3. El pequeño híbrido
La vida en pareja de Edward no estaba siendo fácil y Cordelia, su esposa, tenía gran parte de culpa.
Cuándo el vampiro decidió dejar atrás el recuerdo de la difunta cónyuge a la que tanto amó y se unió con esa conflictiva mujer, nunca pensó que su vida se volvería un infierno de celos y reclamos.
A veces contemplaba seriamente la posibilidad acabar con ella y llevarse con él a su hijo de ocho años, pero le aterraba pensar que un día le reclamara haber hecho eso. Para Edward, no había nada más importante que el pequeño Gilberto.
En cambio, para Cordelia, el niño representaba una pesada carga que debía llevar a cuestas, si quería al padre a su lado.
Sentía por su marido, un amor obsesivo y enfermizo, que empeoraba con unos absurdos celos hacia el recuerdo de la anterior esposa.
El solo nombre de Emily Rose le dolía y le causaba rabia incontrolable, pues sabía que nunca iba a olvidarla a pesar de que tenía tantos años de muerta. Para colmo, él llevaba una foto suya en la cartera todavía.
Ni siquiera el hijo que tantos incomodidades le causó y al que estuvo a punto de abortar varias veces, sirvió para unirlos. Ese pequeño engendro maligno, diabólico...
A veces recordaba cómo se burló sin ninguna consideración cuando Edward le dijo que era un vampiro, hasta que un día, salió preñada y las cosas comenzaron a ponerse raras y peligrosas.
Un hambre voraz e interminable la hacia comer noche y día hasta que le dolía la boca de tanto masticar, porque si no lo hacía así, si no comía a ese ritmo frenético, el feto la secaría desde adentro matándola sin remedio en cuestión de un par de días. También necesitó algunas transfusiones, aunque no al estilo tradicional, sino que fue necesarioñ succionar de la muñeca de Edward.
En no pocas ocasiones, tuvo que apartarla bruscamente, pues solía prenderse de su brazo con tanta fuerza, que llegaba a lastimarlo. Entendía que el pequeño era quien necesitaba ese alimento, pero le molestaba su cercanía y no podía evitar ese rechazo. Aún no sabía en qué estaba pensando cuando decidió unirse a esa mujer. No la soportaba.
Las cosas empeoraron un poco más cuando el bebé nació, ya que continuaba con un ritmo de alimentación muy parecido, solo que esta vez necesitaba leche y Cordelia se negaba a darle pecho. Lo había intentando un par de veces y sintió que le succionaba no solo el alimento, sino la vida misma y tenía miedo.
Edward la observaba con desprecio, pues recordaba cómo Emily prefería morir antes de que su bebé pasara privaciones. Incluso estuvo dispuesta a dar su vida por brindarle el hijo que tanto deseaba. En cambio, con Cordelia todo eran quejas y lloriqueos por hacer lo que una madre se suponía que hiciera.
Ahora que Gilberto era más grande, sentía con más fuerza el rechazo de su madre, lo cual era otro motivo de peleas entre Edward y Cordelia, quien además, no paraba de fumar.
—Ya te dije que no fumes delante del niño —dijo y le tiró el cigarro que sostenía en la mano. Le haces daño.
—¿Si? ¡Más daño me haces tú a mí!
—No grites.
—¡Gritó lo que se me pega la gana! ¡Estoy harta!
—¿Ah sí? ¿De qué? ¿De trabajar tanto? ¿De los quehaceres? Tienes todo, Cordelia, no entiendo de qué te quejas. Lo único que te pido es que atiendas y cuides bien a Gil. No tienes otra cosa qué hacer.
—¡Gil esto, Gil lo otro! ¡¿Y yo qué?! ¡¿A mí quien me atiende?!
—No estás cumpliendo con tu parte del trato. Tampoco estás siendo buena madre. El niño dice que no lo quieres.
—¡Pues no, no lo quiero! ¡Esa cosa no es nada mío!
—Última advertencia, Cordelia. No acabes con mi paciencia. Sería tan fácil...
—¿Tan fácil que? ¿Matarme?
—Si vuelvo a escuchar otra queja del niño...
—¡No puedes obligarme a quererlo! ¡Me da miedo!
—¡No seas Ridícula! ¡Es un niño como cualquiera! Y dices que me amas... Si en realidad me amaras cómo dices, lo querrías a él también. Es tu hijo.
—Cuando te conviene lo es.
—Ya me voy —entró a despedirse de su hijo, que estaba en un rincón entre la cama y una cómoda.
—¿Que haces ahí? —preguntó y se colocó en cuclillas.
—Nada —respondió triste.
—Ya me voy. Nos vemos mañana.
—¿Puedo ir contigo?
—Mañana tienes escuela. Pero es viernes y saliendo nos vamos a dónde quieras ¿Está bien?
El niño asintió.
—Pórtate bien, bodoque.
—¿Por qué mi mamá no me quiere?
—Sí te quiere, solo que no sabe demostrarlo. Ven —estiró los brazos—. Dame un abrazo.
Gil se levantó de no muy buena gana e hizo lo que le pidió. Amaba a su padre, pero cuando se iba, la vida se le volvía una tortura.
Cada día que pasaba, la idea de que Gil no era hijo de Cordelia, se afirmaba más en su mente. Estaba seguro qué, de alguna forma que aún no comprendía—, Gilberto era hijo de Emily Rose. Incluso se parecía físicamente a ella.
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A Brenda le gustaba su «trabajo». Le apasionaban lo que hacía, sobre todo, cuando por accidente descubrió que su nueva vida incluía varias habilidades que antes no, entre ellas, una fuerza bestial que varias puertas y huesos rotos —propios y ajenos—, después, había conseguido dominar; y ni hablar de la súper velocidad. Corría tan asombrosamente rápido, que los ojos humanos solo podían distinguir una sombra oscura. Eso le permitía jugar con sus víctimas un rato y aterrorizarlas antes de acabar con sus patéticas y dañinas existencias. Porque eso sí, no mataba a diestra y siniestra o porque sí. No, ella elegía muy bien a sus víctimas.
Varias veces, debido a su ahora ultra sensible oído, había librado de un terrible destino a algunas víctimas del delito acudiendo a su llamado de auxilio.
Lo que no le agradaba mucho, eran los pequeños choques eléctricos que resultaban de tocar a cierta gente. También con el tiempo, descubrió que esos electrochoques estaban acompañados de visiones que le mostraban acciones pasadas de aquellas personas, lo cual le permitía decidir el castigo o el tipo de muerte que tenían merecida. Entre más intensa la corriente, peores eran las acciones habían cometido, por lo que muchas veces no se molestaba en esperar a que las imágenes le confirmaran qué ese ser, debía dejar de existir.
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