¡Un poquito de originalidad, por favor!

Pues bien, nuestro cuento comienza una madrugada invernal en un bar de cuyo nombre los protagonistas de este cuento no se pueden acordar debido a la ingente cantidad de alcohol que inundaba sendos organismos por razones que a nadie interesan. El caso es que...

Un inciso. Has oído hablar de la cigüeña, ¿verdad? ¿Sigues pensando que esa ave trae a los bebés de París? Evitemos traumatizar tu mente inocente en ese caso; mis más sinceras disculpas al resto de las mentes calenturientas presentes aquí, pero es lo que hay.

Bueno, prosigamos: el caso es que el príncipe y la princesa se conocieron en ese bar, Cupido disparó una de sus flechas -la del deseo, no la del amor; ese bribonzuelo necesita revisarse con urgencia la vista- y los susodichos "hicieron un encargo a la cigüeña" en el baño del bar. En ese lugar había una pésima cobertura para hacer llamadas, razón por la cual nuestra princesa no fue consciente de haber efectuado de forma correcta el pedido hasta unas semanas después.

Para no alargar esto innecesariamente, pasemos unas cuantas hojas del libro. Llegamos así al momento en que el príncipe, a lomos de su corcel de potente cilindrada, se encontró otra vez con la princesa. Fue justo en la acera que en estos momentos Amor contempla. Se vieron, se sonrieron -tras recuperarse de semejante impacto- y hablaron durante mucho tiempo en la cafetería al final de la calle. Quedaron en verse al día siguiente, al siguiente y al otro y, sin necesidad de que Cupido lanzara una nueva flecha -reconozcámoslo, ese bebé en pañales suele liarla parda en varias ocasiones-, surgió entre ellos el amor. Un amor de largas conversaciones sobre gustos comunes, de multitud de debates sobre el nombre de su futuro bebé y sobre el parecido que tendría con cada uno de ellos. Un amor de fugaces besos interminables, de costosas llamadas telefónicas planeando un futuro juntos y de muchos ramos de flores -de papiroflexia, inmarcesibles como su amor- que el príncipe enviaba al castillo de la princesa mientras no tuvieron la oportunidad de vivir juntos en un bonito, pero pequeño, palacio... de alquiler.

Y así, un día de principios del lluvioso mes de septiembre de hace unas dos décadas, nació Amor.

Aclarado esto, volvamos ahora al presente. Un presente en el que Amor está sentada al estilo indio tras el mostrador de la librería de segunda mano en la que trabaja cada tarde desde... desde que tiene uso de razón, la verdad sea dicha. Aunque, si nos ponemos quisquillosos, trabajo como tal solo podría considerarse a partir de su decimoctavo cumpleaños, cuando su abuela Marie le hizo entrega de las llaves de Le doux sourire junto con un consejo: «No debes olvidar sonreír al menos una vez cada día, ma chérie.»

Amor había pasado más tiempo en aquel local que en cualquier otro lugar. Literalmente, había crecido allí; entre los pasillos que conformaban las estanterías atestadas de viejos libros, había dado sus primeros pasos y su primera palabra fue pronunciada sobre aquel mismo escritorio en el que ahora apoyaba sus codos. Allí había aprendido a leer en vez de hacerlo en el colegio y allí había pasado hora tras hora, tarde tras tarde, haciendo deberes, estudiando o leyendo libros a veces incomprensibles para su mente infantil.

Los padres de Amor debían trabajar, por lo que fue la abuela Marie la encargada de criarla y lo hizo compaginándolo con aquel trabajo en la pequeña tiendecita que era para ella más pasión que obligación y que le reportaba más satisfacción que beneficios económicos.

• • •

Marie, con sus cuarenta y siete primaveras, veranos, otoños e inviernos -ninguna estación debía quedar excluida; había vivido intensamente cada una de ellas: con alegrías y tristezas, con momentos inolvidables y otros que no merecía la pena recordar-, regresaba de visitar a su esposo. La tumba de su esposo, para más señas.

Marie había enviudado hacía solo unos meses; un accidente de tráfico por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado fue la causa. La única hija del matrimonio había sido un gran apoyo para hacer frente a la pérdida; pero, aun así, Marie no encontraba nada que le devolviera la ilusión que su marido se llevó al morir, nada que le hiciera sonreír de nuevo como había sonreído mientras él estuvo a su lado.

Aquel día, el sol brillaba después de varias jornadas grisáceas y los pasos de Marie se acompasaban con el trino de alguna avecilla vespertina. Fue entonces cuando lo vio.

Había hecho multitud de veces el mismo camino; sin embargo, nunca había reparado en el escaparate de aquel local con un gran cartel rezando «SE VENDE» en letras rojas. Decidió hacerse con él nada más verlo. Con el local, no con el cartel.

Concertó una visita con el propietario y no pudo sino enamorarse de él -del local, nuevamente- al ver su interior. No excesivamente amplio, con suelos de madera que aportaban calidez, además de estar ubicado en una calle digna de aparecer en una postal: contraventanas de vivos colores en las fachadas de los edificios colindantes y una profusión floral en cada balcón. El único inconveniente era el insípido empapelado de las paredes; habría que hacer algo para solucionar aquello.

Los trámites no acarrearon grandes dificultades y, en menos tiempo del que Marie pensó, se convirtió en la nueva dueña del local. Qué hacer con él fue la siguiente decisión que debió tomar; aunque, en realidad, era algo que tuvo claro desde que lo vio en venta: iba a poner una cafetería-librería, una tienda de libros de segunda mano, una biblioteca de recuerdos con olor a café.

Los primeros ejemplares que inauguraron las recién compradas estanterías fueron sus propios libros, los que su difunto marido -conocedor de su afición a la lectura- le fue regalando durante su matrimonio, en fechas especiales o sin motivo aparente, e incluso antes de estar casados. De hecho, podría decirse que la conquistó por las líneas que escribía en las primeras páginas de cada volumen o con las dulces anotaciones que colocaba en medio de un capítulo. Sin duda, le robó el corazón -y más de una carcajada- cuando, en los pasajes más románticos, los nombres de los protagonistas aparecían tachados y sustituidos por los suyos: Marie y Antoine.

Lo echaba de menos, muchísimo, pero no estaba dispuesta a seguir permitiendo que el dolor la consumiera más. Marie quería sonreír de nuevo. Lo necesitaba.

Aquellos libros eran sus más preciadas pertenencias, por lo que ni loca los pondría a la venta; pero sí permitiría que alguien más los leyera. Que alguien disfrutara de la historia desarrollada en los márgenes por las notas de su marido y las respuestas de ella, además de la propia novela, claro. Que se recreara en la lectura junto a un café; además de ceder sus propios libros, si así lo deseaba, para que en el futuro alguien más pudiera comprarlos.

Una idea preciosa que, por fortuna, tuvo éxito entre algunos clientes que se volvieron adeptos a Le doux sourire; esto fue suficiente para que Marie no considerara su proyecto un fracaso.

La vida volvía a sonreírle; pero su risa fue desmesurada cuando se mofó de ella con una frase que nunca había esperado escuchar. Al menos, no de esa forma: «Mamá, lo siento, estoy embarazada y no sé cómo dar con el padre.»

Marie no dejó que aquel golpe inesperado la hundiera a ella o a su hija, a quien ofreció su comprensión y apoyo. Limpió sus lágrimas, tragándose las propias, y le infundió las dulces palabras de aliento que solo una madre es capaz de pronunciar.

En una visita a Antoine, le pidió que intercediera en su nombre por un milagro que alejara la pena del corazón de su Lucy. Y el milagro vino montado en moto y haciendo tanto ruido que Marie y su hija dejaron lo que estaban haciendo en ese momento -ordenar nuevas adquisiciones de acuerdo a sus tejuelos- y se asomaron al exterior. El rostro de Lucy se desencajó al ver a aquel hombre, fastidiado por su moto averiada; él se mostró igualmente sorprendido de verla. Con su vientre abultado, para más inri.

Pero, para inmensa dicha de ambas mujeres, ese día marcó el inicio de la historia de Lucy y Luke; ese amor del que antes te hablé y que dio a Marie más motivos para sonreír: la felicidad de su hija y el nacimiento de su nieta Amor -fuente inagotable de alegrías-, que podría recibir el amor de sus dos padres.

La pequeña era un amor de niña por muchas ganas que sintiera Marie de mandarla a la Conchinchina sin billete de vuelta cuando, a sus cuatro añitos, la vio manchada de tinta de rotulador hasta las cejas. Las paredes no corrieron mejor suerte.

Pero, al menos de ese modo, el papel de pared dejó de ser tan aburrido: ahora contaba con un espacio decorado con flores de pétalos desproporcionados, una casita sin puerta y un gran Sol con gafas de sol.

Los garabatos se quedaron ahí e incluso sirvieron para que Marie tomara la decisión de destinar un rincón de la librería a libros infantiles. Con una mesa de brillante color rojo y unas cuantas sillitas a juego, además de cuadernos para colorear. Fue una gran idea que hizo de Le doux sourire un negocio un poquito más provechoso, aunque el principal objetivo de Marie siempre fue lograr sonrisas en los demás; aquellas sonrisas que ella creyó perdidas para sí misma.

El paso de los años nos acerca otra vez al momento presente. Los achaques de la vejez llevaron a Marie a ceder el negocio a su nieta al cumplir esta su mayoría de edad. La joven lo aceptó encantada, sin inconvenientes por compaginarlo con sus clases: conservatorio por las mañanas y librería por las tardes.

Por nada del mundo renunciaría a ese proyecto que tanta felicidad trajo a su abuela cuando más la necesitaba. Además, Amor amaba con sana locura aquel lugar y cada uno de los libros que reposaban en los estantes, aguardando a que un nuevo lector descubriera las historias encerradas en ellos.

• • •

Y, ahora sí, dejamos atrás el pasado sobre el que Amor lleva largo rato divagando mientras da muestras de su maniática costumbre: morderse el labio sin más razón que saborear su brillo labial de fresa y mora.

El mostrador de la tiendecita presenta en estos momento el aspecto de un caótico universo en constante expansión: cuadernos, partituras, hojas con dibujos a medio hacer y versos que no encajan en ningún poema; postales de viajes que sueña con hacer a Verona, Venecia, Roma...; un jarrón que da cobijo a un ramo de nomeolvides y margaritas -que Amor se niega a deshojar por falta de un sujeto que realice la acción de quererla o no quererla- y, por último, una taza de chocolate caliente, con dos terrones de azúcar, a punto de enfriarse por todo el tiempo que lleva perdida entre sus ensoñaciones y divagaciones.

Amor no bebe el café que tanto sirve a sus clientes, ya que esa bebida le quitaría incluso más horas de sueño de las que ya pierde cuando se lleva a casa uno de los viejos libros de sus abuelos y se queda leyendo sus anotaciones hasta altas horas de la madrugada, recreando su historia de amor y fantaseando con la suya propia.

¿Sabes una cosa? Amor está un poco nerviosa en estos momentos -yo creo que esa es la razón por la que está divagando más de lo normal- y trata de paliar sus nervios contando las figuras hechas con folios de colores que cuelgan de la lámpara de araña del techo. Dieciocho pequeños aviones de papel, doce barquitos, diez grullas y Amor sigue nerviosa.

¿Que por qué está nerviosa? Por ti, claro.

Te vio entrar hace un rato, con expresión confundida ante lo que podrías encontrar tras el cartel de «café con leche a 1,50€ y (algunos) recuerdos en venta», y no ha dejado de mirarte en todo este rato -con gran disimulo, por supuesto-. No para de preguntarse qué hay en ti que le impide verte como al resto de clientes.

Ya ha descartado que sea el brillo de tus ojos color café -esos ojos posiblemente la mantengan varias noches en vela- que se ve acentuado por las gotitas de lluvia atrapadas entre tus cabellos. Tal vez sea el hecho de que las comisuras de tus labios apenas se hayan alzado al leer las más bellas y ocurrentes palabras escritas por el abuelo Antoine en el último libro comprado a su amada -cuando todos los que leen esas dedicatorias no pueden evitar que una sonrisa aflore en su rostro-: «Ni el tiempo ni la distancia serán capaces de alejarme de ti porque tú estás en mí, en cada pensamiento, en cada latido de este corazón que empieza a hacerse viejo. Te amo, mi reina... PD: Cuando leas esto, despierta a tu rey con un beso. Estaré durmiendo la siesta en el salón, en ese sofá tan incómodo.»

En realidad, no es tan incómodo o eso piensa Amor, a quien le encanta arrellanarse en él -la abuela Marie usó algunos de sus propios muebles para Le doux sourire-; sentada en ese sofá, suele hojear algún libro, pero normalmente termina durmiéndose al igual que hacía ese abuelo que no conoce más que por fotografías, lo que los demás le cuentan y la pulcra caligrafía de sus dedicatorias. Durante esas siestas imprevistas, el atrapasueños que cuelga sobre ella la hace soñar con ser la protagonista de las historias que lee. Romeo y Julieta no, por favor, que no quiere terminar quitándose la vida porque su amado no esperara unos minutos más antes de acabar con la suya. Lo que Amor busca es alguien con quien tener lo que tuvieron sus padres: un final feliz -que sea más bien un inicio- como los de los cuentos de hadas que su abuela le enseñó a leer de pequeña. Ella quiere algo así por más que todo el mundo diga que esas cosas no pasan en la vida real. También querría un amor tan fuerte y verdadero como el que la abuela Marie todavía siente por su difunto marido, incluso tras más de dos décadas de ausencia. Otra cosa que Amor aspiraría a tener sería alguien especial que, sin previo aviso, la empotrara contra un armario y con voz insinuante le susurrara al oído que la va a poner mirando para Narnia...

¡Recórcholis, rayos y retruécanos, por un momento me he olvidado de aquello de no traumatizar mentes inocentes! La culpa la tiene Amor y las lecturas a las que últimamente se ha aficionado, las cuales le provocan sueños de lo más... raros. Los peores -o mejores, depende de cómo se mire- incluyen látigos y fustas, con eso lo digo todo.

Como puedes comprobar, Amor se ha puesto a divagar de nuevo. Son los nervios que le provocas los que la hacen actuar así y también son los causantes de que intente relajarse tocando Para Elisa en el borde del escritorio como si fuera el teclado de su piano. Sus dedos se mueven a una velocidad casi preocupante, muy superior al tempo de la canción; pero no logra calmarse. Y que ahora estés contemplando el atrapasueños que tantos sueños bonitos -e indecentes- le ha provocado no ayuda demasiado. Oh, oh. Amor ahora está a punto de hiperventilar al ver que te acercas al mostrador con un libro entre tus manos.

Adiós a la postura india, hola a interpretar con sus inquietos pies El vuelo del moscardón de Nikolái Rimski-Kórsakov.

Con tu permiso, yo voy a prepararme unas palomitas -y el desfibrilador, por si fuera necesario- para disfrutar del espectáculo que supone el primer encuentro de dos personas. Un encuentro que bien puede acabar creando un caos tan perfecto como el que hay en el mostrador o, por el contrario, no causar absolutamente nada en su interior. Eso depende de lo que se traigan entre manos Cupido y el escritor de turno; es decir, moi -«yo», para quien no se le dé bien el francés-.

¿Y sabes qué? Que no pienso contarte cómo acaba esto, este encuentro que estás a segundos de tener con Amor, con el amor.

Quizás termine siendo el comienzo de una historia de amor entre Amor y tú, o puede que no acabe convirtiéndose en algo así.

Quizás acabe con Amor contagiándote su sonrisa en un día en el que tanto habías necesitado sonreír. Y es que, como una persona muy sabia dijo: «No debes olvidar sonreír al menos una vez cada día». ¿Quién fue? Creo que lo he olvidado; me estaré poniendo senil...

También puede que en estos momentos se esté desencadenando un apocalipsis zombie que suponga el exterminio de la totalidad de la raza humana y poco importaría entonces cómo termine vuestro encuentro. ¡Oye, no me mires así, no deja de ser una posibilidad perfectamente factible!

En fin, demasiados «quizás», demasiados «puede», muchas posibilidades acerca de lo que podría ocurrir... pero no más ganas de continuar escribiendo. Así que me voy despidiendo -¿has visto qué pareado acabo de hacer?-, pues no quiero que las palomitas se me queden frías como el chocolate de Amor, que se le terminó enfriando por divagar tanto.

Y así concluye este relato: con otro pareado.

Dejando a un lado las pinceladas de humor, cortesía de la peculiar voz narradora de este relato, procedo a analizar algunas de las manifestaciones amorosas más significativas de este texto:

La historia de los padres de Amor, Lucy y Luke, comienza con uno solo de los ingredientes de Sternberg: la pasión, protagonista indiscutible de "los amores de una noche"; una atracción consistente en una respuesta visceral e instantánea, un estado de intenso deseo de unión con el otro. En este caso, solo hay un único momento apasionado que no tendrá la posibilidad de reanudarse sino hasta unos meses después, cuando los personajes vuelven a encontrarse. Sin embargo, en esta ocasión, a esa pasión que aún existe entre ambos se le suman la intimidad y el compromiso.

La intimidad se definiría como el deseo de conocerse, de crear una conexión, un vínculo, un acercamiento; buscar lo mejor para el otro, sentirse feliz a su lado, saber que puedes contar con esa persona cuando la necesites, respeto, entendimiento mutuo, apoyar emocionalmente y ser capaz de comunicarse profunda y honestamente con la persona amada, compartiendo los sentimientos más íntimos; confianza, reciprocidad, comprensión... Todo esto se desarrolla con mayor lentitud que la pasión y, en el caso de los personajes del relato, se aprecia, por ejemplo, en esas largas conversaciones entre ambos en las que se van descubriendo el uno al otro y se crea una complicidad psicológica entre ellos, más allá de la compenetración a nivel físico.

Por su parte, el compromiso (a corto plazo, la decisión de amar al otro; a largo plazo, el compromiso por mantener ese amor, esa relación), también presenta, por lo general, un desarrollo más lento y se materializa, en el texto, en la decisión de convivir juntos, prosiguiendo con esa relación que empezó de forma tan intempestiva y dando un hogar a la criatura que venía en camino.

Por tanto, el amor de Lucy y Luke se definiría como un amor consumado, perfecto, pues contiene todos los ingredientes necesarios para ello.

Es importante tener en cuenta que, si bien resulta difícil alcanzar el amor perfecto, más complejo aún es mantenerlo, pues el paso del tiempo condiciona el curso de los componentes del amor y, en caso negativo, conlleva el fracaso de la relación. Pero mejor me abstengo de desear malos augurios para esta pareja: llevan más de veinte años juntos, así que algo estarán haciendo bien, ¿no?

Por otra parte, está la historia de la abuela Marie con su difunto esposo, Antoine. Si bien me atrevería a afirmar que el suyo también es un amor perfecto, el relato no ofrece demasiados indicios para llegar a esa conclusión. No existe duda alguna del gran cariño que sentían el uno por el otro ni de lo bien que se conocían mutuamente, pero, tal vez, el tiempo hizo que la llama de la pasión se convirtiera en apenas unos pequeños rescoldos de la hoguera inicial. Por último, es más que probable que existiera un fuerte compromiso en este matrimonio; no uno de promesas de amor eterno, sino de estar con el otro en las buenas y en las malas. Por desgracia, en las peores circunstancias Antoine se despidió sin querer de la vida y Marie perdió a su esposo, a su compañero de vida; el suyo fue, los últimos años, un amor compañero.

Y, para terminar con el "análisis amoroso" de este relato, está la reacción de Amor ante el "tú" al que se dirige el narrador -nótese que, en ningún momento, se menciona el sexo de este otro personaje−. ¿Cómo podría definirse esa curiosidad, esa... atracción? Tal vez, como el inicio de un amor perfecto o simplemente de una amistad (cariño o amor compañero, según el grado de compromiso existente) o, como aventura la voz narradora al final del relato, como el inicio de nada, pues si no está presente ninguno de los ingredientes del amor, más allá de esa curiosidad inicial, o la otra persona no siente ninguno de esos ingredientes, no habrá ni amor, ni relación, ni nada.

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