Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

8

Él llegó puntual, vistiendo también de sport y como solo un caballero, o uno que pase los 30, puede hacerlo, me abrió la puerta del coche.

Yo me tocaba el cabello un promedio de 20 veces por minuto, movía las manos constantemente y evitaba por todos los medios su mirada. Pero justo como había pasado la víspera, la conversación fue haciéndose fluida y natural, hasta que conseguí relajarme por completo.

Mientras nos acercábamos a la costa, el aire empezó a cambiar, la brisa se tornó salada y la cercanía del océano despertó los felices recuerdos de mi infancia.

Cuando aún vivía mi madre, solíamos pasar cada verano en la playa. Con la energía que solo los niños poseen, me pasaba horas enteras nadando o corriendo de un lado a otro. Nunca tuve la paciencia para hacer castillos de arena, en cambio, me divertía recogiendo conchas y caracoles. Para mí, era como una maravillosa búsqueda del tesoro, y las raras veces que conseguía hallar aquellas conchas grandes, donde se escuchaba el mar, daba saltos de alegría exhibiendo mi fabuloso hallazgo.

Mamá decía que solo las personas verdaderamente especiales lograban escuchar ese sonido. Decía que el mar revelaba secretos a través de sus hijos, los caracoles, y que solo unos pocos privilegiados tenían el poder de entender la música que brotaba de ellos.

Aun cuando me hice mayor, seguí creyendo aquella historia. Adoraba las historias de mi madre, porque ella creía en la magia, creía en el amor y su fe era tan dulce que te hacía compartirla. Sobre mi mesita de noche, reposaba uno de esos caracoles que coleccionaba de niña y a veces todavía trataba de escuchar los secretos del mar, aunque fuera incapaz de comprenderlos.

Iba callada, absorta en mis felices pensamientos, cuando Ulises colocó su mano en mi rodilla. El gesto me sobresaltó pero no me aparté. Entonces, al mirar su mano en mi pierna, un pequeño aro dorado hizo saltar todas las alarmas.

El coche había llegado a su destino, así que esperé a que nos bajáramos para hacer la pregunta que me estaba carcomiendo por dentro.

-¿Eres casado? -pregunté, tomando su dedo para remarcar mi duda, aunque conocía ya la respuesta.

-Si -respondió sin inmutarse-. ¿No te habías dado cuenta? -dijo como si fuera una estúpida por no haber notado antes el anillo.

-¡Es evidente que no! -contesté, airada-. De lo contrario no estaría aquí, ¿no crees?

-Lo siento, pensé que lo habías notado anoche. -Se disculpó como si eso hiciera la diferencia-. Tampoco me lo preguntaste, no me mires como si te hubiera engañado. -Se defendió ante mi mirada acusadora.

No me había percatado, pero me había alejado de él como un metro y todo mi lenguaje corporal manifestaba que estaba a la defensiva.

-La omisión es igual de grave -repliqué-. ¿No crees que algo tan importante como eso deberías de habérmelo dicho antes? Y en cualquier caso -continué sin dejarlo responder- ¿Dónde está tu mujer ahora? ¿Acaso no le importan tus excursiones a la playa con extrañas?

-Ella no está aquí. -Trató de explicarse-. Lleva más de un año fuera del país por trabajo.

-¿Y eso es razón suficiente para engañarla? -pregunté, alardeando de una moralidad que no estaba segura de poseer.

-No la estoy engañando -contestó con una calma que no había perdido en ningún momento.

Comenzaba a ser un incordio su serenidad.

-Tenemos un acuerdo. Seguimos juntos, para los efectos, pero cada cual hace su vida por separado. Es normal que conozcamos a otras personas, acordamos mantener las apariencias mientras tuviéramos interés de estar juntos. Cuando ella regrese, si aún nos amamos, volveremos a hacer vida de casados.

-¿Como si nada hubiera pasado? -pregunté, atónita ante tanta liberalidad-. ¿No sienten celos? ¿No les importa que haya otras personas?

-Si, por supuesto que hay celos, pero lo que ignoras no puede hacerte daño, ojos que no ven...

-¡Estoy alucinada! -aseguré, sentándome en el muro para procesar toda la información que acababa de recibir-. ¿Y eso en que me convierte a mí? ¿En tu amante? -Él se rió ante mi pregunta, pero se detuvo rápidamente tras mi mirada fulminante.

-No, claro que no. Aún no ha pasado nada entre nosotros. Ni siquiera nos hemos besado -acotó aquel hecho como si yo no tuviera la capacidad de darme cuenta por mí misma.

Me sentí un poco avergonzada ante el trato condescendiente que me daba, pero reuní fuerzas para contestar.

-Ya, pero si me invitaste a salir es porque esperabas que eventualmente algo pasara, ¿o me equivoco?

-A ver, te invité a salir porque me pareciste una muchacha muy inteligente e interesante, además de preciosa. Disfruté mucho tu compañía anoche y tengo intención de seguirlo haciendo. Lo que pase estará condicionado por ti. Eres tú la que decides lo que quieres que seamos. Amigos, conocidos, amantes, como si quieres irte ya y cortar todo lazo, también lo entenderé. Pero nunca tuve intención de mentirte. Siempre seré claro contigo y te daré el poder para que decidas hasta dónde quieres llegar.

Mi mente era un torbellino. Trataba de procesar lo que ocurría para saber cómo actuar. Me gustaba mucho ese hombre, no había conocido a nadie como él, y no, no quería irme y romper todo lazo, mandando al diablo la cita perfecta con la que había fantaseado. Pero por otro lado, tampoco estaba dispuesta a ser la amante de alguien que solo podría darme a medias, la atención que necesitaba, esconderme como si estuviera haciendo algo malo.

No, no lo consentiría.

No obstante, había una opción intermedia, ser amigos.

Ambos disfrutábamos de la mutua compañía y de la conversación inteligente. ¿Por qué no quedarse y pasar una tarde agradable frente al mar, sin dar pie a que pasara algo más entre nosotros, evitando a toda costa cualquier tipo de interacción romántica?

Era capaz de hacer eso.

¿Lo era?

¿Por qué no darle una oportunidad a aquella cita? En el mejor de los casos ganaría un buen amigo y en el peor pasaría una tarde agradable.

Nada tenía por qué salir mal.

-Bueno -dije finalmente tras unos minutos de debate interno-. La verdad es que no quiero irme. Me hace ilusión pasar la tarde en la playa, yo también disfruto de tu compañía y si dices que no me presionarás, supongo que podemos ser amigos, pero nada más. ¿Te parece bien?

-Me parece perfecto -me aseguró, sonriendo-. Vamos entonces.

Nos sentamos sobre un enorme mantel, a la orilla del mar. La playa estaba tranquila. Apenas un par de familias que ya recogían sus cosas para marcharse, y tres o cuatro bañistas que se observaban bastante alejados de nosotros.

Ulises había traído todo tipo de cosas para comer: pan, mermelada, mantequilla, frutas, galletas, dulces, y para beber un par de botellas de vino.

Se apreciaba un poco de tensión al inicio, pero tras un par de copas me fui relajando y dejándome atrapar por lo cómoda que me hacía sentir aquel hombre. Sin darnos cuenta, se había hecho de noche. La playa había quedado desierta, pero por mi mente no pasaba la idea de marcharme. La estaba pasando demasiado bien. Finiquitamos la segunda botella de vino entre infinitas conversaciones sobre política, religión, filosofía...

Era increíble lo mucho que sabía. Con él podía hablar de las cosas más profundas y usar el lenguaje que quisiera, sin temor a que no me fuera a entender.

Era insólitamente excitante.

Él había cumplido su promesa y en ningún momento había intentado nada, pero por alguna razón aquel hecho comenzaba a molestarme.

Mientras me contaba sobre la Revolución Francesa, yo no paraba de mirarle los labios. Mis mejillas me ardían y sentía un extraño calor a pesar de que la noche era más bien fresca.

Es el vino -pensé-. No es nada más que el vino.

Ulises se percató de mi mirada embobecida y creyendo que me estaba aburriendo detuvo su monólogo.

-¿En qué piensas? No te interesa mucho este tema, ¿verdad?

-No, si es muy interesante. Es solo que estaba pensando en que hace mucho tiempo que no me sentía tan cómoda hablando con alguien -le dije con una tristeza velada-. Es una pena...

Dejé inconclusa la frase que ocultaba tantas cosas. Me invadió una rabia amarga por encontrar las cosas que siempre había deseado en un hombre, precisamente en uno que estaba prohibido para mí.

Él acercó la mano a mi rostro y apartó un mechón que me tapaba los ojos.

-Yo también me he sentido muy bien, eres muy especial -me dijo con una ternura que allanó el camino.

-¡Bésame! -pedí sin pensarlo.

Pero él no se sorprendió ante mi orden, más bien parecía estarla esperando.

Se acercó lentamente, acariciando mi brazo y mirando en lo profundo de mis ojos, turbios por el alcohol. Yo estaba derretida, ansiosa, tuve que contenerme para no violentar aquel primer beso, y esperé, impaciente, escuchando burbujear mi sangre.

La colisión fue neurálgica.

No me habían besado en mucho tiempo y me aferré a sus labios como a una mascarilla de oxígeno en un ambiente sin aire. Pero él ignoraba mi avidez y marcaba su propio ritmo. Un ritmo tortuosamente lento, delicioso. Sabía a vino y a gloria. Usaba la lengua lo justo para aumentar mis latidos, vertiginosamente. Tras unos minutos que parecieron siglos, el beso terminó.

Yo permanecí unos segundos más con los ojos cerrados. Él debió pensar que era una idiota o que estaba muy urgida.

Lo estaba.

Abrí mis párpados y lo miré para encontrarme con una expresión de lujuria que no me había mostrado antes y que me hizo estremecer.

-Me encantas -me aseguró.

Traté de encontrar en los cajones de la moralidad de mi mente alguna excusa, algunas palabras que detuvieran aquella imprudencia, pero mi cerebro había perdido su capacidad de respuesta. Mis sentidos permanecían embotados por el vino y el beso, y entonces decidí no pensar. Mis manos apresaron su cuello y secuestré su boca para mi propia satisfacción. La intensidad iba en aumento. Sus manos navegaban por mi espalda, haciendo escala en mi cintura. Yo me había colocado sin percatarme a horcajadas sobre su regazo, sin dejar de besarlo mientras me agarraba de su cabello para no caerme de la cima de voluptuosidad en la que había decidido subir, bajo mi propio riesgo.
De pronto, sus manos se deslizaron bajo mi vestido y apresaron mis nalgas haciéndome respingar. Él no se detuvo, por el contrario, comenzó a mordisquear mi cuello, provocando jadeos descontrolados. Sus manos hacían un bojeo en mi zona sur y se toparon con el río que manaba de mi entrepierna.

-¡Dios mío, nena! ¡Cómo estás! -exclamó francamente impresionado.

De haber podido razonar, me hubiera sonrojado, en cambio, sus palabras me hicieron mojar más aún los habilidosos dedos que jugueteaban sin piedad con los botones de mi cuerpo. De pronto, detuvo sus caricias.

-Creo que deberíamos continuar esto en casa. -Me lanzó cual cubo de agua fría en medio de mi incendio.

-¿Que? -alcancé a decir, trastornada por el cambio tan brusco.

-Cariño, estamos en un lugar público. -Acotó de nuevo condescendiente, con una prudencia y serenidad que me ponían de los nervios-. Cualquiera puede venir.

-No me importa -dije con una voz que no era la mía-. No puedes dejarme así, te quiero ahora. ¡No puedo esperar! -casi le grité, frenética.

Se veía la reticencia en su rostro, pero por otra parte, se observaba también la excitación en el bulto de su pantalón. No puso más pegas y recomenzó besándome, esa vez más intensamente, con furia de dientes que destrozaban mis labios y una lengua que se hacía dueña de mi boca.

Deslizó los tirantes de mi vestido y bajándolo hasta mi cintura, dejó al descubierto el sujetador que apresaba mis pechos. Sin quitármelo, los manoseó con avidez y sin más dilación, se metió en la boca mi teta entera. Succionaba cual bebé recién nacido, mordía mis pezones con saña haciéndome gritar, pero sorprendentemente, no de dolor. Sus manos no estaban ociosas y yo las bañaba con mis fluidos. Luego de recrearse por un rato en mis pechos, continuó bajando hasta el centro del mundo.

Se quedó unos segundos observando mi sexo con pupilas enormes, dilatadas.

-Eres preciosa -me dijo con la voz más ronca que le había escuchado hasta entonces.

Hundió su cara en mí, y en el medio de mi éxtasis, pude ver como él realmente disfrutaba con el olor que emanaba de aquel majar que estaba a punto de saborear. La sensación fue gloriosa. No tenía que ver con el sexo oral regular y atropellado que había recibido anteriormente. Era lo más parecido a ser venerada, adorada cual diosa por alguien que aprecia toda tu feminidad, la goza sin contenerse, llevándote a lugares que no sabías que existían.

No tardé mucho.

Los temblores dominaron mi cuerpo y pude sentir como mi rincón más íntimo martillaba para explotar, al fin, en un estallido delicioso, hormigas en forma de estrellas me recorrían entera, provocándome un estado de relajación inigualable, de felicidad física.

La catarsis no termino ahí. Ulises aprovechó mi culminación para iniciar su embestida, encontrando mi cuerpo aún espasmódico y vulnerable. Liberó la endurecida arma de su pantalón y arremetió contra mí.

-¡Oh nena! -exclamó al penetrarme-. Estás tan apretada, tan mojada -me decía, derrochando obscenidad.

Se deleitaba en mi interior casi sin moverse. Dejando que los temblores de mi último orgasmo lo acariciaran. Dejó que mis entrañas lo abrazaran por un rato, para comenzar a moverse entonces, suavemente primero, acrecentando el ritmo después, hasta hacerme estar de nuevo justo al borde.

Nuestros cuerpos habían abandonado el mantel hacía ya mucho rato, mi pelo yacía desparramado en la arena fría, y el sudor hacia que los granos se pegaran en nuestros cuerpos pegajosos. Él no paraba de besarme, de apretarme y morderme mientras me penetraba. Yo me dejaba hacer, extasiada. Y entonces los dos llegamos juntos al límite, y mis gritos se fundieron con el sonido del mar que se había vuelto más tormentoso al igual que nuestra cita.

Ulises exhaló un gemido sordo y culminó en mi interior, desplomándose luego encima de mí. Nuestros cuerpos quedaron sudorosos, sucios de arena, con sabor a salitre, a sexo y a felicidad.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro