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El bus 166


¿Eso ha sido un espíritu?

Tuvo que ser mi imaginación. Es cierto que nunca tuve la oportunidad de ver uno, pero imagino que deben ser transparentes, espantosos y escurridizos. Me bajo del alféizar de la ventana y cierro las cortinas tras de mí. Doy un último vistazo a la habitación y suelto un suspiro casi agonizante. Me siento algo melancólica, pues hoy es mi último día como humana, la parte con vida que habita dentro de mí, finalmente se despedirá. Siento algo de temor, ya que después de la iniciación, se supone, dejaré de sentir cosas, o por lo menos de sentirlas como lo hacen los humanos. Consigo coger un retrato antiguo que hay en la mesa de noche y me quedo observándolo sin siquiera contar el tiempo de duración de mi ensimismamiento. En el retrato estoy yo, a la corta edad de siete años; también están las dos personas más importantes de mi vida, mis padres adoptivos: el señor y la señora Hickinbottom.

La señora Nelly Hickinbottom sonreía con tantas ganas que, con algo de suerte, pasabas desapercibida la enorme joroba que cargaba detrás. Por otro lado, el señor Abel Hickinbottom, que estaba aturdido por el flash de la cámara, no parecía darle crédito al momento que se conmemoraba en aquel entonces.

Suelto una risita y se me hace inevitable repasar en mis pensamientos el día de la foto:

Aún lo recuerdo, pues los acontecimientos sucedieron de tal forma, uno tras otro, como sugiriendo que mi destino estaba decidido. El señor Hickinbottom había sacado el reloj de péndulo para arreglarle el mecanismo, y lo había dejado atravesado en mitad del salón. Guardaba tal admiración por esos cachivaches que podía durar hasta meses trabajando en ellos. Odiaba que le molestase cuando estaba concentrado, odiaba que le interrumpiese cuando trabajaba, odiaba... bueno odiaba todo de mí. Resulta que nunca fui una niña normal, pues siempre me sucedían cosas extrañas (como cuando hice que las cabezas de mis amigos se intercambiaran de cuerpo) pero espectaculares.

—¡Ana Phantom! —exclamó furioso cuando me acerqué al salón —Ni se te ocurra traer tus malas vibras a mi reloj. —Siempre decía eso, que yo era una especie de amuleto de mala suerte.

—Deja de decir esas cosas —soltó la señora Nelly desde la cocina—. Las malas vibras no existen.

—Lo que tú digas, pero aléjala de aquí —gruñó el señor Hickinbottom.

...Y sucedió: no sé si apreté un botón escondido o si dije las palabras mágicas incorrectas, pero todos los objetos del salón comenzaron a contornearse y a moverse alrededor de mí (era como una danza); el reloj de péndulo, que parecía furioso, me envistió y... ¡Plaf! Se introdujo en mí, quedando atorado entré mis riñones. Podía sentir cómo los engranajes se movían dentro, mientras el péndulo del reloj me golpeaba las rodillas.

—¡Te lo dije! ¡Volvió a suceder! —El señor Hickinbottom bramaba algo sobre un campamento para personas malditas mientras trataba de desarmar el reloj.

Cuando lograron sacar el reloj de mi cuerpo sucedió algo grandioso, algo que hasta ese momento no había pasado: mi cuerpo ya no era sólido y tenía indicios de transparencia. ¡Yo estaba brillando!

Después de eso, el señor Hickinbottom se telefoneó con alguien y luego salió de casa sin siquiera decir una sola palabra. Por otro lado, mi cuerpo, volvía a tomar su forma corpórea mientras la señora Nelly, que había sacado el botiquín de los primeros auxilios, se aseguraba de que no tuviera ninguna herida mortal. De igual forma, la señora Nelly seguía colocándome vendajes sobre la piel mientras decía constantemente «¡llegó el día!» con una efusividad nunca antes vista.

Más tarde, el señor Hickinbottom volvió, esta vez estaba acompañado de un señor, aún más viejo que él, y de un niño con nariz ganchuda y pelo aplastado.

—Nelly, serviles algo de tomar al señor Dativo y a su hijo —le dijo a su esposa—. Él es de quien te hablé. Es el único en todo el barrio. Es un entrenador del campamento ese.

El señor Dativo me dirigió una gentil sonrisa y se quedó observándome por un buen rato, como evaluándome.

—Es algo pequeña. Me parece que es bastante precoz —dijo el señor Dativo. Una vez recibió el vaso con agua, continuó—: aunque normalmente a las niñas les suele pasar más rápido.

—Vos sabés que yo no sé nada de eso —le recordó el señor Hickinbottom.

—Lo sé, lo sé. Van a tener que aprender mucho ¡eh! —El señor Dativo hablaba con mucha tranquilidad—. A mi querido Peter ni siquiera se le han cambiado los ojos de color.

—A mi Ana los ojos se le pusieron plateados desde hace varios meses —intervino esta vez la señora Nelly, parecía orgullosa de algo que en ese momento yo no podía entender. Pero era cierto, mis ojos habían cambiado de color hace poco.

—Sí, sí... son los primeros indicios. Hicieron bien en llamarme. —El señor Dativo se quedó en silencio por un instante, luego prosiguió—: ustedes son humanos, lo mejor en estos casos sería  que quede bajo nuestra vigilancia. Es decir,  cuidada por uno de nosotros. Ustedes no podrán con tanto. Es una tarea muy difícil.

—¡Ana no va a ningún lado!—soltó la señora Nelly con determinación, como si aquello que decía el señor Dativo era algo impensable. El señor Hickinbottom gruñó por lo bajo; este no solía aceptar ese tipo de comportamiento. «Respeto» decía de forma constante. Por mi parte, me sentí aliviada aunque no sabía a qué se estaba refiriendo el viejo Dativo con eso de «ser cuidada por uno de nosotros».

—Señor... disculpe —me atreví a decir. El señor Hickinbottom me miró con severidad—. Podría saber... podría decirme ¿Por qué me suceden estas cosas?

—Mi querida criatura —soltó el señor Dativo sorprendido. El chico que estaba por detrás de él, me miraba con curiosidad—. Porque vos no sos como todos los demás Ana. Vos sos, digamos, mitad humana y mitad fantasma.

—¿Cómo? —solté, pero mi voz pareció casi un chillido ininteligible.

—¿Ella lo sabe? —preguntó el señor Dativo dirigiéndose esta vez a los señores Hickinbottom.

La señora Nelly asintió con la cabeza y observé como varias lágrimas se le escapaban de sus ojos.

—Tus verdaderos padres no son los señores...

—Lo sé —le interrumpo—. Mi madre murió y mi padre... bueno mi padre nunca apareció.

—Hasta en el mundo fantasma hay malos padres Ana. —El señor Dativo parecía estar avergonzado—. Pero eso no es lo que importa ahora señorita. ¡Tu madre! Ella era como vos. Era un fantasma...

—¿Pero qué está diciendo señor? —interrumpí de nuevo—. ¿Mi madre era como yo?...

—¡Ana! —soltó el señor Hickinbottom de repente—. ¿Qué mala educación es esa? Yo no te eduqué así. El señor está hablando. Hacé silencio...

De repente, un destello color plata apareció y el señor Hickinbottom retrocedió al instante. Aterrado.

—No se preocupe señor. —El señor Dativo se interpuso entre mis padres adoptivos y yo. Como evitando que les hiciera algo, como si yo fuera una bestia peligrosa que necesitaba ser amaestrada—. Verás Ana, todas esas cosas extrañas que te sucedieron hoy son evidencia irrefutable de que la parte fantasma que habita dentro de vos, ha despertado. Esa parte puede llegar a ser peligrosa si no se le controla; es por esto por lo que, a partir de ahora, debes tener mucho cuidado. Tenés que aprender a controlar tus poderes y debes cuidar de tus padres. Yo vendré a verte dos o tres veces a la semana a darte unas lecciones. Aprenderás a ser un fantasma y cuando tengas la edad suficiente, deberás ir al campamento.

A partir de ese momento, mi vida cambió para siempre. No se me permitió hacer amigos y mucho menos ir al colegio de nuevo, pues a veces las cosas que estaban cerca de mí cobraban vida, como si algún espíritu maldito las estuviera poseyendo. Pero era yo que aún no conseguía controlar mis poderes. Tampoco pude aprender a conducir bicicleta como cualquier niño, pues cada vez que quería montarla, esta flotaba o se retorcía, como si aquello estuviera en contra de las normas fantasmas. Lo peor de todo fue lo de mis cumpleaños, el señor Dativo no me dejó celebrarlos. Él aseguraba que (en el concilio de los siete sabios) se había declarado a la celebración de la vida como impermisible, ya que los fantasmas no estaban para tales tonterías.

Y ahora mírame acá. Con catorce años, la edad suficiente para ir al fulano campamento. Puse el retrato en su lugar y respiré profundo. ¡Estoy lista! Me deslicé a través del pasillo hasta el salón y me encontré con mis padres adoptivos. La señora Nelly parece que ha estado llorando, mientras que el señor Hickinbottom está buscando algo entre los cojines del sofá.

—Bueno, ha llegado la hora —digo. No soy muy buena para expresar mis sentimientos.

—Te va a ir de maravilla —dijo la señora Nelly, mientras le daba varios golpecitos al señor Hickinbottom, que todavía seguía entusiasmado, buscando entre los cojines—. Tu padre y yo te vamos a estar esperando. Va a ser el verano más largo de nuestras vidas. ¿Quién lo diría? Hace poco estabas tan chiquita matándonos del susto con las apariciones y esas cosas y mírate ahora.

—Vuelvo para el otoño señora Nelly —digo. Siempre me costó decirle mamá. El señor Dativo no lo aprobaría. Los fantasmas no formamos lazos con los vivos (así le decimos a los que no son fantasmas). Mucho hacía con dejarme con ellos, porque según él, había roto por lo menos unas once reglas.

—Lo sé hija —dijo finalmente, mientras se sacudía la nariz—. Espera un momento que tengo que entregarte esto que te ha dejado tu madre, tu madre fantasma, claro —aclaró.

—¿Me dejó algo?—Estoy muy sorprendida.

—Sí, fue muy específica. Cuando sea la hora que Ana empiece el campamento. Dale esto. Eso dijo. —La señora Nelly me entregó un trozo de espejo con una enorme grieta en el centro. Observo mi reflejo a través de él y es como ver a mi madre: soy pálida y pecosa como ella. Mis ojos plateados brillan como los de ella. Mi gran melena de pelo es como la de ella. Soy tan poderosa como ella.

No había tenido nunca nada de mamá.

Una parte de mí quiere preguntar el significado del espejo, pero la señora Nelly niega con la cabeza antes de que lo haga. Ella lo único que sabe de los fantasmas es que existe un campamento. Guardo en el bolsillo el trozo de espejo: ahora sí, estoy lista.

—Ana tené cuidado con esos cuchillos que siempre cargás con vos —intervino esta vez el señor Hickinbottom, mientras se aseguraba de esconder el pedazo de chicle viejo que había encontrado—. Que tengas mucha suerte.

«La suerte es solo para perdedores», pienso.

Camino por la vereda y cruzo la calle. El barrio estaba bastante tranquilo y silencioso. Apostaría mi juego de dagas a que Peter y yo somos los únicos fantasmas que vivimos por acá. Peter tampoco conocía otro fantasma, aparte, claro, del anciano Dativo. Muchas veces soñábamos con escapar al conurbano, donde según las historias tenebrosas, coexistían muchos fantasmas y los más peligrosos espíritus; sin embargo, nunca lo hicimos.

Ya son las nueve de la noche pasadas. Había quedado con Peter en que nos encontraríamos en la intersección de Acoyte y Rivadavia. Peter no estaba.

Peter era mi único amigo. Él había perdido a sus padres mientras intentaban destruir a un espíritu poderoso, o eso le dijo su cuidador asignado, el viejo Dativo. Peter había tenido mucha suerte, porque, en general, los cuidadores tenían fama de ser estrictos. Es cierto que el viejo Dativo fue, en su momento, bastante severo con nuestra educación; no obstante, esos años de gloria habían terminado, pues ahora estaba bastante viejo y casi siempre muy confundido. A veces, cuando recuperaba la memoria, nos contaba cosas sobre el campamento y nos daba buenos consejos, como el de atravesar las paredes, por ejemplo, sin que se te quedaran atorados los tobillos.

Observo desde lejos como Peter va apareciendo, va conduciendo una bicicleta. Peter es diferente a mí. Los objetos con él no se volvían locos cuando estaban muy cerca, pero sí los árboles y alguno que otro ratón.

—Ana, por favor... no vayamos al conurbano —dijo cuándo frenó a escasos centímetros de mí—. Podemos conseguir buenos espíritus cerca del puerto. —Peter seguía insistiendo en que ir al conurbano era mala idea. No estoy segura si lo hace porque tiene miedo o porque quiere protegerme—. Puede ser peligroso. Ya tenemos una medalla, ¿y si la perdemos?

Solo hay una forma de llegar al campamento cuando eres un novato. Hay que reunir una medalla, para dar de ofrenda a uno de los tres Legendarios. Las medallas guardaban la experiencia y la esencia del fantasma que las poseyó anteriormente. Las medallas solo se podían conseguir en herencia o robándoselas a los espíritus malignos. Peter tiene una medalla muy prolija que heredó de sus padres, pero no la puede dar de ofrenda. Es lo único que conserva de ellos. O eso le decía yo constantemente.

—¿Entonces vas a llevarme en la bici? —digo, de repente.

A Peter le cuesta varios minutos responder. Finalmente, lo hace:

—Sabés que no podés subirte. Vayamos caminando hasta la parada del 166.

—Perfecto.

Me ubiqué a su lado y recorrimos unas cuantas cuadras hacia el norte. El viento golpeaba contra mi cara mientras sorteábamos las distintas calles y rincones del barrio. Peter no se detuvo hasta que llegamos a un parque, donde hay una docena de chicos fantasmas persiguiendo a un espíritu, bastante desfigurado y con una caña de pescar gigante.

—Ahí hay un espíritu —dijo Peter, como esperando que cambiara de opinión.

—No quiero un espíritu fácil. Quiero uno que me dé muchos puntos.

—Bueno... sigamos —soltó Peter mientras decía algo a regañadientes que me fue imposible de entender.

Peter conocía mucho la ciudad. Cruzamos varias calles y circulamos por un par de avenidas hasta que llegamos finalmente.

—Es acá.

Me quito los pelos que tengo en la cara, pegados por el sudor. Fue un viaje algo largo.

—¿Estás nerviosa? — Peter me observaba con curiosidad.

—No —miento.

Hubo un momento de largo silencio, donde ninguno de los dos dijo nada. Peter intentó pronunciar algo en varias oportunidades, pero se lo tragaba antes de decirlo. De repente:

—Mirá ahí viene el colectivo —soltó.

Era cierto. Un bus grotesco y rojo escarlata disminuía su marcha al acercarse. El número 166 brillaba con tal intensidad que, en la oscuridad de la noche, resaltaba de forma majestuosa.

Peter se asegura de dejar la bici encadenada cerca de la parada. Segundos más tarde, el bus se paraba en frente de nuestras narices. Subo y pago el boleto, Peter también lo hace. Las puertas se cierran tras él.

El bus está prácticamente vacío. Aparte del conductor y nosotros, hay una muchacha y un chico en los puestos traseros. Atravieso el pasillo y me siento.

El bus siguió su trayecto por la avenida Juan B. Justo (o eso dicen los carteles) y se detuvo solo para respetar la luz roja, también lo hizo en varias ocasiones para recoger a las personas que estaban en las paradas. Cuando quiero preguntarle a Peter si falta mucho para llegar, el bus se detiene para subir pasajeros.

—Chofer... mi querido chofer... eshoo, esho sí que fue bonito... ¡hip! ¿Sabesh guanta gente ha vend-venidoh?—dijo, entre varios intentos, un hombre.

—Se chupó varias birras —explicó otro hombre que también estaba algo borracho.

Subieron seis más, todos apestando a alcohol.

Seguimos hasta llegar a una cancha de fútbol, ​​donde nos detuvimos por un semáforo. Cuando volvemos a estar en marcha, uno de los chicos comenzó a vomitar mientras sus amigos vitoreaban.

—¿Qué comiste Franco?

—¿Eso es lechuga?

—A ver si podés sacar un pedazo de tomate por la nariz.

—¿Es posible que alguien pueda sacar un tomate de su nariz? —preguntó Peter, confundido.

En eso, escucho una voz, como un susurro. Me levanto del asiento casi de forma automática y un escalofrío me atraviesa el cuerpo. Aquí hay otro fantasma.

Hago una revisión de todos los pasajeros y me quedo observando a la pareja que iban detrás. El muchacho sostenía a la chica manteniendo una expresión rara en el rostro, como si estuviera sufriendo. Fue entonces cuando intentó zamparle un beso que no fue correspondido, pues la chica rehuyó casi de inmediato, apartándose.

—Quizá vos y yo también deberíamos besarnos. ¿No crees?

—¿Qué? —suelto sorprendida. El escalofrío desaparece y mis instintos vuelven a ser normales. Fue inevitable.

Peter se burla.

—Son cosas que debemos hacer ahora —siguió Peter, encogiéndose de hombros—, mientras nos quede algo de «humanidad» dentro, deberíamos probar que se siente... digo... hacerlo de humano y después compararlo cuando ya nos iniciemos.

Una parte minúscula de mí quiere asesinar a Peter, pero la otra se siente diferente. Es cierto que nunca he besado a alguien y quizá, como dice él, exista la posibilidad de que una vez nos iniciemos, perdamos los sentimientos o lo que sea que produzca besar a alguien ¿Por qué me siento así? ¿Por qué algo como la palabra «beso» puede descolocarme tan rápido?

Intento sacar de mi cerebro las imágenes de mí besando a Peter.

—¿Lo intentarías? ¿Te parezco atractivo? —soltó Peter, disfrutando el momento. Me conocía muy bien. Sabía que había ocasionado un cortocircuito dentro de mí. Y muy pocas cosas que él hacía lograban producir aquello.

¿Peter atractivo? Realmente no. Tenía la misma nariz larguirucha y roja que de niño. El pelo estaba aplastado con esfuerzo sobre su cráneo y aunque tenía cuerpo de deportista, aún conservaba su cara de soso.

No respondo.

—¡Pero qué mujer más difícil!

El colectivo siguió andando y Peter no paraba de hablar, no se daba por vencido. Cuando está diciendo algo sobre una jugada espectacular de fútbol, ​​un grito hace que me estremezca.

—¡No puedo! ¡Es mejor que te alejes! —gritó la chica.

—Calma Alis, no es para tanto —le respondió el chico, angustiado.

—¿Qué tenga calma? —gritó más fuerte la chica, tanto como para obtener toda la atención del colectivo—. Lo siento, pero tengo que irme... quise —dijo, ya había bajado el volumen de su voz—... lo intenté.

Todos en el colectivo estaban a la expectativa, incluyéndome ¿Qué es lo qué pasaba entre esos dos? El chico se bajó en la siguiente parada y con un gruñido, dijo algo que sonaba parecido a «cada vez están más locas». Una vez que se cerraron las puertas, Alis se acercó a nosotros.

—¿Puedo? —dijo.

Peter, que estaba de pie, le cedió el espacio observándola con bastante interés. Y no le culpo pues Alis era negra, hermosa y con una larga cabellera color azabache. Tenía mucho para presumir.

De repente, un fortísimo olor a podredumbre se apoderó del colectivo. Alis arrugó el rostro y Peter se frotó la nariz, haciendo que se volviera más roja.

—Eso me pasa por estar juntándome con pobres —refunfuñó cuando se sentó— ¿Qué es esto?

De la nada comenzó a aparecer comida por todos lados. Una hamburguesa podrida cayó sobre la remera de Peter, ensuciándola de kétchup. Varias golosinas se desparramaron sobre los asientos delanteros. Uno de los borrachos agarró unas cuantas salchichas que caían en el piso.

PATAPLUM.

Tuve que sujetarme de los brazos de Peter para no salir volando. La parte trasera del colectivo miraba hacia arriba, intentado hacer frente a la montaña de comida que caía infinitamente sobre el parabrisas. El chófer había desaparecido entre los desperdicios de comida. Afuera, los autos tocaban las bocinas mientras esquivaban el colectivo 166 que estaba, poco a poco, enterrándose en un agujero que iba apareciendo a mitad de la avenida, de acuerdo seguía cayendo cada vez más y más comida.

—¿Estás bien? —me preguntó Peter, intentando incorporarse.

—Sí, sí... lo estoy.

—¿Alguien puede ayudarme?

Alis intentaba no deslizarse hacia la montaña de comida, sosteniéndose de un asiento con algo de dificultad.

—Vení que te ayudo. —Cuando Peter quiso alcanzarle una mano, un brazo exageradamente gordo surgió entre los esqueletos de pescado y trozos de pizza.

Acto siguiente, toda la luz que quedaba, todo el ruido que podía surgir, desapareció, dejando en su lugar una oscuridad y un silencio mortal.

El colectivo hizo un movimiento violento, como si fuera embestido por un elefante gigantesco. Alis tomó la mano de Peter y de forma muy rápida se acercó a nosotros que estábamos contenidos por los asientos.

—¿Qué está pasando?

—Creo que vamos a morir —soltó Peter, aterrado.

—Ustedes también son...

—Yo sí. ¿Vos?

Antes de que Alis escupiera algo, surgió otro brazo, aún más gordo. Era la primera vez que algo me asustaba y repugnaba al mismo tiempo. Tengo que parpadear varias veces para comprobar que no me he vuelto loca.

No lo estoy. Un hombre exageradamente gordo y con olor a mierda surgió de los desperdicios de comida. El colectivo estaba a punto de partirse en dos pedazos mientras la grasa amarilla, que salía de la piel del gordo, hacía presión contra las ventanas, amenazando con reventarlas en cualquier momento.

—¡Asco! —soltó Alis tapándose la nariz.

Mientras tanto, Peter, como podía, juntaba las golosinas. Quizá intentaba buscar algo... o a alguien. Sin embargo, no había nadie. Solo nosotros tres.

Intenté poner mis ideas en orden y así buscar una forma de salir. Presiento que algo muy malo va a pasar. Cuando estuve a punto de usar la cabeza para romper el vidrio de la ventana, escuché un susurro:

—¿dónde están los otros?

—Quizá debajo del gordo —respondió Peter, arrugando su rostro.

—Creo que han desaparecido —comento, cuestionándome: ¿Cómo es posible que la gente desaparezca sin dejar rastros? ¿Será que esto es una pesadilla? O será que...

—Estamos en un limbo —soltó Peter, mitad asombrado, mitad asustado. —¿Y ahora?

Un limbo es un lugar entre el mundo de los vivos y de los muertos. El señor Dativo nos enseñó en una de sus tantas lecciones que el limbo era el lugar ideal para que los espíritus se escondieran. Ellos tenían total control sobre él y decidían quién entraba y quién salía.

—Debemos matarlo —digo.

Acto seguido, el bus se tambaleó de forma violenta y vi como un brazo gigantesco se alzó por los aires alcanzando a Peter. La cara de Alis impactó contra el piso. El espíritu obeso estaba dispuesto a todo.

Cuando Alis se incorporó, sus ojos se pusieron rosados. Su transformación en fantasma trajo consigo unos disparos de luces impresionantes. Al instante siguiente, una pared de cristal se materializó entre Peter y el monstruo, haciéndolo retroceder al instante.

Peter se alejó de forma veloz y consiguió darle una patada que no le hizo ni cosquillas al gordo.

—¡MALDITA! —soltó el gordo mientras avanzaba con furia hacia Alis—. Te mataré, te haré mi alimento, serás mi bocadillo. —El gordo intentaba mover su cuerpo grasoso con dificultad.

Alis pegó un gritito y la pared desapareció, junto a su transformación fantasmal.

Saco mis dagas y consigo clavarle una en el brazo. Pero no pasa nada.

—¡No lo provoques! —me sugirió Peter. Estaba muy agitado —Tú —dijo dirigiéndose al espíritu—. Ordeno que te presentes. Somos descendientes de Judaes, de Di y de Larte.

Peter seguía comunicándose con el espíritu obeso, como si este fuera un gran negociador.

—¡Peter cuidado!

Un zumbido, como de algo demoliéndose, advirtió que los enormes brazos del espíritu se levantaron en dirección a Peter.

—¡Está ahí!

—¡En el ombligo!

¿Qué dice? ¿Qué hay en el ombligo?

En el momento siguiente, Peter, que se estaba acercando mucho, fue embestido por un puñetazo de grasa y comida.

¡Peter!

Corro para auxiliarlo y esquivo unos cuantos golpes que intentan derribarme.

—Lo tengo. —Alis vitoreaba con excitación mientras mostraba una medalla que brillaba con intensidad.

—¿Están listos? —Y fue cuando los ojos de Alis brillaron como un par de farolas. Una luz rosada surgió de la nada, envolviendo cada centímetro del gordo.

—¿Qué es esto? —soltó con terror el obeso.

—Esto es tu fin.

En pocos segundos, los rayos de luces formaron una especie de jaula gigantesca que rodeó al gordo, encerrándolo.

—Estoy acá —dijo Peter tomándome de la mano—, estoy bien...

Peter sigue diciendo algo, pero no logro escucharlo, en ese momento solo me importaba ver a Alis y a su poder. Eso era lo más fantástico que había visto en toda mi vida.

—Déjanos salir del limbo. Queremos volver —demandó Alis.

—¡NUNCA!

—Tendrás que desaparecer entonces. ¿Eso es lo que querés?

El obeso intentó destruir, con todas sus fuerzas, la jaula de luces que le aprisionaba. Pero Alis era más rápida. Los ojos le brillaron y acto seguido la jaula comenzó a disminuir de tamaño. El gordo estaba atrapado y a punto de estallar en cualquier momento. La jaula seguía haciéndose cada vez más chica y un líquido espeso y muy asqueroso salpicaba por todas partes.

Alis, la niña linda ya no estaba. En su lugar, está una mujer feroz de ojos intrépidos que no aceptaba un no como respuesta. Aunque eso conllevase destruir a quien se interpusiera en sus planes.

Era la primera vez que siento compasión por alguien, si a eso se le pudiera llamar así. Peter evitaba mirar la escena, mientras los gritos del espíritu obeso me daban escalofríos. Era como estar en el mismísimo infierno.

El líquido espeso seguía desparramándose por todos lados y la grasa amarillenta dejaba un olor a podredumbre que me hacían tener arcadas. No fue hasta que la jaula empezó a aplastar su cráneo cuando logramos salir del limbo.

Todo pasó muy rápido... los ruidos del mundo normal volvieron. Los muchachos que desaparecieron comenzaron a emerger uno a uno. El colectivo estaba como nuevo. Peter se limpiaba la kétchup de la camisa. Los pasajeros alcoholizados estrangulaban al chofer.

—¡Alis! ... ¡Qué grande que sos! —soltó Peter de repente—. Sos hermosa y poderosa. Eso... eso que hiciste con el espíritu... ¡Fue magnífico!

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