Capítulo 2
Londres, 1811 - Palacio de St.James
La gran puerta principal del Palacio de St. James se abrió con solemnidad, revelando la majestuosa entrada adornada con columnas de mármol que parecían ascender hasta el mismísimo cielo y alfombras rojas que invitaban a pisarlas con la delicadeza de una pluma. Dentro de las imponentes paredes, el gran salón de baile había sido meticulosamente decorado para recibir a las debutantes de la temporada. La expectación llenaba el aire mientras los carruajes, se detenían frente al palacio.
Las debutantes, envueltas en sus deslumbrantes vestidos de ensueño, emergían de los carruajes con gracia y elegancia, ayudadas por los lacayos. Cada una de ellas era una obra de arte en movimiento, una sinfonía de seda, encaje y muselina, con escotes que insinuaban más de lo que mostraban y mangas abullonadas que parecían desafiar la gravedad. Acompañadas por sus orgullosos padres y hermanos, ascendían los escalones de piedra con los ojos brillantes de la ilusión deseosas de destacar y dejar una impresión duradera en la alta sociedad.
Las hermanas Rochester descendieron del carruaje con ayuda del lacayo. Mientras ascendían por los escalones de piedra, intercambiaban comentarios ingeniosos en voz baja sobre los atuendos de los invitados y la extravagancia de la decoración.
Mientras esperaban su turno, Amelia observaba con nerviosismo a su alrededor, sintiendo cómo la ansiedad se apoderaba de ella. Ataviada con su vestido de muselina adornado con delicadas cintas de seda, luchaba por mantener a raya los nervios que amenazaban con desbordarla. Para ella, este debut era mucho más que una simple presentación en sociedad; era un eco lejano de la promesa que le había hecho a su padre, una promesa que ahora debía cumplir en su ausencia.
A su lado, Sophia se esforzaba por mantener una actitud optimista, irradiando confianza. Desde la perspectiva de Amelia, su hermana parecía deslumbrante, como si hubiera nacido para este momento. Su vestido de gasa realzaba su cutis de porcelana y sus ojos brillaban con una alegría contagiosa y Amelia no pudo evitar encontrar consuelo en la energía vibrante de su hermana.
Una a una, las jóvenes que eran llamadas accedían al Gran Salón de Baile, un espacio bañado por la luz dorada de innumerables velas y avanzaban con gracia hacia el centro, donde se encontraba, sobre un estrado elevado, la reina, rodeada de miembros de la corte. Con sus rostros pálidos por los nervios, pero iluminados por la emoción del momento, las jovenes y sus acompañantes realizaban una profunda reverencia ante ella y mantenían el aliento, esperando no errar.
Entre las debutantes más destacadas se encontraba la señorita Lydia Harrington, hija de Lord Robert Harrington, un respetado miembro de la Cámara de los Lores. Su belleza clásica y su porte elegante no pasaron desapercibidos para los presentes. A continuación, fue el turno de la señorita Arabella Worthington, ahijada del Duque de Cumberland, cuya vivacidad y espíritu jovial arrancaron sonrisas a todos. La señorita Cecilia Lockwood, nieta de la Marquesa de Lockwood, impresionó con su aplomo y su conversación inteligente. La señorita Charlotte Wexford, hija de la Baronesa viuda Greta Wexford, deslumbró con su melena dorada y sus cautivadores ojos verdes. Su belleza magnética y su presencia imponente la convirtieron en el centro de todas las miradas, generando expectativas sobre su futuro en la sociedad.
Finalmente, fue el turno de las hermanas Rochester.
—Lady Amelia y Lady Sophia Rochester —anunciaron, mientras ellas tres accedían al lugar—. Hijas del difunto Lord Henry Rochester, Conde de Ashford. Presentadas por la honorable Condesa Viuda, Jane Rochester.
Amelia creyó que iba a vomitar. Aunque intentaba mantener la compostura, no podía evitar que su corazón latiera con fuerza mientras avanzaban hasta el centro del salón, siendo escoltadas por su madre, que lucía una expresión de solemne orgullo.
La presión del momento la abrumaba. Se sentía como si estuviera caminando sobre una cuerda floja, con el temor constante de tropezar y caer. Sophia, a su lado, parecía plenamente segura de sí misma, lo que solo intensificaba su sensación de inferioridad. Amelia, sintiendo el peso de mil miradas sobre ella, buscó refugio en la mirada de su madre. Un destello de aprobación en los ojos de la condesa viuda fue suficiente para calmar el temblor de sus manos.
Amelia, con una sonrisa tímida, ejecutó una reverencia impecable, manteniendo la mirada baja como dictaba el protocolo, pero consciente de las miradas que la escrutaban. Su hermana, por el contrario sonrió radiante, inclinándose con una gracia que parecía natural para ella. Las murmuraciones de aprobación y admiración se alzaron entre los presentes, evidenciando el impacto de su presencia.
La reina Carlota asintió y sonrió con aprobación, intercambiando sonrisas cómplices con sus acompañantes. Luego, miró a su madre, haciéndole un gesto afirmativo de reconocimiento con la cabeza, sin dejar de sonreír.
Las hermanas agradecieron el gesto de la reina con otra reverencia ligera antes de retirarse, sintiendo una oleada de alivio y gratitud. La presentación había sido un éxito y, a pesar de sus miedos iniciales, Amelia comenzaba a sentir una chispa de optimismo.
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