32
30 de julio.
La partida de Ángel se adelantó. Su nuevo entrenador quería que viajara cuanto antes, para que pudiera instalarse y familiarizarse con la ciudad y el idioma.
Cuando me llamó para contarme, lo sentí profundamente. Su amistad había sido una de las mejores cosas que sacar de aquel verano. Me había enseñado mucho. Era un ejemplo de perseverancia, de esfuerzo y de bondad. Una persona que valía la pena conservar cerca.
Aun así, me alegré mucho por él y por ver uno de sus sueños más cerca de cumplirse.
Me invitó a salir para celebrar y despedirse, aunque sospeché que, en gran medida, su intención era animarme y que olvidara un poco las tristezas, que los últimos acontecimientos le habían impregnado a mi vida.
Invitó también a mis amigos, y yo estuve encantada de presentarles a Ángel.
Quedamos en un club de moda, de esos que no solía frecuentar y al que había ido por primera vez con Ulises. No dejé que ese dato nos aguara la fiesta.
Me puse un vestido blanco ceñido que resaltaba mis curvas. Con la ayuda de los espectaculares tacones grises de aguja, mi figura lucía mucho más estilizada. El cabello suelto, me caía en cascada por la espalda. Andy había contribuido maquillándome y el resultado era bastante impresionante.
Estaba guapa.
Pero más importante aún, me sentía bien, cómoda con mi apariencia y mi ánimo esa noche había mejorado mucho. Estaba decidida a divertirme.
Andrea también estaba muy hermosa, vestida de rojo y con el rubio cabello recogido en un moño alto. Ella también necesitaba una noche de resurrección, en la que volver a ser ella misma y recuperar la alegría.
Nuestros acompañantes masculinos no se quedaban atrás. Robert parecía salido de un catálogo. Llevaba una americana gris y unos pantalones vaqueros negros ajustados, que lo hacían ver elegante y juvenil a la vez.
Ángel usaba una camisa rosa palo y unos pantalones blancos. El tono suave lo hacía parecer mucho más rubio. Los centellantes ojos verdes contrastaban con el tono rosa de manera muy agradable.
Se ganó a mis amigos de inmediato. Andrea me susurró por lo bajo lo guapo que lo encontraba. Su humor estaba mucho mejor desde lo de Rodrigo. Mientras los hombres pedían las bebidas, charlamos al respecto.
—¿No has tenido noticias suyas? —le pregunté, dudosa de si debía abordar aquel tema.
—Nos vimos ayer —me contó, sorprendiéndome—. He ido al apartamento y hemos hablado. Tuvo la desfachatez de pedirme que no le contara a nadie lo ocurrido. Temía que dañara su reputación en la empresa.
—¡Será cínico! —exclamé.
—Estoy tan decepcionada de él, Val, que ya ni siquiera puedo molestarme. Solo siento lástima ¿sabes? Pero más que por mí y por el tiempo que perdí engañada, siento lástima por él y por la falsa en la que vive. ¿Qué puede ser peor que engañarse a uno mismo toda la vida? Reprimir tus verdaderos sentimientos por temor al qué dirán. Lo compadezco.
—Eso es porque tú eres demasiado buena. No se merece ni un poco de tu consideración.
—Tampoco creas que voy a pasarle la manito o ser su amiga. Nada de eso. Le di 3 días para que se largara de la casa. Rentábamos a la mitad, pero es mi nombre el que aparece en el contrato y no es justo que sea yo la que esté viviendo arrimada.
—Me parece muy bien. ¡A la calle el sinvergüenza!
—De todas formas pronto se irá a Tokio. Es lo mejor. Poner muchos kilómetros entre los dos, hasta que se me olvide todo el tiempo que perdí a su lado. —Compuso una expresión apenada.
—No quiero caras tristes. Esta noche es para pasarla bien y olvidar. —Mi amiga me regaló una sonrisa al tiempo que los chicos aparecían con las bebidas.
A pesar de que mis copas eran analcohólicas, no me hizo falta el alcohol para desinhibirme. Me sentía muy a gusto. Estaba rodeada de personas que me hacían mucho bien. Por primera vez en mucho tiempo, me permití divertirme sin darle entrada a ningún pensamiento nocivo.
Bailamos mucho, muchísimo. Sentía que mis piernas habían abandonado mi cuerpo, adoloridas, de tanto tiempo intentado conservar el equilibrio en los altísimos zapatos.
Ángel encajó a la perfección con mi pequeño pero perfecto grupo. Me hizo lamentar más el que tuviera que irse.
Solo Robert permanecía un poco distinto. Bailaba, bebía y hacía bromas como siempre, pero había algo de seriedad en su mirada. No había brillo en sus ojos, como si la efusividad fuera fingida. Para alguien que nunca había tenido la costumbre de fingir o de estar serio, aquella actitud destacaba sobremanera.
—¿Estás bien? —me atreví a preguntarle—. ¿Estamos bien?
Puse una carita de cachorrito abandonado que sabía que lo ablandaría.
—Claro que si —me contestó sin mirarme.
—Estás diferente —le dije—. ¿Sigues enfadado conmigo?
—No estoy enfadado, Val. No puedo enfadarme contigo. —Compuso una expresión consternada—. Solo me preocupo por ti. Me preocupas, pequeña.
—Estaré bien —le aseguré y curiosamente en verdad lo creía. Tomé su barbilla obligándolo a mirarme—. No puedo soportar que estés molesto o frío conmigo. Sabes que te necesito. —Él bajó los hombros, desarmado ante mis palabras.
Me abrazó.
—Oh mi niña. Sabes bien que me tienes. Lo único que me preocupa es que yo no sea suficiente. Que no sea capaz de ayudarte.
—Ya lo haces —le dije—. No sabes cuánto.
Me apreté muy fuerte contra su pecho, reconfortándome con su calor. En medio de ese abrazo de reconciliación, abrí los ojos y temblé al ser fulminada desde la barra por dos rayos negros que me observaban con desesperación.
No, no otra vez —pensé, al darme cuenta que, una vez más, Ulises aparecía para arruinar mi paz.
Me tambaleé de tal manera ante su mirada que Robert tuvo que sujetarme. Siguió la dirección de mis ojos para descubrir al hombre sombrío, que acodado en la barra, nos miraba con una especie de tristeza furiosa. Estaba solo, desaliñado, con las gafas torcidas y los ojos turbios por el alcohol. Se veía desolado.
A pesar de todo, se me encogió el corazón al verlo así.
—¿Es él? —preguntó Robert a quien no podía ocultarle el efecto que causaba su presencia en mí.
Yo tragué saliva apabullada y me refugié en sus brazos, como si temiera que la sola mirada de Ulises pudiera hacerme daño.
Más daño.
—Nos vamos —decidió mi amigo al verme tan nerviosa.
—No —dije, intentando reponerme—, no puedo permitir que nos arruine la fiesta.
—Podemos continuar en otra parte —me convenció él, tirando de mi mano.
Yo me dejé arrastrar sin poder apartar mi mirada de los tristes ojos negros. No se sentía bien huir de él, escapar, como si hubiera sido yo quien hubiera hecho algo malo. No quería seguir siendo la damisela en peligro, que debía ser rescatada cada vez, cuando el peso de sus decisiones la derribaba. Quería ser capaz de enfrentar mis problemas, de superarlos. Quería ser fuerte, ser valiente por mí y por la vida que estaba a mi cargo.
Me sentía, además, terriblemente culpable por ocultarle la verdad. Sentía que aquella decisión también era un error, otro error que sumar a la larga lista que cargaba como un fardo. Pero no encontraba la manera de salir ilesa de esa historia de amor, tan breve y tan convulsa.
Me tomó del brazo y su contacto fue como hielo en mi piel.
Al verlo de cerca, me impactó la profunda desesperación de su mirada. Lo vi tan ansioso y perdido como yo me había sentido hacía muy poco tiempo.
Un impulso suicida de abrazarlo me inundó. El deseo de consolarlo era más fuerte que la sensatez o mi propia seguridad. Era curioso comprobar que podía soportar mejor mi dolor que ver el suyo. Como si su felicidad, su bienestar me importara más que el mío propio.
¿Sería un problema de autoestima?
Robert se interpuso entre nosotros, defendiéndome de aquel amor demente y masoquista que contra mi propia voluntad aún sentía.
—¡Aléjate de ella! —le gruñó con una voz que nunca le había escuchado antes.
—Val, solo quiero hablarte. Solo un momento, por favor —me suplicó por encima del hombro de mi amigo, sin molestarse en mirarlo. Su voz sonaba vacilante y gangosa por el alcohol que había ingerido.
—Déjame en paz, Ulises —le pedí, pero mi voz salió quebrada.
—Solo quiero que me escuches. Solo un minuto. Luego, no te molestaré más —volvió a rogar, aproximándose.
Robert lo empujó sin miramientos.
—Te ha dicho que la dejes en paz. —Ulises lo miró por primera vez, furioso.
—No te metas en esto —le espetó.
—¡Lárgate! —exclamó Robert, sin amedrentarse por su mirada furibunda—. No dejaré que te acerques a ella.
Ulises lo quitó del medio de un empujón, al que Robert respondió con un rápido golpe, directo en la mandíbula.
Yo ahogué un grito.
Ulises se incorporó y miró a Roberto, cual perro rabioso, con un poco de sangre en el labio y chispas en los ojos.
Creí que iba a golpearlo y me interpuse entre los dos.
Basta —le grité—. Estás borracho. Márchate de aquí. No quiero hablar contigo.
Entonces, el impasible hombre, sereno y cínico que había conocido, hizo algo inaudito.
Comenzó a llorar.
No eran las lágrimas de impotencia o de rabia. Eran sollozos reales de auténtico desconsuelo.
Me quedé de piedra.
—No me hagas esto —dijo, tomando mis temblorosas manos—. No puedo estar sin ti.
—Puedo aguantar todo, excepto que sigas mintiéndome —le espeté, conmovida y dolida a la vez por la facilidad con que podía manipularme.
—No fue mentira. Todo lo que vivimos fue real, más real que yo mismo —me dijo, sin reparar en que Robert seguía detrás de mí, sujetando mis hombros y fulminándolo con la mirada—. Si tan solo me dejaras explicarte —pidió.
—Ya no me interesa oírte. Perdiste ese derecho cuando me humillaste y pisoteaste ante todos. —La amargura enfrió mis sentimientos por él.
Le escupí mi dolor tal y como lo había sentido aquella noche.
—Me usaste. Me usaste como a tantas otras. —Recordé las palabras de Ainhoa—. Para ti fui solo un juego. Para mí lo eras todo.
—Para mí también —me aseguró, con ojos desorbitados—. Yo no jugué contigo. Te quiero.
Sus palabras fueron como una bofetada. Quise escupirle a la cara. Golpearlo. Exigirle que parara de mentir. Pero no hice nada de eso. Increíblemente no había derramado ni una lágrima. Lo miraba con una decepcionada frialdad.
—Yo ya no siento nada. Solo decepción. –Él se abalanzó hacia mí, tomándome en sus brazos como si quisiera, a fuerza, hacerme aceptar la desangrada afirmación de su amor.
Yo ya no lo miraba. Aunque lo amara, aunque lo amara más que a mí misma, no podía creerle.
Ya no más.
Quien ama no lastima, no engaña, ni humilla. Y aunque fuera verdad. Aunque me quisiera como decía. Ese amor por sí solo no valía nada.
¿De que me servía un amor cobarde, débil, un amor conveniente y fácil, pero incapaz de sacrificios, de entrega o prueba alguna?
No podía hacer nada con su amor, más que sufrir. Ya no quería sufrir más.
El dolor que sentía, de pronto, se volvió físico. Lo sentí en mi centro, en mis entrañas. Me doblé, dejando escapar un quejido animal. El entorno se desdibujó y sentí que me volvía una espiral, que me diluía en el malestar que torturaba mi cuerpo y mi alma.
Vagamente, podía escuchar a Robert y a Ulises discutir. Dos o más manos me sujetaban, porque yo ya no podía mantenerme en pie.
Entre devaneos, vi borroso, un tacón roto y una nívea tela manchada de sangre.
Eso fue todo.
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