26
19 de julio.
Desperté, inusitadamente temprano. Mi cerebro maquinaba sin cesar, e incluso en sueños, me atormentó con terribles pesadillas.
Comprobé el móvil solo para decepcionarme una vez más. Pareciera como si al oler problemas, se hubiera auto eliminado de mi vida, desapareciendo con tanto sigilo como si nunca hubiese estado en ella.
Miré a mi amiga, durmiendo a mi lado y me dije que mis problemas no eran los únicos ni los peores, podían esperar.
De todas formas, esa noche era el evento. No podría evitarme allí, aunque tampoco era el escenario ideal para tratar un tema tan peliagudo, al menos encontraría un momento para exigirle explicaciones por su indiferencia.
Preparé un suculento desayuno, sabiendo que la comida hecha con amor lo mejoraba todo.
Luego telefoneé a Robert. Él sabría animar a Andy mucho mejor que yo, que no estaba precisamente del mejor humor.
En menos de media hora estaba en mi puerta. Lo abracé con fuerza, robándome algo del consuelo que había solicitado para mi amiga. Entonces, pensé que hacía solo dos días que él había regresado, y el caos se había instalado en nuestras vidas, casi al unísono.
Era como si el desastre hubiese esperado por él, sabiendo que Robert era el único que podía ayudarnos a enfrentarlo.
-Mira lo que te he traído -le dije a una Andrea remolona, que soñolienta se restregaba los ojos.
Abrí la puerta del cuarto en un exceso ceremonioso, y Robert apareció portando una atractiva bandeja, llena de delicias.
Andy hizo un puchero.
-¡Ro! -extendió los brazos hacia él como una niña a su padre.
-¿Tienes mucha hambre o te alegras de verme? -dijo él con una sonrisa revitalizadora.
Los ojos de Andy se empañaron. Roberto colocó la bandeja en la cama y la envolvió con sus enormes brazos. Ella se perdió dentro de la morena envoltura.
-Todo estará bien. Estoy aquí -dijo y hasta yo me sentí mucho mejor.
Traté de convencerlos de que me acompañaran al evento, pero fue en vano. Andrea no estaba de ánimos para ir a una fiesta, como era natural, y Robert se ofreció a quedarse con ella.
-Me sabe mal irme a una fiesta y dejarte así -le dije a mi amiga.
-No seas tonta. No es una fiesta, es trabajo. Además, estoy bien. Tengo a mi panacea favorita. -Miró a nuestro amigo que seleccionaba las películas que verían aquella noche.
-Trataré de regresar cuanto antes.
-No te preocupes. De verdad, ya has hecho demasiado dejando que me quede aquí.
-No te dejaría ir a ningún otro lugar.
-¿Qué te parece la saga de Star War? -terció Robert.
-¡Noooo! -dijimos las dos al unísono. De los tres, él era el único aficionado al cine de ciencia ficción. Llevaba 10 años intentando, sin éxito, que viéramos su saga favorita.
-Mejor alguna comedia, no demasiado romántica -aclaró Andy.
-Pásenla bien chicos, volveré pronto -me despedí de ellos.
Aquella noche no me había esmerado tanto en mi aspecto. Mi estilista privada estaba de baja y mi ánimo tampoco era el más alegre. Opté por un pantalón negro con una blusa holgada color aqua. Un maquillaje sencillo y el cabello recogido en una coleta.
Llegué a la librería al tiempo que comenzaban a llegar los primeros invitados. En esa ocasión, Estela se había encargado de preparar todo, y a mí solo me correspondía tocar.
Nada más llegar, busqué con la mirada a Ulises, sin éxito. Aún no había llegado. Me acomodé en mi butaca y comencé a afinar el instrumento.
Esa noche, como no debía ejercer de anfitriona, toqué mucho más. Mezclé mis clásicos preferidos con algunos temas contemporáneos, obteniendo buena aceptación del público, que en esa ocasión era más abundante que en el evento anterior.
El autor era muy conocido. Publicaba su tercera novela, y la afluencia a la firma de libros de la tarde había sido considerable.
Lo más selecto del mundo editorial estaba allí.
El señor Altamira me abordó, como era su costumbre, con elogios y comentarios inapropiados. Yo lo ignoré lo mejor que pude.
También estaba Gabriela. La escritora y yo habíamos seguido en contacto, y sus consejos me habían servido mucho en mi novela incipiente.
El que no aparecía era Ulises, y su retraso, sumado al hecho de que no respondiera mis llamadas y mensajes, comenzaba a preocuparme.
Pedro me presentó al autor homenajeado. Pablo era un hombre de unos treinta y tantos, con el cabello prematuramente entrecano y ojos amables. Alabó mi música y charló un rato conmigo, a pesar de lo poco comunicativa que me mostraba. No conseguía concentrarme en la plática porque mi cabeza estaba en otra parte. Me estaba enloqueciendo la espera.
-¿Ha confiado siempre en la Editorial Odisea? -le pregunté, intentando parecer interesada.
-Sí, fue esa editorial la primera en apostar por mí. Les debo mucho.
-Me extraña que Ulises no haya llegado aún -dije sin poder contenerme en mi ansiedad.
-Debe estar teniendo una celebración particular con su esposa. -Me lanzó una mirada pícara y yo sentí que se me caía el alma a los pies-. Llevan mucho tiempo sin verse, así que estarán de luna de miel. -Dejé de escucharlo. Al fin entendía todo.
-Mira, allí están -dijo Pablo.
Pude ver un montón de cabezas que se giraban al unísono para admirar a la pareja. La mía fue la última en girarse, casi en cámara lenta.
Una modelo de Vogue hubiera quedado eclipsada por la mujer imponente que aparecía en aquella librería como si de un escenario se tratara. Vestía un traje rojo vino, hasta el suelo, que dejaba su espalda esbelta al descubierto y abrasaba su figura estilizada. El rojo resaltaba su piel blanquísima. Ojos grises hechizantes. Cabello dorado que le caía sobre un hombro. Era una diosa.
Yo sentí que se reducía mi cuerpo a toda velocidad. Miré mi ropa y me pareció superlativamente vulgar. A su lado, debía parecer una empleada, una camarera más, de las que le servían champán.
Quise esconderme, correr. Lo que fuera con tal de no pasar de nuevo por la humillación que había vivido en el restaurante con la tal Ainhoa.
Medio me oculté detrás del escritor con el que charlaba, y tras ese muro protector lo miré a él.
Estaba muy guapo. No llevaba los lentes, vestía todo de negro y se veía muy broceado, producto al sol que había tomado en nuestro paseo en bote -pensé con dolor.
Me fijé en su rostro. Sonreía. No la media sonrisa que acostumbraba. Era una sonrisa amplia, fresca, de oreja a oreja.
"Llevan tiempo sin verse, así que estarán de luna de miel" -Las palabras de Pablo retumbaron en mis oídos.
Como si eligiera por propia voluntad, poner en mi cabeza una corona de espinas, me torturé, imaginando las tórridas escenas de pasión que de seguro habían acabado de vivir. Imaginé que esa sonrisa radiante que él portaba, era producto de los orgasmos que quizás pocos minutos antes había tenido con ella. Lo imaginé besándola, acariciándola, de esa forma que yo conocía tan bien. La imaginé a ella, preciosa, mucho más que yo, yaciendo feliz en sus brazos. Visualicé esas escenas sin poder detenerme. Sin poder soltar el látigo con el que me castigaba.
Entonces, pasaron a mi lado. Ella ni siquiera me miró, por supuesto, pero él sí me vio. Posó sus ojos en mí, en el minúsculo ser que era entonces, que se ocultaba torpemente de sus ojos.
Me vio, y con crueldad, con cobardía, desvió la mirada, como si la visión de mi rostro lo espantara.
Pablo fue a su encuentro para saludarlos. Yo me escabullí presurosa a mi butaca. Tomé en mis manos lo único que podía calmarme y mi oculté tras mi música, creando una barrera de notas entre nosotros. Permanecí así mucho tiempo. No quería parar de tocar para no tener que socializar. Tenía miedo de que mi expresión me traicionara en su presencia. De que mis sentimientos fueran tan transparentes que revelaran, a todos, nuestra historia.
Pero el trago amargo que quería evitar, vino a mí, en torrente, ahogándome.
-Bravo -dijo una voz melosa cuando concluí la pieza de Bach con la que había conquistado a Pedro-. Tocas muy bien para ser tan joven. -Alcé los ojos azorados, para descubrir lo que ya sabía.
Era ella.
-Gracias -me obligué a decir.
-Me gustaría pedirte una canción. Si es posible, claro. -Yo asentí, temiendo hablar-. Es un tema de Elton John, "Can you feel the love tonight?". Fue la canción de nuestra boda. Me hace mucha ilusión.
Podía haber dicho que no lo conocía. Podía haber dicho que estaba muy cansada, que estaba indispuesta. Lo que fuera. Pero en su lugar asentí, tomé el chello y comencé a tocar aquella canción tan hermosa.
El acto de masoquismo no terminó ahí. Tuve que ver como ella corría al encuentro de Ulises y lo arrastraba a la pista para bailar. Lo abrazó cariñosa y comenzó a moverse al ritmo de la melodía que yo tocaba para ellos, alternando besos con pasos de bailes exagerados, que atraían todas las miradas.
Mientras la gente los rodeaba, yo me permití derramar un par de lágrimas, sobrecogida por la canción y el sentimiento que me impedía respirar.
Afortunadamente, nadie me vio.
Yo era invisible cuando ella estaba alrededor. No era nada.
Toqué impecablemente. No desafiné ni una nota, y al terminar los aplausos resonaron, aunque celebrando más la actuación de ella que la mía.
Después de ese acto, me levanté. Quería irme de allí. Lo deseaba muchísimo. Pero a su vez, no quería darle el gusto de que supiera cuanto me había lastimado.
Me quedé.
Charlé animadamente, intentando que mis sonrisas no parecieran demasiado fingidas. Bebí, comí, fui amable y encantadora. Él no se acercó a mí en toda la noche. No me dirigió la palabra. Yo lo preferí así. Si me hubiera hablado no sé si hubiera sabido contenerme.
Afortunadamente, el teatro de indiferencia y jovialidad que estaba interpretando no tuvo que durar mucho. Ellos se marcharon temprano.
A continuar la luna de miel -pensé.
Yo toqué un poco más. Saqué mi repertorio más triste. Ellos ya no estaban y yo pude dar rienda suelta a mis sentimientos con mi mejor lenguaje, la música.
Cerca de la media noche, la fiesta terminó. A pesar de lo devastada que me sentía, me quedé para ayudar a recoger. El evento había sido mayor, lo que significaba mayor desorden.
Ya de madrugada, me marché. Rechacé el ofrecimiento de Nicolás de acompañarme. Salí a la calle y caminé.
Caminé mucho, sin rumbo, dejando que las lágrimas brotaran por mis mejillas a plenitud. No quería que Andy y Robert me vieran así.
Lo más doloroso era lo repentino del cambio. Lo súbito y demoledor que había sido. Lo que más sentía era haberle creído. Haber creído en sus mentiras. Al menos antes, cuando me había hablado claro, cuando me había dado la libertar para definir los límites de nuestra relación, yo sabía a qué atenerme. Sabía que cualquier daño que sufriera, sería mi responsabilidad.
Al menos entonces, podía pretender que no lo amaba. Podía ocultarme tras el papel liberal y desenfadado que había inventado. Al menos entonces, no le había entregado todo de mí.
Mi error fue creerle.
Ceder a su manipulación. Porque sus palabras de amor fueron solo eso, su forma de manipularme para poder usarme durante más tiempo.
Lo más triste, era que las consecuencias no se limitaban a un corazón roto. Yo no era la única que pagaba. Toqué mi vientre, desolada, deseando regresar el tiempo. Deseando haber seguido de largo y no haber entrado jamás a esa librería, o mejor aún, haber aceptado la invitación de Ángel el primer día. Todo hubiera sido tan diferente.
Pero recordé las palabras de Andy: "tenemos lo que elegimos".
"Somos el resultado de nuestras decisiones" - trató de enseñarme mi padre cuando era poco más que una niña.
Lamenté, con toda mi alma, haber tardado tanto en comprender esa verdad.
La realidad es fabricada en el momento en que tomamos un camino entre tantos. No es posible desandar ese camino, solo es posible tomar otros, intentar aprender de las piedras y trompicones que nos derribaron y elegir más sabiamente la próxima vez.
Elegir.
La elección que debía tomar en ese momento me daba tanto miedo. La posibilidad de volver a fallar me horrorizaba porque ese fallo me perseguiría por siempre. Pero no podía demorar más lo inevitable.
Estaba sola.
Ya no debía esperar por nadie más para tomar la decisión. Solo yo tenía derecho sobre mi cuerpo, mi vida, y la vida que quizás habitaba en mí.
Ulises había perdido todo privilegio al desterrarme de su vida tan cruelmente, al humillarme y destrozarme, valiéndose incluso de público para hacerlo. Él no importaba más. Solo estaba yo. Solo me tenía a mí misma para el siguiente paso.
Sin poder esperar más, entré en el baño de una gasolinera cualquiera. Me había alejado mucho más de casa de lo que había planeado, ni siquiera podía identificar donde me hallaba.
No me importó.
Necesitaba saberlo.
Preferí dejar a mis amigos fuera del asunto. Sabía que ellos me ayudarían más que juzgarme, pero estaba tan avergonzada, tan temerosa del resultado, que prefería enfrentarlo sola, con mi conciencia como único testigo.
Ellos no merecían compartir mi angustia. No podía permitir que mis problemas aumentaran los suyos.
La noche anterior, había ocultado el test en el único sitio donde nadie, excepto yo, miraría, el bolsillo interior del estuche del chelo.
Cerré la puerta del baño con seguro, para evitar que nadie interrumpiera el rito terrible. Seguí las instrucciones del artefacto, hasta entonces desconocido, y esperé.
Los cinco minutos más largos y angustiosos de mi vida, hasta ese momento, fueron los que esperé, en aquel baño, que aparecieran las barritas que sellarían mi destino.
Demasiado ansiosa para quedarme mirando, traté de distraerme leyendo mis correos, pero mi mente era incapaz de procesar ninguna información porque se torturaba con los recuerdos de mis errores, con la culpa terrible de mi irresponsabilidad.
No quería pensar en los efectos de mi insensatez, en las consecuencias catastróficas de mis actos. En su lugar, elegí atormentarme recreando los momentos del crimen. Un crimen, sí, un crimen previo, porque su ejecución podía traer como consecuencia el fin de una vida. Que monstruosa me sentía al contemplar esa idea. La alejaba, espantada, cada vez que se alojaba en mi cabeza, pero persistente, regresaba una y otra vez para castigarme y hacerme sentir tan culpable como era en realidad.
Finalmente la alarma del temporizador que había programado en el teléfono se superpuso a un correo del que no había leído ni una palabra, y me avisó de que la hora había llegado. Como el condenado que se dirige al patíbulo, caminé hacia la encimera del baño, donde había dejado reposando sobre una servilleta aquel palito blanco empapado de orine y de verdad.
Lo que sentí al ver el resultado me sorprendió. No se parecía al miedo o al alivio. No se correspondía con la incertidumbre y la zozobra que sentí tras la sospecha inicial. Era algo parecido a la calma, a la tranquilidad de saber la verdad, porque solo con la verdad se puede hacer algo.
Ya no me sentía nerviosa, no estaba ansiosa ni aterrada. Era lo más extraño que había sentido jamás, porque era una sensación casi física. Parecía venir de mi estómago, del centro de mi cuerpo, y de alguna manera me había calmado, me había dado un temple que no creía poseer, una fuerza insólita ante lo que se avecinaba.
Entonces recordé que mi cuerpo no era solo mío. Que compartía mi centro con una milésima de mí, que se había desprendido para crecer por su cuenta.
Salvo que yo no la dejaría crecer.
No podía hacerlo.
Una única lágrima se deslizó por mi mejilla cayendo en mi mano, una mano que ya no temblaba como minutos atrás.
Con la serenidad que me había poseído y sin pensar absolutamente en nada, incapaz de hacerlo, me llevé esa mano mojada por mi única lágrima al vientre, y allí, en ese momento, le dije adiós a mi hijo.
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