34
7 de agosto
Las paredes de mi cuarto aún conservaban los pósteres que una adolescente demasiado versátil había pegado en ellas.
La variedad de contenidos reflejados en mi habitación demostraba lo cambiante de mi carácter. Había fotos de modelos y actores cuyos nombres ni siquiera conseguía recordar; el chelo en el rincón, rodeado de infinidad de carteles y volantes de conciertos clásicos; la librería ampliamente surtida de novelas románticas, que gasté de tanto leer; peluches sobre la cama; fotos con mis amigos en las paredes; mi madre en la mesita de noche.
Esa era yo.
Todas mis pasiones, anhelos y metas estaban allí. En el cuarto medio infantil, medio moderno, feminista, intelectual, mundano, profundo, abstracto, clásico, simple, encantador.
El conglomerado multicolor, que me había hecho quien era, estaba resumido en esas cuatro paredes.
A pesar de que ya no me identificaba completamente con ninguna de todas las versiones de mí que encontré entre recuerdos, tenía trozos de cada una de esas Valerias, grabados a fuego en el alma. La persona en que me había convertido había sido, un día, todas esas.
En mi cuarto faltaban cosas, faltaban experiencias vividas después de que me fuera de casa; secretos que había confiado a otras paredes, lágrimas que había derramado en otra almohada, cosas que había hecho en otra cama.
Pero hay cierta magia en el primer lugar donde nos atrevimos a soñar.
Aquel había sido mi primer refugio y al volver a él, me sentía a salvo.
Desde que volviera a casa, me la pasaba en el cuarto, escribiendo. Me había entregado de lleno a mi novela y estaba siendo un ejercicio sumamente purificador. Una forma de derramar todo lo que llevaba dentro y que no era capaz de soltar de otra manera.
Las palabras, muchas veces, no conseguían abarcar los sentimientos, la voz me fallaba, me traicionaba la emoción. En cambio, al escribirlas, no flaqueaba, conseguía hallar la entereza para describir sentimientos tan fuertes que me hubieran derribado de intentar expresarlos oralmente.
La tranquilidad que me daba escribir, no se comparaba ni siquiera a la paz que me daba la música. Escribiendo no solo me encontraba a mí misma, sino que podía ser quien quisiera ser. Podía volar de mil maneras distintas, a través de mil cuerpos, de mil nombres. Podía vivir cosas nuevas cada día, podía crear esas cosas, cosas que no hubiera podido encontrar, por más que buscara, en la vida real, incluso si tuviera el valor de buscarlas, de hacerlas.
La magia de las letras no solo las hacia posibles, sino grandiosas, espectaculares, mucho más fabulosas.
Lo había decidido. Era eso lo que quería hacer. Quería sentirme así cada día. Quería hacer a otros sentir eso. Saber que tal vez, con esfuerzo y con suerte, algún día tendría el don de provocar esa clase de emociones en los que leyeran mis obras, me parecía un regalo inapreciable.
Lo intentaría. Quería intentarlo.
Para mi sorpresa, mi padre no se opuso. Creo que después de lo que me había pasado, ya no hubiera podido negarme nada. Estaba mucho más cariñoso conmigo y con Claudio, quien tampoco se despegaba de mí. Él no estaba al tanto de los detalles escabrosos, pero notaba mi tristeza, sabía que algo malo me había ocurrido e intentaba por todos los medios llenar de luz mi corazón ensombrecido. Era el único que lo conseguía.
Además de escribir y pasar tiempo con mi hermano, también recibía a las escasas visitas que me mantenían ocupada en mi convalecencia, más emocional que física.
Como había dejado el trabajo en la librería, Nicolás se había visto obligado a ir a mi casa para seguir recibiendo sus clases de violonchelo. Había evolucionado muchísimo, y había decidido audicionar para ingresar al conservatorio, lo cual me llenaba de orgullo. Le aseguré que en poco tiempo, él mismo podría animar los eventos literarios, ocupando mi lugar.
Pedro y Estela también habían ido a verme, sintiendo mucho que los dejara.
La versión oficial era que había enfermado y guardaba reposo por orden del médico. No era del todo falsa. El aborto me había hecho perder mucha sangre, además había sufrido una infección que había comprometido mi sistema inmunológico. No era grave, pero con un cuadro de anemia, inmunodeprimida y deprimida en general, el médico había recomendado reposo y cuidados por algún tiempo.
Solo las personas más cercanas sabían la verdad de lo ocurrido y pretendía mantenerlo así.
-Estás muy guapa hoy -me dijo un siempre zalamero Ángel, a través de Skype.
Se había tenido que marchar, pero hablábamos a diario y los reportes de su vida en América eran de mis partes favoritas del día.
-Solo tú puedes encontrarme guapa acabada de levantar -le dije, sonrojándome y alisando mis despeinados cabellos.
-Oh, ¿te acabas de levantar? -Fingió sorpresa-. Creí que estabas lista para salir. Estás radiante. -Continuó subiéndome el autoestima.
-No, no he salido de la casa en una semana. -Compuse un mohín, pero lo deshice rápidamente-. Aunque quizás más tarde vaya a visitar a los chicos -decidí-, y a que me dé un poco el aire.
-Muy bien. Dale saludos de mi parte. Ahora debo colgar, tengo entrenamiento. Te mando un beso grande.
-¡Go go, champion! -lo animé, antes de despedirme.
Colgué con una sonrisa que Ángel siempre conseguía provocarme. Era un gran chico. Mi hermano también había continuado su amistad con Sara, y a menudo quedaban para jugar. Yo me sentía muy feliz de haberle dado ese regalo. Sabía lo importante que eran los amigos, él se merecía esa clase de luz en su vida. Y la pequeña Sara era toda luz.
Cumpliendo con la palabra dada a Ángel, me decidí a salir. Por primera vez en lo que parecieron siglos, me arreglé y maquillé. El leve bronceado que mi piel había adquirido en el mar, casi se había desvanecido en los días de encierro.
Intenté corregir la palidez de enferma con un poco de colorete, puse gloss en mis labios, rímel en mis pestañas y elegí un atuendo colorido, intentando impregnar en mi espíritu la alegría de los tonos.
Andrea había ido a visitarme a menudo, pero a Robert no lo había visto desde el hospital. Se había excusado, explicándome que estaba muy liado con las obras de su galería. Me llamaba casi a diario, pero no era lo mismo.
Lo echaba de menos.
Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña -decidí.
La galería donde mi talentoso amigo exponía su trabajo era una pasada. Hacía fotos grandiosas. Lograba tomas imposibles que lo habían hecho ganar algunos premios importantes. Además, la galería tenía incorporado un bar en el piso de arriba, lo cual la volvía doblemente atractiva.
Sin avisarle, me presenté directamente allí, segura de que lo encontraría dirigiendo las obras. Era muy meticuloso y exigente con la forma en que quería las cosas.
No admitía los "casi". Como el hombre creativo que era, tenía muchas ideas. Ideas claras y bien estructuradas, y le gustaba verlas materializadas tal cual.
Lo encontré muy concentrado, analizando unos papeles. Sigilosa, me acerqué por detrás y le tapé los ojos, como él había hecho conmigo días atrás.
Parecían años.
Lejos de sorprenderlo, fui yo la sorprendida cuando mis manos destaparon su rostro.
Estaba desfigurado. Su atractivo rostro estaba irreconocible bajo una amoratada hinchazón que cubría la mitad de su cara.
Ahogué un grito al verlo.
-¡Dios mío, Robert! ¿Qué te ha pasado? -Tomé su cara en mis manos, preocupada. Él emitió un quejido ante mi tacto que me encogió el corazón.
-Val, ¿qué haces aquí? -me dijo muy serio, liberándose de mis manos.
-Te echaba de menos. Creí que no ibas a verme por el trabajo, pero nadie me dijo nada sobre esto. -Señalé su cara magullada con una mezcla de reproche y preocupación.
-No es nada -me aseguró, sin mirarme.
-¿Cómo no va a ser nada? Si usaron tu cara de piñata. ¿Quién te ha hecho esto? -pregunté, dispuesta a vengar el agravio de mi amigo.
-No debes preocuparte. El otro quedó mucho peor -intentó bromear, pero no le resultaba fácil, luciendo de esa forma.
-Robert, tu nunca te has peleado antes. ¿Qué ha pasado? -Él seguía reticente a hablar.
Yo no alcanzaba a imaginar quien podría haberlo provocado tanto como para llegar a los golpes. Él era una persona muy pacífica. Les agradaba a todos. No lo imaginaba dándose de puños con nadie.
Entonces, recordé la noche en el club y el golpe que le había asestado a Ulises. Me llevé la mano a la boca, negándome a aceptarlo.
-¿Ha sido... ha sido Ulises? -pregunté, temerosa de la respuesta.
Él se mantuvo callado, pero me miró de una manera que lo decía todo.
-¿Cómo? ¿Por qué? -En ese momento sentí una rabia profunda hacia Ulises. Lo odié por haberse metido con mi mejor amigo.
-Por ti -respondió Roberto simplemente-. Por lo que te hizo a ti. No podía dejarlo pasar.
-No lo entiendo -dije, genuinamente confundida.
-Aquella noche en el hospital, te pusiste muy mal. Los médicos nos dijeron que habías desarrollado una infección, que estaba en riesgo tu vida. -Aquella noticia fue una sorpresa. Yo no sabía que había estado tan mal-. Cuando escuché eso perdí los estribos. El solo pensar que podía perderte me volvió loco. Lo saqué a patadas del hospital.
-Él... ¿él estaba en el hospital? -todo ese tiempo había creído que no se había preocupado por mí ni un poco.
-Sí, se negaba a irse hasta saber que ibas a estar bien. Me pareció un cinismo de su parte, cuando él había sido el causante de todo. No quiso irse por las buenas, así que tuve que obligarlo -me dijo aquello con la mirada baja, como si en realidad se avergonzara de su proceder.
-No es posible. -Me senté, impactada por esa nueva noticia-. No debiste hacer eso. ¿Lo has lastimado mucho? -La pregunta se escapó de mis labios antes de que pudiera detenerla.
Mi amigo tenía la cara desfigurada. Se había peleado por mí, en un desquiciado absceso de ira y de dolor, pero en ese momento, en lo primero que pude pensar fue en la frase que me había dicho segundos atrás "el otro quedó mucho peor".
-¿Aun te preocupas por él? -preguntó Robert, entre sorprendido y enfadado-. ¿Aún lo quieres, a pesar de todo? -Yo no contesté.
Él se pasó las manos por el pelo, derrotado. Suspiró y se sentó a mi lado, aunque sin tocarme.
-Sobrevivirá -respondió con dureza-. Al comienzo, luchó conmigo. Pero luego se abandonó y dejó que lo golpeara, como si él mismo reconociera que lo merecía. Andrea y Ángel tuvieron que intervenir. Yo estaba fuera de mí. Lo siento -me dijo, al ver mi expresión horrorizada-. No estoy orgulloso de lo que hice. Pero no entiendes el miedo que sentía por ti. Descargué mi furia contra él. Lo culpé por todo. -Solo un hombre como Roberto podía reconocer su error tan humildemente. Pensé que Ulises jamás lo haría.
-Él no es culpable por todo -remarqué la última palabra.
-Lo sé -contestó, sorprendiéndome de nuevo-, y aunque me duela reconocerlo creo que dijo la verdad. Él sí te quiere.
Aquello fue otro cubo de agua fría. Mi amigo me confesaba que se había peleado con el causante de mi tormento y al mismo tiempo admitía que su amor por mí parecía sincero.
Demasiado para procesar.
-¿Cómo puedes saberlo?-pregunté porque necesitaba su explicación para convencerme.
-Él no se marchó -me dijo-. A pesar de la golpiza, a pesar de que Andrea se lo imploró, a pesar de los puntos.
-¿Puntos? -interrumpí, alarmada.
-Le dieron 8 puntos en la ceja. -Yo estaba sin palabras-. Pero se quedó. Se quedó en el estacionamiento toda la noche, esperando. A la mañana siguiente, cuando los médicos nos dijeron que estarías bien y nos fuimos a casa a ducharnos y comer algo para regresar luego, él aún estaba allí. Seguía allí cuando regresamos, y solo se marchó luego de que Andrea le asegurara que lo mantendría al tanto de tu estado. Se fue porque supo que tu padre había llegado y no le permitiría verte. Odio reconocerlo, de verdad me jode, pero ese hombre te quiere. -Mi cabeza iba a explotar-. No te merece, tal vez no valga nada, pero te quiere. Lo sé porque lo vi en sus ojos, porque se lo que se siente quererte y no hay nada que se le parezca.
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