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27 de julio.

A pesar de todo, sabía que no podría ocultarle mi embarazo a Ulises para siempre. Él no había dejado de llamarme y aunque continuaba ignorándolo, sabía que la confrontación, más temprano que tarde, había de suceder.

Había repetido en mi mente, muchas veces, lo que le diría. No quería nada de él. No quería que se hiciera cargo de nuestro hijo, y prefería, para mi paz mental, que se mantuviera alejado de los dos. Pero si ese fuera su deseo, no podía hacer nada para impedirle que se involucrara. No tenía ese derecho. Y tal vez, solo tal vez, mi hijo necesitaría una figura paterna en su vida, aunque no ocupara ese papel de la manera convencional.

Yo sabía lo que era crecer sin uno de mis padres. No podía desear eso para mi hijo, sin importar cuan enojada o decepcionada estuviera de Ulises.

De todas formas, esa elección le correspondía a él. Dejaría en sus manos el elegir cuan cerca quería estar de nosotros.
Pero independientemente de que decidiera ser padre o no, nuestra relación no tenía vuelta atrás. No quería escuchar las explicaciones, que insistía en darme por teléfono, porque, en mi estado, podía dejarme impresionar por su habilidad para envolverme, dejarme manipular por su labia, y ese error era algo que no consentía repetir. Sin importar lo que me dijera, no volvería a caer en su red de mentiras. Habíamos terminado. De una vez y para siempre.

Mentiría si dijera que había dejado de amarlo. Por supuesto que lo quería. Pero me quería más a mi misma, y la herida de la humillación que me había hecho sentir estaba demasiado fresca en mi pecho como para contemplar la posibilidad de perdonarlo.

La idea de que llegáramos a ser amigos, por el bien de nuestro hijo, era demasiado remota.

Absorta en esos pensamientos y ajetreada organizando las estanterías, no sentí la campanilla de la puerta, que me avisaba de que alguien había entrado. La última persona que esperé ver, apareció frente a mí, vistiendo excesivamente elegante y con expresión de suficiencia.

Ainhoa.

Dejé caer los libros al suelo de la sorpresa. El recuerdo de nuestro último encuentro me obligó a recuperar la compostura y a mantenerme tranquila e indiferente.

—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunté como si la estuviera viendo por primera vez.

—Me gustaría comprar una novela romántica —me respondió, fingiendo a su vez.

Por un minuto, creí que tal vez su visita era, en efecto, fortuita, y que no me había reconocido, pero la forma en que me miraba me hizo descartar esa posibilidad.

Le mostré la sección de romance y regresé a mi puesto detrás del mostrador.

Ella siguió pretendiendo. Leyó algunas sinopsis, y recorrió algunos estantes.

—¿Me recomiendas alguna? —preguntó.

—Esta novela es muy buena. —Le mostré el libro de Pablo, sin percatarme de un detalle que le daría el pie forzado para abordarme.

—Editorial Odisea —dijo ella, comenzando a tantearme—. Conozco al director, Ulises. —Yo no piqué el anzuelo—. Creo que te vi con él en una ocasión —me soltó, directa.

—No lo creo —respondí con sequedad, sin mirarla.

—Sí, estoy segura que eras tú. —Echó un vistazo malintencionado a mi ropa, fingiendo reconocerme por mi atuendo casual y falta de estilo.

—¿Va a llevar el libro? —cambié de tema, evitando caer en su juego.

Ella me miró largamente.

—No, creo que después de todo, no eras tú. Los gustos de Ulises no pueden haber decaído tanto —me soltó la muy arpía, sin molestarse en murmurar.

El comentario insidioso bastó para hacerme perder los papeles.

—Estoy segura que sus gustos cayeron todo lo bajo que podían cuando tuvo el estómago de meterse contigo.

Desde que las palabras comenzaron a salir por mi boca, me arrepentí de ellas. Aquel era mi lugar de trabajo. No podía rebajarme a discutir como una colegiala.

Ainhoa dejó caer la mandíbula, sorprendida por mi comentario, y después hizo algo que me irritó sobremanera.

Comenzó a reír.

—Pobre chica. Te has enamorado de él, ¿no es cierto? —Quise replicar pero ella no me dejó—. Se lo que sientes. Él puede ser muy encantador. Cuando quiere ser romántico y tierno no hay quien le gane. ¡Tiene una labia! —Me mostró sus dientes brillantes en una sonrisa condescendiente—. Es muy fácil caer en sus mentiras. Yo también lo hice.

—Señorita —tuve que esforzarme para darle un tratamiento educado—, si no va a llevar nada, le agradecería que me dejara seguir trabajando. —Ella no se inmutó.

—No la pagues conmigo. A fin de cuentas, las dos somos víctimas suyas. Hasta podríamos ser amigas.

—Tengo suficientes amigos —le espeté. 

—¿A ti también te prometió que dejaría a su esposa? —Continuaba como si hubiera ido allí con la misión bien aprendida de destruirme y no pudiera irse hasta conseguirlo—. Seguro te dijo que eras especial. Que no sabía lo que era el amor hasta que te conoció. —Sus palabras fueron como un golpe.

La miré, dolida, sin poder creer que las palabras de amor que él me decía no fueran más que un libreto que les repetía a todas. Ella notó que había dado en el clavo. Siguió metiendo el dedo en la llaga.

—¿De veras creíste que hablaba en serio? Querida, el solo quería meterse en tus bragas. Es todo lo que le importaba. Cuando su esposa se va de viaje, siempre elige a una pobre ilusa para divertirse. No le es demasiado difícil engatusar, es un hombre muy inteligente. Además, es increíble en la cama. ¡Tiene unas manos! ¡Y una boca! —Cerró los ojos, estremeciéndose por el recuerdo y yo no pude soportarlo más.

—¿Qué es lo que quieres? —Me puse de pie, iracunda y lastimada.

—Solo quiero abrirte los ojos —me dijo, cambiando su expresión y aparentando una empatía por mi situación que me costaba creer—. Yo también estuve en tu lugar. Se lo que sientes. Yo también creí que era especial. Que me quería. Pero fui una tonta. Él jamás dejará a su esposa. Le debe todo. Es quien es gracias a ella. No puedes competir con eso. —Me volvió a mirar con el desdén de siempre—. Pequeña, no existe un área en la que puedas competir con Clara. Simplemente no juegan en la misma liga. —Terminó con desprecio.

—No tengo intención de competir con nadie. Si tengo que pelear con otra mujer por un hombre, ya no quiero a ese hombre. Sé que es difícil para ti entenderlo, pero eso, querida, se llama amor propio. Tal vez te convenga conseguir un poco para ti. —Ella fue a replicar pero la interrumpí—. Ahora, has el favor de marcharte. —La miré directamente a los ojos sin resquebrajar mi ánimo, aunque me costaba mantenerme fuerte.

Para mi sorpresa, ella no dijo nada más. Se volteó y tras lanzarme una última mirada por encima del hombro, se marchó.

Yo caí en la silla, derrotada. Abrumada por el dolor, que aun estando lejos, seguía causando ese hombre en mí. Me costaba creer que todo había sido una mentira. Se sentía tan real. Había creído en su amor, lo había sentido, había confiando en él y había perdido. Lo había perdido todo.

Recordé la forma en que Ulises se había expresado de Ainhoa.

“Ella no es nada” —me había dicho con un desprecio sobrecogedor.

La chica no me agradaba ni un poco, pero eso no la hacía merecedora de un trato así. Ella no significaba nada para él. Había sido una aventura y nada más.

¿Cómo podía pensar que lo nuestro había sido diferente? ¿Que tenía yo que me hacía mejor que esa chica?

Nada. Yo tampoco era nada para él.

Lo peor era que sabía que ella tenía razón al decirme que yo no podía competir con su esposa. La había visto con mis propios ojos. Sabía lo deslumbrante, lo interesante, lo infinitamente superior a mí que ella era. Y él le debía todo.

¿Cómo luchar contra eso?

No podía, pero tampoco quería hacerlo. Le había dicho a Ainhoa la verdad. Ningún hombre se merecía que pisoteara mi propia dignidad en una absurda lucha por conseguirlo. Un hombre merecedor de mi amor, no convertiría ese sentimiento en un trofeo por el que hay que pelear, dejarse la piel, el orgullo y la vida por alcanzarlo.

No lo haría. Ni por él ni por nadie.

Entonces decidí que si iba a romper con todo entre nosotros, tendría que cortar todo lazo. No podía quedar nada que nos atara, porque no iba a poder con el dolor de tenerlo cerca, sabiendo que todo lo que una vez había dicho sentir por mí era una mentira.

Tenía que sacarlo completamente de mi vida. No podíamos quedar como amigos, no podía ser el padre de mi hijo, porque eso lo ataría por siempre a mí, y yo no iba a conseguir respirar con él alrededor.

Decidí que no le diría nada. No lo volvería a ver. Nunca más. Mi hijo y yo estaríamos mucho mejor sin él.

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