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Más allá de todo

Over and over again - Nathan Sykes

Porque más allá de todo te amaré; porque más allá del horizonte te buscaré y aún más allá de la muerte te seguiré.

Eres como el sol para mis días; el motivo de mis más bellas alegrías y muchas veces la provocadora de mis más coléricos momentos y enojos. Eramos diferentes en todas las formas posibles, pues mientras yo decía negro, tú decías blanco u rosa. Eras celosa y una amante maravillosa. ¿Qué te digo? Me desgarra el alma pensar en tenerte lejos.

Aún recuerdo el día que te vi. ¡Dios! Tu sonrisa era la más linda y dulce que vi jamás, tus ojos y manera de observar me dejo con el corazón desbocado y desde que te vi andar sobre aquel lugar nunca más te logré sacar de mi cabeza, ponderaste todo mi interior.

Recuerdo muy bien que te invité a salir y dijiste que no pero inmediatamente tu amiga te convenció de decirme que si. ¡Qué afortunado fui que tu amiga estuviese enamorada de mi amigo!

Y lamento haberte besado en esa primera cita. Pero me fui imposible no probar el sabor de tus labios, esos que habían pasado toda la velada provocando mis impulsos más salvajes e incontrolables. ¡Y sí! Te culpo a ti por enamorarme desde ese primer beso, me hechizaste o más bien me demostraste que no ya hacía falta que siguiera buscando de falda en falda; pues lo que tu me ofrecias iba más allá de un instante en los placeres más divinos y fortuitos, iba más allá de mis deseos carnales. Tú me demostraste que el amor existía y que tú eras con quien lo viviría.

¿Qué controversial no? Yo quien nunca quise sentar cabeza, quién pensaba que el amor era algo de estupidez y media... Terminó enamorándose de la cosa más bella que Dios creó.

Y aunque fui un imbécil, un bruto, un primate contigo, te agradezco porque a pesar de todo eso y más -porque sé que te hice sufrir-, tu suavidad de palabras y calidez me hicieron muchas veces reflexionar y cambiar. Y claro, muchas otras veces lo único que hice fue que pelearamos hasta terminar enredados en las sábanas y creo... te lo confieso, que por eso hice tantos desplantes.

Mis años junto a ti fueron los más hermosos; pasamos penurias, abundancia pero aún así el amor que junto a ti aprendí y que aún me dabas me hizo posible soportar cuando los días difíciles llegaron.

Y todo eso valió la pena, lo comprendí cuando me diste uno de los mejores regalos: ese hermoso bebé que seguramente ahora duerme en tu regazo. Esa preciosa niña que con amor, ternura y un poco de lujuria tú y yo creamos.

Y es que puedo cerrar los ojos y escuchar tu risa y la de Marie mezcladas en un melódico son, puedo cerrar los ojos y sentirte junto a mi, ver tu rostro expresivo y lleno de vida. Y eso me tranquiliza porque sé, que, a dónde sea que vaya, tú estarás conmigo. Que no me sentiré solo en el tormento de la soledad que me amenaza con posarse sobre mi.

Porque estoy seguro mi hermosa amada, que más allá de la muerte yo te esperaré y que algún día... te encontré.

Y aunque nunca más te vea, mientras sigas viva en esta tierra, nunca olvides que más allá de todo yo siempre te amé, te amo y te seguiré amando.

Siempre tuyo, Ricardo.


Terminó de leer la carta mientras un torrente de lágrimas brotaba de sus ojos ámbar. Estrujó el blanco papel y se lo llevó al pecho, dolía, quemaba como si un infierno estuviera desatado justo ahí.

Llevó una mano a su boca, tratando inútilmente de acallar los sollozos que brotaban de su garganta. Poco a poco se fue deslizando, con su espalda apoyada sobre la blanca y fría pared de ese tétrico hospital, hasta llegar al suelo y ahí mismo derrumbarse, sin siquiera poder impedirlo.

¿Cómo iba a pedirle a Ricardo que siguiera luchando? Cuándo lo veía hundido en su miseria, cuando lo veía día tras día luchando por permanecer con vida mientras era consumido por esa espantosa enfermedad que atentaba todo su cuerpo, que escarnesia su espíritu, su ser entero.

¿Pero cómo demonios iba a lograr vivir sin el amor de su vida?

Solo entonces, ahogada en su sufrimiento, Pamela se derrumbó justo en el piso que daba a la habitación donde su esposo yacía en una cama, al borde de la muerte. ¡Dios! Cuánto deseaba regresar el tiempo y pasarlo en aquellos días de primavera donde se iban de paseo, en esos días de otoño donde jugaban con las hijas secas o del más frío invierno que soportaban y menguaban con el calor de sus cuerpos. ¿Cómo demonios iba a seguir viviendo sin esa sonrisa lasciva, sin esos ojos que la miraban como si fuera lo más hermoso?

El pecho le ardía, quemaba, sus pulmones estaban cerrados, y las lágrimas pese a haber estado días enteros llorando, parecía que nunca se detendrían.

Las horas comenzaron a pasar y con ellos los minutos de Ricardo se iban acortando. La estela de la muerte vagaba por el pasillo y se aparecía en la habitación, reclamando el alma por el cual había llegado.

-Mira quién tenía deseos de ver a papá... -susurró con voz juguetona, al entrar a la habitación con Marie en brazos. Pamela se aproximó donde su esposo, quien pese a estar con su piel blanca, con ojeras purpuosas y con el gesto demacrado, sonreía con felicidad y emoción al ver a la pequeña, que hubiese dado todo lo que tenía con tal de tener un poco más de tiempo para verla crecer.

-La princesa Marie, oh... mira cuánto estas creciendo -murmuró al tenerla en sus brazos, aunque las fuerzas le flaqueaban ya, daría hasta su último esfuerzo con tal de cargar, por última vez, a la reencarnación de su más puro y hermoso amor.

Ricardo y Pamela jugaron con la bebé, como si nada pasara, ignorando el tic tac del reloj. Y mientras el padre trataba de memorizar todo cuánto le fuera posible de los rasgos de su bebé, de su esposa... Pamela contenía las ganas de llorar y arrodillarse y suplicarle que luchará un poco más, que lo hiciera por ellas.

Pero no podía, le dolía más verlo sufrir, verlo dar hasta el último aliento con tal de salir del estado moribundo del cual estaba siendo preso. Lo amaba tanto, que deseaba acabar con su sufrimiento, rogando al cielo que fuera a dónde fuera nunca se olvidara de ellas. Que nunca se olvidara que lo amaba.

Esa noche fue fría; afuera llovía con furor, el viento rugia y un aura pesada y desagradable de asentó sobre el hospital.

-Amor... -Ricardo susurró, haciendo uso de la poca fuerza que le quedaba. Pamela se despertó y acercó de inmediato a la cama. Lo observó con ojos dulces, apagados y tristes-... Por favor ya no llores más. -Le suplicó, sintiéndose demasiado culpable por haber expuesto a su familia a esa escalofriante situación.

Pamela se llevó las manos al rostro y negó con vehemencia, las lágrimas nuevamente escaparon con facilidad. Su esposo la tomó por la cadera y la acercó hasta lograr sentarla sobre la cama, solo una cosa deseaba en ese momento.

-Ya no llores, yo siempre seguiré junto a ustedes... Tenlo por seguro -dijo con su tuno de voz enroquecido.

-¿Por qué Ricardo?, ¿por qué te tiene que arrebatar de mi lado? -sollozó-, ¿por qué no pudo ser alguien más? -Un enorme nudo se formó en sus gargantas.

-No lo sé pero así va ser. Solo déjame... Solo déjame... -Una horrible tos se apoderó de Ricardo y tal parecía que estaba por desvanecerse.

-No, no, no... Por favor... Cálmate -rogaba Pamela, deseando arrancarse el cabello, presa de una ansiedad espantosa.

Pronto la tos cesó y Ricardo se quedó un momento descansando, tomando o robando un poco más de energía, aferrándose con fuerza a la vida que estaba a punto de arrebatarsele.

-¿Leíste la carta? -preguntó en un susurro apenas audible.

-Claro que si, amor. Me encantó -dijo, aunque en realidad le había desgarrado más el alma que otra cosa. Sus esposo sonrió, su piel lucia ya muy pálida.

-Nunca olvides que más allá de la muerte yo te esperaré, nunca dejaré de amarte... -Pamela lo observó con los ojos imposiblemente hinchados y rojos. Ahogó un sollozo y se esforzó en sonreir.

-Lo sé mi vida... y tú debes de estar seguro que más allá de muerte yo te seguiré... amando -dijo a un hilo de quebrarse. Su esposo asintió con la cabeza, cerró los ojos con una sonrisa formada en su rostro.

El momento estaba cerca, contempló, llena de pavor.

-Arrecuestate a mi lado... Quiero... -Traguó grueso, decir aquellas palabras le quemaban-... Quiero irme de este mundo y haber sido tú lo último que mis ojos vieran -pidió, aterrorizado.

Sin decir palabra Pamela acudió a la petición de su esposo y solo así, dejo que lágrimas silenciosas brotaran de sus ojos que nada más que su esposo lograra consolar. Los minutos pasaron y un sueño pesado y profundo se apoderó de ambos.

Y sin ánimos de dar más tiempo, la muerte se acercó con pasos apurados hasta la cama donde la pareja de esposos descansaban, soñando con una vida mejor, con una vida juntos. Entonces, sin promulgas, se lo llevó.

Un infarto fulminante, fue lo que los doctores anunciaron.

Y con el dolor arraigándose en Pamela, comenzó los preparativos del elogio fúnebre. Y solo así, despidiéndose con un hasta pronto, amor. Lo dejó descansar.

Jurandose a sí misma, que nunca lo olvidaría y que pasaría cada día de su vida, hablándole a su hija, del maravilloso hombre que habia tenido como padre, pero que ahora descansaba y las esperaba en un no tan pronto reencuentro.

Yo también lloré, no crean que no tengo corazón.

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