23
18 de julio.
Tras un fin de semana fabuloso, el lunes, con su tedio, se impuso, arrastrándome bajo montones de trabajo.
La librería era un hervidero, pues había salido la primera edición de una novela que había alcanzado enorme popularidad en los medios digitales. Los lectores esperaban ansiosos su publicación en físico y en solo el primer día, habíamos agotado ejemplares.
El libro había sido publicado por la editorial Odisea, y Ulises había pasado la mañana en la oficina de Pedro, organizando un evento para los próximos días.
El autor, muy aclamado, sobre todo por la juventud lectora, estaría firmando libros y contestando preguntas sobre la novela para el público. Y en la noche, se celebraría un pequeño cóctel de celebración. El evento coincidía con mi día libre, pero Pedro me había pedido tocar y yo había accedido encantada.
A pesar de estar bajo el mismo techo, no había podido intercambiar más de dos palabras con Ulises. El aumento de las ventas me había mantenido muy ocupada, exprimiendo mis neuronas.
La nueva felicidad de nuestra mejorada historia de amor brotaba por mis poros, pero aún había un par de temas que me urgía esclarecer.
Él me había dicho que me amaba, que haría lo que fuera con tal de merecerme. Me había dicho que era suya, pero mi desconfiada cabecita no podía asegurar hasta qué punto él era mío también.
Nada habíamos hablado de su matrimonio, o del camino a seguir para disolver esa relación. Él, como siempre, se había cuidado de no mencionar a su esposa, incluso se había quitado la alianza, lo cual me parecía una señal muy positiva. Pero el insidioso y precavido sentido común que casi siempre triunfaba sobre mis ilusiones, me decía que todos aquellos gestos, bien podían ser solo una manera de apaciguarme, de tenerme tranquila y feliz, mientras él continuaba con la falsa que era su vida.
Lo conocía lo suficiente para saber que sus arrebatos enamorados no debían ser tomados realmente en serio hasta tener pruebas fehacientes de sus palabras.
Hasta donde sabía, él seguía casado con ella. Yo seguía sin poder besarlo en público o presentárselo a mi padre. Seguía siendo su amante, aunque hubiera subido un escalón con respecto a sus sentimientos. Aún no ocupaba el lugar que quería, el lugar que merecía. Y necesitaba aclarar, cuanto antes, que sería de nuestra relación una vez que la esposa regresara.
—¿Podemos vernos hoy? —le pregunté, cuando salió de la oficina de Pedro.
—Hoy no puedo, Val. Tengo mucho lío con el trabajo. Yo te llamo ¿sí? —Aunque inconforme, asentí porque no podía hacer nada más.
Se marchó y yo seguí embebida en el trabajo. Me esforcé por no pensar en él y no preocuparme antes de tiempo por cosas que no podía controlar.
Afortunadamente, justo antes de cerrar, recibí una llamada que mejoró mi ánimo automáticamente.
Mi amigo Robert acababa de llegar al país.
Si tuviera que escoger una palabra para describirlo, elegiría inspirador. Cuando estaba con él, era imposible mantenerme triste o malhumorada. Instantáneamente, me alegraba el día con sus anécdotas descabelladas, su humor mordaz y la facilidad con que parecía lograr todo en la vida.
En los años que hacía que lo conocía, nunca lo había visto deprimido o molesto. Cuando caminaba parecía que iba dando saltos y la sonrisa permanente que tenía en el rostro, a veces asustaba a quien lo veía.
Mi amigo parecía comprender algo que el resto de nosotros no: la felicidad es una elección y para obtenerla no tienes más que proponértelo.
—¿Cómo es posible que siempre estés risueño, sin importar las circunstancias? —le pregunté un día, celosa de que aquel carácter despreocupado.
—Es muy fácil —me aseguró—. Cuando me levanto por la mañana, además de escoger la ropa que he de ponerme, escojo también como quiero sentirme, que expresión usar en mi rostro. Y casi siempre me decido por una sonrisa y por un espíritu optimista. Me ayudan a que todo me salga mucho mejor —dijo, mostrándome los dientes muy blancos y perfectos.
Él fue el primero en acercarse a mí cuando me mudé a la ciudad. La estaba pasando muy mal, no tenía amigos en el barrio y en la escuela, era la misteriosa niña nueva, que no hablaba con nadie y siempre se sentaba sola en los recreos. Aún no me adaptaba a la ciudad nueva y en mi corazón, no había lugar para nada que no fuera la tristeza.
Un día especialmente malo, en que no sabía cómo contener el dolor, me dirigí a mi lugar de siempre: el banco más apartado del patio, para que nadie me viera llorar, pero para mi sorpresa ya había alguien allí.
Era un niño delgado, alto y muy moreno. No iba en mi curso, así que no lo había visto antes. Parecía muy concentrado escribiendo algo, pero al percatarse de mi presencia levantó la vista y me mostró los inmaculados dientes.
Yo, azorada, me dispuse a marcharme y a encontrar otro sitio, pero él rápidamente me detuvo.
—Espera, no te vayas. Necesito tu ayuda.
—¿Mi ayuda? —pregunté extrañada—. No entiendo.
—Verás, después del recreo tengo clase de historia. Ayer olvidé hacer mi tarea y ahora no consigo dar con la respuesta a estas preguntas. Se trata de un orden cronológico y es muy difícil porque no logro recordar que ocurrió primero y que después y me estoy volviendo loco tratando de encontrar las fechas en el libro. ¿Crees que podrás ayudarme? —me preguntó, pareciendo realmente desesperado.
Dudé por unos momentos, pero finalmente me decidí ayudar a aquel niño tan simpático.
—A ver, dejame echarle un vistazo —dije, pidiéndole su cuaderno.
Iba dos cursos por encima del mío, pero a pesar de eso, pude responder las preguntas de aquella tarea. La historia se me daba muy bien, a pesar de que me aburría bastante, porque tenía una enorme facilidad para memorizar cosas.
Mientras ordenaba cronológicamente los sucesos históricos, olvidé por completo el motivo de mi aflicción y por ese instante me sentí mejor, mucho mejor. Sonó el timbre del recreo al tiempo que terminaba la tarea.
—Toma —le dije, devolviéndole su cuaderno.
Entonces aquel niño tan extraño hizo algo inaudito: me abrazó.
Yo me quedé estupefacta ante su familiaridad, teniendo en cuenta que nos conocíamos hacía solo 15 minutos.
—¡Mil gracias! —me dijo, genuinamente feliz—. Me has salvado de un buen regaño. El profesor de historia me tiene manía. Y ya me ha hecho varias advertencias por todas las tareas que he dejado de hacer.
—No hay de qué —le respondí, esbozando una sonrisa.
—Ah, lo olvidaba —dijo él, cayendo en cuenta de que aún no se había presentado—. Mi nombre es Roberto.
—Yo soy Valeria.
—Encantado Valeria —dijo él sin dejar de sonreír—. Te debo una.
—Será mejor que nos vayamos ya o llegaremos tarde —dije mirando mi reloj y desbordando timidez.
—Sí, si —coincidió él—. Nos vemos mañana —prometió, alegre.
Y en efecto, al día siguiente se apareció nuevamente en mi banco, portando una enorme bolsa de gomitas para compartir, como ofrenda de amistad y pago por las felicitaciones que había recibido del profesor ante su tarea tan bien hecha.
Yo me mostré algo cautelosa al inicio, pero fue imposible resistirme mucho tiempo al carácter efusivo y jovial de Roberto, quien se convirtió desde aquel día en mi mejor amigo. El único amigo que tenía entonces, hasta que él mismo trajo a Andrea a nuestro lugar secreto (que así pasamos a llamar a aquel banco). Ella estaba en su misma clase y enseguida logró conquistarme también con su inmensa dulzura.
Aquellos dos amigos, me acogieron como si fuera su hermana menor y me ayudaron a superar el momento más difícil de mi vida.
Cada vez que estoy de bajón, suelo llamar a Robert y él se aparece en mi casa con una botella de vino y un paquete de gomitas, para rememorar el comienzo de nuestra amistad y consolarme como solo él sabe hacerlo.
Pero esa vez fue él quien me llamó. Saliendo del aeropuerto, pues acababa de llegar de Alemania, llamó a sus chicas (como él nos llamaba) para ir a por unas copas y ponernos al día de sus aventuras. Andy tenía que trabajar, pero yo accedí gustosa, muriendo de ganas de verlo.
Quedamos en El Peregrino. Yo llegué primera, me pedí un Cosmopolitan y antes de poder probarlo sentí que unas manos enormes me cubrían los ojos desde atrás. Una sonrisa de oreja a oreja se adueñó de mi cara y me deshice de sus garras para saltar al cuello de mi amigo.
—¡Como te he extrañado! —exclamé, sincera—. No puedes abandonarnos tanto tiempo —dije, simulando un mohín—, no somos nada sin ti. —Robert me apretó en su pecho.
—Yo soy la guinda de este pastel —exclamó, divertido—. Más bien la cobertura de chocolate —se corrigió, riendo—. Yo también he echado mucho de menos a mis niñas. Alemania es aburrida y sosa sin ustedes.
—¡Qué cara más dura! ¡Si te la pasabas de fiesta! —le reproché—. Tu Instagram parece un carnaval.
—Pero festejaba extrañándolas —me aseguró, guiñándome el ojo.
—Te perdono si me lo cuentas todo —pedí.
—No tienes ni que decirlo. —Me cogió de la mano y tras pedir una margarita, me llevó a nuestra mesa de siempre en la terraza del bar.
El niño flacucho de once años que conocí, se había transformado en un atractivo muchacho que parecía salido de un catálogo de moda. Había seguido creciendo hasta alcanzar casi los dos metros de altura. Su cuerpo delgado se había tornado musculoso. Llevaba el cabello a lo afro, orgulloso de sus raíces africanas y de la mezcla de genes y culturas que solo le habían aportado cosas buenas.
Su padre, un alemán muy simpático del que Robert no había heredado nada más que la altura y el espíritu viajero, se había enamorado perdidamente de una preciosa negra sudafricana que estudiaba arte en Barcelona.
El idilio había durado poco tiempo, pero había sido mágico. Unos seis meses llenos de pasión, música, arte y sueños. Ingredientes que ayudaron a crear algo maravilloso: a mi amigo.
El bebé no estaba en los planes de ninguno de los dos jóvenes, llenos de proyectos por realizar y ajenos a la responsabilidad que se avecinaba. Pero aun así, Naomi (la madre de Robert) decidió tenerlo, y tras conseguir un trabajo como curadora de arte, decidió quedarse en España a criar a su hijo. Aunque la relación con Alek no había funcionado, este no se desentendió de la criatura, por el contrario, mantuvo muy buenas relaciones con la madre y los ayudó en todo lo que necesitaron.
De esta forma, Roberto creció en un ambiente extraño pero no por ello menos positivo y saludable. Desde los 5 años, hablaba, además del español, inglés y alemán con perfecta fluidez. Se nutrió de las distintas culturas en las que fue criado convirtiéndose en un hombre formidable. Amante del arte y de la aventura, sincero, apasionado, noble. De su madre adquirió el amor por el folclore y la capacidad de capturar la belleza, convirtiéndose en un tipo especial de artista: en fotógrafo. Con su padre pasaba largas temporadas, viajando por Europa. Mezclaba sus pasiones con perfecta gracia, y le agregaba su toque personal, que consistía en regalar felicidad a donde iba, con su carácter jovial y su eterno optimismo.
Yo quiero muchísimo a Andrea, pero de alguna forma, Robert ocupa un lugar más especial en mi corazón. Es como un comodín de alegría que uso cuando me siento perdida. Su presencia regenera mi paz y más que su consejo, cuando lo necesito, lo que busco es cariño, cariño puro y a raudales que siempre, sin excepción, obtengo al primer llamado.
Lo escuchaba embelesada, un poco celosa de tantos viajes y experiencias increíbles que, tan a menudo, vivía mi amigo.
—Después del carnaval, terminamos en un bar. Ni siquiera sé cómo regresé al hotel —me contaba su última aventura.
—No sabes cómo te envidio —bromeé a medias—. No es justo que te diviertas tanto, mientras otros nos aburrimos mortalmente —me quejé, haciendo un puchero.
—No es eso lo que he escuchado —me dijo con una mirada llena de intención—. Un pajarito me ha dicho que cierta jovencita mojigata se ha soltado el pelo este verano —dijo con socarronería.
—No puedo creer que Andy te lo haya contado. ¡La mato! —exclamé, con fingida indignación.
—El que debería estar molesto soy yo que he sido el último en enterarme. ¿Acaso no pensabas decírmelo? —preguntó, llevándose la mano al pecho fingiéndose, a su vez, estar muy ofendido.
—Claro que sí —le aseguré—. Sabes que siempre te lo cuento todo. Es solo que quería hacerlo en persona. Además me daba un poco de vergüenza. —admití.
—¡Vergüenza! —gritó Robert—. ¡Lo que hay que oír! ¿Cómo te va a dar vergüenza conmigo? Querida, sabes que yo nunca te juzgaré. Es cierto que no es una situación ideal, pero confío en que eres lo suficientemente inteligente para andarte con cuidado y no exponer demasiado tus sentimientos.
Preferí no defraudar su confianza, contándole que mis sentimientos habían quedado expuestos casi desde el inicio.
A pesar de los cambios recientes, mi relación con Ulises aún no estaba en un lugar ideal. Confiaba en Roberto, pero no quería escucharlo decir las cosas que ya me decía mi parte prudente y racional.
Así que elegí evitar el tema.
—Creo que necesitamos comer algo para soportar tanto alcohol —dije, cambiando de asunto—.
Él se levantó a ordenar y yo me sacudí todas las preocupaciones que rondaban mi cabeza, y decidí que aquella noche era para celebrar la amistad.
Todo lo demás podía esperar.
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