JOEY
Decir que "tenía un plan" era algo rebuscado y más bien una manera de decirme a mí mismo que debía conseguir uno en unas horas; por ahora, lo más importante era lograr que Messer tuviera una cita extraña con alguien a quien no podía ver y rogar al cielo que Elizabeth no metiera más la pata. Me despedí de ella apenas llegamos a casa y me fui a la de Messer.
Sé que le había dicho a Lizzie que mi amigo estaba por encima de ella y que no iba a hacer nada que la afectara, pero en ese momento, de la manera más literal, la vida de mi amiga estaba en peligro y solo por un par de días debía voltear las prioridades un poco, ya cuando saliéramos de esa ella podía hacer lo que quisiera y no metería más mi opinión.
Llegué dentro de poco a la casa de mi mejor amigo y su madre, al igual que siempre, me recibió y me envió a su habitación. Cuando Messer no estaba conmigo, pasaba todas sus horas en casa, mirando series y comiendo comida chatarra. Cuando abrí la puerta, él dejó lo que hacía y me miró.
—Hola.
—¿Qué tal? ¿Qué haces?
—Lo de siempre.
—Se nota. —Hice una pausa en lo que caminé hasta la silla verde que él tenía en una esquina y me senté—. Oye, ¿qué onda con Lizzie?
Algo que desde que comenzó todo el asunto de la magia no había podido ignorar, era ese estado zombie que invadía a mi amigo cada que se la nombraba. Messer siempre fue una persona sonriente pero cada que Elizabeth salía en tema, parecía que su mente se ponía en modo automático con una configuración que le aseguraba que él gustaba de ella. Odié eso el primer día que me di cuenta porque parecía que alguien externo simplemente apuntaba con un control hacia su cabeza y cambiaba el canal a Amor hacia Elizabeth, aunque ahora conociendo las consecuencias de que él no la quisiera, agradecí eso, era manipularlo, pero para salvar a otra persona. El fin justificando los medios.
—Dijiste que tenías algo que contarme —recordó.
En el camino de mi casa a la suya, ya había pensado en eso.
—Sí, ella sabe que te voy a decir, así que no hay problema —aseguré. Messer se acomodó en su cama y esperó—. Verás, Lizzie es... una especie de romántica.
—Sí, eso noté en la fiesta —dijo, con una sonrisa de añoranza en los labios que no le llegó a los ojos..
—¿Ah, sí?
—Quiso quedarse conmigo a oscuras bailando de rodillas, es lo más cursi y ridículo del mundo... en el buen sentido.
Reí, pensando que en efecto, eso es algo que Lizzie haría. Quizás no en un armario y de rodillas, pero sí lo de bailar en la oscuridad.
—Sí, ella es así. En fin, ella es seguidora de varias páginas de romance adolescente y toda la cosa —Arrugué la frente en un intento de mostrarle a Messer lo ridículo que me parecía eso, solo para que creyera mi mentira—, y la semana pasada estaba muy metida en el cuento de Love your soul, un tema que está de moda en Corea.
Jamás en mi vida había creado una mentira tan elaborada y estúpida.
—¿Corea?
—Cosas de chicas —obvié, encogiéndome de hombros. Conocía a Messer y estaba seguro de que no iba precisamente a investigar del tema, le daba igual—. La cosa es que como lo dice el nombre Ama tu alma, ella cree que para que haya una relación verdadera... o una posible relación, debes quererla a ella por quien es sin mirarla, para que su físico no importe. Si es que de verdad quisieras tener algo con ella.
La cara de extrañeza de Messer me confirmó que mi mentira era tan absurda como había imaginado que sería... pero encajaba con Lizzie la rara, así que estaba bien.
—¿Es en serio?
—Sí... yo le dije que eso era muy raro, pero ella es muy terca y bueno... ya viste que hasta se fue de la fiesta para que no la vieras.
—Pero si ella es hermosa.
Messer realmente no pensaba eso. Yo llevaba años viendo cómo Lizzie botaba la baba por él y al mismo tiempo, viendo cómo él lo notaba y pasaba de largo. No le gustaba, la veía como la amiga de su mejor amigo, ni siquiera como una amiga propia y no es culpa de él; Lizzie nunca intentó nada y solo miraba desde las sombras cómo él le coqueteaba a todo el mundo menos a ella, no podía esperar que naciera amor de él si su táctica de conquista era mirarlo desde lejos y hablarle siempre como una amiga.
—Vamos, ¿realmente te interesa ella?
—Sí —contestó con ese tono robótico—. Realmente me interesa.
—Entonces síguele la corriente.
—¿Y qué se supone que haga entonces?
—¿Qué te parece una cita a ciegas? Casi literal.
Era absurdo, lo sabía, eso no lo negaré jamás, pero era una medida desesperada para un momento desesperado. Había llevado a Messer —y a mi lado a una invisible Lizzie— a una cafetería temática de los años sesenta, donde había un par de mesas que, en pro de dar privacidad, estaban encerradas con un vidrio tintado. Le dije a mi amigo que ella llegaría allí pero que él primero debía ponerse una venda en los ojos y sentarse a esperar; con su actitud sumisa de zombie, accedió. Salimos de su casa casi a las seis.
Le dije que yo iba a estar en la barra de la misma cafetería porque quería tomar algo y debía esperar a Lizzie y, aunque lo encontró rarísimo e innecesario, no objetó cuando le dije que no iba a interrumpirlos en ningún momento. Se fue a la mesa y Lizzie me apretó el antebrazo, para que supiera que ahí estaba.
—¿Cuál es el plan de nuevo? —dijo, con un tono nervioso.
—Es una cita, Lizzie, enamóralo y haz que te bese. En esa mesa no hay forma de que alguien los vea mucho, están casi en privacidad total y el local está medio vacío... Intenta no hablar en voz tan alta y si alguien se acerca, cállate.
—De acuerdo, voy entonces.
El tacto de su piel se fue alejando hasta que supe que ya no estaba conmigo. Me había sentado en el taburete de la barra y estaba a punto de dar la vuelta para pedir algo cuando un estruendo cortó la calma del ambiente. Al mirar, una silla se movió y al ser metálica fue la causante del ruido. La tonta de Lizzie se había tropezado.
Quise reírme, pero noté que solo yo sabía que era Lizzie. Los otros cuatro clientes miraban la silla con espanto y las dos meseras también se asustaron de ver un trozo de metal moverse solo. Messer se había enderezado en su asiento y tuve que improvisar antes de que quisiera quitarse la venda.
—¡Lo siento! —Todos los presentes me miraron. Me sentí tan avergonzado que tuve que aclarar la garganta—. Fue solo una broma, ¿ven? —Levanté mi mano, simulando tener en ella un hilo delgado—. Así moví la silla...
Esperaba que Lizzie hubiera escuchado la indirecta y sí lo hizo porque cuando levanté la mano, ella movió la silla, así que parecía que yo la hubiera halado. Los clientes rodaron los ojos y las meseras resoplaron algo enojadas y siguieron con sus tareas mientras a mí me ardían los ojos del bochorno. Vi a una que iba a pasar frente a mí y la llamé. Ella me miró con recelo.
—De verdad lo lamento, pensé que sería divertido.
La mesera, que calculé tenía mi edad, llevaba su maquillaje impecable, al estilo de los años sesenta; iba en patines al igual que los demás empleados y llevaba un vestido rojo de puntos. Su cabello castaño estaba atado en una coleta alta y tras escuchar mi disculpa, suavizó su gesto.
—No te preocupes. ¿Qué te sirvo?
—Necesito un favor. Mira, ese chico de allá —Señalé el cubículo donde Messer estaba, hablando aparentemente solo— es un primo, está en terapias psicológicas y su médico le dejó de tarea contarse sus tristezas a sí mismo con los ojos vendados. Es una terapia para el amor propio.
Ella me miró como si yo fuera un bicho raro y ni hablar de la mirada que le dedicó a Messer.
—¿Están ustedes locos o algo?
—No, te lo juro. —Le sonreí tan ampliamente como pude, intentando transmitir confianza—. Ha tenido momentos difíciles, eso es todo. Solo te quería pedir que les lleves dos malteadas y luego no los interrumpas.
—¿Les? Está solo.
Me mordí la lengua.
—¡Sí! Peeero él debe pensar que está hablando con un ente externo de sí mismo... —Al decir eso me sentí estúpido y el peor mentiroso del mundo, aunque a como iba el día ya me estaba acostumbrando a los divagues que inventaba, solo me faltaba hablar de unicornios y sería perfecto—. Él se tomará ambas. —La mesera miró a Messer, hablando solo y luego a mí y entrecerró los ojos. Al ver su intención de no colaborar, intenté más amabilidad—. ¿Cómo te llamas?
—Emily —respondió entre dientes.
—Bien, Emily, mira, mi primo lleva mucho tiempo en terapias y por eso procuramos hacer todo lo que su doctor diga y él acceda. Ha sido muy duro... —Sus ojos se fueron tiñendo de compasión—. Solo queremos que vuelva a ser quien era... y no le hace daño a nadie, solo se tomará dos malteadas que yo pagaré.
Pareció que mi tono de dolor interior la convenció y asintió. Vi que les llevó las dos malteadas y luego se alejó. Yo pedí una para mí también y me dediqué a mirar mi teléfono mientras el tiempo pasaba, miraba de reojo cada tanto. Messer estaba más que nada de espaldas a donde yo estaba así que asumí que Lizzie estaba en frente. Hubo un par de ocasiones en que lo escuché reír sinceramente y por primera vez, estuve seguro de que el ridículo plan iba a funcionar.
Pasó más de una hora, los clientes iban y venían —y no escatimaron en mirar raro a Messer y a su invisible compañía, o sea a nadie— y yo ya iba por la segunda malteada y un vaso de agua de cortesía para nivelar el nivel de dulce en mi paladar. En un momento giré a mirarlo y estaba más ladeado que antes y tenía su mano elevada en el aire, a unos centímetros de distancia y a la altura de su cara, en la posición de dar un beso.
La estaba besando, eso era claro y empecé a sentir un vértigo en el estómago imaginando si Lizzie iba a aparecer ahí a la mirada de todos o si Messer iba a desaparecer en media cara. Miré y esperé, conteniendo la respiración. Fueron unos quince segundos y lo vi alejarse un poco, mas nada extraordinario había pasado. Llevó las manos a sus ojos e iba a quitarse la venda pero se detuvo, supuse que Lizzie no lo había permitido.
Bien, la había besado y nada había cambiado. Entré en pánico y me dije que nada había funcionado. Miré el reloj, eran cerca de las ocho, casi dos horas desde que llegamos y ya no deseaba estar allí por más tiempo así que fui hasta su mesa.
—Hola.
Messer ladeó su cabeza hacia donde escuchó mi voz.
—¿Ya es hora de irnos? —dijo Lizzie.
—Sí. Recibí un texto de mamá —mentí—. La tuya te necesita, así que debes irte.
—De acuerdo. Adiós Messer.
—Espera, ¿ya te vas? Espera un poco.
—Lo siento, debo irme ya.
—Yo... ¿puedo verte?
Negué con la cabeza a la nada, poniendo un dedo sobre mis labios para que callara y en dos segundos la sentí detrás de mí, en silencio. Messer, al no escuchar respuesta, se quitó la venda. Su rostro de decepción fue impresionante.
—Ya se fue —susurró para sí mismo y luego me miró—. Sigo creyendo que es demasiado raro.
—También yo, la verdad. Pero en fin... ¿cómo les fue?
Su sonrisa se amplió al tiempo que se colocaba sus gafas, que había dejado sobre la mesa para ponerse la venda.
—La besé —presumió—. Es tan dulce, ella habla de todo como una niña pequeña... en el buen sentido.
—Entonces te gustó.
—Por supuesto que sí. Esta noche le voy a escribir para invitarla a que vaya conmigo al matrimonio de mi tía. Es en un par de semanas, pero sé que quiero ir con ella.
Sentía el cuerpo de Lizzie ahora de pie junto al mío, pero yo me había sentado. Ella estaba bastante cerca pero no la veía ni un poquito aún. Quería saber qué había ocurrido, quizás él no la quería realmente aunque dijera lo contrario y por eso había fallado todo. Quería respuestas y, de la manera más casual posible, dije:
—Quién diría que Lizzie terminaría enamorándote. —Messer rió, realmente burlón y tomó el último poco de su malteada—. ¿Qué?
—¿Enamorarme? No, Joe, no la amo. Es nuestra... diré primera cita porque las anteriores siento que no cuentan. Me gusta mucho, pero sea como sea se necesita muchísimo tiempo para amar a alguien.
—Pero al menos un poquito ¿no? Se besaron.
—¿Y? ¿Tú te enamoras de todas a las que besas? —objetó, con tranquilidad—. Ya veremos con el tiempo, pero creo que es un buen inicio .
El tiempo. El maldito tiempo era el que se nos estaba acabando y el idiota de Messer, aunque inconsciente, no quería cooperar.
Me despedí de Messer y cuando llegamos a mi habitación con Lizzie, parecía que ninguno tenía nada qué decir o reprochar. Miré la hora, eran las ocho y cincuenta de la noche, aún bastante temprano. Vi cómo el lado izquierdo de la cama —lado que ella siempre tomaba— se hundía y me senté a su lado.
—No me ama —susurró.
—Quizás no es tan necesario —dije—. Tal vez funcione.
—¿Me ves?
—No.
—Entonces no funcionó.
—Aún —insistí. Lizzie se movió y yo seguí hablándole al espacio vacío—. Cuando te pasó... esto, fue mientras dormías, asumimos que a media noche. Quizás para que vuelvas hace falta que sea medianoche.
—Es cierto —respondió más animada—. El deseo lo pedí de día pero no pasó nada hasta media noche. Puede que funcione.
—Y en todo caso, nos queda mañana. Algo idearemos.
Un jadeo sonó desde el lugar donde estaba, no podía ni siquiera imaginar la intranquilidad que tenía y me daba miedo preguntarle cómo se sentía. Estaba desapareciendo y a ratos parecía que no había vuelta atrás, pero me obligaba a pensar que todo iba a salir bien porque no me imaginaba mi diario vivir sin Lizzie.
Ella decía que yo iba a olvidarla una vez se hubiera ido pero la sola idea de que eso pasara me dolía. La conocía desde que estábamos en la panza de nuestras madres, teníamos videos nuestros dando los primeros pasos o comiendo a los dos años, habíamos compartido varias vacaciones e incluso compartimos la varicela a los siete años. Lizzie era una parte de mí, era esa mitad en femenino que siempre estaba allí, no podía recordar un periodo de más de un par de días sin verla —con la clara excepción actual—.
Con el paso de los años y a medida que crecíamos, la amistad cercana fue disminuyendo porque los intereses de ambos empezaron a cambiar y ya no podíamos ir juntos a la piscina de pelotas o ver los mismos programas animados y a pesar de todo eso, ambos sabíamos que estaríamos allí para el otro siempre, sin importar qué.
Estábamos a solo una ventana de distancia y aunque mis visitas a escondidas a la suya se acabaron a eso de los doce o trece años, sabía que esa ventana siempre iba a estar abierta para mí.
Y aunque me doliera aceptarlo, en ese momento, teniéndola al lado en la cama, no podía recordar completamente su rostro.
Cada vez que intentaba poner su imagen en mi cabeza, apenas encontraba esbozos en la laguna de mis recuerdos. Recordaba el largo de su cabello, pero no su color o forma. Escuchaba su voz y era tan familiar como siempre, pero ya no recordaba cómo se movía su boca al hablar. ¿Qué tal alta era? No lo sabía, no lo recordaba.
Darme cuenta de eso me dolió profundamente, el tenerla tan cerca y a la vez tan lejos me hizo añorar algún momento en el que ella estuviera riendo conmigo y con nuestras madres; parecía que esos momentos habían pasado hacía tanto que me sentí partido en dos; no se lo había dicho recién empecé a notar la ausencia de su recuerdo porque ella ya tenía suficiente preocupación en su cabeza como para sumarle otra más e intentaba mantener la calma pero la verdad es que con cada hora que pasaba, entraba más y más en pánico y esa noche llegué a la conclusión de que debía decirle.
Antes de dormirme —aunque sin muchas ganas de dormir—, cerca de la media noche, me ladeé completamente hacia donde ella estaba, no sabía si dormía, así que hablé bajito:
—Liz, ¿estás dormida?
—No —respondió de inmediato en un susurro igualmente —. No puedo dormir. Necesito esperar a que sea medianoche.
Tomé aire, intentando insuflar valor en mis palabras.
—Lizzie, no recuerdo cómo luces —confesé—. Trato de devolver el tiempo en mi mente y lo único que te incluye completamente está desde el domingo, cuando ya estás invisible y algunos retazos sueltos de antes de eso, pero de resto, no tengo momentos concretos contigo en la memoria.
Tardó un par de minutos en contestar:
—Yo sí recuerdo, recuerdo todo. —Suspiró y pude adivinar un nudo en su garganta—. Faltan ocho minutos para las doce, si no funciona...
—Va a funcionar.
—Si no lo hace —cortó—, quiero decirte algo.
—Te escucho.
—Gracias por todo, Joe. No solo por esta semana, sino por toda mi vida. Por... por lanzarte a la fuente del centro comercial cuando teníamos ocho años solo porque yo me caí y no querías que pasara la vergüenza sola. —Soltó una risita que aún con solo escucharla, estaba teñida de llanto—. Por lanzarte al suelo en la piñata de Steve a los diez para agarrar dulces para los dos porque yo tenía el brazo enyesado.
—¿Qué te había pasado en el brazo?
—Me lo partí cuando me empujaste en el parque. Fue tu culpa.
—Si el brazo se te partió por mi culpa, lo de la piñata era lo mínimo que podía hacer entonces —respondí por reflejo. Ella rió.
—Ojalá lo recordaras —exclamó—. Siempre has tenido el hábito de cuidarme luego de lastimarme físicamente.
—¿Qué puedo decir? Soy un caballero.
—Tonto. —Lizzie sorbió su nariz y luego sentí su mano sobre mi mejilla, con su pulgar acariciaba de izquierda a derecha—. Nuestras madres nos hicieron inseparables desde antes de nacer, Joe, y no puedo imaginar a un mejor compañero para toda mi infancia. Y no sé por cuanto recuerdes esto, pero te quiero, y sé que de nada sirve, pero perdón.
A ese punto su voz ya estaba muy quebrada y la almohada donde estaba, se oscurecía más en una sección, se mojaba con sus lágrimas, lágrimas invisibles pero húmedas de un rostro que yo no veía pero que sentía a mi lado.
Su mano seguía en mi mejilla y puse la mía sobre su dorso con el fin de guiarme. Subí mi mano por su brazo, por su hombro; asumí que llevaba una camiseta sin mangas porque se sentía suave al tacto, era su piel, no era ropa lo que tocaba. Cuando llegué a su cuello soltó una risita por las cosquillas y su piel se sintió más aspera al erizarse. Subí por la misma línea hasta el menton y al hallar su cara, con mucho cuidado de no lastimarla, acuné su mejilla. Sentí que otra lágrima le brotó y viendo cómo mi mano se movía sobre el vacío, limpié con mi pulgar la gota salada antes de que cayera.
—Nunca me gustó verte llorando.
—Y te salió la suerte de que soy una llorona.
—En este caso es válido —susurré—. Porque no te veo realmente llorando.
Su rostro se movió un poco cuando se rió por mi mal chiste.
—Cuando estábamos en segundo grado, Nicolas me dijo que parecía un niño por el estúpido corte de cabello que mamá me había hecho y cuando llegué a casa lloré mucho —comentó—. Tú estabas ahí en mi habitación y me dijiste que yo era un niño muy afeminado entonces. Me hiciste reír y me sentí mejor; siempre me haces reír y me siento mejor. —Escuchaba con atención, pero no podía recordarlo. El tono nostálgico que usó me hizo botar una lágrima también—. Al otro día lo golpeaste en el receso diciéndole que no era su problema si yo parecía un niño afeminado, la maestra te regañó y llamó a tus padres pero cuando le contamos a nuestras madres, la mía te felicitó y nos regaló un tarro grande de helado de mora.
Solté una carcajada por lo bajo y ella hizo lo mismo. Bajó su mano a mi cuello.
—Me parece muy caballeroso de mi parte —admití— y no lo recuerdo, pero no me arrepiento. Ese tal Nicolas se lo merecía.
—Sí, se lo merecía. —Hizo una pausa pero no lloró más, lo supe porque mi mano aún estaba en su mejilla y no había más lágrimas. Suspiró, el aire que expulsó me hizo cosquillas en el rostro por la cercanía que teníamos. Esperó un poco y dijo—: Ya pasó la media noche.
Me soltó y se movió, de tal manera que la tuve que soltar también. El peso en la cama se acentuó más en una porción más pequeña por lo que asumí que se había sentado.
—Aún nos queda mañana —dije.
Aunque sonaba como algo optimista hacia la posibilidad de aún poder arreglarlo, ambos sabíamos que, irónicamente, era literal. Ya habíamos dado por perdido todo; solo le quedaba el día siguiente, pero no para enamorar a Messer, sino para seguir viva.
—Sí, nos queda mañana.
Se acostó de nuevo y noté cómo acomodaba las cobijas sobre su cuerpo, su figura, algo distorsionada, se dibujó en la tela azul hasta su cuello. Bajo el abrigo, buscó mi mano y la envolvió con ambas de las suyas, quizás buscando consuelo, quizás dándome consuelo.
Así dormimos esa noche pero antes de cerrar los ojos, rogué al cielo aún recordar lo suficiente cuando la mañana llegara.
¡Gracias por leer, pueblo Mazorca! <3
¡FELIZ INICIO DECEMBRINO!
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