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Capítulo 8


Unos días después, en la elegante casa de los Rochester, la atmósfera era una mezcla embriagadora de emoción y tensión. Sophia, resplandeciente como un rayo de sol primaveral, se encontraba en un extremo del salón principal, envuelta en un mar de sedas y encajes. La modista, con sus manos expertas, daba los últimos toques al vestido de novia, una obra maestra de elegancia y sencillez que realzaría la belleza natural de la joven. Su boda con Arthur, ahora heredero del marquesado de Darlington tras la trágica muerte de su hermano mayor en un duelo ilegal hacía ya casi dos años, prometía ser el evento social de la temporada.

Amelia, sentada en un sillón con un libro entre las manos, observaba a su hermana menor con una sonrisa tierna. A pesar del retraso y las circunstancias difíciles, Sophia había encontrado a un joven amable y caballeroso que la adoraba. Un suspiro suave escapó de sus labios, aliviada de que su hermana hubiera encontrado la felicidad.

Catalina, sin embargo, permanecía apartada en otro rincón del salón, cual tormenta en ciernes, con los brazos cruzados y una expresión de desagrado en su rostro, manteniéndose al margen de la alegría general. La intervención de Amelia en el baile aún ardía en su memoria como una brasa incandescente y se negaba a dirigirle la palabra a su hermana.

"¿No podrías dejar de lado tu rencor, por lo menos hoy? " pensó Amelia, observando a su hermana menor con una mezcla de tristeza y frustración. Sabía que Catalina era testaruda y orgullosa, pero esperaba que el amor por Sophia pudiera ablandar su corazón, aunque fuera por unas horas.

Lady Rochester, consciente del conflicto latente entre sus hijas, percibió el malestar general y decidió tomar cartas en el asunto. Se acercó a Catalina con una sonrisa suave y una mano posada en su hombro.

—Hija mía —comenzó con dulzura—, comprendo tu enfado, pero Amelia solo actuaba con las mejores intenciones. Ella se preocupa por ti y por Julia.

Catalina resopló con fuerza, apartándose de su madre como si su toque la quemara.

—No necesitamos que nos protejan como si fuéramos unas niñas indefensas —replicó con gran amargura —. Los Fairfax son caballeros encantadores y jamás nos harían daño alguno.

Lady Rochester suspiró, sabiendo que no sería fácil convencer a su hija.

—Los Fairfax tienen una reputación, querida —explicó con la paciencia de una santa—. Son conocidos por su comportamiento frívolo y su falta de compromiso. No quiero que ninguna de mis hijas sufra por un corazón roto.

Catalina puso los ojos en blanco, un gesto que habría hecho palidecer de envidia a la mismísima reina del drama. Lady Rochester, sin embargo, no se dejó amilanar.

—Sophia está radiante de felicidad —dijo con una sonrisa, señalando a su hija mediana—. ¿De verdad quieres arruinar todo esto con tus resentimientos?

Catalina miró a Sophia, que reía con la modista mientras esta ajustaba la tela del vestido a su cuerpo. Amelia, desde su asiento, notó la controversia en su expresión.

Amelia, desde su asiento, notó la lucha interna reflejada en el rostro de Catalina. Un instante pareció que la joven iba a estallar, pero finalmente cedió, aunque su tono seguía siendo más frío que un té servido con retraso en un día de invierno.

—Está bien, —dijo Catalina, con un suspiro resignado—. Hablaré con Amelia, pero no prometo perdonarla.

Lady Rochester sonrió aliviada.

—Eso es todo lo que te pido, querida —dijo, besando la frente de su hija con cariño.

Mientras tanto, Sophia, ajena a la tensión entre sus hermanas, seguía ocupada, dudando de si la tela escogida era la adecuada o debía de cambiarla. La seda blanca se deslizaba sobre su piel como una caricia y Amelia estaba segura de que, una vez terminado, los detalles realzarían su belleza natural.

—Serás la novia más hermosa que Londres haya visto jamás, Sophia —dijo Amelia, acercándose a su hermana con una sonrisa.

Sophia sonrió radiante.

—Gracias, Amelia —respondió, abrazando a su hermana con cariño—. Soy tan feliz.

Amelia correspondió al abrazo, sintiendo una punzada de culpa por haber causado tanto revuelo. Pero sabía que había actuado por el bien de su hermana, y eso era lo único que importaba.

Lady Rochester, conmovida por la escena, se acercó a sus hijas y se unió al cálido abrazo.

—Mis queridas niñas —dijo con voz temblorosa—, estoy tan feliz... Sophia, serás una novia radiante, y Amelia, sé que siempre estarás ahí para apoyar a tu hermana."

Amelia asintió, apretando la mano de Sophia con una sonrisa.

—Siempre —confirmó. Aunque en su interior, un sentimiento de melancolía la embargaba.

El comentario de su madre, aunque no había sido con mala intención, le había dolido. Finalmente, la joven, manteniendo la compostura, se alejó de las mujeres. 

—Madre, Sophia, tengo un ligero dolor de cabeza. Creo que me retiraré a mi habitación —se excusó.

—Oh, Amelia, querida —dijo su madre con preocupación—, ¿ocurre algo?

—Nada malo, madre. Solo estoy algo fatigada —respondió Amelia, saliendo del salón familiar, para luego subir corriendo las escaleras hasta su cuarto.

Al cerrar la puerta de su habitación tras de sí, Amelia se dejó caer en el diván junto a la ventana, el libro olvidado en su regazo. La punzada de dolor en su corazón se intensificó, como una herida que se niega a cicatrizar. Era cierto que se sentía fatigada, pero no por falta de sueño, sino por el peso de las expectativas sociales que la aplastaban como una losa invisible.

A sus casi veintitrés años, se encontraba en una encrucijada. El tiempo apremiaba para encontrar un pretendiente adecuado y asegurar su futuro y, por desgracia, eso no parecía que fuera a ocurrir. La sociedad londinense, siempre implacable, la había relegado al papel de espectadora. Mientras sus hermanas brillaban en el escenario social, Amelia se sentía como una nota discordante en una melodía perfecta.

Miró por la ventana, contemplando el jardín bañado por la luz dorada del atardecer. Una bandada de pájaros revoloteaba entre los árboles, libres y despreocupados. Amelia suspiró, anhelando esa misma libertad, esa capacidad de volar lejos de las convenciones y expectativas que la ahogaban.

Amelia se abrazó a sí misma, buscando consuelo en su propio calor. No supo cuánto tiempo estuvo así, compadeciéndose de sí misma mientras miraba por la ventana, cuando un suave toque en la puerta la sobresaltó.

—Adelante —dijo, con la voz aún ronca.

La puerta se abrió y apareció su doncella personal, Fiona, con una expresión de preocupación en su rostro.

—Señorita Amelia, tiene una visita —anunció Fiona.

Amelia frunció el ceño.

—¿Una visita? Amelia frunció el ceño. —¿No podrían atenderla mis hermanas o mi madre?

—Sus hermanas y Lady Rochester salieron a dar un paseo por el parque, señorita —explicó Fiona—. Y la visita preguntó expresamente por usted.

—¿Quién es? —preguntó Amelia, intrigada.

Fiona dudó un momento antes de responder.

—Es Lord Oliver Chesterfield, señorita.

Amelia sintió una punzada de sorpresa. ¿Qué hacía Lord Chesterfield buscándola a ella? 

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