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8 de junio.
Desde pequeña, me ha fascinado la reconfortante sensación que me brinda mirar el mar. Es lo más parecido a la paz que he experimentado nunca. El sonido de las olas al romper en la arena trasmite una calma indescriptible. Por no hablar del agua, el agua salada y cristalina es como un balneario contra las malas vibras, me libra de los malos humores, logra que el estrés se aleje con la marea, y flotando en la inmensidad azul, mirando el cielo igual de inmenso pero de un tono más nítido, puedo, como casi nunca, relajarme de verdad y escuchar mis pensamientos claramente. Todo cobra sentido en el mar y, de alguna manera, siempre que estoy cerca de él me siento un poquito más feliz.
Por eso estuve muy de acuerdo con la original idea de Ulises. Picnic en la playa, unas copas de vino, compañía decente y mi vista favorita.
Sonaba como una cita perfecta.
El mensaje me había despertado la mañana siguiente al evento. Mentiría si dijera que no lo esperaba. Por supuesto que lo hacía. Lo esperaba tanto, que desde que salí de la librería, cerca de la medianoche, no paré de revisar el celular, ansiosa por encontrar una respuesta suya. Lo esperé anhelante hasta que el cansancio me venció y el cúmulo de emociones me hizo caer en un sueño profundo y plácido.
Normalmente despierto tarde los sábados. Me permito remolonear largamente y solo se activan mis neuronas cuando el olor a café inunda la habitación y el líquido marrón, suavizado con leche, baja por mi garganta infundiéndome energía. Pero aquella mañana solo hizo falta un sonido para poner a trabajar a mi cerebro a toda velocidad y disparar las pulsaciones que hasta entonces eran apacibles y lentas. Mi celular sonó y salté sobre él como si se me fuera la vida en ello.
Era él.
"¿Te gusta la playa?" -decía simplemente.
"Me encanta" -respondí casi al instante, olvidando todos los protocolos de cortejos, que estaba muy lejos de dominar, que exigían hacerse un poco de rogar para aumentar la expectativa.
"Paso por ti en dos horas. Mándame tu dirección."
Me quedé desconcertada. No me estaba preguntando, ni se molestaba en comprobar si me apetecía salir con él, o si ya tenía planes. Era esa arrogancia peculiar que había visto en él desde el primer momento, el exceso de confianza en sí mismo que de seguro le procuraba todo aquello que quería.
Estaba segura de una cosa, quería ir.
Quería verlo, y si la playa formaba parte de la escena pues aún mejor, pero tampoco quería parecer fácil o desesperada. Lo acababa de conocer. No podía lanzarme a sus brazos a la primera orden que me daba. Porque eso era lo que había hecho, había decidido sobre mí sin llegar a usar siquiera diez palabras.
"Tengo planes a esa hora, pero si me pides una cita de manera apropiada, en lugar de darme una orden, tal vez me lo piense y te haga un hueco más tarde"
Texteé antes de que me diera tiempo a pensarlo y agregué el guiño nuevamente para no sonar demasiado borde.
Para mi sorpresa, él no continuó con la guerrilla de mensajes. Di un respingo cuando el teléfono sonó, pero esa vez con el tono de llamada. Lo dejé sonar un buen rato mientras trataba de calmarme y pensaba que iba a decirle, dudando de poder mantener una actitud indiferente cuando escuchara su voz.
Finalmente descolgué.
-Buenos días, Valeria. -Su voz sonaba más grave a través del auricular.
-Buenos días -respondí, intentando sonar segura.
-Disculpa si te pareció una imposición mi mensaje, no soy muy ducho con el whatsapp, prefiero hablar. Supongo que soy de la vieja escuela.
-Ya, comprendo. Mi abuelo también se lía con la tecnología, aun no le coge el truco. -Me atreví a bromear. Él rió al otro lado de la línea.
-Pues sí, estoy seguro que tengo más cosas en común con tu abuelo de las que me gustaría admitir, pero es contigo con quien quiero congeniar -dijo, aumentando la intensidad de su voz.
Yo no supe que responder.
-Perdona si te parecí muy urgido o autoritario, pero es que en realidad soy autoritario, manías que se te quedan cuando diriges algo, y sí estoy urgido por verte. -Yo tragué saliva-. Me encantaste, esa es la verdad. Y ya estoy deseando verte de nuevo. Si no puedes hoy, no hay problema. Esperaré, aunque reconozco que no con paciencia, a que me hagas un hueco, como dices, y si esta manera no te parece suficientemente apropiada para pedirte una cita, estoy dispuesto a recurrir a las flores, los chocolates y hasta a un par de mariachis con tal que digas que sí.
Yo tenía una sonrisa tan grande plasticada en la cara que me dolían las comisuras de los labios.
Finalmente me aventuré a responder.
-No, tranquilo, no hará falta llegar a tanto. Si puedo hoy, solo que más tarde -dije para mantener mi argumento anterior-. ¿Sobre las cuatro te viene bien?
-Me viene perfecto, así vemos la puesta de sol. Creo que ya me voy acercando a lo que es apropiado, ¿o no? -dijo, divertido.
-¿Puesta de sol? -pregunté-. ¿Podrías explicarme cuál es tu idea exactamente?
-Picnic en la playa -declaró-. Hay un pueblito costero no muy lejos de aquí. Viví allí cuando era niño. Tiene una playa poco conocida y muy hermosa. Desde ayer muero de ganas por comprobar que azul me gusta más, si el de tus ojos o el del mar. Aunque estoy seguro que la combinación de los dos ganará la batalla. ¿Qué te parece? -preguntó, preocupado por mi mutismo.
-La verdad es que suena muy bien -dije con sinceridad-. Hace mucho que no voy a la playa y adoro el mar. Por no mencionar que la idea de ver la puesta de sol me ha convencido -respondí divertida.
-Pues perfecto, a las cuatro entonces.
La idea de retrasar la cita me vino muy bien para prepararme un poco. Era un manojo de nervios. Vacié el closet sobre la cama para decidir que ponerme, pero en ese momento encontraba horrible toda mi ropa. Me probé un vestido tras otro, encontrándolos a todos terriblemente insulsos.
Sabiendo que mi histeria no depararía en nada bueno, decidí tomar un baño para intentar relajarme. Llené la bañera, le añadí todas las sales aromáticas que tenía, prendí el incienso y puse la música más tranquilizadora que encontré. Sumergida en el agua tibia y arrastrada por la fuerza inevitable de la música, fui recuperando poco a poco el control de mi respiración y sintiendo como la tensión abandonaba mis músculos.
No había motivos para estar tan nerviosa. Era solo una cita. Pero los recuerdos de mi legendaria discapacidad social e ineptitud romántica hacían regresar los temores a mi mente.
¿Y si metía la pata? ¿Y si decía alguna estupidez que terminaba por espantarlo?
Llevaba once meses soltera y en todo ese tiempo no había tenido mucho éxito en mis escasos intentos por ligar. La inteligencia y el encanto se me iban a los pies cuando de hombres atractivos se trataba.
Ulises no era atractivo, al menos no de la forma convencional. Sin embargo, ningún otro hombre había conseguido ponerme tan nerviosa en tan poco tiempo. Las razones se explicaban solas. Él era un hombre. Un hombre de 32 años, exitoso, inteligente, interesante y que emanaba seguridad. Nada que ver con los chicos a los que estaba acostumbrada.
Mi primer y único novio, Alejandro, había sido un muchacho de mi misma edad, vecino y amigo de la familia por muchos años.
No me había enamorado de él, ni siquiera me había acercado, pero era un buen muchacho, apuesto, atento, que llevaba detrás de mí desde la pubertad.
Así que un día, harta de esperar que el amor llamara a mi puerta y un poco forzada por la urgencia de acabar con mi vergonzosa virginidad, cedí ante su insistencia. Pero nunca pude sentir por él algo más que un cariño especial que asemejaba a la amistad. No sentía la admiración y el respeto que creía debía inspirarme el hombre con quien compartiera mi vida. Aunque había dejado atrás a la adolescente cursi, aun había cierto matiz romántico en mi naturaleza al que no podía renunciar, y una parte secreta de mí anhelaba encontrar a alguien que si bien no fuera perfecto, lo fuera ante mis ojos. Alguien con quien pudiera ser yo misma a plenitud y a quien poder amar sin tener que pretenderlo.
Un día me sorprendí mirando a Alejandro con condescendencia, como si valiera menos que yo o no fuera suficiente para mí. Ese día sentí mucha vergüenza. Me reproché mi soberbia y me arrepentí de albergar esa clase de pensamientos hacia alguien que me quería tanto y hacía todo por verme feliz. Pero ese día también comprendí que no podía continuar con nuestra relación, porque entendí que la lástima, la gratitud o la simpatía no son razones para estar con alguien.
La soltería no me sentó tan mal. Al fin tenía tiempo para mí, y para hacer lo que me apetecía sin dar explicaciones. Por mucho tiempo estuve bien con esa realidad. Pero los meses comenzaron a pasar y un vacío comenzó a surgir en mi pecho.
Me sentía incompleta, rota, como si hubiera algo mal en mí que me impidiera amar o inspirar amor. Cada chico que conocía me parecía más tonto que el anterior, en todos encontraba defectos que eran exagerados por mi imaginación crítica. Tal vez estaba siendo demasiado exigente. Sabía que sería mucho más sencillo si fuera capaz de aceptar los pequeños fallos y ceder en algunas cosas para poder construir algo que mereciera la pena. Pero ninguno me hizo sentir ese "clic" que esperaba anhelante.
Aspiraba conocer a alguien que me diera la sensación de haber llegado a la meta. De sentir que estaba en lugar correcto, que no tenía que buscar más o resignarme.
Y entonces apareció él, y con un par de palabras me hizo olvidar todas mis reservas. Ya no analizaba críticamente, no evaluaba los pros y contras de cada paso que daba, porque simplemente no era capaz de pensar con claridad cuando estaba alrededor. La sensación era tan curiosa que me encantaba y espantaba al mismo tiempo. Se sentía tan bonito que tenía miedo de que en cualquier momento fuera a desvanecerse, de que pudiera hacer algo que lo echara a perder. Pero estaba decidida a no echarme atrás, a aventurarme a hacer solo aquello que sentía, aunque no fuera adecuado, aunque pareciera ridículo, sería yo misma, tal cual me saliera, era lo que había hecho la noche anterior y, al parecer, aquella actitud lo había conquistado.
Tenía que darme un voto de confianza y creer un poquito más en mí. Todo saldría bien. ¿Por qué no iba a hacerlo?
Armada con la nueva dosis de optimismo que había adquirido en la bañera, usando mi más florido vestido playero, luciendo un look natural, el reluciente pelo negro suelto, escaso maquillaje y una sonrisa enorme y expectante como mayor adorno, me dirigí a la cita.
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