
Capítulo 6
Oliver contuvo una mueca de hastío mientras Lord Stanhope, su tío abuelo, con su aliento a brandy y su monótona perorata sobre la cría de caballos, monopolizaba su atención como un pulpo aferrándose a su presa.
—Y entonces, mi querido Oliver —bramó Stanhope, agitando su copa peligrosamente cerca del su impecable chaleco—, le aseguro que mi yegua, Moonbeam, parirá el potro más veloz que Inglaterra haya visto jamás.
A su lado, Charlotte Wexford, cual enredadera trepadora, se aferraba a su brazo y lo bombardeaba con risitas falsas y comentarios insulsos sobre la última moda en sombreros.
—¡Oh, Lord Stanhope! ¡Qué emocionante! —Oliver reprimió un suspiro que amenazaba con convertirse en un gruñido al escucharla. —¿Y de qué color será su crin? ¿Será tan deslumbrante como las plumas de mi nuevo sombrero?
—Sin duda, señorita Wexford, estoy seguro de que el potro heredará la belleza y la velocidad de su madre. Y en cuanto a su crin... —Le respondió Lord Stanhope—, confío en que no será tan... exuberante como la suya.
Mientras escuchaba todo aquello, el joven le lanzaba una mirada de soslayo a Charlotte, cuyo exagerado peinado apenas podía competir con las plumas de avestruz que lo adornaban
—Pero dígame, ¿cree que las plumas podrían adaptarse a la noble testa de un corcel? ¡Sería la sensación de Ascot! ¿No cree, señor Chesterfield?
El aludido parpadeó, luchando por mantener la compostura. Si no había oído mal, la joven Wexford acababa de sugerir, con una seriedad que rayaba lo absurdo, que esos adornos de sombrerería podrían adaptarse un caballo. ¡Santo cielo!
—Me temo, señorita Wexford, que los caballos prefieren las manzanas a las plumas. —Respondió Oliver, rezando para no haber sonado demasiado grosero.
Charlotte soltó una risita aguda, sin captar la ironía en su tono de voz.
—¡Qué ocurrencia, Señor Chesterfield! ¡Es usted todo un bromista! —chilló, sin dejar de aferrarse a su brazo como si fuera un salvavidas en medio de un naufragio social.
Al escucharla, dirigió discretamente una mirada suplicante al cielo, rogando por una intervención divina que lo liberara de aquella tortura. ¿Acaso esta mujer no poseía un ápice de sentido común?
Y, por desgracia, la conversación siguió. Él asentía con toda la cortesía que era capaz de reunir, pero su mente vagaba lejos, como un barco a la deriva en un mar de tedio.
La voz de su tío abuelo acabó desvaneciéndose en un murmullo ininteligible, cual zumbido de abeja molesta, mientras Oliver se esforzaba por mantener una expresión de interés en su rostro.
Por encima del bullicio y la música, sus ojos se desviaron hacia el otro lado del salón, donde Eloise reía abiertamente, enfrascada en una conversación animada con Amelia Rochester. Las risas de ambas jóvenes, un sonido cristalino y alegre, parecían resonar en sus oídos, prometiendo una conversación mucho más interesante que la que estaba soportando.
Ni siquiera reconoció a Amelia cuando la vio hablando con Thomas. Había intercambiado palabras con Lady Rochester momentos antes, pero no había relacionado a su hija con aquella joven, pensando que Thomas estaba desplegando sus encantos con una nueva conquista. Cuando su amigo le comunicó que era su hermana con la que Oliver había tenido más de un encontronazo en su infancia, no se lo pudo creer.
Él la recordaba como una niña desgarbada y poco agraciada, con el pelo revuelto y una firme tendencia a meterse en líos, incluso en sus catorce años. Pero ahora, ante sus ojos, se encontraba una joven encantadora, con porte elegante, y que poseía una lengua tan afilada como una espada y un ingenio que rivalizaba con el de las damas más ingeniosas de la sociedad.
Oliver sacudió la cabeza, intentando apartar esos pensamientos confusos. Ahora no era el momento de sucumbir a las distracciones.
Tenía que concentrarse en la tarea que tenía entre manos: soportar a sus dos acompañantes, y asegurarse de que Amelia estuviera a salvo de las garras de la arpía, quien, al parecer, había convertido en su misión personal amargarle la existencia a la pobre muchacha desde el mismo día de su debut.
Pese a que ellos dos no se habían llevado precisamente bien en el pasado, Oliver no podía tolerar la crueldad de Charlotte.
¿Qué clase de persona se dedicaba a atormentar a una joven inocente? La sola idea le revolvía el estómago. El hecho de que le pareciera un acto deleznable y que ella fuera la hermana de uno de sus mejores amigos fueron las razones que lo llevaron a decidirse a proteger a Amelia, aunque eso significara sacrificar su propia tranquilidad en el altar de la cortesía.
Por ahora, solo podía observar desde la distancia, atrapado en una conversación tan estimulante como un sermón de domingo. El resto, ya lo resolvería después.
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