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XXIII

EN el momento en que iba a meterse en la cama, se abrió la puerta y Anna entró, vestida con un traje de noche blanco. En el curso del día, y cuando estuvieron a punto de abordar una cuestión íntima, ambas se habían dicho: «Más tarde, cuando nos hallemos solas»; y ahora les parecía que no tenían que decirse nada.

—¿Qué hace Kiti? —preguntó al fin Anna, sentándose y mirando a Dolli con expresión humilde—. Dime la verdad, ¿me guarda rencor?

—Nada de eso —contestó Dolli, sonriendo.

—¿Me odia o me desprecia?

—Tampoco; pero ya sabes que hay cosas que no se perdonan.

—Es verdad —replicó Anna, volviéndose hacia la ventana abierta—. ¿He tenido yo la culpa de todo eso? ¿A qué se llama ser culpable? ¿Podía él hacer otra cosa? ¿Creerás tú posible no ser esposa de Stepán Arkádich?

—No sé qué contestarte; pero tú...

—¿Es feliz Kiti? Me han asegurado que su esposo es un hombre excelente.

—Más aún, no conozco ninguno mejor.

—¡Qué bien, cómo me alegro! No hay mejor —repitió Anna.

Dolli sonrió.

—Pero cuéntame tus cosas —dijo Dolli—. He hablado con...

No sabía cómo llamar a Vronski, no podía referirse a él ni como conde, ni como Alexiéi Kiríllovich.

—Con Alexiéi, sí, y ya sospecho cuál habrá sido vuestra conversación. Veamos, dime lo que piensas de mí y de mi vida.

—No puedo hacerlo así de pronto.

—Te es imposible juzgar con exactitud porque nos ves rodeados de gente, mientras que en la primavera no había aquí nadie. Para mí sería la suprema felicidad vivir los dos solos; pero temo que tome la costumbre de salir a menudo, y en tal caso, figúrate lo que sería la soledad para mí. ¡Oh!, ya sé lo que vas a decir —añadió, acercándose más a Dolli—; ciertamente no lo retendré aquí por la fuerza; pero hoy, por ejemplo, habrá carreras, mañana elecciones u otro cualquier asunto, y entretanto yo... ¿De qué habéis hablado?

—De un asunto del que ya te habría dicho alguna cosa sin que él me indicase nada, de la posibilidad de regular vuestra situación. Tú sabes mi manera de ver en esta cuestión; pero, en fin, más valdría el matrimonio.

—Es decir, el divorcio. Betsi Tverskaia —au fond c'est la femme la plus dépraveé qui existe— me ha hecho la misma observación. Ella, el ser más ruin que cabe imaginarse, que engaña abiertamente a su marido con Tushkiévich, ha osado decirme que no puede verme mientras no legalice mi situación. ¡Ah.!, no creas que establezco comparación entre vosotras. En fin, ¿qué ha dicho?

—Que sufre por ti y por él; si es egoísmo, proviene de un sentimiento de honor, pues el conde quisiera legitimar a su hija, ser tu esposo y tener derechos sobre ti.

—¿Qué mujer puede pertenecer a su marido más completamente que yo a él? ¡Soy su esclava!

—Pero él no quisiera verte sufrir.

—¿Es posible esto?...

—Y además, legitimar a sus hijos, darles su nombre.

—¿Qué hijos? —preguntó Anna, cerrando a medias los ojos.

—Ania y los que puedas tener.

—¡Oh!, puede estar tranquilo; ya no tendré más.

—¿Cómo puedes tú responder de esto?

—Porque yo no quiero tener más.

Y a pesar de su emoción, Anna sonrió al observar la expresión de asombro, de cándida curiosidad y de horror que se pintó en el rostro de Dolli.

—Después de mi enfermedad —añadió Anna—, el doctor me ha dicho...

—¡Es imposible! —exclamó Dolli, contemplando estupefacta a su amiga.

Lo que acababa de oír confundía todas sus ideas; y las deducciones que hizo fueron tales que muchos puntos misteriosos para ella hasta entonces se aclararon súbitamente. ¿No había soñado ella con alguna cosa análoga durante su viaje?... Y ahora la espantaba aquella respuesta, demasiado sencilla, a una pregunta espinosa.

—¿No es inmoral? —preguntó después de una pausa.

—¿Por qué? No olvides que puedo elegir entre estar embarazada, es decir, enferma, y la posibilidad de ser una compañera para mi esposo, pues como tal lo considero; si el punto es discutible para ti, no lo es para mí. Yo no soy su mujer sino en tanto que me ame, y ¿cómo quieres que mantenga ese amor? ¿Con esto? —Anna extendió sus brazos ante el vientre.

Dolli estaba entregada a las numerosas reflexiones que estas confidencias hacían nacer en su espíritu. «Yo no he tratado de retener a Stepán —pensó—; pero ¿ha conseguido su objeto la que me lo robó? Era joven y bonita, y esto no ha impedido que mi esposo la abandonase también. ¿Se dejará sujetar el conde por los medios de que Anna se sirva? ¿No encontrará cuando quiera una mujer más seductora aún?» Y Dolli suspiró profundamente.

—Tú dices que es inmoral —repuso Anna, comprendiendo que su amiga desaprobaba su conducta—; pero debes pensar que mis hijos no pueden ser más que desgraciadas criaturas, destinadas a sonrojarse cuando se trate de sus padres y de su nacimiento.

—Por eso debes pedir el divorcio.

Anna no escuchaba; quería llegar hasta el fin de su argumentación.

—Yo no debo procrear desgraciados; si no existen, no conocerán el infortunio; y si existen para sufrir, la responsabilidad recae sobre mí.

Eran los mismos argumentos con que Dolli intentaba convencerse a sí misma. «¿Cómo se podrá ser culpable con las criaturas que no existen?», pensaba Dolli, moviendo la cabeza para desechar la idea extraña y terrible de que tal vez le habría convenido más a Grisha no nacer.

—Te confieso que eso me parece mal —dijo Dolli, con expresión de disgusto.

—Piensa en la diferencia que hay entre nosotras dos: para ti no se trata más que de saber si deseas aún tener hijos, y para mí la cuestión es determinar si me está permitido tenerlos.

Dolli se calló, comprendiendo al punto el abismo que la separaba de su amiga; ciertas cuestiones no podrían ser ya discutidas entre las dos.

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