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Capítulo 4.

**Templo de Acuario**

Antonella y Camus regresaron en silencio tras su conversación, pero la atmósfera no era tensa; al contrario, era un silencio cómodo, casi familiar, que dibujaba una sonrisa en el rostro de la menor. Cualquiera que los viera pensaría que no habían tenido una sería conversación hacía apenas unos minutos. Al llegar al undécimo templo, se encontraron con Athena esperándolos.

—Hola, madrastra. —Antonella alzó la mano en un saludo casual y se apresuró para ir a su habitación, sin mostrar señales de haberse visto afectada, pero Athena no iba a dejarlo pasar tan fácilmente.

—No, señorita, nada de “hola madrastra” —dijo la diosa con tono firme, cruzando los brazos y frunciendo el ceño—. ¿En qué estabas pensando? Nos preocupaste a todos.

Antonella suspiró con fastidio, rodando los ojos y encogiéndose de hombros, mientras Athena volteaba su atención hacia Camus.

—Y tú, Camus, sabes que no puedes sobreexigirte. ¿Acaso no sabes ponerle límites a tu hija?

Antonella rió, mostrando una expresión divertida.

—¿En serio vas a tomarte en serio el papel de "madrastra"? Porque no te va nada bien. —En su tono se notaba el sarcasmo. Antonella nunca se creyó la relación que fingían su padre y Athena; de hecho, le parecía absurdo. A veces desearía haber conocido a Athena en una época menos estricta, donde, según le contaron, era más despreocupada. Aunque, por otro lado, molestarla resultaba una distracción entretenida.

—Muy graciosa, princesa —replicó Athena, tratando de mantener la compostura y rodando los ojos con exasperación.

Camus, visiblemente agotado, intervino, con una mano descansando en el tabique de su nariz en señal de paciencia limitada.

—Saori, ya te he pedido incontables veces que no opines sobre la educación de mis hijos. Esa es mi responsabilidad, y si decido darles ciertas libertades, es mi problema, no tuyo. Te pido, por favor, que te limites a cuestiones que atañen al entrenamiento de alguno, nada más.

Camus miró a su hija con un gesto suave.

—Nena, ve a cambiarte de ropa y dile a tu hermano que venga a cenar, por favor.

—Voy, voy, voy —dijo Antonella, dándole un beso en la mejilla y lanzando a Athena una reverencia burlona, imitando el protocolo que le habían enseñado pero sin dejar de bromear. Luego se retiró a cambiarse y a buscar a su hermano.

Athena observó a Camus unos momentos y, cuando Antonella desapareció, respiró profundamente antes de hablar.

—Eso no estaba dentro del acuerdo que pactamos frente a mi padre.

Camus suspiró, cansado, pero la firmeza en su voz era inquebrantable.

—El acuerdo que hicimos es solo para mantener una tregua entre los reinos, nada más —sentenció con dureza—. Fingimos estar juntos ante los demás para retrasar la guerra y porque decidiste aliarte con ellos y acabar con tu hermana menor… con mi esposa.

Athena agachó la cabeza, su expresión llena de arrepentimiento.

—Te he pedido perdón miles de veces, Camus. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué necesitas para que esto cambie entre nosotros?

Camus la miró con frialdad, y cada palabra que dijo fue como una estocada helada.

—¿Quieres saber cuándo te perdonaré? El día en que enmiendes cada una de tus acciones. El día en que, en lugar de arrebatarme a mi esposa, te detengas y te arrepientas. El día en que despierte junto a ella y la vea criar a nuestros hijos como siempre debió haber sido. El día en que mi hijo mayor vuelva a mis brazos, y deje de ser discípulo de esa arpía. El día en que recuperemos a mis mejores amigos, a las mejores amigas de mi amada… cuando eso suceda, te perdonaré. Hasta entonces, Saori, no lo haré.

Athena quedó petrificada, incapaz de responder. La amargura en las palabras de Camus caló profundo. Pero en ese momento, ambos sintieron los pasos de Adrien y Antonella acercándose, y él decidió cambiar de tema de inmediato.

—¿Vas a cenar con nosotros? —preguntó, su tono cortante aunque intentando sonar neutral.

Athena fingió una sonrisa que ocultaba perfectamente la tensión para no preocupar a los jóvenes.

—Como siempre, ¿no? —respondió con un tono ligero.

Mientras los cuatro se acomodaban en la mesa, Athena intentó proponer algo para aliviar el ambiente.

—¿Qué les parece si después de cenar vemos una película juntos? —sugirió con amabilidad.

Adrien frunció el ceño y contestó en tono arisco.

—Yo voy a estudiar. No puedo.

—¿No puedes ver una película con nosotros y luego estudiar? —insistió Athena, con la esperanza de acercarse a él—. Yo te ayudo.

Adrien la miró con una frialdad desconcertante.

—No —replicó de forma cortante, haciendo una mueca.

Camus intervino, intentando evitar que la situación se desbordara.

—Hijo, sé que sigues molesto conmigo, pero necesitamos hablar de esto.

—No quiero hablar —respondió Adrien, centrando su atención en el plato, pero su mandíbula estaba visiblemente tensa.

Camus suspiró, esforzándose por no perder la calma.

—Adrien, creo que lo que ocurrió merece una charla. Por favor, hablemos…

Adrien, sin levantar la vista, interrumpió, su voz endurecida por el resentimiento.

—No tiene justificación lo que hiciste, papá.

—Adrien… —intentó explicar Camus.

Pero su hijo lo interrumpió de nuevo, alzando la voz.

—¡No quiero hablar contigo!

La tensión creció en el ambiente, y Athena intervino, alzando la voz.

—¡Adrien, no le faltes el respeto a tu padre!

Adrien giró hacia ella, los ojos entrecerrados.

—Saori, por favor… —intentó decir, su voz disminuyendo un poco por respeto.

Pero Athena alzó la voz de nuevo, firme.

—¡No, por favor nada! Te pido que te vayas a tu habitación hasta que te calmes.

Adrien no retrocedió. Al contrario, su mirada se endureció.

—Si tengo que ir a mi habitación, solo mi papá puede pedírmelo.

—Tu papá y yo estamos de acuerdo en esto. Así que te pido, por favor, que te retires.

Un largo silencio se formó entre los cuatro. Finalmente, Camus suspiró, resignado.

—Hijo, anda a tu habitación unos minutos, por favor.

Adrien rodó los ojos, levantándose y caminando hacia su habitación. Antonella, que observaba en silencio, miró a su padre, quien le pidió en voz baja:

—Nena, déjanos solos un momento, ¿sí?

Ella asintió y se retiró detrás de su hermano. Apenas se fueron, Camus miró a Athena, con cansancio y exasperación en su expresión.

—Te he dicho ya que no me gusta que le hables así a mis hijos.

—Camus, no me agrada hablarle así a Adrien. Es un buen chico, pero creo que cuando cometen errores, no está bien justificarlos.

—No estoy justificando nada.

—Te faltó el respeto —señaló Athena en un susurro.

—Y en cierto modo, tiene razón. Hice algo que no debí.

Athena suspiró, frustrada.

—Mira, a mí tampoco me gusta esta situación, pero creo que necesitan límites. Cuando tú ya no estés, soy yo quien tendrá la custodia de ellos. Y alguien tiene que poner orden.

Camus cerró los ojos un instante. Sentía el tiempo escapársele y el peso de los secretos que cargaba. Sin decir más, sacó de su ropa un collar, mirándolo con nostalgia y resignación. Sabía que ya era hora de contar ciertas verdades a sus hijos.

Camus observó el collar con una mirada profunda y nostálgica, sus dedos acariciando suavemente el delicado colgante que pendía de la cadena. Aquel objeto no era solo una joya; era un recuerdo de su pasado, de los lazos rotos y del amor perdido que aún cargaba en el alma. Sabía que ya no podía seguir aplazando lo inevitable. Sus hijos merecían conocer la verdad, y, aunque temía las consecuencias, también sabía que el tiempo era un lujo que se le estaba agotando.

En un suspiro profundo, reunió sus pensamientos antes de dirigirse a la sala donde Adrien y Antonella habían ido a refugiarse. Caminó lentamente, cada paso pesado por las palabras que tendría que pronunciar y la carga que llevaba en el pecho. No era fácil enfrentarse a esa realidad, y menos cuando se trataba de los dos seres que más amaba en el mundo.

Al llegar a la sala, encontró a Adrien sentado en un sillón, con una expresión de enojo que intentaba disimular. Antonella, sentada cerca de su hermano, lo miraba con preocupación. Ambos levantaron la vista cuando su padre entró en la habitación. Adrien mantuvo la mirada desafiante, mientras Antonella, aunque confundida, parecía percibir la seriedad en el semblante de su padre.

Camus se detuvo un momento antes de hablar. Era extraño, pero de alguna forma, en esos instantes de silencio, sintió el peso de las miradas de todos aquellos que habían compartido su vida, de aquellos que había perdido y de aquellos que aún lo rodeaban. Su voz se rompió en un susurro casi inaudible, y el aire se volvió denso.

—Hijos, hay algo importante que necesito contarles. Algo que he guardado por mucho tiempo y que, sinceramente, no quería que supieran tan pronto.

Adrien frunció el ceño, y su actitud desafiante se desvaneció un poco al percibir la seriedad de su padre.

—¿De qué estás hablando, papá? —preguntó Adrien, su tono aún conteniendo algo de enojo, pero con una pizca de curiosidad y desconfianza.

Antonella, con su habitual intuición, percibió que su padre estaba a punto de abrirse como nunca antes lo había hecho. Su pequeño rostro reflejaba la mezcla de confusión y preocupación. Camus suspiró y miró el collar nuevamente, antes de tomar asiento frente a ellos, colocándolo sobre la mesa entre ellos.

—Este collar… fue de su madre, de mi amada. Es uno de los pocos recuerdos físicos que me quedan de ella. Y cada vez que lo veo, siento que un pedazo de ella sigue aquí, con nosotros.

Los ojos de Adrien se suavizaron ligeramente, pero aún había escepticismo en su mirada. Él había escuchado historias sobre su madre, pero nunca había sentido que sabía toda la verdad, pero a comparación de su hermana menor si tenía recuerdos con ella. Camus tomó aire antes de continuar, como si estuviera luchando contra un muro de emociones.

—Hay tanto que no han escuchado sobre su madre, y más aún, sobre lo que sucedió realmente. —Sus palabras salían lentas, cada una de ellas pesando con el dolor de los recuerdos que revivía—. La razón por la que no está con nosotros… es porque alguien a quien alguna vez consideramos una aliada, su hermana… Athena… ella fue quien…

Adrien y Antonella quedaron petrificados. Aunque sabían que Athena había tenido conflictos con su familia, nunca imaginaron que fuera tan profundo. Antonella miró a su padre con una mezcla de incredulidad y horror.

—¿Athena? —murmuró, con una voz temblorosa.

Camus asintió, sin poder sostener la mirada de su hija. Su voz se quebró al recordar aquellos tiempos oscuros, aquellos días en los que todo su mundo se había derrumbado.

—Athena tomó decisiones equivocadas, y esas decisiones llevaron a la muerte de su madre. Lo que sucedió fue una traición que aún hoy resulta difícil de comprender… o de perdonar.

Adrien apretó los puños, luchando por controlar el remolino de emociones que se agitaba en su interior. El enojo que había sentido hacia su padre parecía ahora minúsculo comparado con la furia que comenzaba a acumularse en su corazón. Los ojos de Antonella, en cambio, se llenaron de lágrimas. No podía entender cómo alguien que había llegado a ser parte de sus vidas, alguien que cenaba con ellos, podía ser la misma persona que le había arrebatado a su madre.

—¿Por qué…? ¿Por qué, papá? —preguntó Antonella, apenas pudiendo contener el llanto—. ¿Por qué la dejas entrar a nuestra casa?

Camus se inclinó hacia ella y le tomó las manos con ternura, mirando a su pequeña con los ojos cargados de dolor y cansancio.

—Es complicado, hija. Muy complicado. Hay acuerdos, tratados… pactos que mantienen la paz entre los reinos. Si no colaboramos con ella, si no fingimos cierta armonía, todo podría venirse abajo. La guerra que se desencadenaría… sería devastadora. Estamos aquí, atrapados en un juego de apariencias para evitar algo peor.

Adrien se levantó bruscamente, alejándose de la mesa y apretando los dientes.

—¿Y tenemos que soportarlo todo por una paz fingida? ¿Soportar que esté aquí, fingiendo que se preocupa por nosotros?

Camus respiró profundamente. Entendía el enojo de Adrien; en cierto modo, él mismo lo compartía. Pero sabía que no podían dejarse llevar por sus emociones. Tenían responsabilidades, y cada decisión que tomaban tenía un impacto en muchos más.

—Adrien, créeme, si tuviera otra opción, la tomaría. Pero hasta que no encontremos una manera de revertir lo que sucedió, debemos mantener esta farsa. Por eso, les pido que se mantengan fuertes, que finjan no saber nada. Que me acompañen en esto… hasta el final...

La última frase, llena de un tono ominoso, resonó en la mente de ambos hermanos. Adrien apretó los labios, asimilando el dolor en las palabras de su padre. Sabía que había más que su padre no les decía, que había secretos oscuros que él estaba decidido a mantener. Pero, por primera vez, comprendió el peso que cargaba sobre sus hombros.

Antonella miró a su padre y, tomando su mano, preguntó con voz suave, aunque temblorosa.

—Papá… ¿qué quieres decir con "hasta el final"? ¿Estás bien?

Camus sintió cómo su corazón se encogía al ver la preocupación en los ojos de su hija. Sabía que el momento de decir la verdad completa estaba cerca, pero también sabía que aún no estaban listos para conocerlo todo.

—No te preocupes, pequeña —dijo, acariciando su mejilla con ternura—. Solo quiero que sepan que, pase lo que pase, siempre estaré con ustedes, de alguna manera. Y que no están solos.

Adrien y Antonella compartieron una mirada, ambos comprendiendo, en silencio, que había una tristeza en su padre que ellos no podían curar. Sin embargo, esa noche, la tensión y la incomodidad parecían haberse aligerado un poco, reemplazadas por un sentimiento de unidad. No sabían lo que el futuro les deparaba, pero al menos ahora comprendían mejor el peso que su padre cargaba.

El silencio volvió a instalarse, pero esta vez no era uno de incomodidad o resentimiento, sino uno que mostraba que sus corazones estaban, de alguna manera, un poco más cerca.

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