Londres, 1814. Terrenos de Oakwood Manor.

El viento azotaba el rostro de Amelia Rochester mientras galopaba a toda velocidad sobre su caballo, cual heroína de novela romática, dejando atrás la imponente silueta de Oakwood Manor, lejos de las miradas inquisidoras y las preguntas incómodas. 

El alba apenas despuntando en el horizonte, el, cielo encapotado y gris, parecía reflejar el caos que reinaba en su interior como un mal presagio. Cada respiración era un recordatorio silencioso de la locura que había cometido, de las consecuencias que tendría que enfrentar, pues se hallaba atrapada en un laberinto de enredos y secretos que ella solita había ido tejiendo.

Su corazón, un manojo de nervios, latía con fuerza contra su pecho mientras contemplaba la única salida que su mente, nublada por la desesperación, había logrado concebir: la huida.

Amelia sabía que su huida no era una solución, sino un mero aplazamiento del inevitable enfrentamiento con la realidad.  Sabía que tarde o temprano tendría que volver y dar la cara. Sus malas decisiones, cual fantasmas del pasado, la perseguirían hasta los confines de la tierra. 

En ese instante, mientras el viento jugaba con sus cabellos y el paisaje se difuminaba a su alrededor, Amelia se sentía extrañamente libre. Era una fugitiva, una rebelde, una mujer que desafiaba las convenciones sociales y las expectativas familiares. La idea de escapar de todo y todos, aunque fuera por breve tiempo, era irresistible.

Pero, por ahora, solo importaba el presente, la sensación de libertad y el viento en su rostro. El futuro, junto con la realidad y las consecuencias de sus actos, podía esperar.