25
“Aun no sé si existes, no sé si de verdad estas vivo y no estoy segura de querer averiguarlo. Porque aunque sé que es este el peor momento de todos para tenerte, aunque no planeé tu llegada, ni la deseaba siquiera, me da mucho miedo perderte. Incluso antes de tener certeza de tu existencia, me aterra desprenderme de ti y no poder recuperarte jamás.
Estoy molesta con el mundo y conmigo misma por ponerme en esta posición, por no tener el valor de enfrentar las consecuencias de mis actos y no ser capaz de defenderte por encima de cualquier cosa. No me da miedo el dolor o la posibilidad de una invasión física de mi cuerpo. Me da miedo arrepentirme irremediablemente de esa decisión. Me da miedo que tras pedir a gritos, durante mucho tiempo, un cambio radical en mi vida, no sea capaz de abrazarlo cuando aparece en mi camino.
Aunque hayas sido producto de una imprudencia, de un error, quizás seas la forma que dicen que tiene Dios de escribir recto en líneas torcidas. Tal vez debería arriesgarme por ti y apostar todas mis cartas a que solo tú podrás hacerme verdaderamente feliz.
¿Pero no es eso acaso demasiado egoísta?
¿No debería pensar primero en ti y en todas las cosas que sé que no puedo darte?
No podría traerte al mundo a que sufras carencias y vicisitudes. No tengo nada para darte más que mi amor, y mi amor no será suficiente para que sobrevivas.
No podría negarte la oportunidad de tener un padre que te quiera, que desee tenerte, y no uno que se arrepienta de haberte concebido.
Pensé que en su momento no me importaría quien fuera tu padre, y no me importa quien sea, pero sí me importa que sea alguien que te quiera, que no reniegue de ti, no podría soportarlo.
¿Será que lo mejor para los dos es no conocernos nunca? ¿Será que tengo que despedirme de ti incluso antes de tenerte? ¿De sentirte por primera vez?
Será mejor decidirlo ahora, porque de algo estoy segura, una vez que sea realmente consciente de que estás aquí, de que estás vivo y eres mío. Nunca podré dejarte ir. No tendré corazón para soltarte. ¿Cómo podría? Sería como arrancar un pedazo de mi alma, el pedazo más precioso. Debo pensar que aún no eres tú, que no eres nada todavía, porque de lo contrario seré incapaz de dejarte.
Traerte al mundo no es cualquier cosa. Sería lo más grande e importante que hubiera logrado jamás, pero al mismo tiempo lo más atemorizante. No estoy lista para ti. Quisiera estarlo, quisiera estarlo con todas mis fuerzas, pero sé que aún me queda mucho por crecer, me queda mucho por aprender y muchas cosas por hacer y lograr, para ser capaz de merecerte.
No puedo permitir que sufras por el capricho de una niña inconsciente que no sabe lo que es ni lo que quiere y se permite equivocarse garrafalmente mientras lo averigua. No podría hacerte eso. Por eso, tengo que decirte adiós, ahora que aún no se si existes, porque cuando lo sepa, no habrá nada en el mundo que pueda separarte de mí.”
Solo después de la última palabra fui consciente de que estaba llorando. Las lágrimas mojaban las hojas, emborronando las ideas que había derramado en aquel cuaderno, sin darme cuenta siquiera de que lo hacía.
Simplemente necesitaba desahogarme, y el papel había sido siempre mi amigo más comprensivo, mi más fiel oyente.
Releyendo mis pensamientos me sorprendí de lo segura que sonaba. Solo escribiendo o tocando alcanzaba ese grado de seguridad.
No me sentía así. Todo lo contrario. Estaba perdida. Completamente trastornada, por lo que hasta ese momento no era más que una sospecha. No quería imaginar lo que la certeza podía hacerle a mis nervios.
Me aplastaría.
Lo peor era que la decisión más sensata sonaba terriblemente monstruosa, aun escrita con mis propias palabras, aun después de aquel razonamiento lógico y coherente que había hecho.
No se sentía bien, no parecía lo correcto. Deseé tanto tener a mi madre. Ella hubiese sabido que hacer, habría podido ayudarme. Pero mi madre no estaba. Me sentía sola y confundida como nunca antes.
Entonces pensé en él. Ulises me ayudaría. Claro que lo haría. A pesar de lo inadecuado del momento, nos amábamos y ambos éramos responsables de lo que pasaba.
Debía decírselo. Él tenía derecho a saber. No podía tomar una decisión sin consultarle. No era justo para ninguno de los dos, o para ninguno de los tres —me corregí.
Lo llamé al celular pero saltó directo al buzón. Decidí dejarle un mensaje, comunicándole que teníamos que hablar, que era importante.
El día se me hizo insoportablemente largo. Revisaba el móvil cada dos por tres, sin recibir consuelo. Ulises no daba señales. Después del mediodía el ajetreo de la librería aumentó, impidiéndome pensar en nada más que no fueran libros y precios. Me dejé arrastrar por el trabajo porque era justamente esa clase de evasión lo que necesitaba.
El día terminó y mi celular seguía mudo. Probé de nuevo. Intenté varias veces, olvidando cualquier protocolo. Lo necesitaba. Lo necesitaba con urgencia y su silencio me estaba enloqueciendo.
De camino a casa, pasé por una tienda. Compré algunas cosas que necesitaba y me detuve frente al estante que contenía varias marcas de test de embarazo.
Estaba indecisa y atemorizada pero necesitaba salir de dudas. Era la primera vez que compraba uno de esos. No pude evitar sentirme abochornada, como si estuviera haciendo algo inmoral. En aquel momento era una niña, una niña asustada que probablemente tendría otro niño a su cargo.
La idea me ofuscaba.
Pagué el test sin mirar a la cajera y me marché casi corriendo a casa, consumida por la ansiedad y los nervios.
Al llegar al portal, vi una sombra recostada a la escalera. Mi corazón se aceleró pensando que era él. En cambio, la leve luz de la farola me develó la figura esbelta de Andrea.
Suspiré, entre decepcionada y aliviada. A falta del hombre que amaba, mi amiga era la mejor opción para enfrentar un momento así. Andy siempre había sido la más sensata, madura y dulce de las dos. No tenía a mi madre, pero sabía que su compañía me brindaría el apoyo y el consuelo que necesitaba.
Mi alivio se esfumó al percibir que Andy estaba deshecha en lágrimas. Su rostro, por lo general reluciente e impecablemente maquillado, estaba emborronado, difuso y encarnado por el esfuerzo del llanto. Enormes gotas negras manchaban su blanca chaquetilla de chef. Estaba despeinada, encorvada, nada en su aspecto recordaba a la preciosa chica que conocía desde los 10 años.
No había vida en sus ojos. Tenía la mirada perdida, desquiciada, como si hubiera perdido la razón. Asustada, corrí a su encuentro.
—Andy, ¿qué ha pasado? ¿Qué tienes? —pregunté, tomando su cara con mis manos, realmente preocupada de que estuviera enferma o herida.
Ella no pudo contestar. Al verme, su llanto se transmutó en un chillido desgarrador y, abrazándome, cayó al piso de rodillas, arrastrándome con ella.
—¿Qué pasa, cariño? Estás asustándome. Dime que ha pasado.
—Val, Val —tartamudeaba con la voz rasgada por el llanto—. Rodrigo, Rodrigo —volvió a chillar cual animal herido, atrayendo la mirada de algunos vecinos.
Me di cuenta de que era preciso calmarla y poniendo todo mi esfuerzo, la arrastré a casa.
Preparé una tila y la llevé al sofá en que yacía mi amiga, inerte, ya sin lágrimas, pero con la vista rota, sin rastros de cordura.
—Ten, cariño, bebe un poco, te hará bien. —Me esforcé en vano.
Andrea seguía sin hablarme y yo decidí que lo mejor sería no forzarla. Coloqué su cabeza en mi regazo y comencé a acariciar sus cabellos, con suavidad, mientras le cantaba una canción que las dos adorábamos de niñas.
Estuvimos así mucho rato. Muchísimo. Creo que pasaron por lo menos dos horas, por los rugidos que sentía en mi estómago vacío. No quise dejarla sola, así que me olvidé del hambre, me olvidé del dichoso test y de los problemas de mi propia vida, para estar allí para ella, como siempre, como ella había hecho conmigo tantas veces.
Creí que se había dormido cuando, de repente, comenzó a hablar.
—A veces crees que conoces a alguien. Lo conoces por tanto tiempo. Has visto sus días malos, sus manías, sus defectos, pero lo amas de todas formas. Entonces, crees que eso es suficiente. Que lo es todo. Que es lo más parecido a la felicidad que puedes obtener. Y te aferras. Te aferras a esa felicidad con uñas y dientes, porque crees que de verdad lo mereces. Lo crees y lo deseas tanto que no podría ser de otra manera ¿verdad? —en ese momento me miró y vi una desolación en sus ojos que me heló el alma. Me limité a asentir—. Pero es todo mentira. Es falso. Es una ilusión. Y lo peor es que siempre lo supiste. Sospechabas que algo faltaba pero te negaste a aceptarlo, te negabas a verlo porque no querías ser infeliz. ¡Qué estupidez, por dios! ¿Quién dice que la vida es justa? No tienes la felicidad que te mereces o la que crees merecer. Tienes lo que escoges, lo que siembras, y si no sabes elegir, si te equivocas…
¡Bam! —gritó y yo di un respingo—. Todo se esfuma, se acaba. Te quedas sola.
Hablaba en segunda persona como si se negara a aceptar que era ella la que estaba sufriendo así, como si aún no lo creyera.
—Tú me lo dijiste, me lo dijo Robert, mis padres, todos, todos me decían que era yo la que daba más en esta relación; que él no me quería igual, que yo merecía algo más. Todos lo sabían e incluso yo. Yo también notaba que faltaba intensidad en sus besos, que sus palabras románticas a veces parecían aprendidas, que no me buscaba ya para hacer el amor. Pero preferí engañarme. Justificarlo todo. Son los viajes, el trabajo, está cansado, nuestra relación ha madurado tanto que ya no requiere constantes muestras de pasión. ¡Basura! ¡Eran puras patrañas! Porquería con que llenaba mi cerebro para evitar ver. Y luego vino el anillo. Es enorme ¿no es así? —Miró la roca que aún llevaba en el dedo con un asombro genuino, como si la viera por primera vez—. Una hormiga podría usarla de pista de patinaje —analizó, reflexiva—. Me regaló el anillo más grande que encontró, el más caro, el más llamativo, como si pretendiera cegarme más aun con su esplendor, para tenerme tranquila, dormida, con la promesa estúpida de que se casaría conmigo. ¡Bastardo! —escupió la ofensa con verdadero desprecio—. Nunca pensó en casarse conmigo.
—¿Como? —No pude evitar intervenir.
—Ese gilipollas, ese hijo de la gran puta, me ha estado engañando todo este tiempo. Me ha visto la cara de estúpida. Pero yo, yo... —se rió con una carcajada demente al tiempo que se incorporaba, sentándose en el sofá para dar rienda suelta a su furia— yo interpreté muy bien ese papel. El perfecto personaje de imbécil. La novia mansa e idiota, que acepta todas las excusas, se cree todas las historias, y espera, espera por algo que nunca va a llegar, jamás iba a pasar. Me merezco todo esto —dijo, desconsolada.
—¿Qué dices Andy? No hables tonterías. Por supuesto que no te mereces nada de esto. Ese tipo es un cretino. Tu eres maravillosa y él debería encender una vela por cada día que lo aguantaste los últimos 10 años.
—¡Diez años! —La idea pareció abatirla más—. Diez años de mi vida echados a la basura, perdidos.
—No digas eso, cielo.
Quería decirle que no era cierto, pero no sabía cómo hacerlo.
No podía imaginarme una situación así. Diez años entregados a un hombre, su único novio, su único amor, y terminar en la nada. Toda la histeria de mi amiga era justificada. Yo hubiera reaccionado incluso peor.
—¿Pero qué ha pasado? ¿Qué te ha hecho para que estés así? ¿Hay acaso otra mujer?
Al decir aquello me sentí terriblemente incómoda. Yo era la otra mujer en la historia de alguien. Yo podía causar el fin de una relación, o lo que es peor, el fin de un matrimonio. Ser la causante de tanto daño, me repugnaba. Nunca había visto la situación desde el otro lado de la moneda. Ahora entendía que en la historia de Clara, yo era la mala, la intrusa, la que venía a destrozar un hogar. Me sentí tan despreciable como si yo misma hubiera causado el sufrimiento de mi amiga. Como si su novio la hubiera engañado conmigo.
La carcajada aterradora de Andrea me sacó de mis oscuros pensamientos.
—¡Otra mujer! —gritó—. Sería muy fácil si fuera otra mujer. Si me hubiera engañado con otra más hermosa, más interesante. Si el desliz hubiera sido producto de la distancia o de la soledad. ¡Pero no! —Su alarido se escuchó en toda la casa—. La vida no es tan simple, no es tan lógica. Si te va a hacer daño, no le bastará que caigas, se asegurará de patearte una vez que estés en el suelo y no parará hasta que termines convertida en un amasijo inútil e inservible.
Yo tenía miedo incluso de hablar. Estaba totalmente impactada por las palabras de mi amiga.
Sin previo aviso, la histeria cesó. Ella se sentó correctamente en el sofá, con las piernas juntas como una marquesa, tomó la taza de té, para entonces completamente frío y la bebió como si nada hubiera pasado.
Atónita y confundida la dejé terminar. Luego, como si la tila hubiera hecho magia, con una voz más serena, que bien podía ser la calma antes de la tormenta, continuó hablando.
—Desde que Rodrigo está en la ciudad, he intentado terminar antes en el restaurante. Trabajar menos para poder pasar más tiempo juntos, para planear la boda. ¡La boda! —Soltó una leve carcajada, aunque ya no como las anteriores—. Esta noche no ha habido marcha. El restaurante estuvo medio vacío y hemos cerrado antes. De camino a casa, compré un vino, con la idea de preparar una cena especial y tratar de animar un poco la llama, que no ha estado muy ardiente últimamente. —El cinismo que dominaba su voz me daba más miedo que los gritos—. Llegué a casa y encontré todo a oscuras. Rodrigo jamás se acuesta tan temprano. Extrañada, fui a la habitación sin hacer mucho ruido, para intentar sorprenderlo. Hasta en eso la vida se ha burlado de mí. Debe alguien allá arriba estarse divirtiendo horrores a mi costa. Hubo sorpresa, sí, pero fui yo la que la recibí. Sé que pasarán los años, que veré muchas otras cosas, que incluso olvidaré el dolor, pero estoy segura, que no habrá nada capaz de borrarme la imagen que taladró mis ojos esta noche. Hasta tengo miedo de dormir y verla en sueños.
Esa vez sus ojos se empañaron, pero su expresión era débil, vulnerable. Ya no había rabia, solo tristeza, y algo más. ¿Asco?
—Había alguien con él en la habitación. Pero no era una chica, no era una mujer más hermosa que yo, no era alguien a quien poder envidiar o incluso odiar. No era una mujer.
Yo me quedé de piedra. Rodrigo, el hombre snob que conocía hacía tantos años, el quarterback, el rey del baile, ¿homosexual?
—¿Un hombre? —pregunté como una tonta, con la ridícula esperanza de que me dijera que se trataba de una criatura fantástica. Ella asintió, bajando la mirada con vergüenza.
—Era Esteban, su mejor amigo
Típico —pensé, asqueada y furiosa con el capullo de Rodrigo que ni siquiera para engañar era original, aunque el rollo gay había sido todo un detalle.
—Val, las cosas que hacían, las cosas que les vi hacer. —Se cubrió la cara con las manos, como temiendo que yo pudiera ver en sus ojos la escena que ella había presenciado—. Ni siquiera se percataron de mi presencia y yo, como una idiota, me quedé allí parada. Mirándolos, incapaz de moverme, de gritar, incapaz de irme.
—Oh cariño, no puedo imaginar lo que fue para ti. —Intenté abrazarla pero ella se soltó de mis brazos para volver a estallar.
—¡En mi propia casa! ¡En mi propia cama! —gritó, antes de volver a echarse a llorar—. No quiero volver a ese sitio nunca más. No quiero volver a verle. —Se echó a mis brazos, por primera vez por su voluntad y se abandonó a su llanto.
—Shhh, tranquila —intenté consolarla—. Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras. No estás sola. Estoy contigo ¿me oyes? Me tienes a mí, a Robert, no necesitas a alguien como él en tu vida. Hace un rato dijiste que habías echado 10 años de tu vida a la basura. Pero no es así. Sé que ahora cuesta verlo, pero este tiempo fue un aprendizaje. Uno duro, terrible y para nada justo. Pero aprendiste que debes elegirte siempre a ti, no superpongas la felicidad ni los deseos de nadie a los tuyos, nunca más. Ese tipo no vale nada. Alguien tan cobarde, incapaz de reconocer su verdadera sexualidad, que se escuda en mentiras, engañando a una mujer tan increíble como tú, no se merece ni una sola de tus lágrimas. Es él quien pierde, Andy. Tú eres maravillosa, preciosa, inteligente, dulce, los hombres harán fila en tu puerta. Y él, él ni siquiera podrá ser feliz con su amigo Esteban, porque es tan poca cosa, tan rata, que elegirá esconderse toda la vida. Alguien así no podía estar a tu lado. La vida solo te quitó una piedra del camino. Estoy segura.
Ella respiraba con dificultad, pero los sollozos habían cesado.
—Vamos a la cama. Mañana podrás verlo todo con más claridad. Y veras que ni siquiera el dolor es para siempre. —Ella me obedeció sin decir palabra.
Mientras se daba una ducha, preparé unos bocadillos rápidos para las dos. Luego de la cena tardía, ambas caímos rendidas, agotadas por el peso de las tristezas y los problemas que habían llegado a nuestra vida demasiado pronto, con demasiada fuerza.
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