Capítulo 5.
Al terminar de explicarles a Adrien y Antonella la razón detrás de la tensa tregua con Athena, Camus se levantó lentamente, mirando a ambos con una mezcla de pesar y determinación. Sabía que esta revelación marcaría un antes y un después en sus vidas, y aunque les había contado solo una parte, estaba consciente de que este conocimiento alteraría su forma de ver a Athena y los prepararía para la difícil realidad que enfrentaban como familia.
Adrien se acercó a la ventana, observando el cielo oscuro, con las manos apretadas en puños. La verdad que acababa de escuchar sobre Athena le pesaba en el alma, pero también le encendía un fuego de resolución que nunca había sentido tan intensamente. Por primera vez, entendía el motivo de la tensión que siempre había percibido entre su padre y Athena, y sabía que nada volvería a ser igual. La ira que sentía hacia Athena por lo que había hecho a su madre, y por la carga que le imponía a su padre, era algo que jamás podría olvidar.
Antonella, en cambio, estaba visiblemente afectada, con las emociones reflejándose en sus coloridos ojos llenos de lágrimas. Miró a Camus en silencio, intentando comprender cómo era posible que su padre llevara tanto tiempo soportando ese dolor sin que ella lo notara. La ternura y fortaleza que su padre irradiaba se le hicieron más profundas al ver el sacrificio que él hacía por el bien de la familia.
Finalmente, Camus se acercó a Adrien y colocó una mano firme sobre su hombro, atrayendo su atención.
—Hijo, no quiero que esto se convierta en odio en tu corazón. Sé que es difícil, pero no podemos permitirnos que el rencor nos consuma. Yo mismo he tenido que aprender a controlarlo.
Adrien asintió, aunque con evidente dificultad para aceptar esas palabras.
—No es justo, papá… No es justo lo que ella nos ha hecho.
Camus suspiró y le dio una palmada en el hombro, comprendiendo su frustración.
—No, no lo es, Adrien. Pero hasta que logremos cambiar las cosas, necesitamos ser fuertes y cuidadosos. Es la única manera de protegernos entre nosotros.
Antonella, aún con lágrimas en sus ojos, tomó la mano de su padre y la apretó con fuerza, como buscando consuelo. Camus la miró con ternura, acariciando su pequeña mano.
—Papá, te prometo que… no importa lo que pase, siempre voy a estar a tu lado —murmuró Antonella, y su voz, aunque temblorosa, estaba llena de determinación.
Camus sonrió, emocionado por el apoyo incondicional de sus hijos. A pesar de que sabía que les había dado una pesada carga de emociones y responsabilidades, se sentía más aliviado al saber que, en sus corazones, compartían el mismo deseo de luchar por su familia.
Al salir de la sala, los tres sabían que el mundo alrededor suyo había cambiado, y que esa cena con Athena que parecía una simple formalidad era en realidad una batalla en silencio, una batalla de voluntades y de secretos que ahora, juntos, estaban preparados para enfrentar.
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**POV Antonella**
¿Cómo fue que terminamos aquí? Apenas anoche estábamos riendo, perdiéndonos en historias de amor que papá compartía sobre mamá, reviviendo cada fragmento de su historia. En cada palabra sentía su amor y también el vacío, el dolor que le habían causado esos dioses al separarlos. Pero ahora... de pronto, nos encontramos enfrentando enemigos de los que ni siquiera sabía su existencia. Apenas me explicaron que algunos de ellos son parte de mi propia sangre, que uno de ellos es mi medio hermano.
Yo... yo no soy una diosa. No tengo linaje divino, ni poder sobre el destino, ni el tiempo o el espacio. ¿Por qué buscan en mí algo que no soy, algo que ni entiendo? Mis fuerzas se me escapan como agua entre las manos, apenas queda algo de poder en mi cuerpo. Mis piernas temblorosas me traicionan y siento cómo cada respiro me cuesta más y más. Por favor, papá… Adrien… alguien… lleguen antes de que no pueda soportarlo más.
**POV Narrador**
—¿Qué harás ahora, princesita? —preguntó Eris, la diosa de la discordia, con una media sonrisa burlona—. No te queda mucha energía.
Antonella intentó mantener la postura, aunque sus piernas temblaban. No podía rendirse, aunque su cuerpo estaba agotado y el peso de la batalla la aplastaba.
—No importa… encontraré una manera de… derrotarte —murmuró entre jadeos. Aun cuando la voz le fallaba, se mantuvo firme, decidida a no retroceder.
Eris aprovechó ese instante de debilidad para lanzar una esfera de poder directo hacia Antonella, pero un destello helado cruzó el aire y desvió el ataque en el último segundo. Camus había llegado.
—Pa-papá… —balbuceó la niña, apenas pudiendo creerlo.
—Princesa… —La voz de Camus apenas se oyó, pero en ella había una mezcla de alivio y dolor. Su hija estaba herida, agotada, y la furia encendía su cosmos.
Eris lo miró con satisfacción.
—Camus de Acuario, qué inesperado honor —se burló, dejando que su cosmos oscuro ondeara a su alrededor como un manto de veneno—. Sabía que eras débil, pero esto supera mis expectativas. ¿Qué harás? ¿Te enfrentarás solo a mí y a todo mi ejército?
Camus le devolvió una mirada fría y letal.
—Puede que no tenga el poder que tenía antes, Eris, pero tengo algo que nunca entenderás. Ellos son mi fuerza. Si te atreves a tocarlos, te arrepentirás.
En ese momento, Adrien, su mejor amigo y otros guerreros del santuario llegaron al lado de Camus, formando una línea protectora. Camus miró a Adrien y le hizo un gesto con la cabeza, pidiéndole que fuera a proteger a su hermana. Adrien, con los ojos llenos de lágrimas, dudó, pero obedeció.
—Protégela por nosotros, por favor… hijo —dijo Camus, sonriéndole. Era una sonrisa que Adrien no había visto desde niño. Esa imagen se grabó en su memoria mientras tomaba a Antonella en sus brazos.
—¿Puedes resistir un poco más? —le susurró Adrien a Antonella, ayudándola a ponerse de pie. Su hermana intentó avanzar hacia su padre, pero él la detuvo.
—Papá está… no puedes ir a él ahora —dijo Adrien, con la voz rota.
Antonella intentó zafarse, negando con la cabeza y pataleando, pero Adrien no la soltó. Ella gritaba, pidiendo a su padre, y mientras tanto, tormentas se desataban en el cielo como un reflejo de su dolor.
—¡Qué conmovedor! —exclamó Artemisa, apareciendo junto a Eris con una sonrisa cruel—. Esta escena de despedida es mejor de lo que esperaba.
Camus dio un paso adelante, su cosmos encendido hasta el máximo. Aun sabiendo el sacrificio que esto implicaba, invocó la armadura divina de Acuario.
—¿En serio estás dispuesto a perder tu vida por ellos, Camus? Sabes muy bien lo que sucederá si sigues con esto —dijo Artemisa, regodeándose en su propia seguridad.
—Mis hijos valen más que mi vida. —El tono de Camus era implacable, decidido. Con un grito de batalla, lanzó su técnica suprema: Ejecución de Aurora.
El ataque fue como una tormenta de hielo, cristalizando a gran parte de sus enemigos, haciendo retroceder a dioses y guerreros por igual. La poderosa técnica lo había dejado exhausto, su cosmos agotado, su cuerpo frío y frágil. Sus hijos corrieron hacia él cuando sus fuerzas lo abandonaron y cayó en los brazos de Adrien.
—¡Papá! —gritaron al unísono, sintiendo cómo la vida se escapaba de él.
La tierra misma temblaba con sus gritos de dolor. Lluvias torrenciales y tempestades sacudían el mundo, como si la naturaleza llorara junto a ellos.
Camus miró a Antonella y Adrien, con una dulzura inmensa y profunda.
—No llores… mi pequeña… Hyoming… —le susurró, usando su segundo nombre en un gesto cargado de significado.
—Papá… ¡Déjame ayudarte! —suplicó Antonella, intentando usar lo poco que le quedaba de cosmos para sanar a su padre.
—No… —dijo Camus con una sonrisa suave—. No debes arriesgarte… ni por mí. Ambos deben vivir.
Adrien tomó la mano de Antonella, impidiéndole moverse.
—Solo mamá y papá… pudieron detener una maldición como esta —le explicó Adrien, intentando contener las lágrimas. Sus palabras pesaban como piedra.
Antonella, desesperada, miró hacia Athena y otros guerreros, buscando ayuda.
—Princesa… no podemos hacer nada. Camus… ya tomó su decisión —le dijo Athena con una tristeza que le hacía inclinar la mirada.
—¡No! ¡Papá, no me dejes! —lloró Antonella, incapaz de contener la desesperación que la desgarraba.
—Perdón… —susurró Camus, con sus últimas fuerzas. Su mirada estaba llena de amor, de orgullo.
—Papá, por favor… —Adrien se acercó, las lágrimas deslizándose por su rostro, sin poder contenerlas.
—Son mi orgullo… —Con una última sonrisa, Camus acarició sus mejillas y cerró los ojos, dejándose ir, mientras sus hijos lo llamaban, sus gritos retumbando en el cielo, quebrantando la tierra misma con su dolor.
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La noche había caído en un silencio ominoso. La muerte de Camus dejaba un vacío en el cosmos, una herida profunda y gélida que helaba el aire. La tormenta cesó, y solo quedó la quietud, como si el mundo mismo hubiera contenido la respiración en reverencia a su sacrificio.
Adrien y Antonella se arrodillaron junto a su padre, todavía incapaces de aceptar que ya no respiraba. Los ojos de Adrien estaban fijos en el rostro sereno de Camus, como si aún esperara que abriera los ojos y les dedicara una última sonrisa. Sus manos temblaban al aferrarse a las de su padre, sin poder soltarlas. Los gritos desesperados de Antonella se habían convertido en sollozos desgarradores, y su pequeño cuerpo se sacudía con cada gemido de dolor. Sus lágrimas caían sobre el pecho de Camus, como si quisieran despertarlo.
Adrien finalmente se inclinó sobre el cuerpo de su padre, permitiendo que las lágrimas fluyeran libremente, sin poder contenerse más. Había pasado toda su vida intentando ser fuerte, demostrando que era digno de la confianza y del orgullo de su padre. Pero en ese instante, no era más que un niño desolado. La furia que sentía hacia Athena y los otros dioses ardía intensamente, pero era un fuego sin rumbo, una rabia impotente que no podía aliviar su dolor.
Antonella, a su lado, luchaba contra el vacío que crecía en su pecho, una sensación de desamparo que no podía comprender. Su padre siempre había sido su roca, su protector, y ahora se sentía sola, vulnerable y aterrada. No entendía por qué el destino le había arrebatado a alguien tan amado, y el dolor era tan profundo que sentía como si su corazón se desgarrara en mil pedazos.
Mientras permanecían ahí, abrazando a Camus en su último momento, los otros guerreros y guardianes del santuario se acercaron en silencio, formando un círculo de respeto y luto a su alrededor. Nadie pronunciaba una sola palabra; la solemnidad del momento hablaba por sí misma. Incluso Athena, quien mantenía su compostura, tenía una expresión de profundo pesar. A pesar de las disputas y la tensión que los había dividido, había admirado la valentía de Camus. Sabía que la pérdida era irreparable, pero también comprendía que sus hijos cargarían con una herida que marcaría sus vidas para siempre.
Finalmente, Milo, se adelantó, su rostro lleno de empatía y dolor. Se arrodilló junto a Adrien y Antonella, colocó una mano en el hombro de Adrien y otra en la espalda de Antonella, ofreciéndoles su apoyo silencioso.
—Lo siento… —murmuró, con la voz quebrada—. No hay palabras que puedan aliviar este dolor, pero sepan que su padre era un guerrero honorable y que su sacrificio será recordado por siempre.
Adrien levantó la mirada, aún con el rostro lleno de lágrimas, y asintió levemente. Aunque apreciaba las palabras de Milo, sentía que nada podía consolarlo en ese momento. Había perdido no solo a su padre, sino también a su mentor, a su guía, al hombre que le había enseñado el significado de la valentía y el sacrificio.
Antonella, por su parte, miró a su padrino con los ojos enrojecidos, pero sus labios temblorosos no podían articular palabra alguna. Solo podía aferrarse más al cuerpo de su padre, como si al hacerlo pudiera retener un pedazo de él, un fragmento de lo que había sido su vida junto a él.
Tras un rato en silencio, Adrien finalmente se levantó, con la determinación grabada en su expresión. Se volvió hacia Athena, quien observaba la escena con la mirada baja, respetuosa.
—Athena… —su voz era un susurro tenso, contenido—. Mi padre dio su vida por mantener la paz entre nuestros reinos, pero… yo no sé si puedo perdonarte. No ahora.
Athena asintió, sin ofenderse. Sabía que las palabras de Adrien no eran una amenaza, sino una verdad emocional que él necesitaba expresar.
—Lo entiendo, Adrien. Lamento profundamente la pérdida de Camus. Fue un guerrero extraordinario y su sacrificio será honrado. —Miró a ambos hermanos con pesar—. Pero deben saber que este sacrificio no debe ser en vano. Ambos tienen una fuerza que puede cambiar el curso de nuestro mundo. Usen esa fuerza sabiamente.
Adrien apartó la mirada, sin poder soportar más la conversación. Se inclinó hacia Antonella, quien seguía abrazada al cuerpo inerte de su padre, y le tocó el hombro con suavidad.
—Antonella, debemos irnos. Papá… él siempre estará con nosotros, pero tenemos que seguir adelante —le susurró, con la voz rota.
Antonella negó con la cabeza, sin querer soltarlo. Sentía que si lo dejaba ir, él realmente se habría ido para siempre. Pero el suave apretón de Adrien la ayudó a comprender que no estaban solos en su dolor, que su hermano estaba ahí para apoyarla. Lentamente, levantó la mirada y se aferró a la mano de Adrien, permitiendo que la guiara lejos del cuerpo de su padre.
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En las semanas siguientes, Adrien y Antonella enfrentaron el duelo cada uno a su manera. Adrien dedicó su tiempo a entrenar incansablemente, buscando en la disciplina una manera de honrar a su padre y de canalizar la ira y el dolor que aún sentía. Su cuerpo y mente se volvieron más fuertes, pero su corazón seguía cargado de tristeza. Cada vez que se quedaba solo, recordaba los últimos momentos de Camus, la última sonrisa, el orgullo en sus ojos. Y en esos instantes, la rabia volvía a arder en su interior, pero también el deseo de ser alguien digno del sacrificio que su padre había hecho.
Antonella, en cambio, pasó gran parte de su tiempo en los jardines del santuario, buscando la paz en la naturaleza. Se sentía más conectada que nunca con el cosmos, como si la presencia de su padre la rodeara en cada brisa, en cada susurro del viento. Sus sueños estaban plagados de imágenes de él, de momentos compartidos, y cada noche despertaba llorando, con el pecho oprimido por la ausencia. Sin embargo, a pesar del dolor, sentía que él le daba fuerza para seguir adelante.
Un día, mientras Antonella se encontraba en los jardines, se acercó Athena, la diosa había dedicado cada segundo que podia a ganarse el afecto de Antonella, sin saber que ella también así como Adrien ya sabía parte de lo ocurrido hace años. Sin decir una palabra, se sentó junto a ella, respetando su silencio. Tras un rato, Antonella rompió a hablar.
—Nunca pensé que perdería a alguien tan importante… tan pronto —dijo, mirando al horizonte—. Siempre creí que papá estaría ahí, protegiéndonos a Adrien y a mí. Pero ahora… siento que estamos solos en este mundo lleno de dioses y enemigos.
Athena la miró con ternura y comprensión.
—No estás sola, Antonella. La presencia de tu padre vive en ti y en Adrien. Ambos son el legado de su fuerza y sacrificio. Y aunque no pueda reemplazar a tu padre, siempre estaré a tu lado para ayudarte a enfrentar lo que venga.
Antonella asintió, y una suave sonrisa iluminó su rostro por primera vez en días. Las palabras de Athena le recordaban que, aunque la pérdida era grande, aún tenía una razón para seguir luchando, una razón para honrar la memoria de su padre.
Con el tiempo, Adrien y Antonella encontraron la fuerza para seguir adelante, aunque el dolor nunca desapareció. La muerte de Camus los había marcado para siempre, pero también los había unido en una promesa silenciosa: protegerían a su familia y lucharían por el futuro que su padre había sacrificado su vida para preservar. A medida que pasaban los días, esa promesa creció en sus corazones, convirtiéndose en la llama que guiaría sus pasos en un mundo que ahora parecía más oscuro, pero en el que brillaba el recuerdo de Camus como una luz imborrable, como el faro que los mantendría firmes ante cualquier tormenta.
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