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Capítulo 3.

Antonella y Milo corrían por la escalinata del santuario, sus risas y jadeos llenaban el aire mientras dejaban atrás los templos y evitaban las miradas curiosas de los guardias y habitantes. Aunque para todos era una escena común ver al octavo guardián del santuario huir con su ahijada, ambos sabían que la situación era diferente esa vez.

—An, no soy de goma, y ya no estoy en mis mejores tiempos… —rió Milo, deteniéndose para recuperar el aliento.

—Lo sé, tío, pero teníamos que correr. —Antonella también jadeaba, pero sonreía con picardía, segura de que habían escapado de su padre—. Creo que... hemos logrado esquivar a mi papá.

Una sombra se alzó detrás de ella.

—Me temo que estás equivocada, nena —la voz firme de Camus la sobresaltó. La niña intentó correr otra vez, pero su padre la atrapó, tomándola en brazos con suavidad, aunque firmeza—. ¿Qué creías que estabas haciendo?

Antonella miró al suelo, encogiendo los hombros, como si de esa manera su “gran delito” fuese menos severo.

—Tal vez... estaba intentando averiguar algo sobre mamá... —susurró.

Camus suspiró, ya casi resignado a las constantes travesuras de su hija.

—Milo, Cristal te está buscando —dijo, dirigiendo una mirada significativa a su viejo amigo, que entendió la indirecta.

—Ya entendí, cubo. —Milo sonrió y desordenó el cabello de su ahijada en señal de despedida—. Cuídate, chiquita.

Camus esperó a que Milo se alejara antes de volver su atención a Antonella, quien lo miraba con los brazos cruzados y una expresión desafiante, dejando en claro que estaba lejos de rendirse.

—Ni lo intentes, papá —advirtió—. Siempre te desvías del tema cuando se trata de mamá.

Sin previo aviso, Antonella salió corriendo en dirección al poblado de Rodorio. Sin embargo, Camus sabía que su hija estaba exhausta y que no llegaría muy lejos. Al alcanzar un claro en el bosque, Antonella se detuvo al encontrarse con Ethan, su medio hermano mayor, que la esperaba con una expresión seria.

—Ethan, no estoy de humor para esto —le advirtió, sin aliento.

—Oh, claro, la princesita no está de humor. ¿Debería importarme eso? —Ethan sonrió con suficiencia, consciente de que ella estaba agotada, lo cual le daba una ventaja.

—No deberías estar aquí. Déjame en paz —replicó Antonella, buscando una salida.

—¿Quién lo dice? —avanzó con seguridad, acorralándola. Al retroceder, Antonella tropezó con una roca y cayó al suelo.

—Ahora te tengo justo donde quería —Ethan levantó una mano, preparando un hechizo para adormecerla sin hacerle daño. Pero antes de que pudiera continuar, una voz interrumpió.

—¡Ethan, basta! —Camus llegó al lugar, poniéndose entre su hija y su primogénito. En ese momento, Eris apareció entre las sombras del bosque, con una sonrisa que destilaba satisfacción.

—Camus —pronunció su nombre con una voz fría, en la que se percibía tanto desprecio como deleite—. Miren nada más… El príncipe de los mares… o ¿era de los hielos?

Antonella se aferró a su padre, nerviosa por la presencia de la diosa. Camus le dirigió una mirada feroz a Eris, mientras Athena y sus caballeros aparecían, interponiéndose entre Eris y el santuario.

—Fuera de nuestros dominios, Eris —ordenó Athena, sosteniendo su báculo con autoridad.

Eris soltó una carcajada amarga.

—¿Tus dominios? Esas tierras hace mucho que no te pertenecen, Athena.

—Desde el día en que mi hermana cayó, estos lugares volvieron a ser míos —replicó Athena, mostrando una mezcla de resentimiento y determinación—. Que mi padre te haya perdonado no significa que nosotros lo hagamos.

Eris la observó con una sonrisa maliciosa, sus ojos destilaban odio mientras los fijaba en Antonella, quien retrocedió, temblando.

—Ah, claro… La nena no lo sabe. No tiene idea de que tú… —Eris estaba a punto de revelar algo cuando Athena presionó el báculo en su garganta, obligándola a callar.

—No eres bienvenida aquí —sentenció Athena con desprecio—. Lárgate ahora mismo, tú y tu discípulo.

Eris simplemente se encogió de hombros, sin dejar de sonreír.

—El chico es el hijo de tu… ¿Cuñado? ¿Novio? —murmuró, mirando con desdén a Athena y luego a Camus—. Ethan es el próximo sucesor en más de un reino. ¿No es cierto, Camus?

—Un desertor no está preparado para heredar ningún trono, ni aquí, ni en el inframundo —declaró Adrien, fulminando a Ethan con una mirada de decepción.

—Llévatelo, Eris. Él tomó su decisión y sabe a qué bando pertenece —concluyó Camus con frialdad, apartando la mirada de su hijo para cargar a Antonella en sus brazos.

Eris lanzó una última mirada a Antonella, llena de odio y promesa de venganza.

—Oh, Camus… Esto apenas comienza.

Con un toque en el hombro de Ethan, Eris se desvaneció en la penumbra, llevándose a su discípulo. Athena y los demás retrocedieron, comprendiendo que Camus necesitaba estar a solas con su hija después de lo ocurrido.

Camus llevó a Antonella a un lugar especial, una cala escondida en la que podían ver el mar. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras. Camus dejó a Antonella sentada en una roca y se arrodilló frente a ella, mirándola con severidad.

—Antonella, ¿en qué estabas pensando? —le preguntó, su tono tan severo que la niña bajó la mirada—. Pudiste haber sido secuestrada… Incluso podrías haber muerto hoy.

—Pero… yo no quería… —Antonella intentó explicarse, pero Camus la interrumpió.

—Te amo, hija, y por eso debo decirte esto… No quiero perderte. —La voz de Camus se suavizó al ver los ojos tristes de su hija.

—Lo sé, papá. —Antonella evitó su mirada, jugueteando con las manos.

Camus se acercó y la envolvió en un abrazo cálido.

—Si algo te pasara… no sé qué haría —susurró—. Algún día tendré que partir, y necesito que tú y tus hermanos tomen mi lugar. Que tomes el lugar de Athena, como te corresponde.

Antonella apretó los labios.

—¿Y si no quiero ser líder? No es divertido —murmuró, sin ocultar el miedo en su voz.

Camus la miró con comprensión y acarició su cabello.

—Es como decir que no quieres ser guerrera. Lo llevas en la sangre… igual que yo, igual que tu madre. —La empujó suavemente para que cayera en la suave arena y ambos rieron.

—Papá, no digas que te irás… faltan milenios para eso —susurró, con la voz temblorosa.

Camus la abrazó, apoyando su frente contra la de ella.

—Siempre estaré contigo, Antonella. Así como tu madre te cuida, yo también lo haré cuando ya no esté. Pero mientras tanto, cuando necesites respuestas, puedes venir aquí. Aquí fue donde tu madre y yo… aceptamos nuestros sentimientos por primera vez.

Antonella sintió un nudo en la garganta y miró a su padre con un brillo especial en los ojos.

—Papá, ¿aún queda mucho por aprender?

Camus sonrió, acariciando su mejilla.

—Sí, mi niña… pero no tengas miedo. La fuerza siempre la encontrarás en nuestra unión.

El viento fresco de la noche comenzaba a envolver el lugar, y Antonella sintió un profundo confort en los brazos de su padre, aunque la duda todavía rondaba en su mente, esa pequeña chispa de incertidumbre que Eris había sembrado. Sin embargo, el vínculo con Camus era más fuerte; lo miró con gratitud mientras él le devolvía una mirada llena de ternura y orgullo.

Camus la observó en silencio por un momento, sosteniendo la delicada serenidad de esa noche. Sabía que no podía protegerla de todas las verdades, que con el tiempo ella misma tendría que descubrir su destino y enfrentar las sombras de sus propios temores y herencias. Pero al menos, en este instante, él podía ser su refugio. Podía brindarle la seguridad que, como padre, anhelaba darle siempre.

—Papá... —murmuró An, rompiendo el silencio—, ¿crees que algún día podré hacer todo eso? ¿Ser esa líder que quieres que sea?

Camus le acarició la mejilla y esbozó una sonrisa suave, llena de comprensión.

—No lo creo, pequeña... Estoy seguro. —Dejó que esas palabras flotaran, esperando que calmaran las inquietudes de su hija—. Has demostrado ser más fuerte de lo que tú misma te das cuenta. Eres valiente, como tu madre, y con el tiempo descubrirás el inmenso poder que llevas dentro.

Antonella sonrió tímidamente y, sin embargo, la mención de su madre despertaba en ella una mezcla de curiosidad y nostalgia. No conocía a su madre en persona, pero cada historia que le contaban era un puente hacia alguien que sentía cercano en el corazón.

—Cuéntame más de mamá... —pidió, con ojos brillantes y llenos de ilusión—. ¿Cómo era ella, papá?

Camus suspiró, aunque una pequeña sonrisa apareció en sus labios. La imagen de Hyoga en su mente le traía consuelo y alegría, pero también la pérdida que siempre dolía. Aun así, no dudaba en hablarle de ella a Antonella. Ella merecía saber.

—Tu madre era... como una estrella en la noche. —Sus palabras eran pausadas, como si cada recuerdo fuera una pieza de algo sagrado—. Era alguien que, a pesar de los desafíos, siempre encontraba la manera de iluminar el camino de quienes la rodeaban. Era fuerte y decidida, y tenía una capacidad para entender a los demás que me asombraba. —La miró a los ojos, tratando de transmitirle ese amor a través de las palabras—. Y fue esa misma fuerza lo que la llevó a luchar, a darlo todo, por nuestra familia... y por ti.

Antonella permaneció en silencio, absorbiendo cada palabra como si fueran gotas de un pasado que quería descubrir y entender. La presencia de Hyoga, aunque ausente físicamente, parecía rodearlas en esa noche estrellada. Sin quererlo, una lágrima resbaló por la mejilla de An, que rápidamente se limpió, tratando de disimular su emoción.

Camus, notando el gesto, le dedicó una suave sonrisa y volvió a abrazarla. Él sabía que las respuestas y las verdades no siempre eran sencillas, pero confiaba en que Antonella tendría la valentía de enfrentarlas, sin importar cuán difíciles fueran.

—Recuerda esto, Antonella —le dijo en voz baja, como si le confiara un secreto—. Tu madre vive en cada paso que das. No tienes que apresurarte, ni sentir que debes ser perfecta. Solo vive y confía en ti misma. Porque, aunque no lo sepas aún, eres la pieza clave para el destino de todos nosotros.

La pequeña lo miró, y en sus ojos, Camus vio el reflejo de una llama que nunca se apagaría, la determinación y la esperanza que había heredado de su madre y de él. Se prometió, en ese momento, acompañarla hasta el final, ser su guía y su apoyo en cada paso del camino, hasta el día en que ella estuviera lista para caminar sola.

La noche avanzaba y el mar, bajo el manto de estrellas, parecía susurrarles canciones antiguas. Sin embargo, ni Camus ni Antonella lo notaron; en ese instante solo importaban ellos, y el lazo eterno que los unía más allá de los secretos, las batallas y el destino.

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