Noche Nevada
|1|
ALLEN
Nunca lo había experimentado. Esta era mi primera vez, la primera vez en un lugar tan frío y solitario.
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He de admitirlo.
Sí. Fue divertido haber robado aquella motocicleta a causa de un reto que mis amigos me impusieron. La adrenalina que desbordaba de mi cuerpo logrando que cada vello de mi piel se erizara es algo difícil de describir.
Jamás me había sentido tan vivo.
El viento helado chocando contra mi rostro mientras las luces de la ciudad nocturna se apoderaban de mis expresiones. No me importó que estuviera en pleno invierno porque ni siquiera podía sentir el frío en ese momento.
Tampoco me arrepiento de lo que hice, y eso es lo que ha molestado a mi padre como cada una de las "estupideces" que según él cometo en mi vida.
—Si sigues con esa vida que llevas vas a terminar por arruinarte y arruinar el nombre de nuestra familia.
Pff. Como si eso me importara.
No es tan malo, ¿o sí?
Me suspendieron unos días de la escuela y puedo descansar todo lo que quiera. Mi padre tuvo que pagar una enorme cantidad de dinero para que no me metieran a la cárcel al igual el tener que ofrecerse a pagar los daños ocasionados por el accidente.
—¡Pudiste morir! —exclamó mi madre cuando vio el estado en que me encontraba. Creo que cruzarme en rojo no fue una buena idea, he de admitirlo, pero no quita que la sensación de estar al borde de la muerte es algo demasiado excitante.
—Agradece al cielo que no heriste a terceros.
Fue lo que mi padre me dijo con rostro severo la primera y única vez que se pasó por estos pasillos blanquecinos.
Solo unos cuantos raspones en el rostro y brazos. Un yeso a causa de una fractura leve en la tibia. Nada que no se cure en poco tiempo.
Tengo que cargar con unas muletas molestas durante un par de semanas pero me siento satisfecho con mi cometido.
He pasado tres días en este hospital infestado de enfermos y con ese aroma a medicamentos que hace menos apetecible la comida insípida que dan de comer a los pacientes.
Pero como dije; no es tan malo como parece.
A pesar de mi compañero de cuarto el señor Riggs, que parece que se desarma con esa tos como si de un enfermo de tuberculosis se tratase. Pero no, mis padres personalmente pidieron al director del hospital que me asignaran una habitación compartida con alguno de los enfermos de enfisema o E.P.O.C para que conociera lo que me depara el destino si no dejo de fumar. Pero vamos, estar encerrado solo me causa más ansiedad por conseguir un cigarrillo. Créanme que he pensado firmemente en seducir a alguna de las enfermeras para ver si me consiguen aunque sea solo uno. Pero eso también fue cosa de mi padre y sus órdenes de que solo me atendieran enfermeras próximas a jubilarse. Vaya estupidez.
—¿Estás despierto?
Y la razón por la cual mi estadía en el hospital no es considerada como una tortura es por ella. Regalándome una de esas sonrisas que no ha dejado de presentarme desde el primer día, pude ver a esa chica. Apareciendo una vez más tratando de no ser vista por las enfermeras en guardia al escabullirse hasta mi habitación.
—¿Tú qué crees? —dije.
Un tanto imposible no rodar los ojos y señalar con el pulgar a mi compañero de cuarto quien se encontraba teniendo uno de esos ataques de tos que no terminaban de matarlo, por desgracia.
Su risa. Como algo tan refrescante, aun cuando de mi boca salen puras tonterías.
—Vamos. Está a punto de nevar.
Esa extraña niña presenta una figura escuálida, casi famélica; un par de brazos delgados le cuelgan de un par de mangas holgadas. A la mayoría de los internos la bata parece quedarles justa, no tan grande como a ella. Pero a pesar de su aspecto delicado se ve saludable a simple vista; solamente el tono pálido de su piel, como si estuviera confinada al encierro de cuatro paredes. El cabello parece llegarle hasta la cintura, aunque es un poco difícil estar seguro ya que los mechones castaños —que parecieren ser lacios — viajan desordenados, entre nudos sin dirección alguna. Su estatura asimila la de una chiquilla de al menos quince años; no obstante, por la manera infantil en que se comporta se me dificulta saber con exactitud su edad.
—¿Cómo piensas que vamos a salir al jardín? —cuestioné encarnando una de mis cejas —. ¿Qué no me ves que estoy cojo? —en mi rostro se dibuja una expresión divertida.
Más que una limitación, una excusa para escuchar sus locas ideas.
No solía ser como esos chicos bromistas, realmente no acostumbraba hacer bromas; tal vez dominaba el sarcasmo a la perfección, pero de una manera bastante cruel, hacerle ver a los demás cuan idiotas eran me llenaba de satisfacción. Sin embargo, en presencia de esa niña las palabras salían de mi boca de manera natural. Además, en ese momento escuchar esa risa que se paseaba por los pasillos del piso durante el día iluminando cada rincón del hospital era lo único que quería.
—No seas llorón y ven conmigo, es cambio de turno.
No pude evitar bufar ante su petición, salir mientras nos encontramos a menos diez no es algo que me apetezca. Aunque quedarme e intentar conciliar el sueño no es algo que suene muy alentador ya que los ataques de tos del señor Riggs no cedían. Eran tan intensos que parecía que por fin llegaría hasta la luz.
Pero a pesar de todo, lo que me gusta es eso. Romper las reglas. Y cualquier oportunidad es buena para demostrarlo.
¿Qué quién es ella? Solo sé que se llama Edén. Se ve un par de años menor que yo. La razón por la cual está en un lugar como este la desconozco, no hay nada malo en ella. A mi parecer.
El primer día que ingresé al hospital y recibí las reprimendas de mis padres la observé pasar por la puerta de mi habitación. Con esa bata de color azul que nos suelen dar a los internos y un par de zapatillas quirúrgicas sin gracia. Su cabello castaño claro, largo hasta la espalda un poco revuelto y esos ojos enormes de color verde con tonos esmeraldinos dándole cierta inocencia.
Escuchaba tan lejanos los reproches de mi padre porque mis ojos se encontraban perdidos en aquella figura escuálida y fantasmal que cruzó miradas conmigo.
—Pásame las muletas —llamé en un susurro a Edén, quien de prisa me ayudó a ponerme de pie con aquellos artefactos.
—Espera, deja veo el pasillo. —caminó hacia a la puerta para verificar con cautela que no hubiera moros en la costa.
Una señal con su mano. Invitándome a que me acerque a ella.
Lentamente me encaminé en las muletas balanceando mi peso con cuidado, intentando no hacer ruido hasta quedar a un lado de ella.
Sin poder evitar trastabillar a pesar de llevar un par de días adaptándome a esas cosas.
Pensaba que quizá sería más fácil.
—Está libre.
Ambos asentimos y caminamos por el pasillo desolado, la mayoría de los pacientes se encontraban dormidos en sus habitaciones roncando y haciendo una sinfonía de sonidos corporales.
Siendo un tanto imposible poder conciliar el sueño con esos ruidos infernales.
Las luces tenues alumbrando nuestro andar, los pasillos desiertos. La tranquilidad que no se ve durante el día en dónde el ajetreo de las enfermeras es algunas veces caótico.
Bajamos por el ascensor hasta llegar a la planta baja y sin supervisión de ningún guardia salimos al jardín.
Era una noche fría y ninguno de los dos llevaba nada puesto a excepción de esas batas azules y los extraños zapatos quirúrgicos que no evitaban que sintiéramos el frío que emanaba del suelo y el pasto artificial humedecido a causa de la brisa nocturna. El cielo abarrotado de nubes grisáceas anunciaba que pronto la nieve llegaría.
No había nada de interesante en aquel lugar, algunos árboles con ramas secas y unas cuantas bancas de jardín, desde abajo podíamos ver como varias luces del edificio seguían encendidas de manera tenue.
—Nunca he visto nevar —musitó, dejé de ver el cielo para contemplar su rostro que también se encontraba perdido en el vasto firmamento sin estrellas. Su pequeña nariz parecía un foco de navidad rojo al igual que sus mejillas. Pequeñas pecas casi invisibles se vislumbran sobre el puente de su nariz.
—No es la gran cosa —dije sin emoción alguna.
Cada vez que abría la boca salía vaho a causa de la baja temperatura. En cualquier otra situación hubiera dado media vuelta para regresar a mi habitación, de ser posible si estuviera en casa esperaría quizá por alguna buena serie en Internet disfrutando de la calefacción.
Sin embargo había accedido a bajar y ahora el frío me calaba hasta los huesos, era un poco doloroso por los daños que yo mismo me había ocasionado.
Había visto nevar millones de veces, Michigan suele ser una ciudad muy helada en invierno. Antes que todo quedara como un simple recuerdo mi padre solía llevarnos a esquiar y patinar en hielo cuando llegaban las vacaciones. Era muy común que nos llevara a la cabaña que poseía mi familia para pasar la temporada o parte de ella.
—¡Mira eso Allen! —Edén gritó emocionada señalando el cielo cuando los primeros copos de nieve comenzaron a descender lentamente como plumas blancas ligeras.
Uno pequeño se posó en su nariz, no pude evitar soltar la carcajada cuando hizo que sus ojos se juntaran observando a este derretirse lentamente, se veía tan graciosa y tierna.
—Pareces una niña —hablé en afán de hacerla enojar.
Pero ignorando mis vanos intentos por molestarla Edén daba vueltas con los brazos abiertos recibiendo cada copo de nieve. Al poco tiempo su cabello comenzó a tornarse blanquecino.
Era una imagen demasiado bella. Sin morbo, solo la simpleza de una niña dulce siendo feliz.
—Y tú pareces un viejito.
Me hubiera gustado no tener que depender de las muletas para apoyarme, así podría correr junto a ella o darle vueltas mientras la cargaba, era tan pequeña si se colocaba a mi lado, apenas lograba llegarme al pecho.
Estaba tan ensimismado en mis cavilaciones que no me di cuenta en qué momento Edén formó una bola de nieve impactándola contra mi pecho.
—¡Eres una pequeña irritante! —exclamé entre molesto y al mismo tiempo divertido.
—Te ves como un muñeco de nieve —dijo entre risas dejando que la soledad del lugar fuera privilegiada al apropiarse de cada sonido que salía de sus labios.
—Creo que me lastimaste.
Hice una mueca de dolor y me incliné levemente agarrando mi pecho en donde el impacto de la bola de nieve había dejado algunos residuos.
La risa de Edén se detuvo, una expresión de preocupación apareció en su rostro al instante
—¿Estás bien? —se apresuró a llegar hasta mí rápidamente dejando las risas a un lado —. Lo siento, olvidé que aún estas algo herido por tu accidente. —Colocó su mano derecha en mi espalda y la izquierda en mi pecho para ayudarme a estabilizar mi peso, la observé de soslayo y con una sonrisa de satisfacción me deshice de mis muletas para jalar a Edén conmigo hasta el piso cayendo sobre ella sin aplastarla.
Sí. Estaba lastimado, pero no era tan débil como para lloriquear por un impacto de baja potencia.
Ella había caído en mi trampa.
Como una pequeña niña ingenua.
—No te salvarás —espeté mientras me sostenía con una mano bien puesta en el frío suelo agarré un puñado de nieve con la otra y lo embarré sobre su cabeza y frente.
—¡Oye eso es trampa! —gritó tratando de zafarse pero a causa de que yo era mucho más pesado que ella no logró moverse ni un milímetro, así que sacó sus manos y con ambas agarró nieve en sus puños para estamparlos contra mi rostro.
Me quedé atónito con la boca abierta por un par de segundos, no pude evitar sonreír y soltar una risa ante su acción.
Tenía fama por mi mal carácter, jamás me molestaban en el instituto por miedo. Y ahora la pequeña niña que se encontraba debajo de mí no se había detenido siquiera un segundo.
Así comenzamos nuestra guerra de invierno. Yo sobre Edén, y ella con sus pequeños puños llenos de nieve uno tras otro impactándolos repetidas veces en donde la distancia se lo permitía, teníamos el rostro lleno de residuos blancos y enrojecido por frío. Solo nuestra risa se escuchaba en la penumbra.
Entre jadeos nos detuvimos aún con sonrisas plasmadas en nuestros labios, un par de segundos pasaron en donde el silencio de una tranquila noche de invierno nos rodeaba. Me encontraba perdido dentro de sus ojos. Dentro de esa mirada dulce.
Aparté un par de cabellos llenos de nieve de su frente que se encontraban adheridos a su piel. Los pequeños copos seguían descendiendo cubriéndonos poco a poco.
Pero eso no importaba en ese momento.
Tenía metas claras, en los últimos meses mi vida se había reducido a un solo objetivo. Y ahora nada de eso importaba gracias a la compañía que tenía.
La fría mano de Edén se posó en mi rostro. Su tacto como quien ha pasado un cubo de hielo sobre la piel que aún conserva un poco de calor. Sus hermosos ojos esmeraldinos me miraban enternecidos mientras acariciaba con suavidad cada parte de mis mejillas como si yo fuera alguien preciado para ella.
Aunque sólo éramos un par de desconocidos.
Su cabello entre húmedo y congelado yacía esparcido por el frío suelo. Vi sus labios abrirse unos milímetros y el vaho salió logrando que su aliento cálido y dulce chocara contra mi rostro.
Era tan hermosa.
Tan delicada.
Sentía la necesidad de acortar la distancia entre nuestros labios. Sentía mi corazón palpitar fuertemente.
Y sin cuestionarme poco a poco descendí sintiendo un calor emanar desde mi interior, aunque afuera estuviéramos a menos diez grados por dentro me encontraba ardiendo.
Si con eso podía tenerla de esa forma la temperatura del exterior no importaba.
No recordaba haber visto a ninguna chica de esa manera. Jamás había sentido una atracción tan pura.
Me acerqué lentamente a ella aún con su mano sobre mi rostro, ella expectante con las mejillas enrojecidas. Quería averiguarlo, si sus labios eran tan dulces como se veían.
Cerré los ojos estando a escasos milímetros. Pude ver estrellas y destellos al rozar superficialmente su labio inferior sin llegar a tocarlo por completo.
Y mi cometido se vio frustrado.
—¿¡Ustedes dos!? —exclamó uno de los guardias desde el segundo piso del hospital.
Mis ojos se abrieron de forma abrupta al igual que los de Edén y las luces del jardín se encendieron sacándonos de nuestro mundo.
Sin pensar en el yeso me levanté casi de un brinco halándola de la mano hasta dejarla frente a mí. En ese momento no sentí su peso en absoluto, esa sensación de adrenalina volvió a hacerse presente.
Vi al guardia dirigirse a las escaleras precipitadamente desde el segundo piso, sí nos atrapaba estaríamos en serios problemas.
—¡Vámonos! —exclamó Edén, su expresión en lugar de parecer asustada se veía destilando felicidad a través de su sonrisa
Se apresuró a pasarme las muletas y una vez que las coloqué de manera adecuada avancé como pude hasta la puerta de entrada para subir por el elevador.
El trayecto se me hizo más largo que cuando recién bajamos, Edén corría frente a mí, llegando ella primero antes de que las puertas se cerrarán. Del otro lado el guardia acababa de bajar el último escalón con una expresión de fatiga total. Ni siquiera la baja temperatura evitaba que el sudor escurriera de su frente.
Presioné el botón para subir al segundo piso una vez estuve adentro del elevador. El guardia tenía el ceño fruncido, intentaba correr mientras su enorme abdomen rebotaba al igual que las llaves que llevaba atadas en su cinturón. En cuanto la puerta se cerró el guardia llegó mientras Edén y yo le decíamos adiós con una sonrisa de burla moviendo los dedos de nuestra mano alternadamente.
—Estás demente —dije al llegar a nuestro piso, reíamos entre susurros aguantando las carcajadas.
—Admite que fue divertido.
—¿Qué es lo que fue divertido?
Ambos nos tensamos al ver la imponente presencia de una enfermera talla XXL con cara de simio parada con las manos en forma de jarra en la puerta de la recepción del piso y el ceño fruncido
— ¡Anthore, Fortier! —exclamó —. ¡A sus habitaciones de inmediato!
Asentimos repetidas veces y caminamos rumbo a nuestras respectivas habitaciones.
«Fortier»
Ese era su apellido, giré el rostro para observar su silueta perderse por el pasillo.
Caminábamos en dirección contraria, vi como ella también volteaba dirigiéndome una de sus hermosas sonrisas, no pude evitar sonreír.
—Edén Fortier.
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