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4. Enigma médico

Volver a casa ya no era un alivio. Ahora Guillermo se la pasaba encerrado en su cuarto y pocas veces lo veía por la sala o la cocina.

Muchas veces trató de convencerlo de que era la misma persona y que no le haría daño. Qué podían ver telenovelas en la sala cómo antes y hacer guerras de palomitas durante los anuncios, pero él no estaba convencido, tenía miedo y aunque le doliera, lo entendía. Un par de veces lo había tomado por sorpresa, pero logró controlarse debido al sabor desagradable que tenía su sangre.

Aficionado a los tés, alguien le había dado a Guillermo una bolsa con una hierba que ayudaría a qué su amiga no lo matara si lo consumía y aparentemente, estaba funcionando muy bien. Apenas ella saboreaba el gusto de esa planta en su sangre, sentía un estupor insoportable que la obligaba a dormir unos minutos y que la volvía tan amarga, que le resultaba intolerable.

Por eso ahora, en lugar de pasar las noches sola, prefería salir a cazar y cenaba fuera, casi siempre, «comida china». Le encantaba el sabor de la sangre de los orientales, pero eran pequeños y debía conformarse con un par de tragos para no matarlos.

En teoría, así lo afirma la ciencia médica, cada humano posee cuatro litros de sangre, pero un vampiro no debe consumir más de uno si lo que desea es no causarles la muerte o graves daños en la salud. No tanto por benevolencia, sino por practicidad. Entre más gente, más variedad y más abundancia.

¿Y cómo lo aprendió? En sueños. Sueños acerca del tipo que la convirtió en lo que ahora era: Ese atractivo demonio con ojos felinos al que aún tenía el placer de ver casi cada noche. Claro qué a él no le importaba asesinar a su fuente, pero a ella sí y eso la llevó, por medio de prueba y error, a idear una mejor estrategia alimentaria.

Primero que nada, no bebía de gente a la que debía erradicar. Era casi cómo beber agua de una bolsa de basura. Impensable, asqueroso, realmente nauseabundo el solo imaginarlo. Tampoco de niños o de mujeres que estuvieran menstruando. Los ancianos mayores de setenta, también estaban fuera del menú. Por lo que los únicos aptos para ser «donadores», resultaban ser los jóvenes que se veían sanos y fuertes.

Cada noche, caminaba muchos kilómetros, adentrándose en los lugares más oscuros y solitarios dónde sabía, se escondían ciertas alimañas bípedas. A veces, dormitaba sobre la banca de algún parque o subía a alguna azotea para descansar. Había noches en las que no encontraba a nadie y otras que estaban muy saturadas de malandros a los cuales destripar.

Pero eso no era algo que le hubieran enseñado, más bien era iniciativa propia. Odiaba a la gente que hacía el mal solo por divertirse, por dañar a otros. Así cómo la dañaron a ella algún tiempo atrás.

Aquella noche, recordó mientras contemplaba las estrellas acostada sobre un tanque de agua, por fin se había decidido a salir con un tipo que había estado asediándola solo para que la dejara en paz. Guillermo le advirtió que no era buena idea, que el sujeto en cuestión le inspiraba una enorme desconfianza y que él no podría estar ahí para cuidarla.

Torpemente, ella hizo caso omiso a su advertencia y creyéndose más astuta, acudió a la cita.

Todo tiempo que duró el encuentro, Brenda se portó de una forma insoportable. Mitad para espantar al pretendiente, mitad porque a ella tampoco le inspiraba confianza el sujeto.

Era atractivo, sí. Había esmero en su apariencia, pero su actitud presuntuosa y prepotente la tenía harta. Ella en ese entonces no tenía las visiones que ahora tanto le facilitaban las cosas y lo que hubiera quedado como un mal momento, se convirtió en una pesadilla.

Justo cuando se sintió a salvo afuera del restaurante de mariscos a dónde el sujeto la invitó, un par de tipos la secuestraron y la metieron a la fuerza en una camioneta con las ventanas polarizadas. Tan oscuras, que nada de lo que sucedía adentro se podía ver.

Aunque a ella le parecieron una eternidad, solo tres minutos después abordó el que se hacía llamar Rafael y que premió su osadía con un par de fuertes bofetadas que le dejaron zumbando los oídos. Pero a pesar del terror por el que estaba pasando y por el que todavía iba a pasar, era tanta su rabia por encontrarse en esa lamentable situación, que no soltó una sola lágrima, ni un gritó, ni una llamada de auxilio.

Sabía que esas podían ser sus últimos minutos en el mundo, pero se juró a sí misma qué, de lograr sobrevivir, se vengaría de la manera más sádica y falta de piedad que pudiera.

La violaron varias veces entre los tres, se rieron, se burlaron de ella, la golpearon de forma salvaje y la tiraron como basura al lado de un camino desierto, creyendo que estaba muerta.

Pasaron un par de horas antes de recobrara la conciencia y tuviera fuerza para levantarse y caminar por la orilla de la carretera. Fue hasta entonces que rompió a llorar cubriendo con los brazos su torso desnudo.

La mitad de su rostro estaba inflamado y el vientre le dolía horrores. No tenía idea de dónde sacó la entereza necesaria para incorporarse siquiera, pero tampoco pasó mucho antes de que cayera de nuevo al suelo.

La siguiente vez que abrió los ojos estaba en una cama de hospital con dos médicos mirándola atentamente, pensando en cómo le darían la siguiente mala noticia.

Su maltrecho cuerpo se había recuperado de forma asombrosa y eso ya era un misterio, pues sus heridas y el daño causado, eran de suma gravedad. Pero había un problema más grande encontrado en sus análisis sanguíneos: Al parecer, según los médicos, un extraño cáncer en la sangre, incompatible con vida, la aquejaba.

Jamás habían visto algo así en otra persona, pero antes de que empezaran a averiguar más, un par de hombres se la llevaron de ahí con rumbo desconocido.



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