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24


19 de julio.

Me levanté y corrí hacia al baño, poseída por las náuseas terribles que me había producido el olor del pescado. Descargué sobre el inodoro todo el contenido de mi estómago. El aroma de todo el alcohol que había bebido inundó el váter, provocándome nuevas arqueadas. Caí de rodillas, sin fuerza para mantenerme en pie y sentí el sabor repugnante de la bilis en mi boca.

Una mano morena me sujetó el cabello que se había visto salpicado de mi vómito y sentí otra mano que, cariñosamente, me acariciaba la espalda.

-Tranquila, cariño. Suéltalo todo. Estoy aquí. -Me reconfortaba la voz de Robert.

-Creo que ya no queda nada más por soltar -le dije entre escupitajos.

-¿Crees que ha sido el alcohol? -me preguntó él-. No hemos bebido tanto, pero tal vez no te ha sentado bien. Habrás perdido tu aguante -me dijo, riendo.

-No lo sé -contesté, mareada aún-, fue sentir el olor del pescado y literalmente pude escuchar como un chorro de vómito subía de mi estómago a mi garganta -dije, mientras me ponía de pie con dificultad.

Intenté, inútilmente, quitarme el sabor amargo, enjuagando repetidamente mi boca.

-¡Pero si a ti te encanta el pescado! -protestó Robert-. Y el ceviche de El Peregrino es tu favorito. ¿No quieres que pida un termo pax para que te lo lleves a casa?

Me sequé la boca con una servilleta antes de responder.

-¡No, por dios! No quiero volver a ver ese ceviche. Prefiero que nos vayamos ya. Me siento morir y tengo el cabello hecho un asco -dije, mirando con repugnancia los mechones húmedos.

-Ok, no te preocupes. En un minuto pago la cuenta y busco un taxi para acompañarte a casa.

-No es necesario que me acompañes -protesté en voz baja, aunque en realidad sí quería su cariñosa protección-, puedo ir andando.

-Ni hablar -contestó, decidido mi buen amigo-. Te acompañaré hasta que sepa que vas a estar bien. Vamos.

Llegamos a mi apartamento pasada la media noche. Las náuseas habían pasado, pero Robert se negó a dejarme sola. Se ofreció a hacerme la cena, o más bien, a calentarme alguna cosa en el microwave, porque la cocina era una de las pocas cosas que no se le daba bien. Pero mi estómago aún se mostraba reticente, de modo que solo acepté un té de manzanilla y me acurruqué en mis mantas, mientras Robert me acunaba en sus grandes brazos al tiempo que acariciaba mi cabello.

-¡Eres tan bueno, Robert! Si no te quisiera tanto creo que podría enamorarme de ti -le dije, adormilada.

-Mmm... ¿y cómo es que esa frase tiene algún sentido? -preguntó él, divertido, burlándose de mi aparente galimatías.

-Sí que lo tiene -insistí-. Creo que no se puede amar a quien se ha querido. El amor no tiene grado. No va aumentando con el tiempo. No se puede regular. O lo sientes o no. Es abrupto, caótico, inevitable. Es como un rayo que te rompe los huesos, sin que puedas hacer nada para detenerlo.

-¡Wow! Estoy sin palabras -dijo él, realmente sorprendido-. ¿Desde cuando eres experta en el amor? Tendremos que cambiarte el apodo, corazón de piedra -se burló.

-No soy una experta. Para nada. Pero soy experta en todo lo que no es amor. Es todo lo que he conocido. Por eso estoy convencida de que el amor tiene que ser algo más. No puede ser tan ordinario, tan vano.

-¡Auch! ¿Estás diciendo entonces que es vano lo que sientes por mí? -Se llevó la mano al pecho en su clásico gesto de fingirse ofendido.

-Oh no, en lo absoluto. Tú eres la mitad de mi alma. La mitad feliz. No sabría que hacer sin ti, alegrando mi vida. Por eso mismo, no podría poner en riesgo tu permanencia en ella con un enamoramiento tonto. Porque creo que el amor es tan brutal que no puede ser para siempre. Su función en nuestras vidas es hacernos conocer el más alto grado de dicha y el más alto grado de dolor a su vez, supongo que para mantenernos humildes -concluí, encogiéndome de hombros, ante esa teoría que me acababa de inventar.

-¿Cuándo te volviste tan sabia? -preguntó mi amigo que siempre había respetado mucho mis disparatadas ideas y parecía estar analizando lo que acababa de decirle.

-Siempre lo he sido -respondí, sonriendo-. Andy es la buena, tú el divertido y yo la sabia. Es un hecho. -Sonreí una vez más, antes de cerrar los ojos dominada por el sueño.

-Pues si el amor no es para siempre, supongo que tendré que alegrarme de que no me ames, porque no soportaría perderte -dijo Robert, pensativo, pero yo no pude escucharlo.

Estaba profundamente dormida.


***

Desperté sobrecogida por una angustia extraña. Intenté recordar el sueño pero no lo conseguí. Me resultaba raro el desasosiego que sentía porque no suelo tener pesadillas, mis sueños son, más bien, disparatados y tontos.

Una nota de Robert en la mesita de noche me hizo sonreír y espantar los extraños pensamientos.

"¡Buenos días, bella! Te dejé panqueques en el horno. Te llamo pronto. XO"
R.

El secreto del éxito y de la buena energía de Roberto era lo temprano que se levantaba. Siempre había admirado su capacidad para despertar con el sol y sacar el máximo provecho a cada día.

Yo por más que quisiera no podía hacerlo. Dormir estaba en mi top 5 de cosas preferidas. Incluso para ir a clase, debía poner alrededor de 10 alarmas para levantarme, finalmente, varios minutos después de la última. El proceso de remolonear era para mí casi tan básico como respirar.

¡Qué pena doy! -pensé, avergonzada y me levanté ilusionada por los panqueques que mi buen amigo me había preparado.

Puse la cafetera y abrí el horno para encontrar mi premio.

Los únicos dos alimentos que Robert preparaba a la perfección era los panqueques y las omelet, ambas lecciones, cortesía de Andrea, por supuesto.

La razón era muy simple: el desayuno era su comida favorita del día. Le gustaba recrearse ante una mesa suculenta y magnifica, tomarse su tiempo para disfrutar de los alimentos más nutritivos y deliciosos que le darían la inyección de energía precisa para comenzar el día.

Compartíamos esa afición. La mayoría de los días no almorzaba, y para la cena cualquier cosa me valía, pero me gustaba desayunar como una reina.

Así que me preparé mi taza gigante de café y cubrí mis panqueques con cantidades exageradas de sirope de fresa.
Estaban esponjosos y perfectos, la fresa acariciaba mi lengua, pero la respuesta de mi cuerpo ante el delicioso trozo no fue la esperada.

Mi estómago se contrajo y mi garganta rechazó el contenido que intentaba introducir en ella.

Corrí hacia el baño y, sin tiempo de llegar al váter, derramé sobre la alfombra el escaso desayuno y los restos del té de la noche anterior.

La sensación de angustia regresó, pero esa vez era física. Ese abandono vulnerable que trae la enfermedad unido a la incertidumbre de no saber que está mal.

¿Qué diablos me pasa?

Tras unos minutos, conseguí reponerme a duras penas y me encargué de limpiar el desastre, aún asqueada.

Probablemente tardaré mucho tiempo en sacar la mancha de la alfombra -pensé con fastidio.

Así que decidí quitarla y llevarla luego a la tintorería.

La angustia no me abandonaba y las paredes de la casa parecían cernerse sobre mí, asfixiándome.

Busqué en el neceser del baño algún medicamento para las náuseas, pero mis ojos descubrieron algo que hizo saltar la alarma.

Un paquete de compresas.

A toda velocidad, rebusqué en mi mente, sacando cuentas y analizando ciclos.

Mi periodo.

No conseguía recordar la última vez que había tenido el periodo.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! -Comencé a moverme por el baño, frenética, sin saber qué hacer.

Siempre había sido muy irregular y mi escasez de parejas sexuales, nunca habían hecho realmente necesario que me preocupara por llevar la cuenta del ciclo menstrual o por tomar anticonceptivos.

No puede ser -pensé, intentando en vano tranquilizarme-. Nos cuidamos, nos cuidamos siempre. ¿Lo hicimos? -no conseguía recordarlo.

Cada vez que hacía el amor con Ulises me enajenaba de una manera extrema, extrapolaba mi mente y no era consciente de lo que pasaba alrededor.
Tampoco había tenido la prudencia necesaria para exigirle que usara condón.
Pero él lo había hecho. Había usado condón. ¿No es cierto?

No podía asegurarlo.

Recordaba vagamente que lo usara algunas veces, pero ¿todas?

No, todas no.

Para empezar, la primera vez que estuvimos juntos, en la playa, había sido tan espontáneo que ninguno de los dos pensó en semejante cosa. Tampoco lo había usado aquella vez en su casa, o en el barco.
Me mesaba los cabellos con desesperación, fustigándome mentalmente por haber sido tan estúpida, tan irresponsable.
No podía sumar ese a todos los problemas que ya tenía nuestra relación.

¿Qué haría? ¿Cómo se lo diría? ¿Debía decírselo siquiera?

Estaba tan nerviosa que era incapaz de pensar con claridad. Lo peor era que no tenía tiempo para venirme abajo. Debía irme a trabajar. El problema debía ser aparcado unas horas más, hasta que consiguiera la serenidad y el temple para decidir qué hacer.

Resuelta, guardé aquel asunto en un cajón y me di una ducha, antes de marcharme al trabajo.

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