29
—Ohana significa familia —repetí en voz alta la icónica frase de la película que había escogido. Mi animado favorito de la infancia, Lilo y Stitch.
Y es que en aquel momento me sentía como una niña indefensa, una niña que necesitaba mucho del cariño de los suyos.
Ángel apagó el televisor y secó con su pulgar una lágrima que se deslizaba por mi mejilla.
—¿Estás bien? —Yo asentí, incapaz de hablar—. Sé que no es asunto mío, pero ¿por qué no está tu familia contigo? ¿Por qué no estaban en la clínica, apoyándote?
—Yo… no les he dicho nada. Tengo miedo, tengo miedo de decepcionarlos —dije al fin.
Él me miró con compasión y cariño.
—Val, equivocarse es de humanos. No importa cuánto metas la pata, la familia es la única que va a estar contigo siempre. La familia siempre entiende, siempre perdona, es la única que ama siempre, a pesar de todo.
Lo sabía bien. Sabía que no estaba sola realmente, que nada más pedirlo, tendría más de un hombro en el cual apoyarme. Pero mi orgullo se resistía a mostrar mi dignidad herida. Mi obstinada autosuficiencia se negaba a parecer desvalida, frente a aquellos a quienes siempre había mostrado mi lado más fuerte.
—Creí que podría, que podría encargarme de esto por mí misma. No imaginé que me sentiría tan aterrada. Cuando estuve allí, en la camilla, solo, solo no fui capaz. —Se me cortaba la voz de la emoción.
—¿Y Ulises? ¿Por qué no está él contigo? Esto es también su responsabilidad.
—Ulises ya no está en mi vida —dije con la voz rasgada pero resuelta.
—Lo siento mucho —dijo él y creí que de verdad lo sentía por mí, independientemente de cualquier rivalidad—. Creo que ese hombre te causa más lágrimas que alegrías. No resulta rentable. —Intentó bromear, sin mucho éxito.
—Así es. Pero nadie más que yo tiene la culpa de eso. Yo lo elegí.
—No seas tan dura contigo. —Tomó mi mano—. A veces el corazón se encapricha. No escucha razones —me dijo con una melancolía velada.
Yo lo miré pensando cuan diferente hubiera sido mi vida si lo hubiera escogido a él. De seguro habría llorado mucho menos —decidí.
La voz de Marta nos alertó de que la cena estaba lista.
El pollo asado estaba delicioso. Hacía mucho tiempo que no comía comida casera de verdad, hecha por una madre. Era muy placentero verlos a todos, charlando a la mesa, contándose de su día, haciendo bromas, hasta peleando.
Marta y el señor José María se besaban entre bocados. Él elogiaba su comida constantemente, ella lo miraba con amor. Eran un matrimonio digno de admirar.
Sara era un encanto. La alegría de la casa. Extraordinariamente ocurrente e inteligente. Ángel era, a todas luces, el orgullo de la familia. El atleta laureado, que se volvería campeón olímpico, porque ese era un destino que todos daban por hecho.
Sentí envidia de esa camaradería familiar. El modo en que convertían los sueños de uno en el de todos. Una meta colectiva, una felicidad conjunta. Era el apoyo que siempre había deseado tener de mi padre. Claro, que yo no había sido nunca tan dedicada ni enfocada con mis sueños, como Ángel.
El postre fue una deliciosa tarta de manzana. Sara se envaneció de su aporte, de recoger y pelar las frutas. Yo felicité a Marta, agradecida por aquel dulce maravilloso. No recordaba la última vez que había probado un pastel tan rico.
Al terminar de comer me ofrecí para fregar los platos. Era lo menos que podía hacer por una familia que me había acogido con tanto cariño, haciéndome sonreír en medio de mi aflicción.
Marta se ofreció a ayudarme, aunque su intención real era otra.
—No debes responder si no quieres, pero esta es una pregunta que hacemos a todas las pacientes que vienen a nuestra consulta. —Yo esperé, temerosa—. ¿Por qué decidiste hacerte la interrupción? —Me puse roja de vergüenza.
Bajé los ojos, sin saber que decirle a aquella mujer tan buena, que quería hurgar en emociones que ni siquiera yo, alcanzaba a comprender.
—Soy demasiado joven —contesté con una voz pequeñita—. No he terminado de estudiar. No es el momento. —Me avergoncé de lo pobres que sonaban mis razones.
—Muy bien —dijo ella, sin gota de reproche en su voz—. ¿Y qué te hizo cambiar de idea? —Me atreví a mirarla a los ojos. Unos ojos verdes muy claros. Sinceros.
—Entré en pánico. Me aterré. Me dio mucho miedo arrepentirme después, cuando fuera demasiado tarde. —Marta me acaricio el cabello, comprensiva.
—Oh, cariño. No es justo que estés tan sola. Eres casi una niña. Alguien debió tomarte la mano. Alguien debió explicarte lo que significa ser madre.
—Se lo que significa —repliqué—. Quiero decir, soy capaz de imaginar la responsabilidad que representa. Por eso no quiero equivocarme. No quiero ser una mala madre. Prefiero no serlo en lo absoluto. No me siento capaz. No estoy lista —le dije atropelladamente.
Ella me sonrió, con dulce condescendencia.
—Valeria, ser madre es mucho más que una responsabilidad, es más que un trabajo. Ser madre es un regalo, el mayor de ellos. Nunca se está listo del todo. Yo salí embarazada cuando tenía tu edad, o poco más. Tampoco había terminado mis estudios, no tenía dinero, ni el apoyo de mis padres. Fue difícil. Todavía lo es, a veces. Pero cuando estoy agotada, cuando me siento perdida, ofuscada y creo que no puedo con la carga, miro esto —Señaló la mesa en la que Ángel y Sara peleaban por el ultimo pedazo de tarta—. Tener esto, saber que es tuyo, que tú lo hiciste, que nadie te lo quitará, que siempre tendrás algo tan bonito en tu vida, es la mayor dicha que puede experimentar una mujer. A ser una buena madre se aprende, todos los días un poco, sin llegar nunca a ser perfecta. Pero si sientes ese amor, si sientes que quieres a tu hijo, aunque no sea más grande que un frijol, ya lo tienes contigo, ya eres capaz, te lo aseguro.
Sus palabras calaron muy hondo en mí. Fue como escuchar a mi propia madre aconsejarme. Como si ella me hubiera hablado usando otra voz. La sentí conmigo. Supe que era eso, exactamente, lo que ella me hubiera aconsejado hacer.
Abracé a Marta, olvidándome de que la conocía hacía solo medio día. Le agradecí por recordarme lo que era una madre. Por enseñarme lo que una madre debía ser.
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