Los 52
Peter nos esperaba a las afueras del bar, muy angustiado. Aseguraba haber escuchado que la policía venía en camino porque, según lo que la gente decía, había dos chicas con cuchillos aterrorizando a la multitud. No obstante, nadie nos reconoció cuando salimos. Cruzamos la avenida y me pareció escuchar a un chico que, algo titubeante, intentaba explicarle a sus amigos lo que había visto («Lo juro por mi motocicleta... habían tres tipos con unas lenguas larguísimas») mientras estos se burlaban y le daban empujones.
Alis y yo no le dimos crédito a sus palabras y tampoco nos quedamos para averiguarlo. Nos deslizamos por el pasadizo subterráneo de la nueva estación de trenes. Peter sugirió comprar los boletos, ya que eran pasadas las diez y teníamos un viaje, algo largo, hasta capital. Alis se negaba rotundamente, pues aún faltaba una medalla.
—Podemos conseguirla en capital —insistió Peter—. Será muy fácil, aún queda una pastilla del espectro.
—Me sorprende que vos digas eso —aprovechó Alis con audacia—, vos que sos tan incorruptible. ¿Qué dirían los Legendarios?
Peter no dijo nada. Sin embargo, Alis aceptó que ir a capital era lo mejor. Atravesamos los molinetes sin problemas, todos menos Peter que, mientras compraba su boleto, nos recordaba que ya no podía atravesar las cosas sólidas como antes. Es tan honesto que aburre.
Esperamos en el único andén con dirección a capital. Unos minutos después, pude escuchar un traqueteo inconfundible, que auguraba el acercamiento del tren. No me equivocaba, el tren, de chapa azul y con un número 16, se detenía delante de nuestras narices.
Entramos. Alis observó con cierta repugnancia el coche y no se sentó, tampoco se sujetó de las barandas.
Las alarmas sonaron y las puertas se cerraron tras nosotros. El tren avanzaba y se detuvo en distintas estaciones, donde alguna que otra persona se subía en él. Me atrevería a decir que ninguno son fantasmas, pero no estoy segura.
—¿Esa es una huella?
—¿Dónde? —respondo rápidamente. Alis me señala un lugarcito al fondo del coche, donde, según ella, hay una huella minúscula de un color verde muy fluorescente.
—Puede que sea de un espíritu.
Alis me acompaña a explorar el lugar. No logramos conseguir nada, pues el efecto de la pastilla prácticamente había terminado.
—Espera un momento... esto significa...
—Que hay un espíritu dentro del tren —completó Alis, excitada—. Uno de los grandes
Sonrío. «Nàhnuaalamìun», dice una vocecita en mi cabeza.
—Uno de nosotros tres tiene que tomarse la pastilla —dice Alis, dirigiéndome una mirada acusadora.
—Pero Alis, aún me siento descompuesta —respondo y le dirijo la misma mirada a Peter.
—No me miren a mí. No haré eso ni por un millón de fichas.
«Yo lo haría por un millón de fichas», pienso.
—Tengo una idea —suelto—. Cortaré la pastilla en tres. Nos dividiremos y buscaremos por todo el tren.
—¡No! —se apresuró a decir Peter.
—Peter... —No quería hacer esto, sin embargo, no me queda otra opción—. Tú no conseguiste una medalla, no todavía; por lo tanto, si ofreces la medalla que heredaste de tus padres, estarás en desventaja y te vas a quedar afuera del campamento antes de que cualquier otro. Además —digo—. Es un pedazo minúsculo de pastilla, no te va hacer daño. No cuenta siquiera como algo ilegal.
Peter se queda pensándolo un rato, hasta que finalmente acepta.
Le ordené a una de mis dagas que cortara la pastilla en tres. Me trago la pastilla y Peter y Alis también lo hacen. Los insectos me revuelven las vísceras de nuevo y las huellas, que son grandes, medianas y pequeñas, aparecen por todos lados.
—Acá debe haber, por lo menos, tres o cuatro espíritus —advierte Peter, que no parecía estar descompuesto. Alis, por otro lado, tuvo que sentarse un momento. Debe sentirse muy mal.
—¿Estás bien?
—Lo estaré... solo dame un momento —dijo mientras se limpiaba el rostro con la mano—. No pierdan el tiempo y vayan a buscar a los espíritus. Yo lo haré por acá.
Concuerdo con Alis. No sé cuánto durará el efecto de la pastilla en esta oportunidad. Peter se dirigió a los coches del fondo mientras yo lo hacía a los delanteros, donde hay más huellas pequeñas: las sigo hasta que termina la pista en uno de los vagones, justo en los pies de un muchacho que está sentado. Lo observo por un instante, es guapo, pero no es un fantasma, es solo un chico que está viajando. Cuando estoy acercándome al muchacho, escucho la risa de un nene. Me quedo helada.
Hay pasos y risas. Como si alguien invisible a la vista, estuviera en cada centímetro del vagón ¿cómo es posible?
Intento taparme los oídos pero no funciona. La poca gente que hay dentro del tren, siguen en lo suyo. Es obvio que ellos no escuchan lo mismo que yo.
—Sal de donde estés. ¿Me tienes miedo?
—Estoy escondido, quiero que me encuentres ¿Podés? —Se escuchó la voz escalofriante de lo que parecía un niño hablando desde los parlantes de tren.
—Está en el puesto de mando —digo en voz alta. Mi cuerpo se llenó de adrenalina y me convertí en un fantasma. Es hora de conseguir la última medalla.
Como una bala, me dirigí al puesto de mando y me encontré cara a cara con el espíritu de un niño. Tiene la piel muy blanca y una sonrisa traviesa.
—Te encontré.
—No —dijo el niño—. Vos hiciste exactamente lo que yo quería.
—¿Qué?
El tren comenzó a marchar con una velocidad impresionante. Las vías chispeaban y el traqueteo de la máquina anunciaba algo que no era de este mundo. Fui trasladada a uno de los vagones. Se hizo de día... aparecieron miles de personas... el tren no paraba.
Y no se detuvo. No sé cómo sucedió ni cómo estoy viva, pero cuando logré abrir los ojos lo único que vi fueron personas tiradas en el piso. Varios vagones estaban aplastados y los vidrios estaban rotos. No vi a nadie moverse hasta que atravesé, con mi poder fantasma, el vagón número cinco.
Unos cuerpos, medio muertos, me miraban y me pedían auxilio. Los que habían corrido con la suerte de estar vivos, como podían, se trasladaban hasta el andén dos. Mi cuerpo estaba totalmente petrificado.
—Ana... ¿Estás bien?
Creo que asiento con la cabeza, pero no estoy muy segura.
—Estamos en un limbo. —Era Peter, que había aparecido por una de las puertecillas del vagón.
Alis también apareció y pegó un grito al ver los cuerpos sin vida de las personas de los primeros coches.
Yo seguía algo aturdida y chocada. Estaba paralizada viendo todo. Peter intentaba ayudar a los que estaban atrapados, pero no podía... él no era parte de esa historia... no era parte del momento, solo era una sustancia gaseosa. Sustancia que podían ver solo los que estaban en su lecho de muerte.
—Quiero salir de acá —pidió Alis a los gritos. Sus zapatillas estaban encima de un charco de sangre muy grande—. Te daré lo que pidas... pero por favor, sácanos de acá —suplicó.
De repente, un joven espíritu se acercó a nosotros y nos observó con curiosidad por unos instantes, para luego decir:
—Es doloroso... muy doloroso. —El espíritu flotaba por encima de los cuerpos y les dedicaba un rostro compasivo.
—¿Por qué nos trajiste? —pregunto. Una parte de mí se estaba recuperando.
—No tengo ni idea —soltó el espíritu encogiéndose de hombros—. Ese tuvo que ser el viejo yo. Estoy atrapado en este bucle del tiempo hasta que lo resuelva —dijo—. Llevo casi tres días intentando salir... pero no lo consigo.
—¿Resolver qué?
—Mi viejo yo, él me dijo que hay un alma que no ha sido reclamada, allá afuera hay una madre que no encuentra a su hijo. Hay desesperación e indignación de una sociedad que clama justicia —dijo el espíritu, leyendo de lo que parecía una nota que tenía escrita en la mano.
—No entiendo —dijo Peter.
—Necesito encontrar el cuerpo número 51 —continuó el espíritu joven al momento que apartaba la mano, para que nadie se diera cuenta que estaba copiándose—. Si me ayudan, los devolveré a su mundo.
Alis está a punto de decir algo cuando yo la detengo con un ademán que hago con la mano. No es un buen trato, lo admito, pues no es responsabilidad de nosotros resolver el bucle de un espíritu. Sin embargo, es algo que tenemos que hacer. Nuestra naturaleza no los demanda.
—Vamos hacerlo.
Peter asiente y pregunta por dónde debemos comenzar, algo que el espíritu no responde. Le digo que revise las vías mientras que yo me destino a dar una vuelta por el andén. Quiera o no, hay una minúscula posibilidad de que el cuerpo 51 esté fuera del tren.
Alis decide acompañarme y juntas conseguimos salir.
Los bomberos y el personal de rescate, trayendo consigo camillas y botiquines de primeros auxilios, iban de aquí para allá intentando salvar vidas; se movían con desesperación. En muchas oportunidades nos atravesaron sin siquiera darse cuenta que estábamos en frente de sus narices.
Las personas salían desesperadamente del tren atravesando las ventanas. Otros, desde afuera, ayudaban a los que seguían atrapados.
—¿Se encuentra bien?—le preguntó un bombero a una señora.
—¡Mi hijo! ¡No consigo a mi hijo!
Me alejo de los gritos. Sigo mareada y todo se ve borroso.
Más a lo lejos, cerca de los torniquetes, estaba la barricada de policías, evitaban a toda costa que los curiosos ingresaran a la estación. También estaban los medios de comunicación, que intentaba de la forma que fuera, captar algo para el noticiero.
Acá no hay nada. No hay ningún cuerpo.
Regreso para el andén número dos y le doy paso a un par de rescatistas, que llevaban a una mujer en una camilla. Me da tiempo escuchar a uno de ellos diciendo, entre lágrimas, que la señora estaba embarazada. Que había muerto y su hijo también.
Siento como si algo estuviera comprimiéndome el estómago. Me voy lejos, muy lejos. Observo el tren, desde donde estoy, en todo su esplendor: está destruido, con el gran número 16 destartalado, a punto de ceder y caer al piso. Varios coches estaban tan aplastados que era casi imposible diferenciar el segundo del tercero, el tercero del cuarto, sus puentecillas... espera un momento... ¡No puede ser!
Lo entiendo perfectamente y mi corazón comienza a latir muy deprisa. Estamos dentro de un limbo. Las huellas que terminaban en aquel chico guapo no pertenecían a un espíritu, pertenecían a él. Ese muchacho era un fantasma. ¡El muchacho! Sí... ese muchacho. El limbo había comenzado antes de que el tren impactara, el chico era parte del limbo y era la respuesta.
Corro de prisa y voy a lo que queda del vagón tres y cuatro, que ahora, parecen uno. Me convierto en fantasma y lo atravieso. De lado a lado hay chapa destruida y muy aplastada... y entre las chapas está el cuerpo de un chico joven.
—Hola —me dice al percatarse de mi existencia.
Tengo que retomar el equilibrio porque estuve a punto de caer desmayada. Él me puede ver, eso significa que...
—¿No estás...?
—Pensaba que sí —dijo el muchacho— pero cuando vos me encontraste, desperté de nuevo. No sé por qué, puede que sea uno de los tantos misterios de los fantasmas, ¿no crees?
—Puede —digo.
—Gracias por encontrarme.
—No tienes que...
—¿No vas a preguntarlo? —me interrumpe.
—¿Qué?
—¿Cómo terminé acá?
—Eh... —no pude decir nada. Tengo algo atravesado en la garganta. Pero no algo físico, es más bien, una especie de sentimiento que me dice: «Si hablas, vas a llorar como nunca».
El chico me dirigió una sonrisa gentil como respuesta a mi silencio.
—Podés decirle que estoy acá...—dijo finalmente, luego de varios minutos en silencio—. Quiero que mi madre me encuentre, pues tiene varios días angustiada.
No entiendo cómo se maneja el tiempo dentro de un limbo. ¿Ya pasaron varios días? ¿En qué momento?
Asiento y hago una prueba con mi voz, a ver si ya la había recuperado. Al darme cuenta que sí, me acerqué a él.
—Espera que te voy a ayudar. —Intento sacar al chico de la chapa, pero no puedo tocarlo. Soy sustancia gaseosa.
—No podés sacarme. No sos de este bucle. Tenés que dejarme.
—No quiero —digo y cedo. Varias lágrimas escaparon de mis ojos.
El chico hizo un gesto de dolor y luego me observó por varios segundos sin decir ni una palabra. Yo quiero hacer algo, quiero ayudarle. Me siento tan inútil.
—Es lo que hay —soltó de repente el chico—. Gracias por acompañarme. Es bueno tener alguien cerca y más si es una chica tan guapa como vos.
Quiero agradecer, pero no lo hago.
—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó el chico—. Eso sí que podés responderlo, ¿no?
—Ana —digo—, mi nombre es Ana.
—Lindo nombre... acá Lucas.
—¿Te duele? —digo y me siento más imbécil que antes. ¿En serio? ¿No se me pudo ocurrir otra cosa?
—¿Qué?, ¿estar tan apretado acá?
Asiento.
—Sí, duele un poco —admitió—, pero después de un rato dejás de sentir. Eso está bueno.
El chico sonríe de nuevo.
Escucho unas cuantas voces por fuera de los vagones aplastados y me distraigo por unos segundos. Cuando volví para preguntarle algo a Lucas, él ya no estaba. Sus ojos se habían cerrado.
Trago saliva y salgo. De vuelta en el andén paso cerca de un policía, que parecía algo despistado. Le susurro en el odio «está entre el coche tres y cuatro» como obligándome a creer que eso funcionaría. Me voy y no me quedo para averiguarlo. No sé cómo sentirme en este momento... pero es una mezcla extraña entre estar en paz y estar aterrada. Quiero salir de este limbo.
—¿En dónde estabas? —preguntó Alis, apareciendo detrás de mí—, Peter cree haber visto algo entre las vías.
—Lo he encontrado —le digo.
Una vez estuvimos los tres reunidos, Alis y Peter me acompañaron a buscar el espíritu. Cuando logramos encontrarlo, descubrimos que el espíritu ya no era tan joven, pues se había transformado en un anciano con larga barba y una calvicie reluciente.
—¿Dónde? —preguntó el espíritu cuando le dimos la noticia.
—Entre dos vagones.
—Bueno. Hemos cumplido —dijo Peter—. Ahora déjanos volver. Ya tenés tus 51 cuerpos.
—Te equivocaste —digo de repente, la fiera que vive en mí, habla ahora. No puedo evitar pensar en mi madre, en cuando yo estaba en su vientre—. ¡No son 51 cuerpos!
—¿Qué estás diciendo? —El fantasma parece confundido.
—Son 52 cuerpos, en el andén hay una madre y su hijo, dentro del vientre. Su hijo cuenta como persona. Son 52 cuerpos —recalqué.
El espíritu anciano me observó por varios segundos y luego soltó una sonrisa.
Escuché como un tic-tac dentro de mi cerebro y tuve que taparme la boca con las manos para no vomitar. Di varias vueltas y aterricé en el tren. Alis y Peter estaban a mi lado. Habíamos salido del limbo.
—Este tren no prestará más servicio —dijo un guardia—, estamos en la última estación. Deben bajar.
Alis, Peter y yo obedecimos.
—¡Ey! —exclamó el guardia cuando ya estábamos fuera del tren—. Han olvidado esta moneda extraña.
Los tres volteamos las cabezas con una sintonía impresionante. Peter, con la boca muy abierta, soltó:
—Es una medalla.
Tiene razón. El guardia me entregó una medalla, es redonda y tiene dibujado un reloj de arena, muy antiguo. Me pregunto qué poder tendrá.
Alis sacó las otras dos, una que es triangular y tiene una jaula con un ave muerta y otra con el dibujo de un perro chico, con dientes disparejos.
—Bueno, ¿nos vamos?
Era de noche, aún, cuando pusimos nuestros pies sobre el adoquinado piso del cementerio. Varios fantasmas estaban reunidos en grupos de tres sobre los alrededores de las paredes y rejas que nos separaban de la tumba de Rufina Cambaceres, el fantasma más famoso de Buenos Aires.
Los susurros nerviosos de los grupos conquistaban cada rincón y no es para menos, pues hay varias cosas que los fantasmas evitamos a todo costo: los cementerios y las iglesias, por ejemplo, son lugares en donde nuestros poderes dejan de funcionar. Cuando Alis me señala una inscripción (en otro idioma) que hay en la entrada:
—Estoy enamorado —dijo Peter, observando a una niña que se acercaba.
—¡Estás viva!... gracias a los Legendarios. —Una chica rubia y con muchas pecas en su nariz le hablaba a Alis— ¿Cómo te fue en la Matanza? ¿Conseguiste unos cuantos espíritus poderosos?
—Sí, muy poderosos por cierto —respondió Alis.
—Me alegro —dijo la chica rubia con mucho entusiasmo—. Soy Ris, la hermana melliza de Alis —dijo esta vez, pero dirigiéndose a Peter y a mí.
Peter abrió la boca:
—¿Cómo es posible que vos sos negra y vos...? ¡Auch!
Le he dado un golpe en el estómago. Ris, por otro lado, y con mucha calma, le dijo:
—Podría explicarte las leyes de la genética pero estoy muy nerviosa. Hay tantas cosas que no pude estudiar ¿Sabían que hay tres caravanas? ¿Qué cada grupo duerme en fabulosas cabañas? Yo quiero visitar la del fantasma sanguinario Di, su cabaña está llena de trampas y maldiciones.
Ris no paraba de hablar, seguía recitando cada una de las cosas que leyó de los libros que, según ella, su mamá escondía en el conducto de la chimenea. Alis resopló, aburrida, mientras que Peter intentaba parecer más interesante ante la hermana de Alis:
—La cabaña de los Trompetos es mucho mejor —dijo Peter con admiración.
—¿No estás escuchando? —soltó Ris, torciendo los ojos—. No me interrumpas. La caravana del fantasma Larte (está mal decir Trompetos) son los dueños del bosque.
—¿Hay un bosque? —preguntó una niña de ojos saltones, acercándose a nosotros.
—¡Claro! ¿En qué campamento no lo hay?
—Tenés razón —afirmó la niña, sonrojándose—, ¿y a vos qué caravana te gusta más?
—La del fantasma Iluminado Judaes —respondió Ris de inmediato.
—¿Los aburridos? Ahí pierden el tiempo leyendo mapas antiguos y meditando —soltó Peter, riendo a carcajadas. Como si Ris hubiera hecho una broma.
—Vos no sabés nada. —Ris parecía molesta.
Fue evidente, por lo menos para mí, que Ris se había ofendido, algo que Peter ignoraba porque, sin tener tacto alguno, seguía desternillándose de risa.
Alis cogió a su hermana y la apartó de nosotros mientras decía algo parecido a «¡No le hagas caso a ese imbécil!». A pesar de que estaba algo lejos, pude escuchar de qué iba la conversación de las mellizas. Discutían sobre su padre y las familias Monroe y Welles. Ris se llevó las manos a la boca en varias oportunidades como para que no se le escapara una palabrota. Luego escuché mi nombre y agucé más los oídos.
—¡Son muy fuertes! —soltó Alis— ¡la maldición se acaba este día!
—¿Estás segura? —le preguntó Ris, observando a Peter con furia—. Ese chico de ahí parece que le falta cerebro.
—Confío en ellos dos. —Fue la respuesta de Alis—. Además, siento que me agradan.
—No me lo puedo creer —soltó Ris, muy sorprendida—. ¿Cómo es posible? Vos odiás a todo el universo... ¡Por los ascendentes! Los portones están a punto de abrir.
Ris estaba en lo cierto. Los tres portones del frontis abrieron y, acompañado de una bruma escalofriante, salió un hombre corpulento y con túnica. Era la persona con los rasgos más exagerados que mis ojos habían visto: labios gruesos, ojos inyectados de sangre y cejas muy pobladas.
—Mirá lo que tiene en su brazo.
—Sí, sí... es...
¡Una motosierra!
El hombre se apoyaba, con cierta dificultad, de su brazo totalmente metálico, el cual no terminaba con una mano, sino con una motosierra enorme.
—Soy Panick, y os guiaré hasta Rufina. Seguidme.
Todos hacemos lo que nos dice. El frontis de la entrada tenía escrito la frase Requiescant in pace. Me pregunto qué significará.
El cementerio de recoleta era majestuoso. Con sus bóvedas acorazadas. Con sus estatuas y estatuillas de mármol. Con sus callejones arbolados que nos dirigían a una rotonda, donde finalmente nos detuvimos.
Tengo a mi lado a un par de chicos que, entre risas, se burlaban de la muchacha de ojos saltones («¿La viste? Parece un sapo») mientras Panick gruñía para llamar la atención de los grupos que estaban despistados.
—Lo diré una sola vez —sentenció con malicia—, preparad las ofrendas para la Campeona Rufina Cambaceres. Os recuerdo a todos, más bien —se corrigió—: a todos los herederos de Sanguinarios que este portal está protegido por los más poderosos encantamientos y los más terribles maleficios. Solo seréis dignos de ingresar, todos los que habéis obtenido las tres medallas necesarias para abrir el portal. Patearé el trasero de todo aquel que intente engañar el legado de nuestros tres Legendarios.
Un montón de susurros surgió de entre la multitud, unos a favor de los Sanguinarios y otros, la gran mayoría, en contra.
Era evidente que Panick odiaba a los Sanguinarios y lo demostraba con cada palabra que escupía de su boca.
—¡Hay que matarlos a todos! —exclamó con euforia un chico con pies gordos.
Y surgieron varias risas (algunas fingidas) entre los fantasmas. Me pregunto si soy la única que se siente incómoda con la situación. Observo a Alis, cuya vena de la sien está a punto de estallar, y también a Peter, que encogiéndose de hombros me dice:
—Esto es peor que un Boca-River.
Es cierto que el anciano cuidador de Peter ya nos había advertido que en el campamento existía una rivalidad histórica entre los Trompetos y Sanguinarios. Los primeros son los fantasmas que tienen la capacidad de poseer la naturaleza y los animales. Los otros, poseen cosas, es decir, lo que no tiene vida.
—Mis queridos futuros Robles, elegidos de Larte, que la suerte os acompañe —les dedicó Panick a tres chicos que luego de haber ofrecido las respectivas medallas, ingresaron a través de un portal, que estaba detrás de la estatua de Cambaceres.
Cuando es el turno de nosotros tres, me muerdo el labio. No puedo evitarlo. Es el momento. Es mi momento.
Doy unos cuantos pasos muy seguros y observo a Rufina, cuya estatua corresponde a la silueta de una mujer alta y esbelta, con rostro perdido. Su largo vestido de piedra se arrastraba por los escalones pero no llegaba a cubrirles los pies. Una de las manos se dirigía hacia atrás, donde hay una especie de portal; y la otra descansaba sobre su pierna izquierda.
Alis y yo sacamos la medalla.
—¿Qué estáis esperando? —gruñó Panick.
—Uh...sí... claro ¡Qué imbécil!.. Perdón. —Peter sacó, con nerviosismo, la medalla de su bolsillo y se la mostró a la estatua.
Rufina Cambaceres giró súbitamente la cabeza y nos dirigió una mirada severa. Luego de esto, acercó ligeramente su mano hacia nosotros, donde pusimos las tres medallas. Seguido a eso, escuché un clic y el portal se abrió revelando una nube de polvo morado, verde y naranja. Somos bienvenidos al campamento.
Peter ingresó primero, después Alis y luego yo. No sé por qué, pero tengo la impresión de que Rufina me ha guiñado un ojo.
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