Capítulo 2.
Antonella, a sus seis años, era ya una niña astuta y vivaz, una pequeña llena de energía y determinación que iluminaba los templos a su paso. No era de sorprender que, al verla cruzar con su característico cabello multicolor y su paso decidido, los caballeros y amazonas que custodiaban los caminos se detuvieran para observarla. Para ellos, Antonella no era solo la hija menor de Camus y Hyoga, sino también una joven con un destino excepcional, algo que todos intuían por su porte y carácter.
Fue entonces, en una de sus paradas mientras saludaba a uno de los guardias, que notó dos figuras en lo alto de unas gradas. Julián Solo, el dios de los mares y, aunque ella no lo sabía, su abuelo paterno, conversaba con Athena, la diosa de la guerra y sabiduría. Ambos parecían tan absortos en su charla que no notaron a la niña hasta que se encontró frente a ellos, mirándolos con curiosidad. Julián, al verla, sintió una punzada de alegría mezclada con dolor. Sabía que tenía prohibido revelarle su verdadera identidad a Antonella, una condición que Camus había impuesto con firmeza, pero el cariño que sentía por ella siempre lograba traspasar esa barrera.
Athena, por su parte, frunció el ceño al verla sola. Por un instante, la diosa pensó en llamarle la atención, pero al fijarse mejor, observó una sombra que se movía con discreción a la distancia. Alguien estaba vigilando a la pequeña sin que ella se diera cuenta, probablemente un guardián bajo las órdenes de Camus o Hyoga. Esto la tranquilizó, aunque no disipó del todo la inquietud que sentía.
—¡Tío Jul! —exclamó Antonella con una sonrisa, lanzándose a los brazos del dios de los mares, quien, sin dudar, la sostuvo con ternura. Julián la cargó unos segundos, y aunque deseaba estrecharla con más fuerza y decirle cuánto la quería, se contuvo, sabiendo que tenía que ser cuidadoso.
—Pequeña princesa —dijo con cariño, acariciándole la cabeza—, ¿qué haces sola por aquí? ¿No deberías estar con tu padre?
Antonella soltó una risita, encogiéndose de hombros, sin perder su radiante sonrisa. Era muy consciente de las estrictas reglas que su padre le imponía, pero le gustaba desafiar esos límites de vez en cuando, solo para sentirse libre.
—Papá está en casa —respondió con naturalidad, y su tono, aunque alegre, parecía cortante al dirigirse hacia Athena, quien no pudo evitar sentir cierta incomodidad.
La diosa decidió intervenir, intentando mostrarse maternal, aunque el vínculo entre ambas era tenso y complejo.
—¿Has escapado de tus entrenamientos nuevamente, pequeña? —preguntó con un tono que intentaba ser suave, aunque había una leve tensión en sus palabras.
Antonella negó enérgicamente, inflando las mejillas en señal de inocencia.
—¡Ñop! Prometí no escaparme, y siempre cumplo mis promesas —dijo con una sonrisa orgullosa. Julián y Athena intercambiaron una mirada, sorprendidos por el comentario, pues esas palabras recordaron a ambos al antiguo Camus, aquel niño prometedor que siempre cumplía lo que decía antes de que la tragedia marcara su vida.
Mientras Athena dirigía la mirada hacia el cielo con una expresión nostálgica, recordando a su hermana fallecida, Antonella aprovechó el momento para explicar que estaba en camino hacia el octavo templo. Quería visitar a su padrino Milo, un hombre al que adoraba profundamente y con quien compartía un vínculo único.
Athena, sin embargo, no podía evitar preocuparse y, al recordar el pedido de Camus, trató de detener a la niña, colocando su mano suavemente sobre su muñeca.
—No creo que a tu padre le guste que vayas sola al templo —le dijo con voz dulce, aunque Antonella hizo un pequeño puchero, claramente molesta por la interrupción.
—Puedo cuidarme sola —replicó, mostrando una madurez y determinación que parecían inusuales para alguien de su edad.
Justo en ese momento, como si hubiese sido invocado por el deseo de su hija, apareció Camus, materializándose en una fracción de segundo con su velocidad característica. Su mirada, severa y protectora, se posó en Athena, mientras su mano se dirigía a la muñeca de su hija para asegurarse de que no le hubieran hecho daño.
—Espero que haya sido solo un malentendido, Saori —dijo con un tono grave, su voz resonando en el aire con una autoridad indiscutible—. Nadie tiene derecho a imponerle órdenes a mi hija.
Athena retrocedió un paso, negando con la cabeza.
—Solo intentaba cuidar de ella, Camus —respondió, tratando de mostrarse conciliadora—. No quiero que algo malo le ocurra.
Sin embargo, apenas terminó de hablar, el rostro de Antonella se transformó, y la pequeña miró a Athena con una mezcla de enojo y determinación.
—¡Nadie ocupará el lugar de mi mamá! —exclamó abrazándose con fuerza a su padre, como si con ese gesto reafirmara su lealtad hacia la memoria de su madre.
Camus, sin responder, se inclinó hacia Antonella, permitiéndole subir a su espalda mientras la sujetaba con seguridad. Miró a Athena y Julián por última vez, despidiéndose con una frialdad contenida.
—Nos vamos —dijo sin más, desapareciendo a la velocidad de la luz, dejando a los dioses en un silencio denso, cargado de emociones no dichas.
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Días después, en el templo de Acuario, Antonella estaba junto a su prima Luna, hija de Milo y Cristal. Ambas niñas estaban escuchando, aunque no con demasiado entusiasmo, a Adrien, quien relataba con entusiasmo su última misión en el templo de Poseidón, donde había participado en un intercambio de información y equipo. Antonella, frustrada porque no le habían permitido acompañar, intentaba disimular su desinterés, aunque era evidente en su tono.
—Suena divertido —dijo con un tono monótono—, pero el día en que te envíen en una misión de verdad, hablaré de eso cuanto quieras.
Adrien, molesto por el comentario, se dejó caer en la cama de Antonella, rodando los ojos.
—Al menos yo puedo ir a misiones —respondió con cierto aire de superioridad—. No es mi culpa que papá te sobreproteja tanto. Dice que es porque te pareces demasiado a mamá.
Antonella sintió un leve pinchazo en el corazón al escuchar esas palabras, aunque ya se había resignado a la realidad de su situación.
—Es verdad —suspiró, encogiéndose de hombros—. Papá nunca me dejará ir a ninguna misión importante. Ni siquiera me deja participar en los entrenamientos normales.
—¿Por qué no logras convencerlo? —preguntó Luna, tratando de animarla—. Si papá me dejara ir, seguro te acompañaría.
Antonella sonrió, agradeciendo la intención de su prima, aunque sabía que ni siquiera Milo podría intervenir en esa decisión.
—No importa. —Se encogió de hombros con indiferencia fingida—. Al menos soy buena en lo que hago. Hasta ustedes dos tienen problemas para vencerme.
Luna y Adrien intercambiaron una mirada, riendo ante la actitud orgullosa de Antonella, aunque sabían que en parte era cierto. La pequeña era excepcionalmente fuerte para su edad y entrenaba con algunos de los guerreros más poderosos, lo cual le daba una ventaja que pocos podían igualar.
En ese momento, apareció Milo, entrando al cuarto con su característico aire despreocupado. Al verlo, los ojos de Antonella se iluminaron y corrió a abrazarlo, mientras él la tomaba en sus brazos y le daba una pequeña vuelta.
—¡Padrino! Al fin te encuentras —exclamó la niña, su alegría era evidente—. Te he estado esperando para jugar.
Milo sonrió, acariciándole la cabeza.
—¿Jugar? ¿No fue suficiente con las bombas de colores la última vez? —bromeó, haciendo que Adrien y Luna rieran al recordar la travesura.
Pero antes de que Antonella pudiera contestar, Camus apareció, levantándola con suavidad y dirigiendo una mirada reprobatoria a Milo.
—Ya basta de travesuras, pequeña —le dijo a su hija, mientras ella se quejaba, inflando sus mejillas y haciendo un puchero adorable—. Milo, deberías ser el adulto aquí.
Antonella rodó los ojos, resignada, aunque en su interior ya tramaba nuevas travesuras para el futuro.
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